Madrid, España. Apenas uno va sintiendo el sol de verano y ya los madrileños corren en busca de playa. La ciudad se vacía, y es la mejor época para hacer turismo dentro de Madrid, por consiguiente, la peor para viajar a las costas españolas, todo está abarrotado. Pero como yo ya llevo varios años acá, también salí corriendo, arrastrado por esa euforia de la capital, rumbo a la playa de Valencia.
Para un mexicano promedio ir por primera vez a una playa europea es de lo más surreal; imagino, será igual para un europeo promedio visitar alguna playa mexicana, seguramente la catalogaría como sui generis. Déjenme explicarles.
Yo soy uno de esos mexicanos promedio, alguien con esas —bellas y horribles— costumbres de lo que significa ir de vacaciones a una playa.
La primera vez que tuve la oportunidad de visitar el mediterráneo me sentí como pez fuera del agua. Apenas al llegar, con mi hielera bajo el brazo capaz de abastecer a un regimiento romano, vi a montones de Adanes y Evas de todo tipo —arrugados, estirados, blancos, rojos, bronceados, cafés, flacos y gordos—. Creyendo que me había equivocado de lugar abordé a un transeúnte.
—Disculpe, usté…
—Pero ¿de qué se disculpa?
Entonces, tímidamente, mejor abordé a un segundo. Éste me confirmó que se trataba de una playa de lo más común y corriente, que si lo que buscaba era una nudista había una más adelante. Me quedé pensando: ¡Caray!, los europeos todavía se pueden quitar más cosas.
Coloqué la toalla, abrí una cerveza y, para ganarme el respeto del vecino playero, puse los hits reggaetoneros del momento, a tope. Lo que yo pensaba que iba a ser un éxito, resultó todo lo contrario. Y es que estar rodeado de música escandalosa en la playa le parece tan natural al mexicano como el que los pájaros aniden en los árboles, pero, en el mediterráneo, sólo me provocó un aislamiento ipso facto y la queja vecinal de un alemán:
—El volumen se perdona, el mal gusto no— y se alejó sacudiendo su colorida toalla.
El problema de los europeos con el ruido viene de haber vivido toda su vida en departamentos, tan pegados unos con otros, que lo que menos quieren es tener que soportar a otro vecino incómodo en sus días libres. Ellos buscan descansar de la vida diaria, del trabajo, leer un libro mientras luchan contra el viento y la arena por mantener la página correcta. En cambio, el mexicano busca su catarsis en el mar.
Después del pequeño altercado, y ya con la bocina guardada, decidí zambullirme un poco, eso sí, guardando el protocolo que exige ser un mexicano promedio que se avergüenza del exceso de carne —aunque sea mínimo—, me metí al mar con todo y playera. Al salir, con la camiseta embarrada al cuerpo y un traje de baño que era short, la concurrencia me miró como si yo fuera el encuerado.
Con hambre esperé sentado sobre la toalla a que pasara algún vendedor ambulante que acabara con mi apetito. Cosa que nunca pasó, y no sé si me dio por amar u odiar esas intervenciones que le hacen a uno cada 10 minutos en nuestras costas.
Sin trencitas y sin tatuaje de henna me propuse a hacer la caminata obligada. Me topé con los famosos chiringuitos (bares en la playa) que no estaban amontonados unos sobre otros. Para mi sorpresa tenían una separación de 300 metros o más —estipulado por ley—, y un volumen de música que sólo se podría disfrutar si se tiene un oído agudo.
Ya cansado, después de dos horas de andar y andar, y ya un poco nervioso con dirección a Barcelona, me di cuenta que no me había topado con ningún muchacho vestido de un blanco fantasmal que me dijera: Joven, por aquí no puede pasar, esto es playa privada, tiene que salirse y rodear. Regresé sobre mis pasos con una sensación extraña; me enteré que, también por ley en España, la playa es pública.
Y como dicen: a donde fueres haz lo que vieres, me tumbé al cobijo de una sombrilla a disfrutar del arrullo del mar.
Volví a Madrid sin añorar, por primera vez, lo que desea un mexicano promedio: Unas vacaciones pa´descansar de las vacaciones.