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Mi experiencia en Bruselas, Bélgica

La destrucción del patrimonio arquitectónico, urbano y cultural es bastante común en toda Europa. | Flavio Díaz Mirón

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Escrito en OPINIÓN el

Bruselas, Bélgica. Sin tenerlo claro como objetivo, acabé participando en una exposición internacional de arquitectura clásica en la ciudad de Bruselas. Mi contribución consistió en un contraproyecto de una plaza pública donde actualmente se plantea la destrucción parcial de bellos edificios del siglo XIX y la edificación de oficinas, locales y departamentos con estilos arquitectónicos funcionalistas caracterizados por el uso de vidrio en casi toda la envoltura del edificio con forma de rectángulo, cuadrado o con alguna geometría muy simple. Este fenómeno de la destrucción del patrimonio arquitectónico, urbano y cultural es bastante común en toda Europa, y desgraciadamente, parece que no hay una política clara que se dirija a este tema de lleno. 

¿Por qué es importante conservar el patrimonio histórico-tangible de una ciudad? ¿Por qué es importante realizar contraproyectos a planes que no se han sometido a la opinión pública? ¿Qué tipo de ciudad quieren habitar los bruselenses, y ciudadanos en general, una ciudad de vidrio y materiales sintéticos o una ciudad de piedra y materiales naturales, o ambos?

Me relacioné con una comunidad de arquitectos y urbanistas que más que nada abogan por una ciudad de escala humana, compuesta por edificios individuales, pero con respeto a la imagen discernible y total de la ciudad; asimismo creen que las artesanías clásicas u oficios de la construcción tradicional son igual de relevantes hoy en día que la tecnología actual e impresoras 3D. Pude encontrar varios argumentos a favor de este, digámosle “movimiento”. La desastrosa apariencia de varias ciudades europeas a las que el modernismo arquitectónico ha tocado, va en contra de todo sentido común.

A la mayoría de las personas de a pie, que independientemente si son expertos o no en el tema, creen que la belleza expresada en edificios, monumentos, esculturas y demás mobiliario urbano es loable. Sin embargo, la mayoría de la producción nueva de edificios y ciudades o extensiones suburbanas nuevas se caracterizan por una espeluznante repetición de vidrio y cemento–el estilo funcionalista–que hoy se ha transmutado al minimalismo o a algo más pernicioso, el parametricismo. Estilos de arquitectura conceptualizados en algoritmos y máquinas para la sola satisfacción de sus creadores y de las compañías constructoras que cobran por el mayor rendimiento financiero al metro cuadrado. A muy pocas, y sólo a los especialistas y aficionados a estos estilos, les gustan estas arquitecturas, que son bastante contaminantes en su producción y mantenimiento, sin mencionar los efectos nocivos a la salud por la cantidad de materiales sintéticos que se han estudiado en relación con la aparición de varios cánceres y su efecto estresante al sistema nervioso central. El argumento también es ecológico y se entrecruza con varios otros temas como la justicia social, el crecimiento y despoblación urbana, la crisis inmobiliaria –notablemente en Holanda e Inglaterra–, o la competencia por el uso del suelo con la agricultura. 

No puedo evitar preguntarme: ¿qué efecto tendría la introducción de estos temas en México? ¿Estaremos listos a invertir en modelos sanos de ciudades y pueblos, a discutir en qué consiste lo estético y presenciar sus efectos multiplicadores financieros y de salud, a desestimar a los estrellas-arquitectos y estimar a los artesanos y arquitectos de la arquitectura tradicional que aún existen en el país, que por definición usan las técnicas de construcción menos contaminantes y que son los que la gente más prefiere? A estas preguntas me someto y pronto encontraré respuestas cuando por fin regrese a comer tacos al pastor y de la comida que sí pica.