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Y mi palabra es la ley • Carlos Elizondo Mayer-Serra

Una radiografía indispensable para entender lo que ha traído la llamada 4T.

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Escrito en OPINIÓN el

En momentos en que el debate político está dominado por la desinformación, la especulación y los insultos que circulan por las redes sociales, Carlos Elizondo Mayer-Serra nos ofrece un análisis serio, con datos duros, sobre los primeros dos años del gobierno de Andrés Manuel López Obrador.

Y mi palabra es la ley ofrece un recuento objetivo de la Cuarta Transformación. Con destreza nos presenta una perspectiva de AMLO dentro de la historia de la política, economía y sociedad mexicanas.

Las pasiones evocadas por líderes políticos extraordinarios tienden a oscurecer el análisis, tanto de sus motivos e intenciones reales como de sus probables resultados. Andrés Manuel López Obrador es precisamente una de esas figuras.

En medio de la turbulencia del momento, Carlos Elizondo ha asumido el reto de ofrecer un retrato franco y vívido, pero también cuidadoso y juicioso, del líder de la Cuarta Transformación.

Quienes busquen claridad sobre el proyecto y las perspectivas de AMLO pueden beneficiarse de este esfuerzo, sin importar cuáles sean sus preferencias políticas. Ni AMLO ni sus críticos más severos pueden prever el veredicto de su gobierno.

Mientras tanto, este libro proporciona una incisiva base para un sobrio juicio provisional.

Y mi palabra es la ley, AMLO en Palacio Nacional de Carlos Elizondo Mayer-Serra, Editorial Debate, Penguin Random House Grupo Editorial México.

Y mi palabra es la ley | Carlos Elizondo Mayer-Serra

#AdelantosEditoriales

 

CAPÍTULO 1

El rey

Cuando un mandatario centraliza el poder, más aún cuando las instituciones son débiles, importa mucho su estilo personal de gobernar. En palabras de Daniel Cosío Villegas:

Puesto que el presidente de México tiene un poder inmenso, es inevitable que lo ejerza personal y no institucionalmente, o sea que resulta fatal que la persona del presidente le dé a su gobierno un sello peculiar, hasta inconfundible. Es decir, que el temperamento, el carácter, las simpatías y las diferencias, la educación y la experiencia personales influyen de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno [las cursivas son del original].

Así fue en la época hegemónica del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Así es nuevamente.

Tras dos años en el poder, el estilo personal de gobernar de Andrés Manuel López Obrador es ya conocido. Unas pocas palabras lo definen: es el rey y su palabra es la ley.

No es el regreso a una presidencia imperial, como le llamó Enrique Krauze a la época de hegemonía priista. Ahora es una presidencia aún más personalizada, sin la relativa institucionalización, tanto formal como informal, de los años del priismo hegemónico. Hoy casi todo lo público depende de lo que AMLO quiere.

La forma en la que gobierna es un reflejo de su personalidad y su forma de entender el poder, desde su pasión por éste hasta su austeridad personal. Rasgo central de AMLO es su peculiar carisma, su talento para comunicar con credibilidad sus filias y sus fobias a un amplio segmento de la sociedad.

Ningún otro presidente mexicano ha tenido el margen de maniobra y libertad que tuvo AMLO al arranque de su gobierno. Tuvo el apoyo del presidente saliente, Enrique Peña Nieto, con quien pareciera haber hecho un pacto previo a las elecciones, gracias al cual el triunfo de López Obrador y su coalición fue contundente. Durante los cinco largos meses que pasaron entre la elección y la posterior toma de poder, Peña Nieto le cedió todo el espacio público a AMLO.

El recién electo presidente contaba con una enorme legitimidad electoral, el control del Poder Legislativo y el voto de confianza de un amplio segmento de la población. El día de su triunfo se vivía un espíritu de fiesta nacional. Una gran mayoría de mexicanos se encontraba muy optimista, esperanzada y dispuesta a apoyarlo para cumplir su promesa de transformación.

Un presidente que, de inicio, brillaba en contraste con su antecesor. Y vaya que tenía espacio para brillar. Heredaba el poder de un gobierno con innumerables historias de corrupción y frivolidad.

Tanto lustre que a inicios de 2019 pudo sortear sin mayor daño en su popularidad un fuerte desabasto de gasolina. Éste se justificó por la lucha contra el robo de combustibles, el famoso huachicol. No es claro si primero faltó el combustible y luego empezaron a combatir el robo, pero lo que sí es evidente es que no hay razón para iniciar un operativo de lucha contra el huachicol sin antes asegurarse de cómo se va a distribuir el combustible.

En ese contexto llegó a su pico de popularidad: 86 por ciento de aprobación a principios de febrero de 2019. En las gasolineras del país, la gente, tranquila, hacía largas filas para cargar gasolina, pues le estaba ayudando a combatir el robo de combustible. En algunos lugares del país, como Guanajuato, se repartieron calcomanías para automóviles con la leyenda: “Yo apoyo a mi presidente AMLO en su combate al huachicol”.

EL POPULISMO

AMLO llegó al poder a la par de otros líderes etiquetados bajo el término populistas. El politólogo Gerry Mackie ha intentado ofrecer una definición del término carente de juicios de valor: “Definamos populismo (ignorando sus usos peyorativos) como la doctrina de que los resultados políticos deben o deberían estar relacionados de alguna manera con la opinión o la voluntad colectiva de ciudadanos libres e iguales”.

Desde esta definición de populismo, el 29 de junio de 2016 en Canadá, después de que Peña Nieto advirtiera de sus riesgos, Obama le respondió: “Me preocupo por la gente pobre, que está trabajando muy fuerte y no tiene la oportunidad de avanzar.Y me preocupo por los trabajadores, que sean capaces de tener una voz colectiva en su lugar de trabajo […] quiero estar seguro de que los niños están recibiendo una educación decente […] y creo que tenemos que tener un sistema de impuestos que sea justo. Supongo que eso me hace un populista”.

Si populismo es estar con la gente, todo líder democrático en principio debería querer serlo. Por ello, usar el término como sugiere Mackie es poco útil. Los gobernantes mexicanos siempre han hablado en nombre del pueblo, incluso cuando no éramos una democracia. Sólo sabremos, después de terminado el mandato, si los resultados fueron lo que la gente quería, aunque definir qué quiere la gente, en abstracto, no es nada fácil.

El término populismo es una categoría poco precisa. Como ha dicho Carlos Illades:

En el léxico político contemporáneo resulta difícil encontrar una palabra menos manoseada que populismo. El vocablo reúne una cantidad tan diversa de experiencias políticas verificadas en un arco temporal de dos siglos, que, en lugar de definir un régimen de gobierno y una práctica específica de la política, se vació de contenido y, más aún, pasó a ser un término peyorativo.

Para los fines de este libro, “populismo” es una forma de buscar el poder y de gobernar. Las características definitorias de los líderes populistas son que abanderan el enojo y el desencanto de una parte considerable de la población contra un modelo económico excluyente y concentrador de la riqueza, y un sistema de gobierno que se percibe como ajeno a sus intereses y necesidades, al servicio de una élite que ha secuestrado la democracia para su propio provecho y que persigue otros objetivos que no son los del pueblo.

Los líderes populistas desconfían de las instituciones, controladas por esas élites educadas en universidades con ideologías sospechosas y, en el caso de México, extranjeras en su gran mayoría. Estas élites tienen, según ellos, una visión del mundo ajena a la del pueblo, como la globalización.

Muchos de ellos no creen en los expertos ni en la ciencia y desconfían de todo mérito académico, al que perciben como un disfraz de las peores intenciones. Están convencidos de que los problemas complejos tienen soluciones fáciles.

El nacionalismo, el discurso antiinmigrante y el racismo son banderas propias de algunos de estos líderes. En general necesitan polarizar, crear un enemigo, incluida la prensa para desacreditar sus críticas ante los ojos de sus seguidores que dejarán así de confiar en los medios de comunicación críticos de su líder.

También es bastante común entre estos líderes creer que ellos saben qué quiere y necesita el pueblo. El pueblo es un ente homogéneo y uniforme con una sola voluntad que ellos interpretan.

Ellos afirman perseguir el beneficio del pueblo.

En la práctica no les es fácil lograrlo. El desprecio por las competencias técnicas y la destructiva centralización del poder a lo que suelen llevar es al deterioro de amplios espacios de la vida pública. Sin restricciones importantes y con serios problemas de coherencia en sus políticas, el bienestar de la población suele verse afectado.

Pero parte de la estrategia es, en el camino, y sin importar el costo que se pague, erosionar las instituciones democráticas representativas que les permitieron llegar al poder. En nombre del pueblo se suele poner en riesgo la democracia y más de uno lo ha aprovechado para quedarse en el poder.

Las características de los líderes populistas varían mucho. Los hay de derecha, sustentados en un discurso de superioridad racial y xenófobo. Tal es el caso de Donald Trump, quien ha llevado a cabo políticas regresivas en materia tributaria, es decir, favoreciendo a los más ricos, pero alimentando a su base electoral con políticas y discursos racistas y antiinmigrantes que le permiten contar con el apoyo de un segmento importante del electorado, en particular esos hombres blancos sin educación universitaria, una de cuyas satisfacciones es sentirse superiores a quienes tienen otro color de piel. Muchos fervorosos cristianos lo aprecian no por cómo se comporta en su vida personal, sino porque defiende las políticas que a ellos les importan, en particular el tema del aborto y sus nominaciones para la Suprema Corte de Justicia y jueces de distrito de candidatos claramente conservadores.

Otros, como Víktor Orbán, primer ministro de Hungría, quien en su primer paso por el gobierno fue un tecnócrata, son autoritarios ambiciosos que aprovechan la coyuntura, en su caso la migración desde Siria, para azuzar un sentimiento xenófobo y anti Unión Europea y acumular el mayor poder político posible. Los hay de izquierda, como Hugo Chávez, de una izquierda latinoamericana caudillista, nacionalista, estatista, y escéptica del mercado y de las instituciones democráticas formales.

AMLO es una versión muy particular de líder populista. Lo es en el sentido de querer acabar con los privilegios de una élite política y económica, la “mafia del poder”, como la ha llamado. También en su continuo ataque a las instituciones que representan algún tipo de contrapeso. Su discurso busca polarizar: el pueblo bueno frente a los perversos conservadores. Dice creer en la voz del pueblo, que él entiende y encarna.

En América Latina, ese discurso ha estado asociado con una política económica estatista y antiglobalización. AMLO, no obstante, ha seguido algunas de las políticas más afines a la tecnocracia globalizadora. Ha respetado la autonomía del Banco de México, promovido la integración comercial con Estados Unidos y seguido una política de contención del gasto, incluso en medio de la crisis económica provocada por la pandemia donde hasta en los países más ortodoxos en términos fiscales, como Alemania, optaron por expandir el gasto público. Su veta estatista se encuentra reflejada en sus proyectos de infraestructura y su visión de hacer las empresas energéticas del gobierno nuevamente hegemónicas.

AMLO es un populista que combina la retórica contra los privilegios económicos, propia de los populistas de izquierda, con la retórica contra los privilegios de la élite tecnocrática y liberal, más propia de los de derecha. El eje está puesto en la presunta defensa de los intereses de los más pobres, asociado normalmente con políticos de izquierda.

AMLO, sin embargo, exhibe muchos rasgos de derecha: nunca se ha comprometido, ni siquiera en el discurso, con la legalización del uso de las drogas o con el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo o con los matrimonios del mismo género, por ejemplo. Es un defensor de la familia tradicional y del papel que en ella debe tener la mujer.

Su posición moral conservadora explica su desprecio a feministas y ecologistas por igual. Estas posturas son, para él, lujos de los globalizados, que no entienden las verdaderas preocupaciones del pueblo. Es una posición nuevamente similar a la del populismo de derecha.

Al igual que otros populistas de derecha, ha hecho alianzas con grupos evangélicos. Él mismo ha manifestado abiertamente su cristianismo. En sus palabras: “Porque Jesucristo luchó en su tiempo por los pobres, por los humildes, por eso lo persiguieron los poderosos de su época. Lo espiaban y lo crucificaron por defender la justicia”.

La suya es una perspectiva con ecos socialcristianos donde se desprecia la riqueza como un fin. Su panfleto del 15 de mayo, "La nueva política económica en los tiempos del coronavirus", concluye con las líneas: “No olvidemos que nada sustituye a la felicidad y que la felicidad no consiste en obtener bienes, riquezas, títulos, fama, lujos, sino en estar bien con nosotros mismos, con nuestra conciencia y con el prójimo”.

Al contrario de los populistas latinoamericanos, no ha ondeado la bandera antiimperialista. Se precia de su amistad con Trump, aunque éste le ha impuesto límites claros en más de una ocasión, como veremos más adelante. En su visita oficial a la Casa Blanca dijo: “Usted no ha pretendido tratarnos como colonia, sino que, por el contrario, ha honrado nuestra condición de nación independiente. Por eso estoy aquí, para expresar al pueblo de Estados Unidos que su presidente se ha comportado hacia nosotros con gentileza y respeto”.

AMLO Y SU CIRCUNSTANCIA

Todo político abreva de su circunstancia. Cada uno la procesa a su manera.

AMLO (1953) nació y creció en Macuspana. Se mudó con su familia a Villahermosa a mediados de la década de los años sesenta, que empezaba a experimentar los beneficios del “boom petrolero”. Tras la matanza de 1968 muchos jóvenes inquietos políticamente optaron por buscar el cambio político desde afuera del PRI. Muchos optaron por la guerrilla. AMLO fue mucho más tradicional y se afilió al PRI en 1976. Lo hizo para coordinar la campaña del poeta Carlos Pellicer (1897-1977) a la senaduría por Tabasco. Desde joven se preocupó por los más pobres, asumiendo por ello un riesgo en su carrera política. AMLO fue delegado del Instituto Nacional Indigenista (INI) en Tabasco (1977-1982). Héctor Aguilar Camín narra su encuentro con AMLO y los ambiciosos proyectos del ini que éste abanderaba:

Conocí a Andrés Manuel López Obrador en 1978, cuando […] era delegado del Instituto Nacional Indigenista, entonces parte del ambicioso programa gubernamental de marginados de la época […] Atendía a las comunidades más pobres del estado y había atraído la atención nacional con un proyecto agrícola llamado los “camellones chontales”, que habilitaba campos de cultivo a la manera de las chinampas prehispánicas.

Enrique Krauze cuenta también el entusiasmo del joven AMLO por ayudar a los indígenas de Tabasco: “Andrés lo tomó como si se hubiera tratado de una misión —recordaba su esposa—. Muchas veces, en lugar de ir al cine o a un parque conmigo, yo lo acompañaba a reuniones o a asambleas para aprovechar el poco tiempo que teníamos para vernos”.

En 1982 llegó a ser presidente estatal del PRI tabasqueño, gracias al apoyo del gobernador recién electo, Enrique González Pedrero. Sus pretensiones de democratizar al PRI le generaron problemas al gobernador, principalmente con los alcaldes del estado, quienes acusaron a AMLO de querer fiscalizarlos y de difundir “ideas socialistas” en las comunidades. El gobernador lo removió de la dirigencia estatal para darle el puesto de oficial mayor del estado de Tabasco, cargo al que AMLO renunció al día siguiente, el 16 de agosto de 1983. No estaba dispuesto a quedarse en un cargo administrativo que le parecía una suerte de prisión.

En el priismo, lo rentable era acomodarse. Alinearse. Hacer cola. Tratar de escalar. AMLO de joven tuvo una visión distinta. Mantuvo una relación cercana con la gente más humilde y una poco común falta de disciplina con la jerarquía. Sus ideas las ha defendido, desde entonces, a capa y espada, aunque ello implicara tomar riesgos.

Tras dejar la Oficialía Mayor, en 1984 regresó al Distrito Federal (DF), en donde ocupó el cargo de director de Promoción Social del Instituto Nacional del Consumidor entre 1984 y 1988, durante el gobierno de Miguel de la Madrid. Un burócrata más del gobierno mexicano, encargado, según el propio AMLO, de ver el quién es quién en los precios. Nada notable ni esperanzador. Uno más de tantos políticos priistas formados en la fila.

En 1988, después de renunciar al PRI pasada la elección presidencial (el candidato de su partido fue Carlos Salinas de Gortari), se unió a la Corriente Democrática que derivó en el Frente Democrático Nacional. Éste postuló a AMLO en el mes de agosto a la gubernatura de Tabasco para las elecciones del 9 de noviembre de 1988. AMLO perdió ante Salvador Neme, candidato del PRI, quien obtuvo más de 70 por ciento de los votos. AMLO recibió sólo 20 por ciento, pero desconoció los resultados de la elección, y organizó mítines, plantones y bloqueos de pozos petroleros.

En 1989 fue nombrado presidente estatal del Partido de la Revolución Democrática (PRD) tabasqueño. En 1991 el partido perdió las elecciones intermedias frente al PRI, lo que nuevamente produjo protestas por parte de AMLO y los suyos. El 20 de noviembre de 1991 AMLO organizó una marcha hacia la Ciudad de México llamada Éxodo por la Democracia, que arribó a la capital del país el 11 de enero de 1992 y que acabaría dándole notoriedad nacional.

El 6 de febrero de 1994 AMLO fue propuesto como candidato del PRD a la gubernatura de Tabasco. Era la segunda vez que contendía por el puesto, y también la segunda que perdió, esta vez frente a Roberto Madrazo, también del PRI. Una vez más, AMLO acusó de fraude electoral al PRI, aunque en este caso los resultados oficiales de la elección fueron mucho más cerrados, 18.3 puntos de diferencia. Poco tiempo después aparecería comprometedora evidencia en contra de Roberto Madrazo. De nuevo promovió plantones y marchas.

Entre 1996 y 1999 AMLO fue dirigente nacional del PRD. Desde ahí se convirtió en uno de los críticos más duros de la política económica de Ernesto Zedillo, sobre todo del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), el “fraude más grande de la historia después de la Conquista”, según AMLO.

Como candidato del PRD en 2000 contendió a las elecciones de jefe de Gobierno del otrora DF. Es cuestionable que tuviera el derecho a ser candidato, ya que al parecer no cumplía con el requisito de haber vivido ininterrumpidamente en la capital del país los últimos cinco años antes de ser postulado, como lo señalaba el Estatuto de Gobierno del Distrito Federal de ese entonces. Su credencial de elector era de Tabasco, según una investigación periodística. Se dice que Zedillo intervino para que pudiera obtener su registro como candidato.

Ganó con un margen apretado, 37.7 por ciento frente a 34.2 por ciento del panista Santiago Creel. En lo que atañe a la elección presidencial,Vicente Fox ganó en el Distrito Federal con 43.6 por ciento de los votos, frente a 25.9 por ciento del perredista Cuauhtémoc Cárdenas.

Fue un eficaz y popular jefe de Gobierno. En su biografía, en la actual página de la Presidencia, se lee sobre cómo quiere AMLO ser recordado en ese periodo: “Trabaja diariamente desde las seis de la mañana, como ningún otro gobernante, enarbola la defensa del pueblo ante intereses creados y el abuso de poder, practica una austeridad republicana en lo personal y en el ejercicio de gobierno y habla y actúa con sencillez”.

Desde ahí empezó a tejer su candidatura a la presidencia de la República. Primero los capitalinos, pero luego el país entero, conocerían su estilo personal de gobernar: las mañaneras, los programas sociales de reparto directo, la centralización del poder, su carisma, su conexión con los más pobres, sus obras visibles como los segundos pisos (y su negligencia ante lo que no rinde electoralmente, como la reparación del drenaje profundo), su peculiar forma de asignar responsabilidades a quien le daba la gana.

También vimos su capacidad de enfrentar al presidente Vicente Fox, de convertirse en una figura alternativa a la ola de optimismo con la que llegó Fox a la presidencia en 2000. En 2002, en una entrevista concedida a Proceso, AMLO confrontaba su modelo de gobierno en el DF con el de Fox, “con el único fin de demostrar a la sociedad la viabilidad de un proyecto distinto al neoliberal”.

A finales del sexenio de Fox, AMLO ya era el líder político más popular de México. Para tratar de frenar su llegada a la presidencia, en 2004 el gobierno de Fox acusó al gobierno del DF de haber violado una orden judicial que demandaba la suspensión de una construcción en un terreno expropiado años antes en la zona de Santa Fe. Aunque tales trabajos fueron suspendidos, se argumentó que el cumplimiento de la orden fue dilatorio, y de ello se responsabilizó directamente a López Obrador. Al ser jefe de Gobierno, AMLO tenía inmunidad jurídica, y ante ello el gobierno federal solicitó un juicio de desafuero al Congreso de la Unión, que se consumó el 7 de abril de 2005.

Era incorrecto hacerlo por razones electorales. Como escribí entonces, “es muy difícil justificar una ley que retira los derechos políticos durante un proceso judicial, menos aún por un delito no grave que ni cárcel parece merecer. Esta ley ni se había usado y va en contra de un principio clave de la democracia: el que todos los actores importantes puedan encontrarse en las urnas. De nada sirve contar bien los votos si hay excluidos”.

Lo querían meter a la cárcel para quitarle el derecho a competir en la elección presidencial. Fue la mejor campaña publicitaria que pudo tener. Al final, el gobierno de Fox se retractó, ante un AMLO que amenazaba con ir gozoso a la cárcel. “No voy a pagar una fianza para no ir a la cárcel; desde ahí haré resistencia pacífica.” Los diputados locales del Partido Acción Nacional (PAN) Jorge Lara y Gabriela Cuevas (hoy diputada por Movimiento Regeneración Nacional —Morena—) pagaron su fianza (2 mil pesos). López Obrador los llamó “tramposos”.

AMLO arrancó la campaña presidencial de 2006 con una amplia ventaja. El triunfo parecía suyo. Se puede decir que llegó sobrado y no cuidó su ventaja. Una estrategia basada en polarizar, el famoso “cállate, chachalaca” contra Fox, el rechazo a alianzas con potencial electoral, como con el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), su ausencia en el primer debate y su tardanza en replicar los agresivos spots de la campaña de Felipe Calderón en su contra, apoyada a su vez por una campaña televisiva de los empresarios, lo llevaron a perder por 243 mil 934 votos la elección. Para ganar, seguramente le hubiera bastado hacer un pacto con Patricia Mercado, la candidata del Partido Socialdemócrata. Ella se lo propuso. AMLO optó por rechazarlo porque no quería negociar. Patricia Mercado obtuvo un millón 128 mil 850 votos, 884 mil 916 más que la diferencia entre Andrés Manuel y Calderón.

AMLO nunca reconoció su derrota. Primero presionó para un recuento de voto por voto, casilla por casilla. El Instituto Federal Electoral (IFE) aceptó recontar 2 mil 864 paquetes electorales y, más tarde, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (tepjf) ordenó el recuento de 11 mil 839 casillas más.

Si bien lo ideal para la elección hubiera sido que se contaran nuevamente todas las boletas, no fue así. La ley vigente no lo permitía; expresamente señalaba las razones para poder impugnar una casilla. Hacerlo hubiera podido vulnerar la legalidad del proceso. Como respuesta a las tensiones generadas por la falta de recuento, la ley cambió para poder hacerlo en situaciones claramente definidas.

La información del recuento en donde sí se abrieron y contaron nuevamente los paquetes es reveladora. Vale la pena citar algunos párrafos del estudio de Javier Aparicio en 2009 respecto a este recuento:

Durante el cómputo distrital se recontaron 2 864 paquetes electorales y más adelante el Tribunal Electoral ordenó el recuento de los paquetes de 11 839 casillas más. En ambos casos, las razones que produjeron el recuento de estas casillas, y no otras, no son aleatorias, de modo que ni el recuento distrital ni el del Tribunal se basaron en muestras representativas. Por ende, el resultado de estos recuentos no permite hacer extrapolaciones o inferencias directas, pero al menos ofrece indicios del tipo de ajustes que resultaron tras recontar diferentes tipos de casillas. Los 2 864 paquetes recontados durante el cómputo distrital eran una muestra sesgada: 66.4 por ciento provenía de distritos panistas y 33.4 por ciento, de distritos ganados por la Coalición [de López Obrador]. En general, el recuento produjo ajustes a la baja en los votos de todos los candidatos y un ligero aumento del margen de Calderón sobre López Obrador (de 0.6 votos en promedio). Cabe resaltar que en 60 por ciento de los paquetes recontados ni el voto de Calderón ni el de López Obrador tuvieron cambio alguno.

Al dividir la muestra en distritos panistas y perredistas surgen asimetrías interesantes. Al recontar casillas panistas, el ajuste promedio por casilla fue de 4.7 votos menos para Calderón, y de 1.9 votos menos para AMLO, lo que redujo en 2.9 votos el margen entre los punteros. Por otro lado, al recontar casillas en distritos dominados por la Coalición, el ajuste promedio por casilla fue de 5.8 votos menos para Calderón y de 13.3 votos menos para López Obrador, lo que aumentó en 7.5 votos el margen del PAN. Es decir, al recontar casillas ambos candidatos pierden votos, pero el candidato con más votos en la casilla pierde más votos tras el recuento. Además, AMLO perdió proporcionalmente más votos que Calderón al recontarse casillas en sus respectivos distritos, lo cual hizo que el resultado neto favoreciera a Calderón a pesar del sesgo de esta muestra (66.4 por ciento de casillas en distritos panistas). Éste es un punto que prácticamente quedó fuera de la controversia sobre el fraude electoral: cuando se recontaron paquetes en los distritos donde aventajaba la Coalición por el Bien de Todos, ésta perdía más votos que los que perdía el PAN en sus propios distritos.

Carlos Tello ha narrado que AMLO supo por su encuestadora que había perdido la elección de 2006. En palabras de Tello:

[El 2 de julio] había sido un día largo y tenso para él. Empezó muy bien por la mañana, porque las encuestas parecían confirmar su triunfo, pero al medio día todas, salvo la suya, comenzaron a dar empate. La versión del empate fue confirmada por su hijo Andrés a su regreso de Televisa, luego de ver a Bernardo Gómez, quien le enseñó todas las encuestas que tenía, inclusive las de Mitofsky. Era lo que iba a anunciar esa noche la televisora, le dijo. Andrés Manuel no tenía por qué dudar de su palabra: él mismo, Bernardo, le había propuesto ir en persona para mostrarle las cifras a su casa de Copilco. Andrés fue, al final, quien actuó de intermediario. Con ese dato, el candidato de la coalición llegó después al Hotel Marquís. Ahí permaneció encerrado con sus tres hijos. Federico Arreola acababa de recibir la noticia del empate de voz de Ana Cristina. Pérez Gay, ahí al lado, no lo podía creer. ¿Qué sucedía? Chema había llegado al medio día al Hotel Marquís con uno de los gafetes de López Obrador. Las cosas marchaban bien. “Había un ambiente festivo, había un ambiente de triunfo”, recuerda su hermano. Pero al regresar por la tarde todo era distinto. “Había ya caras largas” Andrés Manuel estaba desencajado. En la suite del penthouse, la televisión, prendida en los noticieros, mostraba el júbilo de los panistas, los globos azules y blancos agitados en el aire. César y Nico permanecían muy serios, igual que Arreola y Pérez Gay. Marcelo Ebrard entró con ellos unos minutos, junto con su asesor de finanzas, Mario Delgado. Después salieron. Había un ambiente de derrota. Entonces Andrés Manuel volteó a ver a sus más íntimos. “Perdí”, dijo. Quienes lo escucharon se quedaron pasmados. Lo había dicho con sinceridad y con tristeza, un poco sorprendido de lo que había pasado.

Unas líneas más sobre el presunto fraude. Para AMLO y sus seguidores, la derecha impidió el triunfo de las clases oprimidas. Y lo hizo de mala manera. Con propaganda pagada por los empresarios en abierto apoyo a Calderón. Al final de cuentas, les robaron los votos.

¿Fue equitativa la elección? No. AMLO luchó contra el gobierno y contra los poderes fácticos. Pero no hay elección equitativa en el mundo. No lo fue tampoco la de 2018. En ese caso, el gobierno ayudó a AMLO al haber acusado a Ricardo Anaya de lavado de dinero. AMLO llegó a las elecciones como el político más conocido de México, en parte gracias a haber sido presidente de Morena entre 2015 y 2017 y con ello gozar del derecho a usar millones de spots para promocionarse.

¿Los votos se contaron correctamente en 2006? La evidencia muestra, como sugiere el estudio de Javier Aparicio, que los errores en el conteo fueron aleatorios, y no producto de un plan orquestado para impedir que AMLO llegara a la presidencia.

Cuando Calderón fue declarado presidente electo, AMLO soltó su histórica frase de “al diablo con sus instituciones”, el 2 de septiembre de 2006. Tomó una buena parte del Paseo de la Reforma por 48 días.

En una ceremonia en el Zócalo capitalino el 20 de noviembre de 2006, AMLO se declaró presidente legítimo. Su frustración por la derrota, su odio a Calderón y todo lo que supuestamente le hizo explican parte de sus acciones ya como presidente constitucional.

Tras dos derrotas electorales a la presidencia hizo una sola cosa: buscarla nuevamente. Recorrió el país de punta a punta. Contra viento y marea lo logró. Es una historia notable.