Llega una llamada. Un mensaje que se escucha justo antes de que la realidad se convierta en una nebulosa. Mauricio ya no está. Son unas cuantas palabras pronunciadas del otro lado de la línea. Dos, tres palabras y se impone el silencio. Nunca más nos va a narrar sus aventuras de infancia en una casa llena de hermanos. Su amor por su hermanita preferida a la que siempre protegió. Nunca más se va a echar su cámara al hombro. Nunca más va a hablar –con su voz vibrante– del cine de Truffaut o de Visconti. Nunca más va a escribir un guion, ni a dirigir una obra de teatro. Ni a cocinar esas pastas deliciosas, ni a levantar su copa de vino tinto para brindar. Era un francófilo desatado, brindamos por París tantas veces. “¿Qué es lo que más recuerdas? ¿Qué es lo que más extrañas?” Nunca más dirá ese diminutivo que inventó para su esposa. Esa manera en que la llamaba sólo él. “Yoryia”.
Qué tremendas pueden ser las palabras. Flotan irreales. Su imagen ocupa la casa. Lo miro alejarse, así como caminaba: bamboleándose un poco como para mantener el equilibrio. “Se equilibra entre el sueño y la realidad”, le dije alguna vez a Yoryia. “Es que tiene su cabecita en las nubes”, me dijo ella. Sí, como suele suceder con los artistas. Sabíamos que estaba enfermo. Pero la esperanza es como una hiedra que se aferra. Se aferra y florece contra toda racionalidad. Él también estaba lleno de esperanzas. Hace dieciséis años venció al cáncer. Emergió del túnel oscuro de los tratamientos, las idas y venidas de emergencia al hospital. El miedo. El dolor físico. El dolor moral. Entonces me dijo: “Yoryia me salvó la vida”. Derrotó el cáncer y escribió un libro. ¿Por qué no podía lograrlo una vez más? En aquella primera traición del cuerpo encontró –junto a sus hermanos– una forma de espiritualidad que lo llenaba de fuerza.
En los últimos años regresó con Yoryia, vivían como si nunca hubieran estado separados. Quizá de alguna manera, más allá de las geografías, nunca estuvieron separados. Fue tan particular esa vida juntos y esa vida separados y de nuevo juntos, que, en realidad, fue un acompañamiento que duró 25 años. Regresó a vivir a los trópicos. Con ella. Amaba Tabasco y su montón de verde y su montón de agua. Esos últimos días que pasamos juntos, iban todas las tardes al Tour de cine francés. Cineasta y cinéfilo. Los visitaba en su casa. Nos reuníamos en una terraza para conversar. Él tomaba café, Yoryia agua y yo una margarita. Conversamos mucho del pasado. Mi padre se estaba muriendo, Mauricio nos acompañaba. Fueron tardes larguísimas y memoriosas. Me quedo con la sensación de tanto que había aun por conversar. Es inevitable. Ese dolor. El de todo lo no dicho. Lo que ya no supimos. Lo que no nos dijo.
No alcanzaron a tener su casita en la playa de Miramar. Ni a regresar a la ciudad en donde se conocieron. Ni a visitar de nuevo Campeche, en donde se juraron que ésta segunda vez, sí se quedaban pegaditos, para siempre. La última imagen que Mauricio envió a sus amigos por WhatsApp: plantitas silvestres y más allá, el sol que surge detrás de las montañas. Un día que comienza. Miro la foto de su boda en un jardín frente a la Laguna de las Ilusiones. En Tabasco. Están tan felices. Ese amor de Yoryia por Mauricio. Ese amor que la sostuvo cada día desde que lo conoció. Esa manera en la que pronunciaba su nombre: “Mauricito”. En aquellos años de su separación, alguna vez le dije a ella que parecía un personaje del siglo XIX suspirando por su amado. “Es mi mejor amigo. Vamos a volver a estar juntos. Nunca ninguno de los dos va a encontrar un amigo más íntimo, más amado. Es que no pasa dos veces en la vida, ¿me entiendes?” Y estaba en lo cierto.
Me dijo por teléfono: “cuida a Yoryia. Cuídala mucho”. “La vas a cuidar tú”. Y ahora amaneció ese segundo día en el que ya no está. Cierro los ojos y paseamos a la orilla de la laguna de las ilusiones, felices con nuestras paletas de coco. Cierro los ojos y Mauricio llega a la escuela primaria de mi hijo mayor, con su documental del Día de los Muertos para exhibirlo ante los niños. Llegaron cargados de bolsas con juguetes y dulces mexicanos. Fue –para la escuela– “La gran fiesta mexicana”. Las/los niñas/os a la salida – on sus estrellitas doradas en la frente– corrían a mostrarle sus juguetes a sus mamás y a sus papás. “Le Méxique, le Méxique”. Y narraban la película de las calaveras y las flores y la música y las/los niñas/os mexicanas/os. Mauricio los miraba tan conmovido. “Este es el regalo de hacer cine”, me dijo. “Estas caritas emocionadas, este sentir que hay un mensaje y les llegó”. Cuántas películas quedaban por hacer. Cuánto futuro por vivir. Cuánto futuro.
Hasta volvernos a ver, Mauricio. Tú estabas seguro de que ese día existe. Acá no caben los olvidos.