Si una de las lecciones más importantes que nos dejó Auschwitz fue un acuerdo colectivo –materializado en el derecho humanitario y organismos internacionales– de que aquellos hechos no deberían volver a ocurrir, hoy podemos decir que ha sido muy poca nuestra capacidad para aprender del pasado.
El 27 de enero de 1945 tropas del Ejército Rojo llegaron a Auschwitz, donde se encontraron con unos cuantos miles de prisioneros que en condiciones inhumanas habían logrado sobrevivir en el campo de concentración y exterminio más grande de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. La puesta en marcha de la llamada “solución final de la cuestión judía” –la aniquilación sistemática principalmente del pueblo judío y de otros grupos sociales en suelo europeo por parte de la Alemania nazi– llevó a que cientos de miles de ciudadanos de más de una docena de nacionalidades llegaran a Auschwitz, de donde la mayoría no salió jamás. De 1941 a 1945, entre 1 y 1.5 millones de personas perecieron en ese campo; es decir, una de cada seis personas que murió en los campos de concentración en Europa, perdió la vida en Auschwitz.
El exterminio sistemático de millones de personas en Auschwitz y el resto de Europa no tenía precedentes en la historia de la humanidad; el progreso científico expresado en la tecnología de la guerra –la cámara de gas y la bomba atómica– adquirió una dimensión de aniquilación nunca antes vista. Se trató de una trasgresión al respeto más básico de la dignidad humana, sin distinción entre civiles, combatientes activos y no activos.
Tras el fin del conflicto, fue necesario un autoexamen colectivo sobre lo ocurrido; se ideó una nueva agenda normativa, dando lugar a organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas y a nuevas leyes del derecho humanitario. Los Convenios de Ginebra de 1948 sentaron los límites mínimos obligatorios de respeto a la persona humana y su dignidad durante los conflictos armados, y cuya violación representaría crímenes de guerra y contra la humanidad. Bajo ninguna circunstancia la población civil debería ser objeto de la violencia armada.
En su libro, Axis of Rule in Occupied Europe (1944), el jurista polaco Raphael Lemkin acuñó el término genocidio con la intención de comprender y explicar el proyecto de extermino del régimen nazi. Lo definió como “un plan coordinado compuesto por diferentes acciones que apuntan a la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales, con el objetivo de aniquilar a los grupos mismos”. Dicho término no había adquirido todavía una connotación jurídica durante los juicios de Núremberg y Tokio, a finales de 1945, donde se juzgó a funcionarios y colaboradores del régimen nazi y de sus países aliados de “crímenes contra la humanidad”.
Para 1948, la joven ONU aprobó la Convención para la prevención y la sanción del delito del genocidio. En esta, el genocidio se entiende como una serie de actos perpetrados con la intención de destruir parcial o totalmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Esta definición representó un avance en el derecho humanitario al otorgar certidumbre jurídica a la persecución del genocidio con la esperanza de evitarlo por completo.
Sin embargo, con el paso de los años –en los cuales han acontecido tanto el genocidio camboyano, como las atrocidades masivas en los procesos de descolonización y transiciones democráticas, y los genocidios en la antigua Yugoslavia y en la región de los Grandes Lagos en África–, la sociedad internacional se ha mostrado incapaz de prevenir atrocidades tan indignantes como el holocausto. A 70 años de distancia es urgente reconocer que dichas atrocidades tienen paralelismos, en otros lugares, hoy.
“La prisión al aire más grande del mundo”, es como el lingüista y escritor estadounidense Noam Chomsky ha definido la situación en la Franja de Gaza: ese pedazo de tierra ocupado por Israel y separado de Cisjordania, con la cual conforma el Estado de Palestina –reconocido por la mayor parte de los países del mundo, salvo por países como Estados Unidos, Israel y algunos de sus aliados. En ese espacio la vida –o el intento por sobrevivir– de 1.8 millones de personas transcurre bajo la continua vigilancia militar de las fuerzas israelíes que desde 2007, con el respaldo de Washington y la indiferencia de la Unión Europea, mantienen un bloqueo comercial, económico y humanitario en territorio palestino. Esta situación no sólo es devastadora para la raquítica economía palestina, sino que además coloca al límite de la supervivencia a las personas en Franja de Gaza, donde el 80% de la población depende de la ayuda internacional.
En agosto de 2012, en su reporte Gaza 2020: ¿Un lugar habitable?, Naciones Unidas lanzó una contundente advertencia: A partir de 2020 la Franja de Gaza no será un lugar habitable para los casi 2 millones de habitantes, que se estima tendrá, a menos que se lleven a cabo medidas urgentes. Sin tales acciones, la vida en Gaza será mucho peor que ahora: no existirá prácticamente el acceso a agua potable, los estándares de salud y educación habrán seguido su declive, y la idea de electricidad asequible se convertirá para la mayoría en un recuerdo distante. Es fundamental aquí recordar a Lemkin: el genocidio se refiere a la “destrucción de los fundamentos esenciales de la vida”.
El 7 de julio de 2014, la ONU declaró emergencia humanitaria en la Franja de Gaza. A su vez, las fuerzas armadas de Israel emprendieron una ofensiva militar contra Gaza que escaló hasta el cese al fuego del 26 de agosto. Fue la incursión militar más destructiva desde la guerra árabe-israelí de 1967. La agresión armada provocó que más de 500 mil personas fueran desplazadas dentro de Gaza y dejó un severo daño en la infraestructura educativa, de salud y vivienda. Dada la enorme capacidad y tecnología militar de Israel frente a más precarios sistemas de ataque de los brazos armados de Hamás, la desproporción en las hostilidades fue abismal: Murieron 2,205 palestinos, incluidos al menos 1,483 civiles -entre ellos 521 niños y 283 mujeres–; mientras que 71 israelíes –66 soldados y cinco civiles– perdieron la vida.
Días antes del cese al fuego, el 23 de agosto, una carta firmada por 40 personas judías que habían sobrevivido al holocausto y 287 descendientes de sobrevivientes y víctimas apareció en las páginas del diario The New York Times. En ella condenaron enérgicamente a Israel por la masacre de palestinos en Gaza y la sostenida ocupación y colonización de la Palestina histórica. El reclamo alcanzó a Estados Unidos por proveer a Israel de los recursos para realizar el ataque, y a los países Occidentales en general por usar su fuerza diplomática para proteger a Israel. Recordaron, con la potencia que otorga el peso de la historia, que el genocidio comienza con el silencio del mundo. Los firmantes demandaron acabar con la ocupación y el bloqueo en Gaza y poner un fin a lo que reconocieron como el genocidio del pueblo palestino.
En unas cuantas líneas los sobrevivientes nos recordaron la verdadera lección que Auschwitz debió dejarnos: “Nunca más” no se refiere únicamente a la masacre ocurrida en los campos de concentración. “Nunca más” se refiere a cualquier atrocidad contra la humanidad. Ello implica reconocer hoy, un nunca más en Palestina, nunca más en Siria, en Iraq, en Sudán del Sur, en la República Central Africana, en Chad, en Centroamérica… nunca más con nadie.