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13 hijos

Para Lucía, el faro de alegría que iluminará todo a su alrededor.| Alejandro F. Basave Alanís

Por
Escrito en OPINIÓN el

“A los 10 años le tenía miedo a los payasos, a los 20 a la indiferencia y a los 30 a las colegiaturas”.

Henry Waldo B.

Hace tiempo, mientras esperaba mi turno en la fila para pasar a hacer un trámite en ventanilla municipal, tuve un inusual encuentro con un personaje al que llamaré Don Ramiro. La verdad esto pasó hace varias semanas y ya no me acuerdo de su nombre pero -en beneficio del storytelling- me referiré a él como Don Ramiro.

Como la mayoría de los encuentros de esta naturaleza, este nació producto de que una de las partes abordó a la otra empujada por una buena dosis de ocio, amabilidad y curioseo.

Estaba yo ocupado en mis elucubraciones cotidianas cuando a media visita llegaron a dejarme algo mi esposa y mi hija Camila. Al despedirme de ellas sentí una punzante mirada cuya intensidad solo podía asemejarse a dos grandes reflectores de estadio de futbol alumbrándome. Era de Don Ramiro que estaba delante de mí en la fila.

A pesar de saber que Don Ramiro no me quitaba la mirada de encima con una sonrisa de esas que anticipan que te van a sacar plática, opté por hacerme el despistado. Así, ignorándolo, rompí el protocolo social que dicta a quien se enfrenta a situaciones como esta a sonreír de vuelta o lanzar una frase prefabricada de small talk como “Dicen que va a llover mañana” o “Está lenta la fila, ¿no?”.

Nada sabía yo de la vehemencia de Don Ramiro que sin mucho preámbulo -e ignorando mis nulas ganas por conversar- me preguntó si solo tenía una hija. Confieso que detecté un ligero tufo de superioridad moral de Don Ramiro que no me agradó mucho y que me hizo pensar: ¿Pues cuántos hijos necesito tener para que don Ramiro me dé su aprobación?

Acto seguido, le sonreí mientras fingía dejar inconcluso algo importante en mi celular (creo que estaba jugando Tetris) y espeté con una forzadísima amabilidad “Sí. Y una en camino”.

A estas alturas Don Ramiro ya había girado 180 grados su cuerpo, se había presentado conmigo y esto, al parecer, ya se había convertido en una conversación entre dos entrañables amigos. Entonces, me empujó amistosamente el hombro y echando su cuerpo hacia atrás dijo orgullosamente: “Mira, qué bien… Yo tengo trece”. Y antes de darme la oportunidad de contestar a esa bomba, continuó: “Por eso cuando mi compadre se queja de que no le alcanza para mantener a sus 3 hijos yo le recuerdo que tengo 13. Todos con preparatoria terminada, ¿eh? Y con todo y que, a mucha honra, soy trailero”.

Lo dicho por Don Ramiro me dejó boquiabierto y abrió la jaula a miles de preguntas que empezaron a revolotear alrededor de mi cabeza mientras él seguía hablando. [¿Cómo le alcanzó?] [¿Por qué 13 hijos (un número al que le atribuyo mucho misticismo)?] [¿A qué ritmo los tuvieron su esposa y él?] [¿Por qué sigue vivo y parece gozar de buena salud si yo con una hija envejecí 15 años?] Y probablemente la más importante de ellas: [¿El interés de Don Ramiro por platicar conmigo fue una vil mentira ensayada para presumirme que tiene 13 hijos?]

En este punto de la conversación (y justo cuando germinó en mi un genuino interés por platicar con mi interlocutor y hasta invitarle una cerveza), llamaron a Don Ramiro a ventanilla mientras yo me quedé pasmado esperando mi turno.

Reflexiones en torno a la llegada de la última del clan

No está usted para saberlo ni yo para contarlo, querido lector, pero en un par de meses nacerá mi segunda hija. Y a diferencia de Don Ramiro, mi esposa y yo decidimos que esta será la última integrante del clan. Razones hay muchas y se pueden dividir en tres grandes grupos: ambientales, financieras y personales.

Estos días me han servido para reflexionar acerca de todo esto ser de padre y comparar el primer y segundo embarazo. Por ejemplo, recuerdo que cuando anunciamos el nacimiento de nuestra primera hija, nuestros familiares y amigos unieron en éxtasis sus gritos al unísono para darle la bienvenida a nuestra primogénita. Con decir que hasta hubieron lágrimas (espero de emoción). En cambio, cuando les anunciamos el nacimiento de nuestra segunda hija también hubo emoción, pero con muchos menos decibeles y sin lágrimas de por medio. Algo que, reconozco, me ofendió profundamente al yo también ser segundo hijo.

Qué decir también de las visitas a la ginecóloga. En el primer embarazo, a mí me acompañaban siempre la ansiedad y la preocupación. Me la pasaba haciéndole preguntas hipotéticas a la doctora tan inventivas como mi hipocondría me lo permitía. Deglutía artículos médicos, libros de paternidad y todo tipo de información para saciar mi apetito por conocimiento acerca de la llegada de mi hija. A diferencia del primer embarazo, en el segundo todo ha sido mucho más tranquilo. Y si algo puede describir las visitas a la doctora en esta nueva ocasión es la serenidad que me ha acompañado y que ha logrado acentuar las partes positivas de esperar un hijo. Ya no leo tanto, me preocupo menos y ahora hasta me jacto de ser un baby whisperer con conocidos que serán padres primerizos (sí, soy de esas odiosas personas que da consejos de crianza a quienes no los pidieron).

Otro gran cambio sin duda ha sido el que en esta segunda ocasión mi esposa y yo hemos sepultado varias de las cursilerías que seguimos religiosamente durante su primer embarazo. Tomarnos fotos de cada mes con letreros para ver el crecimiento de la panza, comprar estupidez y media después de caer redondos en las redes del marketing enfocado a padres primerizos, entre muchas otras cosas.

Lo que no ha variado mucho del primer al segundo embarazo son las ansias de que llegue el día en que pueda tener a mi hija en brazos. Tampoco creo que se vayan muchos de los melosos clichés que antes detestaba oír de otras personas, pero que adopté al ser padre. Quizá el mejor, el que dice que ser padre ha puesto mi mundo de cabeza y lo ha iluminado a plenitud. Que me ha mostrado una capacidad de amar -y otra de temer a que le pase algo- que no sabía era posible.

Por todo ello, imagino que la llegada de mi segunda hija multiplicará todo lo bueno (y todo lo no tan bueno que le acompaña). El amor y el miedo, la felicidad y el cansancio, el desapego a lo material y la incertidumbre financiera, entre otras dualidades que arriban con los hijos.

En fin, cada día me convenzo más de que ser padre implica asumirme el personaje secundario de la historia y sentirme muy dichoso por ello. Uno, dos o trece hijos. No importa. Un baño impensado de modestia que me urgía. Un torbellino de dicha que todavía no creo merecer. Llega ya, Lucía, que aquí te esperamos con muchas ganas tu mamá, tu hermana Camila y yo.

Aforismos para Galletas de la Fortuna (Vol. II)

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