De lo que no se sabe a ciencia cierta, sólo queda especular o bien, callar. Tal es el caso de los recientes acontecimientos que han ido reconformando el escenario sobre seguridad pública en el país. Son al menos dos los asuntos que han acaparado la atención en este campo durante los días recientes: por un lado, los intentos por modificar la normatividad para que las fuerzas armadas permanezcan en las calles al menos hasta 2028 y por el otro los sucesos en torno a la resolución del caso Ayotzinapa.
Los armados en las calles
Luego de que mediante una reforma espuria a leyes secundarias se diera un traslado de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional —que pudiera pensarse temporal, hasta que se reviertan los cambios ilegales—, y de que la propuesta de ampliación del plazo para que las fuerzas armadas continúen la labor de combate al crimen organizado hasta 2028 y no para 2024 como está establecido se entrampara en el Senado de la República, el Ejecutivo federal lanzó una propuesta de ejercicio de consulta a la población sobre estos temas; de la que se encargaría la Secretaría de Gobernación y que estaría fuera del marco legal sobre consultas, que debieran ser organizadas por la autoridad administrativa electoral nacional. Todo hace suponer que detrás de este mecanismo se encuentra la búsqueda de una legitimación a decisiones tomadas por la Presidencia de la República para que, al margen de lo que se resuelva en el Legislativo, se mantengan las fuerzas armadas en las calles, a cargo de tareas que supone no pueden ser realizadas por otras instancias. No importa entonces ni el alcance que tenga la convocatoria, ni el sustento formal de la misma, pues se trata de una acción para justificar lo ya resuelto, que se hará por decisión autoritaria aunque sea opuesta a las normas.
La masacre de Iguala, 2014
En paralelo se dieron avances y retrocesos en un abigarrado escenario de aparente búsqueda de entendimiento y sanción a los responsables de la masacre ocurrida en Iguala hace ocho años. A la “verdad histórica” del gobierno anterior se intentó oponer una nueva versión, que luego resultó haber sido edulcorada para encubrir la participación directa del Ejército en los actos delictivos, en pleno contubernio con el crimen organizado. En apariencia las acusaciones que involucraron a miembros de las fuerzas armadas disgustaron a éstas y provocaron que los temidos diferendos entre castrenses y civiles, que se había advertido como posibilidad que pudiera darse en un gobierno posterior, se expresaran desde ahora como amenazas desde el mando militar que sometería al orden civil y acotaría su accionar; esto dando algún crédito a filtraciones y comentarios periodísticos cuya veracidad estaría por corroborarse, lo que eventualmente nunca ocurra.
Estos hechos harían suponer que, en nuestro país, como ocurre desde al menos hace 54 años, la ley no puede aplicarse a las fuerzas armadas sin provocar irritación y conflicto con este estamento, que ha sido privilegiado y fortalecido por la actual administración, lo que configura una realidad donde el régimen civilista se encuentra en entredicho y las armas cuentan con un poder extralegal que pudiera poner en riesgo el mando civil establecido.