Muy buenas películas del Festival Internacional de Cine Judío están accesibles (a bajo costo) en una plataforma comercial. “Los invisibles” de Claus Räfle (Alemania), “Perfectas” de Sharon Maymon y Tal Granit (Israel), “La ley” de Christian Faure (Francia), “Refugiada” de Eran Riklis (Israel), “El viaje de Fanny”de Lola Doillon (Francia), “Los que se quedaron”de Barnabás Tóth (Francia), “El repostero de Berlín” de Ofir Raul Graizer (Alemania). “El árbol de Higo” de Alamork Davidian (Etiopía), “Pinsky” de Amanda Lundquist (Estados Unidos).
Me detengo en “Los invisibles” de Claus Räfle. Es una película y también es un documental. Cuatro sobrevivientes judíos, quienes en su temprana juventud vivieron en la clandestinidad en el Berlín nazi, ofrecen su testimonio. Con sus entrevistas se va intercalando la recreación de sus vidas interpretada por actores. El anti-semitismo. La “solución final”. El terror, los escondites, los documentos falsos. El hambre. Las redadas. Las deportaciones. La inimaginable dimensión de la destrucción y de la pérdida. Siete mil personas en la clandestinidad (según los datos en el documental). Sobrevivieron mil quinientas. “Los invisibles” es –también– un homenaje a los alemanes anti-fascistas que arriesgaron sus vidas para salvar a los judíos perseguidos.
La sobrevivencia como un verdadero milagro cotidiano. En 1943, Joseph Goebbels, Ministro de propaganda de Hitler (nombrado un año después como: “Plenipotenciario para la guerra total”), declaró a Berlín “ciudad libre de judíos”. Sí, el mismo Goebbels que se suicidó junto a su esposa Magda Ritschel (ejemplo nacional del “ideal de la madre alemana”), tras envenenar a sus seis hijos. Hitler se había suicidado el día anterior junto a Eva Braun. La Gestapo sabía que en la ciudad varios miles de judíos seguían viviendo escondidos, algunos trabajando y circulando por las calles con documentos falsos. Había que cazarlos. La caza no se detuvo, aun sabiendo ya los nazis que perdían la guerra, que el ejército ruso estaba a punto de sitiar la ciudad.
Cioma Schönhaus, era egresado de la escuela de arte, sus talentos le permitieron convertirse en un falsificador de documentos de identidad y de estampillas para conseguir alimentos. Cada documento falso era una oportunidad de sobrevivencia. Ruth Arndt retó a la suerte con una decisión más que temeraria: trabajar en el hogar mismo de un oficial nazi, haciéndose pasar por “aria”. Como en el cuento “La carta robada” de Edgar Allan Poe: ¿quién podía sospechar que una joven judía se escondiera en el lugar donde su presencia era más visible? Ruth cocinaba, limpiaba y servía la mesa en las cenas de los oficiales nazis.
Hanny Levy dejó sus cabellos cobrizos para convertirse en rubia.Los nazis no podían imaginar una judía de cabellos dorados. Había conocido brevemente a un joven alemán en un cine. Él le dijo que si algo pasaba, buscara a su mamá, la mujer responsable de la taquilla. Hanny, acorralada, aterrada de pasar sus días vagando por las calles, buscó a la madre del joven. Para entonces, él ya había sido enviado al frente. Dos mujeres solas que no se conocieron nunca antes, una judía y una alemana, atravesaron la guerra juntas. Como madre e hija. Eugene Friede se sumó a la resistencia. Un personaje aparece brevemente. Como un meteoro implacable: Stella Goldschlag. Mencionada por dos de los sobrevivientes: “A pesar de lo que hizo, sus padres fueron deportados”. Un largo silencio.
En los pasillos de un cine las dos jóvenes judías (encubiertas) se cruzan con una mujer muy elegante que las interpela. Reconoció a una de ellas. Apresuran el paso sin responder. “¿Quién es?” “Stella, una judía que trabaja como informante para la GESTAPO”. El testimonio me llevó a buscar la vida de Stella. Fue detenida junto con sus padres. Una ex compañera de escuela, también judía, la había traicionado. La GESTAPO la torturó y le ofreció un trato: ella conocía bien la comunidad judía de Berlín, los nazis sabían que numerosos judíos vivían en la clandestinidad. Su trabajo consistiría en pasearse por las calles, asistir a lugares públicos y denunciar a los que reconociera. Tal y como le había sucedido a ella misma. A cambio, se comprometían a no incluir ni a sus padres ni a ella en las listas de los trenes de la muerte.
Su primer esposo murió en deportación. Se casó durante la guerra con Rolff, también “catcher” para la GESTAPO. Los nazis la llamaron: “El veneno rubio”. Un buen día ya no pudo salvar a sus padres de las listas negras. Fueron asesinados en un campo. Stella continuó su “trabajo” como denunciante. Se acercaba a sus conocidos judíos, les prometía ayuda, se presentaba en los funerales y las bodas de personas judías casadas con arios, les daba citas. ¿Cómo no confiar en ella? En su lugar, a la cita llegaba la GESTAPO. Stella tenía su seguridad garantizada, recibía un salario. Y un “bono” de 200 marcos por cada persona a la que traicionaba. Tuvo una hija: Yvonne. Fue detenida por los rusos y pasó diez años en campos de concentración en la URSS. Regresó a Alemania. Peter Wyden la entrevistó para escribir su biografía. Ante él, Stella se declaró “víctima del nazismo”.
Se convirtió al cristianismo y al anti-semitismo más feroz. En 1994 se suicidó saltando por la ventana de su departamento en Friburgo. Su hija Yvonne “Soy Ivonne, la que nunca debió haber nacido”, es enfermera en Israel. Nunca quiso volver a verla. Cuenta que con frecuencia sueña que le dispara a su madre y la mata. “Para que su memoria, por fin desaparezca”. El final del documental-película es muy bello. Uno de los sobrevivientes narra que le preguntó a su salvadora alemana por qué había arriesgado su vida por él. Ella le respondió: “para salvar a mi país”.