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Tzendales • Carlos Tello Díaz

La ciudad maya perdida.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Este libro narra la historia de los viajes que Carlos Tello Díaz emprendió por la Selva Lacandona en busca de las ruinas de Tzendales, la ciudad de los mayas descubierta -y luego misteriosamente perdida- en los albores del siglo XX. Evoca también su vida con los lacandones de Lacanhá, los xateros de Indio Pedro y los guerrilleros de EZLN.

Tello Díaz recorrió la selva en lanchas y cayucos, y también a mula y a pie. Durante semanas durmió bajo los árboles y por varios días, incluso, vivió de la caza, la pesca y la recolección. Su libro, que es el registro de la búsqueda de las ruinas de Tzendales, también es la historia de la selva, una historia poblada con los rostros de los conquistadores, aventureros, exploradores, colonizadores, arqueólogos, insurgentes, monteros, iluminados y místicos que vincularon sus vidas en algún momento con la Selva Lacandona.

La Silla Rota te regala un fragmento del libro "Tzendales", de Carlos Tello Díaz, con autorización editorial de Penguin Random House.

Carlos Tello Díaz es licenciado y maestro en filosofía y letras por la Universidad de Oxford y doctor en historia por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Escribe en el diario Milenio y en la revista Nexos. Entre sus libros destacan El exilio: un relato de familia, La rebelión de las Cañadas, 2 de julio y Porfirio Díaz, su vida y su tiempo. Fue brigadista en las montañas de Nicaragua, marinero en el barco Sonia y jefe de la expedición Yutajé que contactó a los yanomami del río Putaco, en el Amazonas. Ha sido investigador en las universidades de Cambridge, Harvard y La Sorbona, y trabaja en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM.

Tzendales | Carlos Tello Díaz

#AdelantosEditoriales


Fragmento Tzendales. La ciudad maya perdida de Carlos Tello Díaz

I

La noticia

FUGA

En la primavera de 2000 me fui a vivir a la Selva Lacandona. Hacía tiempo que quería salir de la ciudad. Estaba cansado de ver calles, edificios y postes de luz. Ya no soportaba más las bocinas de los taxis, el motor de los camiones, la música de los radios, el ruido de mi refrigerador, los altavoces, la histeria de las alarmas contra robos. No me quería acostumbrar a vivir en el polvo y el cemento, a respirar con asco el aire que me rodeaba. Necesitaba dejar la ciudad, pero sabía que salir al campo no era suficiente. Me gustaba, desde luego, caminar entre las milpas que crecían al pie de las montañas, sentir el olor a tierra de los agostaderos, respirar el perfume del anís que crecía a orillas del camino. Pero todo eso, que era mucho, no bastaba, pues formaba parte de un mundo que quería dejar: el de los hombres. El mundo que yo buscaba —más elemental, pero también más raro— estaba suspendido en el pasado. Para llegar a él era necesario volver atrás, hacia los sitios, muy pocos, que permitían aún esa posibilidad. Por un tiempo pensé en el desierto, que conocía, pero luego descubrí la selva.

Estas fueron las razones que me empujaron a salir de la ciudad, como las enumeré después en un libro que registra la historia de aquel viaje, En la selva. Pero los motivos que me llevaron a permanecer allá, y a volver con insistencia, acabaron confundidos con los objetivos de una expedición en la que participé con un grupo de biólogos en la región de Tzendales, la más remota de la Selva Lacandona. Queríamos explorar los restos de una montería del siglo xix, abandonada tras la Revolución, que, sabíamos, estaba situada en la confluencia del río Tzendales con el arroyo Negro: la central de San Román, y queríamos avanzar después por el Tzendales hasta llegar a la boca del río Colorado, para remontar sus aguas en busca de unas ruinas mayas descubiertas por el etnólogo Alfred Tozzer al comienzo del siglo xx. Tozzer había encontrado esas ruinas el 24 de febrero de 1905, dos días después de salir a pie de la central de San Román.

TZENDALES

El río Tzendales nace en la profundidad de la selva, al sur de la Sierra del Caribe, cerca de la frontera de Chiapas con Guatemala. Escurre de forma muy accidentada, como serpentina, entre meandros y raudales, en general hacia el este, alimentado por otros ríos de la región, como el Negro y el Colorado. Escuché su nombre por primera vez en enero de 2000, unas semanas antes de remontar su curso en una lancha de fibra de vidrio con motor fuera de borda. Es un río mágico, con un color parecido al jade, opaco, entre azul y verde, muy distinto al río San Pedro, que es más obscuro, entre negro y café, a pesar de tener un origen similar: las montañas de la Selva Lacandona. Ambos ríos convergen en un solo cauce momentos antes de llegar al Lacantún, que es el afluente más importante del Usumacinta.

El responsable de la expedición era Javier de la Maza, quien llevaba más de veinte años de recorrer las selvas de Chiapas, primero como entomólogo, después como funcionario de Conservación Internacional. Entonces trabajaba en el Instituto Nacional de Ecología. El 13 de febrero nos detuvimos en un banco de piedras arrojadas por la corriente, visibles nada más en los meses del estiaje. Ahí descansamos un momento, antes de remontar el río, echados sobre aquellas piedras, que eran lisas, blancas, pequeñas y redondas, como huevos de cocodrilo. Veíamos en silencio todo lo que nos aislaba del resto del mundo, arrullados por el rumor del agua, cuando de pronto nos sorprendieron unos alaridos en el horizonte. Parecían muy excitados.

—¡Guacamayas! —exclamó Javier.

—¿Dónde? —pregunté.

—Allá —señaló las ramas de un árbol—. ¿Las ves? Son dos. Siempre vuelan en parejas.

Iban juntas, en efecto, una tras otra, con sus alas extendidas y sus largas colas rojas prolongadas en el aire. Parecía que volaban un poco inclinadas, laboriosamente, con sus cuerpos agitados y las plumas de sus extremidades muy abiertas, como para no caer. Ver eso me conmovió. Unos segundos después pasaron con toda claridad sobre nosotros, en lo más alto del cielo, donde sus plumas brillaron un instante con la luz del sol. Luego nos despidieron con su griterío caótico y alborotado. Las guacamayas tienen el poder de alegrar a las personas que las miran al volar, como lo habría de confirmar más tarde, cada vez que las veía cruzar a gritos por el cielo de la selva.

El Tzendales debía tener en la parte más amplia de su cauce 60 metros de ancho. Sus orillas estaban tachonadas de troncos arrastrados por las crecientes, sus ramas inertes y grises erizadas en el aire, como despojos de un naufragio. Las partes más bajas estaban llenas de jimbales, con espinas muy filosas y hojas largas y diminutas movidas en oleadas por el viento. Conforme remontábamos el río, su cauce era cada vez más estrecho. El paisaje cambió. A menudo navegábamos bajo la sombra, cerca de la ribera, donde las ramas de los árboles pasaban por encima de nosotros. En las orillas, entre las palmas y los helechos, aparecían los troncos claros y delgados de los árboles más pequeños, como el guarumbo, y arriba de sus ramas los árboles más grandes: majaguas, guapaques, jobillos y cornizuelos, cubiertos por una red de lianas sobre la que destacaban los troncos de los árboles más corpulentos, algunos enormes, cubiertos de musgos y bromelias y abrazados por bejucos muy antiguos. Eran los pilares de la selva, las columnas que sostenían los techos más elevados, aunque por encima de todos ellos destacaban las ramas solitarias y torcidas de la ceiba. Aquel árbol era siempre, en todas partes, el más grande. Yo lo conocía de cerca. Sus cimientos parecían muros de piedra.

Llegamos al atardecer a la confluencia del Tzendales con el arroyo Negro, el sitio que los mapas del Inegi llaman Paraje Romano. Ahí acampamos. Luego de desempacar me fui a bañar al río, que parecía inmóvil. La fuerza de la corriente me sorprendió. Nadé cerca de la orilla, desnudo, hasta que perdí de vista nuestras lanchas. Crucé después al otro lado, con la boca llena de agua, para conocer el sabor del río. El lugar estaba lleno de troncos atorados en el fondo, con algunas de sus ramas asomadas en la superficie. Ahí me senté para ver con calma lo que me rodeaba, hasta que cayó la noche. Eran cosas muy sencillas —el río, el cielo, los árboles, un tucán, las garzas que regresaban a sus nidos— pero había en ellas algo que inspiraba, en mí, un sentimiento de veneración. Me sentí de golpe profundamente conmovido, pues entendí que estaba rodeado por el bien: el mal, en ese sitio, no existía. Lejos de todo, envuelto por la selva, sobre un tronco sumergido en el agua, que era tibia, recuerdo que pensé: Qué extraño es el mundo sin los hombres.

Al día siguiente recorrimos el terreno en busca de las ruinas de la montería de San Román. La vegetación era tan densa que no podíamos ver más que unos metros adelante de nosotros. Subimos entonces por una loma, donde tropezamos de pronto con una rueda de metal sumergida en la vegetación. Era bastante grande: tenía por lo menos un metro de diámetro, y estaba cubierta de matas que crecían entre las aspas y los engranes. A su lado descubrimos objetos más o menos similares: ejes, rodillos, cables de metal, todos ya muy oxidados, llenos de tierra, esparcidos entre plantas y raíces y tapados por las hojas de guarumbo que cubrían el suelo. Estábamos parados en el cuarto de máquinas de la central de San Román. Entre sus restos noté un molino de hierro que conservaba, todavía, el sello de la fábrica que lo produjo. Las letras aparecieron poco a poco, bajo la capa de lodo que las cubría: The Blywyer Iron Works Co. Cincinnati, Ohio. Ese era el origen de aquel artefacto que había terminado ahí, extraviado en el corazón de la Selva Lacandona.

Muy cerca del lugar donde yacían las máquinas encontramos una serie de cuartos de 30 metros de largo por 6 de ancho, sin techo, flanqueados por columnas de ladrillo similares a las que había en el exterior. Aquellas columnas debieron sostener en otros tiempos, pensé, las galeras de los cientos de peones que trabajaban en San Román. Estaban ahora cubiertas por la vegetación, apenas visibles en la penumbra de la selva. Una de ellas conservaba todavía, en lo más alto, un capitel de ladrillo. Pasé la mano por el musgo que lo cubría. Era notable que los monteros, perdidos en el fin del mundo, no quisieran renunciar al lujo que significaba, ahí, una columna rematada por su capitel. Las paredes estaban derruidas y las aberturas de las puertas tapiadas por una red de ramas y bejucos. El piso de tierra estaba cubierto con trozos de teja, arrumbados entre la maleza que crecía sin orden en el interior del edificio. En uno de los cuartos, sobre las tejas despedazadas, descubrimos unas ollas de peltre, azules y blancas, con el fondo carcomido por el tiempo. El lugar parecía un campamento de fugitivos que de pronto había tenido que ser abandonado.

Una noche, luego de cenar, aparecieron unas notas en la mesa. No recuerdo quién las trajo: cuando yo las vi se hallaban ya sobre la mesa, alumbradas por la luz de una bombilla que colgaba de los árboles. Parecían extractos de un diario de campo, con el mapa de unas ruinas garabateadas con premura. Todos en la mesa las trataban con un aire de misterio. Aquellas ruinas, según su autor, eran muy importantes. Tenían estelas esculpidas con figuras de guerreros y dinteles de piedra marcados con glifos, así como pirámides de varios pisos, con ventanas abiertas sobre el corredor del techo. ¿Qué eran esas notas? ¿Y cómo habían llegado hasta nosotros? Lo supe tiempo después, por casualidad, como supe también la historia del descubrimiento de las ruinas de Tzendales.

ALFRED TOZZER

En el otoño de 1901, el joven Alfred Tozzer estaba de regreso en la ciudad de Boston, luego de pasar algunos meses en Arizona, en el desierto, entre los navajos de Pueblo Bonito, a los que pensaba consagrar sus estudios de postgrado en la Universidad de Harvard. En una reunión con sus profesores de etnología, convocada por esos días, conoció a Charles Bowditch, hombre de negocios aficionado a los mayas del Periodo Clásico. El encuentro transformó todos sus planes. Bowditch creía que los glifos del Periodo Clásico podrían ser descifrados con el apoyo de grupos de indios aún no conocidos, en quienes podría estar viva todavía la memoria de su antigua civilización, y tenía la esperanza de encontrar aquellos grupos en el interior de Yucatán. Su percepción era correcta, pues los glifos no sólo son ideogramas, sino también signos fonéticos. Convencido por sus argumentos, Tozzer aceptó la propuesta de pasar unos meses con los mayas que vivían en la hacienda de Chichén, para aprender su lengua, pero sus planes de viajar al interior tuvieron que ser abandonados al estallar una guerra de castas en la Península. La guerra coincidió con una comunicación de Bowditch que le habría de cambiar la vida para siempre: los indios que buscaban, le dijo, acababan de ser descubiertos en las selvas de Chiapas. Eran unos caribes —así llamaban entonces a los lacandones— que habían vivido durante siglos al margen de la civilización.

Tozzer dejó Chichén en 1903 para vivir entre los lacandones de Nahá, en el norte de la Selva Lacandona, a quienes consagró su tesis doctoral en Harvard. A fines de 1904, ya titulado, salió de Boston con el fin de visitar un grupo todavía más retirado, que habitaba la región de Tzendales. Sabía ya que los caribes no tenían la clave para resolver el misterio de los mayas (“entre ellos”, escribió, “no hay nadie que nos pueda proporcionar la más leve ayuda para descifrar las inscripciones jeroglíficas”), pero tenía interés en conocer mejor las costumbres de esos indios que vivían perdidos en la selva. El viaje, hecho sin ilusiones, habría de culminar con el descubrimiento de las ruinas de Tzendales.

El 4 de enero de 1905 Tozzer llegó al puerto de Progreso, en Yucatán, a bordo del vapor Havana. Descansó por unos días en Mérida, para salir después por mar hacia La Laguna. Ahí visitó las oficinas de las compañías dedicadas a la explotación de la caoba que tenían monterías en el Tzendales. El 16 de enero comenzó a remontar el Usumacinta, en dirección a Tenosique. El viaje por río duró casi tres días. Sus compañeros en el vapor, armados con sus escopetas, deambulaban sobre la cubierta sin saber qué hacer para no morir de aburrimiento. Tozzer los miraba con envidia. “A cada rato escucho los disparos que hace alguno de los pasajeros cuando ve un lagarto o un ave en el agua”, escribió en una carta, la mano protegida con un guante para no ser devorada por los zancudos. “Ahora es cuando más lamento no saber usar un arma”.

En Tenosique, donde comenzaban los raudales del Usumacinta, Tozzer tuvo que dejar el río para continuar a pie por las brechas de la selva, con un grupo formado por ocho monteros, dos mujeres, un bebé, seis mulas y un arriero llamado Jesús que huía de la justicia por haber asesinado a un hombre. “Es el más grosero, pero también el más simpático”, comentó en su diario. “Tiene a todo mundo de buen humor y se la pasa cantando”. Así transcurrieron los días. El 31 de enero, a petición de Tozzer, el grupo hizo una pausa para visitar las ruinas de Piedras Negras, en Guatemala, entonces recién descubiertas por el explorador Teobert Maler. En el camino mataron a una mona, que cayó a tierra sin soltar a su crío, un animalito de apenas unos días. Pasaron algunos caseríos. Más tarde llegaron al raudal de San José, que libraron por una brecha para continuar en cayuco por el Usumacinta. Tozzer iba sentado en medio del cayuco más grande, bajo una sombrilla, mientras los bogas clavaban sus canaletes en el fondo, luchando por avanzar contra la corriente. Al cabo de los días arribó con ellos a Yaxchilán. Pasó la noche cerca de las ruinas, en las champas de los monteros que trabajaban en el sitio, pero no pudo dormir por la razón que le confió a su diario: “Tenía dos putas a mi lado, que olían feo”. Era el 8 de febrero de 1905. Hacía veintitrés días que viajaba por la cuenca del Usumacinta.

El doctor Tozzer recibió noticias sobre los caribes que vivían en Tzendales al llegar al Lacantún. Las noticias eran buenas, pero fueron opacadas por un informe que le transmitió después un montero que bajaba por el río: habían sido descubiertas unas casas de piedra. Tozzer registró en su diario la noticia del hallazgo el 15 de febrero: “Ruinas reportadas cerca de San Román. Maler las va a visitar. Yo voy a tratar de verlas antes”. A la mañana siguiente comenzó a remontar el Tzendales. Le tomó casi tres días, en cayuco. El domingo 19, a las cinco de la tarde, con el sol ya recostado, llegó por fin a la central de San Román. Esa noche apuntó: “Los caribes han huido, pero las ruinas son una realidad”.

El paisaje que vio Tozzer al llegar a San Román era totalmente diferente del que veíamos nosotros ahí mismo, un siglo después, rodeados por la selva en el campamento del Tzendales. El río, entonces, parecía tachado de cayucos que iban y venían y la ribera, talada por completo, estaba sembrada con zacate para darle de comer a los más de seiscientos bueyes que tenía en sus potreros la central de San Román. Tozzer describió la locación de la central en una carta. “San Román es uno de los sitios más pintorescos que conozco”, dijo. “Hacia el poniente se ven las montañas, una larga cordillera de picos abruptos, y hacia el norte, más allá de la planicie, que está despejada y cultivada, se ve la selva virgen. El arroyo Negro y el Tzendales se encuentran aquí y eso le da un encanto adicional al paisaje”. En aquel entonces no existía todavía el edificio de ladrillo, cuyas ruinas nosotros visitábamos todos los días. Había nada más una casa de madera con techo de lámina de zinc, situada en la cima de la colina. Tozzer pasó la noche en esa casa, hospedado en la recámara del administrador, Domingo Morgadanes. Sus interiores lo dejaron maravillado. “Aquí todo está hecho de caoba, las ventanas, las puertas e incluso los pisos, por no mencionar los muebles y hasta los más comunes y vulgares utensilios”. Más tarde descubrió que las cocineras de la central también utilizaban la caoba como leña, para calentar sus tortillas.

Alrededor de cuatrocientos hombres trabajaban por esos años en San Román. Sus chozas estaban acomodadas en hileras, bajo la casa del administrador. Había tumbadores y labradores, que eran los encargados de cortar y preparar los troncos, así como boyeros, gañanes y callejoneros, responsables del arrastre de las trozas hacia el río. Había también herreros, carpinteros, tenderos y mecánicos. Muchos vivían ahí con sus mujeres, que preparaban la comida y lavaban la ropa. “El lugar parece un pequeño pueblo”, escribió Tozzer, que observaba desde su ventana las actividades de la central. “Lo único que lo distingue de los pueblos de verdad es que aquí la gente tiene que trabajar todo el tiempo. El herrero no puede ir a ver lo que está haciendo el carpintero ni pasar a la cantina para tomar un trago. El juego y el trago están prohibidos”.

LA CENTRAL DE SAN ROMAN

A fines del siglo XIX, las empresas tabasqueñas dedicadas a la explotación de la madera llegaron a trabajar a la Selva Lacandona. Entre ellas destacaba la Casa Romano, que tenía su centro de operaciones en San Juan Bautista, la capital de Tabasco. Estaba dirigida por dos hermanos, Manuel y Román, nacidos ambos en Oviedo, España, pero que llevaban años de residir en el sureste de México.

En abril de 1889, Manuel Romano le escribió una carta a un ingeniero, miembro de la Comisión Mexicana de Límites, para discutir la posibilidad de abrir un camino de 50 leguas —unos 275 kilómetros— a través de la selva de Chiapas. El camino debía contar, añadió, “con desmontes, puentes y calzadas de un ancho de 4 a 6 metros para el tráfico de mulas de carga”. Los Romano tenían entonces concentradas sus operaciones en la finca La Reforma, cerca de Tenosique, donde sus mozos recogían las trozas de caoba que llegaban a flote por el Usumacinta. El objeto del camino era unir La Reforma con sus propiedades más grandes, localizadas al fondo de la selva, en la región de Tzendales. Los Romano tenían ahí 149?000 hectáreas de caoba, acaso las más ricas del país.

Las obras terminaron al cabo de cinco años, con el trabajo forzado de cientos de trabajadores, muchos de los cuales dejaron ahí sus huesos, y con un costo que superó los 50?000 pesos que había previsto desembolsar en sus cálculos más abultados don Manuel Romano. El camino salía de la finca La Reforma con dirección al sureste, en una línea más o menos paralela al curso del Usumacinta. Avanzaba por un terreno sumamente pantanoso, lleno de bajos, hasta llegar a la montería El Cambio. Continuaba después hacia el río Chocolhá, que cruzaba laboriosamente por un vado para llegar a El Resbalón y, con suerte, arribar después a la central que dominaba la región: Las Tinieblas. Ese punto era apenas el comienzo. El camino tenía que atravesar entonces la parte más vasta de la selva, la más solitaria, ensombrecida por la vegetación y fragmentada por un laberinto de ríos y de pantanos infestados de lagartos. Así continuaba por el resto del trayecto, hasta llegar por fin a su destino: la ribera del Tzendales.

Aquel trazo de lodo que pasaba por en medio de la selva fue conocido más tarde con un nombre que sería legendario: el camino de Tzendales. Cruzaba la región por un terreno bajo y plano, por lo que raras veces era transitado durante las lluvias, salvo por las recuas de mulas que tenían que abastecer a las monterías de los Romano. Eran recuas que llegaban a tener cerca de doscientas bestias, que marchaban en silencio por el lodo, llenas de carga, con sus patas hundidas hasta la caña. Muchas de ellas morían bajo el peso de la carga. Las demás tardaban entre quince y veinte días en llegar a su destino.

Yo conocí los restos de aquel camino con un tzeltal que lo había recorrido de niño, en la década de los cincuenta, cuando su padre lo llevaba a buscar los árboles del chicle. Todavía quedaban rastros de su trazo, al pie de la Sierra de San Pedro. Era una franja levantada sobre el terreno, plana y regular, con unos 5 metros de ancho, totalmente cubierta de árboles, que desaparecía de repente en la obscuridad de la selva. Los Romano construyeron una central al final de aquel camino, en el punto donde el arroyo Negro toca las aguas del río Tzendales. Primero con tablones de caoba, más tarde con muros y columnas de ladrillo. La bautizaron con el nombre de San Román, en honor al santo de Román Romano. Habría de ser la más grande y la más lujosa y también, por las crueldades cometidas ahí contra sus trabajadores, la más célebre de todas las monterías que operaron en la Selva Lacandona.

FERNANDO MIJARES

Era español, al igual que los Romano. Dedicó buena parte de su vida, junto con ellos, al negocio de la caoba. No era nada más un contratista sino, de hecho, uno de los socios más importantes de la compañía, que administraba con mano de hierro desde los comienzos del siglo xx. El centro de sus operaciones fue siempre San Román, en el corazón de Tzendales. Tozzer no lo menciona en su correspondencia, que no alude tampoco a la vida de infierno que padecían los trabajadores de la central. Pero era real. Tres años después de su visita, en 1908, estalló una rebelión en San Román.

Son abundantes los testimonios sobre la crueldad de Fernando Mijares. “Era un hombre malísimo” (Rubén Navarro, montero de San Quintín). “Mandaba castigar con azotes a los que se enfermaban” (Joaquín Chacón, hachero de Tenosique). “Tenía guardias armados, el que se escapaba era difícil que llegara a Ocosingo” (Francisco Ruiz, boyero de San Román). Algunos sí llegaron, como el talabartero Adelaido Ramos. Otros no. Existe la historia de unos peones que fueron apresados por sus guardias tras intentar huir de la central, cuya suerte a manos suyas fue descrita en estos términos: “Los amarró y les cortó los pies, luego los soltó y les dijo: Ahora… váyanse”.

Los días de gloria de Mijares terminaron con el triunfo de la Revolución. En 1914, la Brigada Usumacinta recorrió las monterías de la Selva Lacandona bajo las órdenes del general Luis Felipe Domínguez, un terrateniente de Tabasco. Su propósito, más que liberar a los peones o castigar a los capataces, era confiscar el ganado que tenían las monterías. Hacia marzo, Domínguez llegó con sus hombres a San Román. Ahí radicaba todavía Mijares, quien alternaba sus días con una central en la cuenca del río de la Pasión, en Guatemala. El general Domínguez amenazó con pasarlo por las armas de no recibir en el acto 35?000 pesos a cuenta de la Casa Romano. Mijares tuvo que pagar, pero no fue detenido.

El golpe de muerte vino después. En diciembre de 1925, el presidente Plutarco Elías Calles expropió los terrenos que controlaba la central de San Román. Pocos días más tarde, Mijares fue recluido en la cárcel de San Juan Bautista por orden del gobierno de Tabasco. Aquel hombre, culpable de tantas atrocidades, acabó su vida detenido por negar al cabildo de la ciudad la caoba que solicitaba para construir una plaza de toros. Mijares no sobrevivió la experiencia de la cárcel. Son varias las versiones de su muerte. Según Pedro Vega, comerciante de Tabasco, “le dio pulmonía y falleció en la prisión”. Según Ramiro Pascacio, contratista de los Romano, “lo bañaron con orines y don Fernando se murió de coraje”. Según Faustino Barrios, cónsul de Guatemala en el puerto de Frontera, “salió de la cárcel profundamente humillado y gravemente enfermo, y murió poco después”.

Nunca pude ver una fotografía de Fernando Mijares. Me intrigaba conocer las facciones de un personaje que había sido tan odiado. Conozco nada más estas palabras: “Era un hombre gordo, de barba, que pesaba más de 100 kilos”.

TRAVEN

En 1926 partió hacia Chiapas una expedición organizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. En la lista de los participantes aparecía un “fotógrafo noruego”. Era el escritor B. Traven, alias Hal Croves, alias Traven Torsvan, alias Ret Marut. ¿Quién era de verdad? Nadie lo supo jamás. Es posible que ni siquiera él mismo. Traven afirmó ser americano, noruego, croata, sueco, lituano, inglés y nicaragüense, y difundió la idea de que era el hijo ilegítimo del kaiser Wilhelm von Hohenzollern o el heredero verdadero del empresario Emil Rathenau. Pero esa vez no mentía, al menos no por completo. Entre sus maestros en el arte de la fotografía, que no desconocía, estaban sus amigos Edward Weston y Tina Modotti. La expedición a Chiapas tenía la intención de recorrer todo el estado, pero llegó nada más hasta la ciudad de San Cristóbal, donde Traven la dejó para tomar imágenes de las comunidades de los Altos. Ahí escuchó hablar por vez primera de la selva, donde medio siglo después habría de disponer que sus cenizas fueran esparcidas desde el aire.

Traven visitó las monterías que sobrevivían aún en la Selva Lacandona durante la primavera de 1930. Acababa de conocer en San Cristóbal al contador de la Casa Romano, un tal Yarela, quien le proporcionó una carta de introducción para Sergio Mijares. Traven estaba interesado en platicar con él sobre su tío, el finado don Fernando, y en visitar los restos de la central que había dirigido con ferocidad, San Román, en el corazón de Tzendales. Nunca llegó allá, pero reconstruyó la vida de la central a partir del testimonio que le dieron. Y con la ayuda de su imaginación. Un año después empezó a publicar su ciclo de novelas sobre la caoba, que culminó en 1936 con la más dramática de todas, traducida al español por Esperanza López Mateos, la hermana del presidente de México, con un título que sería célebre: La rebelión de los colgados.