Main logo

Ventanas

Pasando de ver las ventanas de los otros a ver desde nuestras ventanas a otros. | Fernanda Fernández

Por
Escrito en OPINIÓN el

Bruselas, Bélgica. Nunca conocí el valor de las persianas hasta que decidí llegar a casa a dormir cuando el resto del mundo marcha de las suyas a trabajar.

Si hay una queja constante en mi estancia en Bruselas, es lo gris que resulta la ciudad. Aunque muchos, incluso yo misma, creían que la Ciudad de México era todo sol y urbe, lo cierto es que el gris forma también parte del inmobiliario, aunque en ello caí en cuenta una vez fuera de él. El inicio de la primavera sin jacarandas es nostalgia compartida en otras ciudades como Madrid, como no dudo que lo sea también las horas que pasan en invierno sólo viendo un rastro de sol en el cielo, si pueden llamárseles días a estas pocas horas de luz que pasan.

Indudablemente, tras reflexionarlo con nubes fuera y dentro de la cabeza, el prominente gris es compartido con la Ciudad de México, y aunque allí también llueve con frecuencia, jamás entendí el valor de las ventanas hasta que llegué a Bélgica.

No tengo memoria de los detalles que posiblemente también particularicen cada ventanita chilanga, posiblemente por la asunción de normalidad que en ellas quizá mi cotidiano albergaba. Aún así, las ventanas de las casas con estilo modernista o como si fuesen sacadas de nuestra imaginación tras leer un cuento, invitan a los curiosos a poder describirse en un término muy utilizado de la lengua más hablada en esta ciudad: las pasantes, que por primera vez apreciamos el vidrio que nos separa de quien es mirado dentro, nos volvemos voyeristas hasta que nuestro recorrido finaliza en algún destino bruselense. 

Son los objetos que dejan los marcos como actores secundarios en la puesta en escena lo que más abunda en estas ventanas. La fijación en estos detalles quizá acrecienten la concepción de quien describe esto como alguien que probablemente se chocó o se tiró de una. La cantidad de ventanas vistas –y las veces que he visto ciertas ventanas– me han llevado a concluir que con ellas también pasa el tiempo:

En Avenue du Onze de Novembre/Elf-Novemberlaan, dos estatuitas de mujeres africanas frente a un telón que dejará entrar la lánguida luminosidad a casa se encuentran muy cercanas a los marcos, de lo que indica por la lejanía entre ambas, ser la ventana a un salón. Un mes antes del mes que nombra a esta calle, una calabacita con cara asustadiza, más que espantadora, se imponía al centro de la ventana, junto a dos vasijas que gracias a su aburrida forma bien podían ilusionar como figuras reales a las africanas de las orillas del marco. Al mes siguiente del mes que nombra a esta calle, probablemente quien dispuso la decoración color naranja o el nuevo inquilino, rechonchete y en color rojo, se comieron a la calabacita. Aunque probablemente no haya sido lo segundo, las ventanas bruselenses dan para imaginar que el Santa Claus de esta ventana sí pudo hacer eso.

En la Avenue de la Chasse/De Jachtlaan, la ventana que da por debajo del nivel del suelo tiene normalmente en la esquina de la derecha a un gato, que por cómo deja recogido su cuello, pareciera presumir e indicar el metaencuadre que posee en la esquina contraria a donde dormita: Una impresión en blanco y negro de Scarface donde él mismo está con Al Pacino. 

Hay ventanas grandes y otras muy chiquitas, pero suelen ser sólo las primeras las que se ven enfaldadas por persianas, cuyo valor conocí hasta que decidí llegar a casa a dormir cuando el resto del mundo marcha de las suyas a trabajar. A veces las hay de doble fondo: una blanca traslucida más cercana a la ventana y una segunda cuyo color se vuelve difícil de adivinar por el encubrimiento de la otra. Otras, tienen colores chillones que se pelean con sus vecinas en motivos floreales o rayados. Pocas veces son las ventanas grandes las que se encuentran al descubierto integral, mostrándose a sí mismas y a quienes viven detrás de ellas como lo que son. A través de estas, aunque en dos negocios, es que vi en una misma noche a una chica en calzoncillos en una posición muy extraña para lavar ropa en una lavandería pública y a la dueña del restaurante chino de la Place Saint-Pierre/Sint Pietersplace sosteniendo en el aire una espada como si fuera a asesinar a cualquiera que pretendiera cuestionar sus artes marciales y culinarias. 

Claveles; juguetes puestos a posta y al olvido; jarrones africanos; jarrones asiáticos; gardenias en jarrones y jarrones vacíos; anuncios de A louer/Te huur (Se renta) con las especificaciones que pueden leerse y verse desde la ventana; gatos; luces tintineantes; nochebuenas que tuvieron que originarse en tierras mexicanas para que aquí también se pudieran disfrutar; más gatos (pocas veces perros); un martillo; rocas; Jesusines que indican que aquí también se reza; un guante; tazas de café vacías; calcetines y fotografías; recortes únicamente con la cara de Audrey Hepburn; velas; un segundo guante; relojes; anuncios de venta de objetos directamente con el dueño de la ventana. Mi último descubrimiento: un molcajete.

En los días de lluvia cuando se está fuera de casa en Bruselas, no se vive el caos que vivimos todos los días que Tláloc nos recuerda y nos agarra desprevenidos en la antigua Tenochtitlán. La gente aquí, impasible, camina sin paraguas –pues este más que parar las aguas del cielo, se ve parado por el fuerte viento–. Estando del lado del observado tras el cristal, si se tiene una ventana pequeñita, una se ve invitada a preferiblemente mojarse y buscar el color en los vidrios que abundantemente sale y logra defenestrar la tristeza que a veces sale cuando se piensa en el hogar. 

Las ventanas en Bruselas iluminan hacia fuera, bañadas en opaco cielo al cual, lluvia a lluvia, una comienza a habituarse.  

***

“Tráete a tu hija a México. En Europa se va a poner muy denso el virus”. ¿Hay un lugar donde la densidad de esta crisis sanitaria, a la que me niego -y a veces fallo- a apelar en lenguaje bélico, no vaya a ser perceptible? 

El gris ya no molesta. Las ventanas son testigos y muestras de que el tiempo pasa. Llevamos desde el viernes 13 de marzo en Bélgica, poco a poco, no del todo, pasando de ver las ventanas de los otros a ver desde nuestras ventanas a otros. 

El covid-19 llegó a nuestras puertas y nuestras ventanas, con aviso, de imprevisto, de noche, tarde, muy temprano. Cada quién lo vive como puede, como su gobierno le deja, como la moral le hace entenderlo. Esta extraña situación donde la acción individual sí puede definir el ligero límite entre la vida y la muerte de otras personas. 

Supermercados, farmacias, tiendas de primera necesidad (los primeros días, lógica y belgamente, aún vi chocolaterías abiertas). Mientras en España o en Italia se ponen multas a toda persona que se quiere saltar el confinamiento, aquí hasta se nos recomienda hacer deporte en exteriores, con la debida responsabilidad y sin tener invenciones tan mexicanas como Susana Distancia que se sustituyen haciendo uso de anglicismos (social distancing). Jamás he corrido y no comenzaré a hacerlo ahora que el tiempo me pide ser paciente, pero los días que he ido por pan –ríete, México-, no he podido evitar aprovechar al máximo mis caminatas como si la vida se me fuera en ellas. Con mucho miedo, miraba mi calle medio vacía y me asustaba más no ver gente que verla. Me cuesta mucho entender el miedo a las grandes multitudes incluso sabiendo que ahora mismo somos nosotros mismos nuestro enemigo más peligroso como nuestra salvación, pues es incierto saber quién porta consigo la enfermedad, así como se ha borrado la concepción de un tapabocas como símbolo infalible de señalamiento a un médico. Era ahora mi temor lo que nublaba mi andar, sin importar que hubiésemos pasado apocalípticamente casi una semana entera con una Bruselas muy soleada. Sólo el vidrio sagrado de una ventana que había cambiado me hizo volver: un cartelito explicaba que el confinamiento voluntario y consciente era lo que nos haría salir de esta.

Pensé en el día que fui por pastel para todos en casa, aún sin haber otra cosa que celebrar más que aún hay vida en ella. 17 de marzo. Sólo pareciera ahora que las fechas se marcan por los días que he salido. El resto de tiempo sólo se mide en oscuridad y luz. Una bandera italiana en una ventana. Intento estar consciente, pero incluso estando segura no puedo evitar preocuparme por quienes quiero y por la gente que ignoro. Yo que desconfío de símbolos patrios, no pude ver en esa tela otra cosa que no fueran corazones rotos, dolidos y que ponen de manifiesto al mismo tiempo esperanza; recordé la bandera española en mi calle, junto a una belga, antes de salir de casa. Me dolió el Madrid al que Agustín Lara tanto cantó también.

No he podido ver a todas las ventanas que he visto en estos meses en Bruselas. El gato que se ve a si mismo sigue ahí, como las muchas Audrey Hepburn, o el molcajete. Otras ventanas me hacen percibir que el tiempo también a veces para: las barberías de Avenue de la Chasse/De Jachtlaan, la juguetería, la tienda donde reparé una cámara que sólo ha retratado el vacío cada vez que voy al súper, finalmente también las chocolaterías, todas ellas podrían habernos hecho creer que vivimos en un eterno y doloroso domingo, pero es martes (¿lo es?) y siguen estando intactos los cartelitos que se escribieron a veces como con prisa –siempre con incertidumbre-, a veces en tipografías que no pintan tan alegres como el mensaje de que hasta que el gobierno lo indique, se retomarán actividades. Otras ventanas, las menos, informan que sus actividades siguen, pero sólo si se las llevan.

Las ventanas informan también que quien se encuentra del otro lado, puede ayudar a quien lo necesite. Más románticas aún cuando enfaldadas de forma exterior por balcones, esparcen a las ocho de cada noche aplausos que en buena parte de Europa se dedican a todas aquellas personas que está trabajando todas estas horas, que para algunos son un mismo día, por la vida y salud de otras; desde el mundo de la medicina, la enseñanza, el cobro en supermercados, farmacias, centros de asistencia telefónica, transporte, limpieza de nuestras ciudades y pueblos. Otras ventanas que se ven desde ventanas, hacen pensar que la violencia de este virus no debe ser la única que algunas personas viven, pues también el confinamiento puede significar carta blanca a quienes ejercen violencia doméstica o de género

Cuando las salidas de mi casa lo permitan, seguiré buscando en las ventanas de los otros señales de vida, de paso del tiempo, de resistencia. Tanto a la lluvia como a esta silenciosa lucha de unos y otros belicismo. Rayos, una se va haciendo a esta nueva normalidad.