LA PELÍCULA “EL NORTE SOBRE EL VACÍO”

Las masculinidades armadas

“El norte sobre el vacío” dirigida por Alejandra Márquez Abella ganó el premio al Mejor Largometraje de Ficción en el Festival Internacional de Cine de Morelia. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

“No hay escondite para el reino de la muerte. Él extiende el norte sobre el vacío y cuelga la tierra sobre la nada”. 

Job 26, 6-8

El norte sobre el vacío” dirigida por Alejandra Márquez Abella (“Las niñas bien”), fue presentada en el Festival Internacional de Cine de Berlín y ganó el premio al Mejor Largometraje de Ficción en el Festival Internacional de Cine de Morelia. En el centro de la película está la historia que elige narrar don Reynaldo, la que privilegia como el momento fundacional de su familia y de su tierra: era un niño que caminaba junto a su padre cuando fueron atacados por un puma. Se salvaron gracias al arrojo del padre quien en un acto –en principio– de legítima defensa, mató al animal con su escopeta Winchester, tan metafórica, como veremos después. Donde cayó el puma el padre sembró un árbol, donde cayó el puma eligió construir su casa. Ese día cambiaron los tiempos: dejó de ser obrero para convertirse en cazador y dueño de la tierra. Cuando Elías, el hijo de don Reynaldo que mal recuerda la “gesta heroica” (o no le importa), intenta contar el encuentro de sus abuelos, su padre lo interrumpe: “eso no”. Nada de romanticismos: el hombre que derrota a la bestia, he allí la dignidad de una genealogía. El orgullo de la masculinidad. 

Don Reynaldo ha perdido la puntería y cojea un poco por la gota. Casi podría intuir que los tiempos allá afuera cambiaron de nuevo, pero no quiere escucharlo. Donde cayó el puma surgió el patriarca que ya nunca más sería humillado por un patrón: el propietario de la tierra. Ese es el legado que le dejó su padre. Quizá su hija tiene un amante al que no menciona, quizá su hijo ama a un hombre, quizá la violencia toma dimensiones nunca vistas, él no escucha. Don Reynaldo ama el orden: su propia voz de mando, su familia, el rezo antes de comer, la cruz en el pecho, la masculinidad que derrota a las adversidades. La que sabe luchar –como su padre– contra la bestia. La escopeta Winchester como reliquia familiar en uso. 

Excelente la actuación de Gerardo Trejoluna, el personaje más interesante de la película, junto a Rosa (la joven trabajadora del rancho) interpretada por Paloma Petra. El vínculo entre ambos. Cuando la cámara se cierra sobre sus rostros: grandes actores del silencio y de las revelaciones de una mirada. Rosa sabe de don Reynaldo. Es como una hija en las sombras, por momentos como un hijo. La empleada del rancho que mata un venado y se lo ofrece como logro al patrón, para que ningún ser humano del entorno sepa que el dueño de las tierras comienza a perder su puntería. Rosa ofrece el cuerpo del venado “derrotado”. La virilidad de don Reynaldo está –por el momento– salvada. Los hombres festejan la caza. Conversan. El chiste tan celebrado porque es una oda a los testículos. Se van tantito a los golpes, pero después cantan una canción de abandono con poema lacrimógeno incluido. Así van las masculinidades y el alcohol. Solo Rosa tiene permitido moverse en ese mundo cerrado de varones. 

La sangre del venado. Su cabeza como trofeo junto a las otras piezas de caza. Los bandidos rondan. Traen “trocas” con faros sobre el techo que quiebran la noche. Arnulfo el hermano de don Reynaldo se va a la ciudad. Ya sucedió antes: la advertencia comienza con las vacas enfermándose y muriendo quizá envenenadas. Después sobreviene una catástrofe que aun no sabemos en qué consiste. No se dice demasiado. La familia va a celebrar la Pascua. A don Reynaldo no le gusta interrumpir los planes. El guión incluye la llegada de un payaso fracasado y la breve irrupción de una joven vestida como coneja de Pascua. Sí, es coneja. Les digo que los tiempos cambian. Así como Rosa es esa casi hija que “cuida” a don Reynaldo –supone la familia– porque le sirve el café y tiende su cama, pero que en realidad y en términos de los roles tradicionales, es ese hijo que ya entendió de qué hay que cuidarlo: del otro lado del monte hay una bestia feroz y distinta que toma el poder, son los sicarios.

Para la fiesta de Pascua las mujeres de la familia “disfrazan” a Rosa con un uniforme azul marino con mandil. La esposa de Reynaldo que la vio crecer y las hijas con quienes creció, hablan de ella –frente a ella– como si de golpe se convirtiera en un ente sin nombre adentro de un uniforme. Una extraña. Rosa –la que sí sabe– vestida con ese mandil que quisiera domesticarla, posa contra un fondo de desierto salvaje. Las mujeres de la ciudad, las acomodadas descendientes del obrero que compró la tierra, no entienden nada. “Esa adrenalina que te da cuando le vas a quitar la vida a un animal... Esos acontecimientos fueron tan importantes y significativos que mi papá decidió gastarse todo lo que tenía en estas tierras. Y aquí mismo donde enterró al puma, sembró este naranjo”, así lo cuenta don Reynaldo como quien evoca el génesis. Solo atendiendo a esta historia se abraza el final. 

Una tortuga aparece en tomas largas. Tal vez por longeva. Y un grillo, tal vez porque es verde. Y un sapo, quizá porque con sus ruidos confirma que donde el hombre específico va de paso, la tierra y sus animales permanecen. “Andamos acá watchando la zona. Es una zona muy peligrosa. Seguro ya le contaron... ¿A poco usted no va a querer vigilancia?” Rosa negocia en secreto con los malandros, es mejor que don Reynaldo pague. Ella está embarazada y no de su pareja. Esas otras “bestias”, ya antes invadieron el rancho. Don Reynaldo dice que paga. Se siente tan poderoso con su Winchester. Saca su escopeta y hiere al enemigo que cayó en la trampa. Como su padre con el puma, lo persigue ya herido para rematarlo. Supuso que con ese acto de “bravura” mandaba un aviso rotundo a la manada de asesinos: quién invadiera sus tierras no viviría para contarla. Allí estaba él con su legado de “valentías” y su escopeta a la mano.

La caravana de camionetas entra al rancho. Pertrechado en la casa les apunta. Rosa regresa para pelear junto a él. La casi hija/la casi hijo que más lo amaba. Tan orgulloso de su Winchester, don Reynaldo. La metáfora de los tiempos pasados ahora está en las manos de Rosa. Una bala tras otra bala. Una defensa “artesanal”. De pronto se escucha un estallido y Reynaldo atónito constata que eso no fue una bala: un gran boquete en la pared de la casa. Armas que disparan sin tregua. ¿De qué mundos perdidos surgen esos hombres cuyo negocio es matar? ¿De qué desamparos, de qué hoyos negros, de cuántos olvidos mortíferos? Una bala en el pecho de Rosa. Regresa el sapo pregonero. La tortuga adaptable y longeva. El río. Los venados que se pasean –suponemos que años después– por una casa deshabitada por los humanos. 

No logró dimensionarlo don Reynaldo. Las nuevas formas de poder. Los nuevos amos de las tierras. “Qué bonita puntería”, le había dicho a Rosa en aquel tiempo remoto y otro. Y ella, mirándolo conmovida solo había respondido: “sí, ¿verdad?” La entera familia está a salvo en la ciudad. Solo se quedaron ellos dos. Los guardadores de aquel mito originario. Los que creían que el sentido de la vida consistía en tener los pies en una tierra y sembrar permanencia. ¿Qué podría salir mal? Antes, mucho antes de que la tierra misma “colgara sobre la nada”.