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Vuelta a la izquierda • Carlos Illades

Una revisión crítica del triunfo electoral y los primeros meses de gobierno de AMLO, por una de las mayores autoridades en la historia de la izquierda mexicana.

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Escrito en OPINIÓN el

La victoria sin precedentes de Andrés Manuel López Obrador, en 2018, lo trajo a la presidencia con una gran aceptación, legitimidad y capital político, pero también con un nivel de expectativas que prometen ser difíciles de cumplir. A contracorriente del descenso que las izquierdas experimentan hoy en diversas latitudes del mundo, su gobierno enfrenta el reto de emprender una transformación histórica con las herramientas y estructuras del viejo régimen.

Este volumen somete a escrutinio el proceso que condujo a la presidencia a López Obrador, las decisiones y políticas más importantes desarrolladas hasta ahora, las fuentes de su ideología, el estilo populista de su forma de gobernar, su percepción del conflicto social, la genealogía histórica en la que se inscriben Morena y la Cuarta Transformación, y las oportunidades y limitaciones de un gobierno de izquierda en el mundo actual. Es a la vez un análisis crítico y detallado, y una advertencia ante las alianzas menguadas con las fuerzas progresistas más presentes y el carácter cada vez más volátil y despiadado de los movimientos de derecha.

Fragmento de “Vuelta a la izquierda” de Carlos Illades.

Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano México.

Carlos Illades es doctor en Historia por El Colegio de México, profesor titular en el Departamento de Humanidades de la UAM-Cuajimalpa, investigador nacional nivel 3 del SNI, miembro de la Academia Mexicana de Ciencias, miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y profesor distinguido de la UAM.

Vuelta a la izquierda | Carlos Illades

#AdelantosEditoriales


Fragmento Vuelta a la izquierda

Del despotismo oligárquico a la tiranía de la mayoría

De Carlos Illades

Lo mismo que un arquitecto antes de levantar un gran edificio observa y sondea el terreno para ver si puede soportar el peso de aquél, así el sabio legislador no comienza por redactar buenas leyes en sí mismas, sino que antes examina si el pueblo al cual las destina está preparado para recibirlas.

Rousseau

Prólogo

El 1 de julio de 2018 ocurrió lo que parecía imposible seis u once años atrás: Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de la República. La oferta que sedujo a jóvenes y viejos, a clases populares y medias, al sur, el norte y el centro del país fue “un cambio verdadero”, cambio que ofrecieron otras fórmulas opositoras sin despertar ningún entusiasmo en el electorado. En el primer aniversario de la elección, el presidente tabasqueño confirmó a La Jornada que la transformación anunciada estaba en marcha: “No es el mismo gobierno, la misma política económica, no fue un simple cambio de gobierno; es un cambio de régimen”. “El periodo neoliberal”, abolido por decreto en marzo de 2019 por el jefe del Ejecutivo entre vítores y aplausos de los asistentes al Foro Nacional “Planeando Juntos la Transformación de México”, era historia pasada.

No debemos confundir, sin embargo, los buenos deseos con los hechos, como tampoco minimizar el significado de la victoria de López Obrador. Transformar un régimen fundado hace noventa años, o desterrar el neoliberalismo implantado en el país en la década de los ochenta del siglo xx, no es algo que pueda hacerse en pocos meses, ni es posible cancelarlo en un acto proselitista. Si fuera así, muchos gobiernos copiarían el procedimiento. Las bases corporativas y clientelares del régimen de la Revolución mexicana permanecen todavía en pie, y el capitalismo desregulado (neoliberal) domina la economía mundial de manera tan abrumadora que un solo país, con mayor razón si es periférico, está imposibilitado para sustraerse por sí mismo de sus reglas, a lo más está en condición de reducir los costos y obtener algunos beneficios en caso de saber emplearlas. Esto no equivale a afirmar que nada puede hacerse o que el proyecto del nuevo gobierno está condenado de antemano al fracaso. Por el contrario, la legitimidad obtenida por López Obrador en las urnas lo coloca en una condición privilegiada para emprender reformas profundas e indispensables para mejorar las condiciones de vida de las mayorías, atajar la descomposición que corroe a México y orientarlo en una dirección viable.

Estamos ciertos que el índice del presidente tabasqueño apunta hacia problemas genuinos (corrupción, desigualdad, inseguridad, injusticia, pobreza, debilidad estatal, falta de inversión pública, etcétera). La discrepancia estriba en aceptar que las soluciones que plantea sean las adecuadas. ¿Queremos un Estado más grande y poderoso? Depende en qué: si es para proteger a los ciudadanos y controlar el territorio cedido al crimen, ofrecer servicios básicos dignos, garantizar el cumplimiento de los derechos humanos, redistribuir el ingreso, permitir la autonomía de la sociedad civil (comunidades, asociaciones, sindicatos), imponer una fiscalidad justa que beneficie la equidad, conservar el ambiente, administrar las empresas estratégicas, preservar la soberanía nacional y ofrecer las condiciones para el ejercicio de las libertades fundamentales y de una democracia sustantiva, no dudamos en decir que sí. Pero si es para que el Estado irrumpa en la vida privada, sustituya la función económica de las empresas particulares y de capital social, limite libertades, mengüe su laicidad, socave tanto las instituciones como la división de poderes y los órdenes de gobierno, desatienda renglones que no considere prioritarios (cultura, ciencia, artes, ambiente, deporte) en aras de una austeridad mal entendida, la respuesta es un rotundo no.

Hasta el momento el gobierno de López Obrador es de claroscuros. Tiene en su haber el incremento sustancial de los salarios mínimos, la promulgación de una reforma laboral que mejora las condiciones de negociación de los trabajadores y permite la libre afiliación sindical, programas sociales que atienden a segmentos considerables de la población desvalida y el combate al robo de combustible. El déficit está en la seguridad, el anacronismo de su proyecto económico, el debilitamiento de las condiciones de operación técnicas y financieras de la administración pública, y la merma de los contrapesos al poder presidencial. Aunque es una obviedad, no está de más repetir que el indispensable fortalecimiento del poder público no equivale a reforzar el presidencialismo, ni la recuperación de la rectoría estatal deberá ocurrir en desmedro de la sociedad civil. Antes bien, lo deseable sería apuntalar aquél con la intervención activa, libre e informada de una sociedad civil democrática, robusta y exigente. Eso llevará tiempo, implica desmontar estructuras de dominación, cooptación y control fuertemente acendradas en la sociedad y Estado mexicanos. Y no sabemos si el gobierno obradorista pretenda hacerlo, o busque servirse de un sistema caduco para instrumentar su proyecto y consolidar una nueva hegemonía política.

La oportunidad de transformar el país existe, López Obrador la tiene mucho más a la mano que las administraciones de la alternancia precedentes —si es que éstas acaso se lo plantearon. La exigencia de hacerlo también es grande, de acuerdo con el mandato electoral de 2018. La urgencia de llevarlo a cabo es evidente, como muestran los sucesos diarios de lo ocurrido en territorio nacional. Los costos de no hacerlo serían elevadísimos, para el país y para la izquierda como fuerza política que, después de mucho tiempo, varios intentos y múltiples bloqueos del poder financiero y político, logró gobernar.

A los tres meses de la gestión del presidente tabasqueño su popularidad alcanzó la cresta de la curva, pero a los siete había descendido 11 puntos porcentuales su nivel de aprobación. Si bien las bases partidarias y los sectores populares mantienen su lealtad a López Obrador, ponderando la confianza en el líder por encima de la calificación de sus políticas, parte de las clases medias que votaron por él ante la falta de opciones ofrecidas por la derecha muestran la desaprobación respecto de varias políticas de la nueva administración, sobre todo en economía y algunas en materia social (por ejemplo, la cancelación de recursos para las estancias infantiles). No obstante, la popularidad del presidente tabasqueño se mantiene bastante elevada, dado que dos tercios de la población lo apoyan todavía.

Lamentablemente, la primavera no dura todo el año, menos un sexenio entero. Y la premura con que López Obrador comprometió los recursos públicos le redujo apreciablemente el margen de maniobra económica en unos cuantos meses y agotó su oferta social demasiado pronto. Sostenerla implicará sacrificar todavía más los rubros objeto de elevados recortes (salud, ciencia, medio ambiente, educación y cultura) o realizar una reforma fiscal que aumente las contribuciones de las clases medias y altas, además de gravar la economía informal. Esto permitiría una mayor recaudación, a la vez que redundaría en la disminución de la popularidad presidencial y podría detonar la confrontación de López Obrador con el gran capital, escéptico de por sí con su manejo económico, y propiciaría la desafección de nuevos segmentos de la clase media hacia la Cuarta Transformación. En consecuencia, el presidente tabasqueño concentraría la adhesión a su proyecto en los beneficiarios de los programas sociales y en las bases morenistas, tal vez suficientes para gobernar, si bien en minoría.

López Obrador ha dicho que quiere llevar a cabo vertiginosamente la Cuarta Transformación para atajar la posibilidad de que sus adversarios “conservadores” la reviertan. A menos que tenga razones fundadas para contemplar la eventualidad de no concluir el mandato, el presidente tabasqueño plantea mal el problema y postula una solución inadecuada. La durabilidad y consistencia de las políticas sociales no dependen de su pronta ejecución, peor si ésta se efectúa de manera defectuosa o sin fondos suficientes y renovables. Ambas están vinculadas con la institucionalización de estas políticas, lo que pone en juego la configuración de un Estado social o de bienestar, sustentado en un consenso social amplio, que funcione con independencia de los partidos que gobiernen y sea lo más neutro e impersonal posible.

Si algo han mostrado la ruptura del consenso neoliberal y la emergencia de los llamados populismos y de la derecha posfascista, es la insatisfacción con el statu quo de las masas populares y de las clases medias amenazadas con descender en la escala social. Mientras el discurso liberal habla de inclusión en todos los ámbitos, el capitalismo desregulado produce sistemáticamente grandes contingentes de excluidos y de trabajadores precarios, ejércitos de desocupados o subempleados de los que recurrentemente se alimenta la economía criminal. López Obrador hace muy bien en ofrecer oportunidades para que los jóvenes en situación de vulnerabilidad no sean absorbidos por la empresa criminal, pero mejor haría asegurando derechos, condiciones e instituciones eficientes que permitieran a estos jóvenes, a los indígenas, y a los adultos mayores y madres solteras que también ocupan su atención, llevar una vida digna. El presidente tabasqueño, dado el fuerte consenso que lo respalda, está en condiciones de hacerlo, lo que no sabemos es si la opción enunciada esté siquiera en su horizonte.

El mapamundi político contemporáneo registra el ascenso de las derechas radicales y la merma de las izquierdas emergentes. Syriza (Grecia) y Podemos (España) desdoblaron la expectativa de los jóvenes, un tanto menos dentro de la vieja izquierda, porque parecía que estas fuerzas políticas habían superado el trauma de la derrota histórica con la que cerró la izquierda el siglo pasado, ofreciendo un programa renovado. Lo que observamos actualmente es el retorno de los partidos tradicionales en aquellos países, a la derecha y la izquierda, respectivamente, y las ilusiones perdidas de quienes consideraron que los partidos presididos por Alexis Tsipras y Pablo Iglesias representaban una alternativa creíble a la globalización neoliberal. Los llamados progresismos o populismos latinoamericanos están en retirada y acusan el descrédito. El gobierno de López Obrador corre a contramano de la tendencia global de la izquierda hacia la baja, combinado con el ascenso de las derechas radicales en Estados Unidos, Brasil, Italia y Francia, en menor medida en España y Alemania, además de gobiernos autoritarios en Hungría, Filipinas, India, Turquía y Rusia, entre reiterados ejemplos en distintas geografías, genéricamente denominados populistas, pero con diferencias significativas que ameritan una conceptualización más fina. El eventual fracaso de la autodenominada Cuarta Transformación conllevaría el peligro de que brotaran en México estas derechas, que han permanecido inexistentes o imperceptibles hasta ahora. No es un pronóstico, es una posibilidad.

Emplazado en la izquierda, este volumen somete al escrutinio de la historia del presente el proceso que condujo a la presidencia a Andrés Manuel López Obrador, las decisiones y políticas más importantes desarrolladas hasta ahora, los presupuestos de las decisiones del presidente tabasqueño, las fuentes a ratos decimonónicas de su ideología y el estilo populista de su forma de gobernar, los énfasis de la administración obradorista y su percepción del conflicto social, la genealogía histórica en la que se inscribe la Cuarta Transformación, y las oportunidades y limitaciones de un gobierno de izquierda en el mundo actual. El libro pretende realizar una crítica constructiva y documentada de un proceso en curso y, por tanto, enmendable o perfectible, según desde donde queramos evaluarlo. Considero que hay muchas cosas en juego para el futuro del país en estos años, desencadenadas por un cambio de orientación en la gestión de lo público que muchos juzgamos necesario e inaplazable. No quise dejar pasar la oportunidad de compartir mi reflexión con los lectores, sin ánimo de convencerlos, antes bien con el propósito de contribuir a que elaboren sus propias conclusiones.

Chapultepec, diciembre de 2019.