Un salón de la clínica contra el tabaquismo en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias. Somos un grupo de catorce personas con un objetivo en común: dejar de fumar. Sentados en círculo rumbo a lo que podríamos llamar el destete, nos lanzamos sonrisitas incómodas. ¿Cuándo es un “buen momento” para dejar de fumar? Siempre. Nunca. Cada momento de la vida es igual de malo, pésimo, inadecuado y absurdo para dejar de fumar. Tanto como para comenzar. ¿Qué seres perversos podrían haber inventado algo tan dañino y tan placentero? Había comenzado la terapia en noviembre y tuve que dejarla. En febrero me llamaron: podía comenzar. El barquito y nosotras/os sus viajeras/os (con el corazón lleno de volutas de humo), nos echamos al mar.
Llegamos titubeantes y humildes (o realistas): “lo voy a intentar”. El “cigarro daña mi salud”, es una constante, pero también: “me siento incómoda porque ya nadie fuma”, “me molesta el olor que impregna mi casa y mi ropa”, “ya no quiero sostener una dependencia”, “me enoja gastar en cigarros”. Cantidad de razones. Incertidumbre. Miedo de fallar. Duelos recientes. Un cierto enojo como si la decisión nos fuera impuesta y no consecuencia de un deseo muy íntimo y muy propio. Quizá éste sea un punto fundamental. Cuando comenzó la prohibición de fumar en espacios cerrados, los fumadores entendimos, pero con un cierto despecho. Cada vez que una persona le sugiere a un fumador que deje de fumar es probable que se encuentre con una respuesta de molestia y de enojo. El fumador responde como si un ejército enemigo invadiera su cuerpo mismo. Hay algo en el vínculo con el cigarro que es necesario encarar a solas. “Dejo de fumar porque ese es mi deseo”. Eso, asumir el deseo.
Nuestra terapeuta (congnitivo-conductual), se llama Andrea Hernández. Las terapias son diez sesiones que funcionan más o menos así: ¿Qué hago aquí? ¿Por qué vine? ¿Cómo me siento ante esta decisión? La escucha es muy interesante. Es interesante compartir. Conmovedor, también. Ese espacio de personas muy distintas entre sí que se reúnen dos veces por semana para enfrentar una adicción. Con solidaridad y con cariño. ¿Puedo imaginarme a mí misma sin una cajetilla de cigarros al lado? No podía. Hasta que comencé a pensar en la relación amo-esclavo y en la cantidad de esclavitudes -conscientes o no- con las que las personas vivimos. Fumadores o no. El cigarro es una esclavitud muy evidente, a condición de no padecerla. Para quien fuma sobrarán pretextos para colgarse de su cajetilla como de una caja de chupones. La búsqueda inmediatista de una satisfacción oral que suponemos nos calma, nos protege, nos acompaña.
En inglés los chupones se llaman “pacifiers” (pacificadores). “Pacificar” es una de las virtudes que cualquier fumador leal le concedería a su cigarro. Funciona. Porque el cigarro tiene una innegable utilidad: encubre, oculta, tapa. Está allí colocado en el lugar de otra cosa: aquello que falta. Es como un ritual de resarcimiento aparente. En la segunda sesión nos preparamos para el destete. El Instituto ofrece tres posibilidades para el viaje: los parches de nicotina, el bupropión y el champix. Antes hubo ya una entrevista a partir de la cual nos sugieren de manera singular lo que podría ser más adecuado. Una elige en toda libertad. Al champix (sugerido) preferí los parches.
Quería una inyección de nicotina diaria y en descenso, en eso consiste el tratamiento, pero no un medicamento oral, lo que más me preocupaba no era la lucha del cuerpo contra la demanda de nicotina sino el asunto de los rituales. Para cada persona es distinto, por supuesto. Vuelvo al punto: en sus orígenes adicción significa “no dicho”. A la tercera sesión (y es la parte que más le agradezco a la terapia: el compromiso de una fecha fija para detenerse) la invitación era a llegar “en abstinencia”. Suena de lo más extraño. Había que despedirse del cigarro, escribirle una cartita. Pintarlo, bordarlo, hacerlo en cerámica. Lo que más se acercara a nuestras necesidades.
Adiós, adiós
¿Cuál es el último cigarro? El domingo fumé antes de dormir. Nada especial. Al día siguiente quedaban dos cigarros en la cajetilla. Rompí uno en pedacitos muy pequeñitos con una mezcla de odio-amor, me fumé el otro. Con un enorme placer. Inhalaciones largas, largas. Fue hace dieciocho días. Algunas personas dejaron de llegar a la terapia, para quienes seguimos, nos ha parecido difícil, pero nunca, jamás tanto como imaginamos. Se desarrollan artimañas. El trabajo. La conversación, la lectura, el cine. El ejercicio, las paletas de limón, las de caramelo. Las ramitas de regaliz. El deseo de fumar llega y lo sorprendente es que dura poquísimo. Son sólo segundos, recurrentes, claro. Pero algo comienza a desatarse, sensaciones que no creo que tengan que ver con la nicotina, sino con las zonas de silencio. Mi primer síntoma feucho fue un dolor en la garganta, eso a lo que llamamos “el nudo”. Otras compañeras sentían lo mismo. El nudo se desató para cada una de una manera muy parecida: una llorada más larga de lo habitual.
Tristeza por momentos. Sensación de desamparo. Nos estamos separando. ¿De quién? Historias de los principios de los tiempos. La cuarta sesión compartimos las emociones y los síntomas. Practicamos técnicas de respiración profunda. La quinta regresamos a la respiración y a técnicas de meditación. La sexta, los médicos nos explicaron los daños que produce el tabaquismo, la séptima los nutriólogos hicieron propuestas alimenticias para evitar que “las grasas saturadas” y los chocolates sustituyan al cigarro. O sea: no cambiar –si se puede- una oralidad por otra. La octava se dedicó al “manejo de emociones” y los “cambios de conducta”. La novena y la décima sesión aún no las hemos vivido. Continuará…
Moverse de lugar
Hondamente. Me puse metafórica y moví muebles. Coloqué mi mesa de trabajo en donde estaba la sala (medio raro) pero no importa, miro la jacaranda a través de los ventanales. Miro el cielo y sus nubecitas. El semestre pasado me dediqué (de manera casi compulsiva) a leer acerca de las adicciones desde la teoría psicoanalítica. Es fascinante. Hoy, ya ninguno de mis compañeros y yo fumamos. Son sólo dieciocho días. ¿Palpo ya las ventajas de haber dejado el cigarro? Apenas alguito. Me dijeron (y me daba ilusión) que recuperaría la calidad del sentido del olfato. Se recupera pronto, es cierto, me reí mucho cuando lo primero que percibí fue el olor de los escapes de los camiones en avenida universidad y los olores de fritanga en una esquina de insurgentes. ¡Ya no quiero fumar, pero anhelo de regreso mi olfato estropeado! Quizá cuando comience la primavera sentiré el olor de las flores. Extraño el olor de la tierra húmeda tras la lluvia.
Creo que lo que más me llama y me conmueve son las preguntas que surgen para cada una/o de nosotras/os desde esa sensación de nudo en la garganta, de ese dolorcito, de ese desamparo que conduce a empujoncitos hacia una zona de silencio: ¿cuáles son sus contenidos? ¿qué memorias, qué miedo, qué angustias la habitan? Y esa sensación que se insinúa de libertad otra. Como si la vida se abriera a los grandes espacios, (no sé aún que significa). Nos ha dado insomnio. Extiendo la mano en la madrugada y busco mi tableta. No es necesario levantarse, ni prender la luz. La tomo como quien se cuelga de un chupón y comienzo a leer, tomo notas. Succiono palabras. ¿Cuáles serán esos No dichos? Lo indagamos juntos. Por segundos deseo fumar. Por segundos pienso el cigarro como una especie de esclavitud remotísima. Lo quise mucho, es verdad. A ese amante bandido. Así me daba por pensarlo en los últimos años. Cuánto placer y cuánto daño. Reconocer ese vicio generalizado: somos de tantas maneras las sanguijuelitas de nosotros mismos.
Si desearan intentarlo, la clínica anti-tabaquismo del INER es un buenísimo lugar. El costo de la terapia se decide después de un estudio socioeconómico e incluye varios exámenes. Atiende un equipo interdisciplinario de especialistas. Son comprensivos y amables. Lo más dulce de todo: no hay juicios. Ni exigencias, ni juicios.