Chase Oliver es un candidato libertario, homosexual y partidario del libre acceso a armas. Su participación en la elección 2022 para el Senado de Estados Unidos por el Estado de Georgia, donde logró el respaldo de apenas uno de cada cien ciudadanos de esa entidad, dos por ciento de los votos, forzó la celebración el próximo 6 de diciembre de una segunda vuelta que deja en vilo el reparto definitivo de asientos en la cámara alta del Congreso estadounidense y, con ello, las relaciones de poder que regirán el destino del vecino país durante los dos años por venir.
Las razones de un balotaje
Existe la creencia de que el establecimiento de una segunda vuelta en elecciones por algún cargo público, al provocar que más de la mitad de los votantes opte por alguien, reduce el nivel de incertidumbre y por lo mismo de polarización, a la vez que el potencial de conflicto entre los contendientes. Adicionalmente, se argumenta, el intermedio entre ambas vueltas permite generan acuerdos que distienden el radicalismo. Se dice que adoptar un sistema con segunda vuelta para el ejecutivo permite la formación de un gobierno de mayorías y no uno que obstaculice al gobernante, sin forzar la formación de un gobierno de coalición que resulta en principio menos eficaz. Esas son las creencias.
Sin embargo, existe poca evidencia que las sustente. Así, cuando uno revisa las experiencias latinoamericanas de balotaje, como se suele denominar a la segunda vuelta —adoptando el concepto francés, dada la nación en que se construyó un sistema que ha optado por varias décadas por este mecanismo decisorio— los datos no parecieran demostrar las creencias arraigadas, aunque afirmar esto vaya en contra del espíritu de los tiempos.
Las secuelas del balotaje
En realidad, el sistema de segunda vuelta no disminuye el conflicto, sino que lo traslada de la disputa por quién fue el ganador en una vuelta a reclamos por quién quedó en segundo lugar y por ende tiene derecho a contender en un balotaje y luego sobre quién ganó realmente la segunda vuelta. Ergo, en lugar de un espacio para el enfrentamiento se crean dos momentos y condiciones para el conflicto. Y la segunda vuelta, además de generar casi siempre resultados acorde con los obtenidos en la primera vuelta, suele no derivar en la construcción de acuerdos entre partidos distintos a aquellos que pudieron formarse desde la primera ronda, con el añadido de que provoca que los concurrentes a una elección vayan separados en esa primera vuelta, lo que tiende a dispersar el voto y en ocasiones, como Georgia en estos días, a propiciar la celebración de otra votación por la mera presencia de un contendiente con escaso respaldo.
La segunda vuelta no evita que los resultados sean cerrados y existan cuestionamientos sobre quién resultó realmente ganador, pues es común que los balotajes se ganen por un estrecho margen. Y el mecanismo no otorga una pretendida mayor legitimidad al ganador que la que se logra en modelos de una única vuelta; piénsese si no en el primer mandato de Clinton, por tomar un ejemplo. Además, las condiciones de gobernanza del ganador pueden no ser las pretendidas, puesto que el balotaje no garantiza en forma alguna que quien triunfe cuente con mayoría en el Congreso ni acota los posibles reclamos legislativos que pudieran provocar su salida, como ha ocurrido en Brasil o Perú, donde existe segunda vuelta, dado que los factores de estabilidad de un gobierno dependen realmente de otras variables.
Todo esto viene a cuento porque en México las oposiciones suelen ver en el establecimiento de una segunda vuelta una panacea que puede no ser tal, sin reflexionar sobre las consecuencias reales de su establecimiento, que no corresponden necesariamente con la lectura ideologizada que hoy predomina sobre el balotaje en el mundo.