Madrid, España. Mientras el sol azota Madrid, los insultos van al alza. Las calles se vuelven escandalosas y estridentes; gritos y claxons te llegan por todos lados. Es lo que ocasiona el aire africano, vuelve loco a todo el mundo, y más a los automovilistas.
Según un estudio realizado a los españoles, los madrileños son los más agresivos al volante. Pero no caóticos con el volante, como sí lo son los valencianos, te sientes en la India y uno se baja del auto con el pelo blanco y engarrotado.
El madrileño insulta desde el volante, ahí radica su agresividad. Según una nota del periódico “La Vanguardia” casi 420, 000 conductores de la Comunidad de Madrid han reconocido haber retado a otro conductor a salir del coche para solventar sus diferencias, y ahí está el problema. Uno pierde energía y tiempo a causa de un desconocido. Pero no hablo de los madrileños, ellos están en su derecho de hacer de su vida un papalote y gritarle al que se le ponga enfrente si cree que es necesario, o si siente que el sujeto entorpece la circulación vial. Lo verdadero molesto es malgastar el tiempo de los demás, me refiero a los que pasamos por ahí y escuchamos que uno ya le cantó el tiro al otro. Deje reforzar esto.
Un día, camino a la estación de tren, giré por una callecita del centro y me topé con dos “conductores” alterados. Se insultaban a grito pelado por un lugar de estacionamiento que, para colmo, era tan estrecho que ningún de los dos coches cabía. ¿Quién tenía razón? Hasta la fecha no lo sé, llegué in media res, justo cuando uno le gritó «cabeza de almendra», un insulto —si se le puede llamar así— de lo más raro, pero con buen efecto. El otro no tardó en salir del coche y responderle «subnormal». Miré el reloj, andaba bien de tiempo. No podía dejar pasar mi primera pelea de tráfico en el viejo continente. La testosterona fue in crescendo, empezaron a dar insultos cada vez más elaborados y más ofensivos que hicieron que una concurrencia de lo más variada —dos venezolanos; un cubano, que apenas llegó, sacó su celular; una familia de peruanos y un mexicano (o sea yo)— nos plantáramos como robles a unos metros a la espera de un apoteótico desenlace: los madrazos.
Cada que declamaban una injuria daban un paso al frente y tres pa´tras; pensé que acá, agarraban vuelo para soltar el primer trancazo. Creo que todos los presentes pensaron lo mismo. Cuando al fin uno cedió —o se percató de las verdaderas dimensiones de su vehículo—, se fue, todos bufamos con desilusión. Nos alejamos más molestos que los propios conductores. Cabe señalar que los españoles que pasaban o no ponían atención o torcían ligeramente el cuello sin dejar de avanzar; tenían la certeza que todo queda en palabras en esta ciudad. Y eso tardé en aprenderlo.
Si esta situación hubiera pasado en la Ciudad de México, de entrada, se iniciaría desde varias cuadras atrás, un cortejo de lanzamiento de fierros hasta que uno culminara la persecución cerrando el paso. Entonces se bajarían y se acercarían tanto que la familia peruana no sabría si los sujetos se van a agarrar a golpes o a besos. Los venezolanos se fascinarían de las respuestas rápidas y lacónicas: ¡¿Qué?!... ¿Pos qué?!... ¿Pos qué de qué?! Los españoles sabrían que el mexicano a la hora de insultar juega sucio y trae al cuento a las madres —por lo general no presentes— de los agraviados, y si uno grita: Agárrenme que lo mato, seguro que el español corre a detenerlo. Al terminar el pleito, el cubano abandonaría el lugar con una sonrisa de oreja a oreja y una pelea guardada en su celular. La concurrencia estaría satisfecha y con una historia que contar en la cena.
Pd. En el norte de México este tipo de eventos sociales están en desuso y casi en vías de extinción por el ya tu sabes, prefieren decir: aquí corrió que aquí quedó, o calladito uno se ve más bonito.