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El Año Nuevo y los deseos

Hay deseos cuya realización sería muy buena para nosotros y sin embargo renegamos de su existencia. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Es un ritual de fin de año: pedimos deseos. También es casi ritual: muchos de ellos se repiten a lo largo de los años. Hay algo en las fechas simbólicas que se abren a la esperanza y a la posibilidad de cambiar. Es arbitrario. Sí. ¿Por qué el primero de enero dejaría de fumar y no el 10 de octubre? ¿Por qué comenzaría ese día a aprender una lengua y no meses antes? Pero estamos hechos de símbolos y de palabras. Ahora no me refiero (sólo) a la expresión de deseos indispensables: amor, salud, trabajo, paz. Sino a las maneras específicas como podemos lograrlo. ¿Cuáles son los contenidos del deseo? Sus tan específicos ¿cómo? Si una dice “amor”, ¿en qué consiste? ¿y si una dice paz?

“Sólo se puede ser culpable de haber cedido en el deseo”, Jacques Lacan en El Seminario 7. “Ceder” sería en este contexto el equivalente de una renuncia. Renunciar al deseo porque “algo” nos impide acceder a él, aun cuando cabe –con los esfuerzos que implique realizarlo, claro– en los territorios de lo posible. Pero no es tan simple, quizá el problema central es estar claros en aquello que deseamos y en sentirnos con derecho a desear y a transformar nuestras circunstancias. El deseo es una consecuencia de “aquello que nos falta”. La falta, la carencia siempre está, somos por lo tanto sujetos deseantes.

Pero no todo deseo es consciente. El deseo puede ocultarse en algún fondo de uno mismo: allí está, escondido, agazapado, esperando. Y no le permitimos que se manifieste. Es bastante común. Hay deseos cuya realización sería muy buena para nosotros y sin embargo renegamos de su existencia. Los negamos. Con frecuencia son aquellos deseos que nos colocarían en conflicto con nuestros amores de los orígenes, con nuestros amores. Aquellos cuyo logro se teme porque traería consigo una pérdida que nos amenaza como brutal. Un castigo. Ese deseo que nos diferencia, que nos singulariza podría representar una amenaza: quedarnos “solos”. Separarnos del “clan”.

Seamos capaces de aceptar y elegir nuestros deseos

Una joven pintora a la que sus padres exigían que estudiara comercio o contaduría. Por tres generaciones ha sido el oficio de las mujeres de su familia. Ella sigue su camino y los costos emocionales son muy altos. Aún no termina de sentirse parte de ese mundo “otro” que elige y ya se siente expulsada del mundo conocido y amado de su familia que la rechaza, como si su decisión fuera un acto de insoportable rebeldía. Ellos sienten que los excluye de su vida, ella siente que la excluyen de las suyas. ¿Qué hace? ¿con quién se junta? ¿de qué va a vivir? ¿quiénes son esas personas que ahora ella elige? Ese miedo de sostener el deseo en una temporal tierra de nadie. Ese miedo que por momentos casi la lleva a renunciar a sus deseos. O a posponerlos. Para que “la perdonen y la quieran”.

Hay un costo a pagar por ser “distintos”, pero todos lo somos. La fantasía que suele sostener a tantísimas familias: los lazos sanguíneos nos llevan a pensar igual y a querer lo mismo, es un castillito construido con naipes. Una necesidad urgente de evadir una realidad sin vuelta de hoja: la soledad existe, aunque estemos acompañados. Hay un punto donde cada persona está sola, en su silencio, ante ella misma. La madre que dice: ¿por qué no te casarías y tendrías hijos si yo lo hice? El padre que condena al hijo que no desea continuar un negocio familiar porque lo que quiere es irse tan lejos como sea posible. Una forma del contra-deseo es la culpa.

No realizar los deseos o sí, pero que sea a medias, es una negociación constante en circunstancias de culpa. En la carta al escritor Romain Rolland (Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis), Freud escribe de un viaje que hizo a Grecia con su hermano. Entonces inserta la expresión: “demasiado bueno para ser cierto”. ¿Por qué esa incredulidad ante el hecho de que estaban allí? ¿acaso no era una oportunidad más que disfrutable? ¿por qué el desasosiego? La culpa. Quizá ese clásico: “no me lo merezco” que se nos desliza dentro con una cierta frecuencia. Les comparto un fragmento:

Pero aquí nos cae en las manos la solución de un pequeño problema, el de saber por qué nos estropeamos ya en Trieste el contento por el viaje a Atenas. Tiene que haber sido porque en la satisfacción por haber llegado tan lejos se mezclaba un sentimiento de culpa; hay ahí algo injusto, prohibido y antiguo. Se relaciona con la crítica infantil al padre, con el menosprecio que relevó a la sobrestimación de su persona en la primera infancia. Parece como si lo esencial en el éxito fuera haber llegado más lejos que el padre, y como sí continuara prohibido querer sobrepasar al padre.

Nuestro padre había sido comerciante, no había ido a la escuela secundaria, Atenas no podía significar gran cosa para él. Lo que nos empañaba el goce del viaje a Atenas era entonces una moción de piedad. 

A este sentimiento Freud lo llamó “piedad filial” y existió aun cuando él tenía claro que la Acrópolis nunca estuvo inscrita en los deseos de su padre. “Ir más lejos que el padre”, “más lejos que la madre”. Más lejos que los mandatos de los orígenes. O simplemente, muy distinto. El texto de un viaje que sucedió en la realidad se convierte en una metáfora: viajar hacia mundos otros. Separarse. Y ser capaces de concederse el derecho a la diferencia. Ser capaces de deslindar ¿cuáles son los deseos que otros nos dibujaron en la piel? Y cuáles son los nuestros.

En los territorios de lo que sí es posible, para este 2019 nos deseo que seamos capaces de aceptar y elegir nuestros deseos. Bien específicos. Y una vez que los tengamos bien claritos: que nos permitamos realizarlos.

El dolor de la madre, el dolor de la hija @Marteresapriego  | @OpinionLSR@lasillarota