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¿Quién traicionó a Ana Frank? • Rosemary Sullivan

La investigación que revela el secreto jamás contado.

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Escrito en OPINIÓN el

Usando nueva tecnología, documentos descubiertos recientemente y técnicas de investigación sofisticadas, un equipo internacional, dirigido por un ex agente del FBI obsesionado, finalmente ha resuelto el misterio que ha perseguido a generaciones desde la Segunda Guerra Mundial: ¿Quién traicionó a Ana Frank y su familia? ¿Y por qué?

Más de treinta millones de personas han leído El diario de una joven, el diario que la adolescente Ana Frank escribió mientras vivía en un ático con su familia en Ámsterdam durante la Segunda Guerra Mundial, hasta que los nazis los arrestaron y enviaron a Ana a la muerte en un campo de concentración. Pero a pesar de las muchas obras (periodismo, libros, obras de teatro y novelas) dedicadas a la historia de Anne, ninguna ha explicado de manera concluyente cómo los Frank y otras cuatro personas lograron vivir escondidos sin ser detectados durante más de dos años, y quién o qué finalmente trajo a los nazis a su puerta.

Con minucioso cuidado, el ex agente del FBI Vincent Pankoke y un equipo de infatigables investigadores examinaron detenidamente decenas de miles de páginas de documentos, algunos nunca antes vistos, y entrevistaron a decenas de descendientes de las personas involucradas, tanto simpatizantes nazis como opositores, familiarizados con el franco.

Utilizando métodos desarrollados por el FBI, el equipo de Cold Case reconstruyó minuciosamente los meses previos al arresto de los Frank y llegó a una conclusión impactante.

Fragmento del libro de Rosemary Sullivan “¿Quién traicionó a Ana Frank?”. Editado por Harper Collins. Cortesía de publicación Harper Collins.

¿Quién traicionó a Ana Frank? | Rosemary Sullivan

#AdelantosEditoriales

 

PREFACIO

El Día del Recuerdo y la memoria del cautiverio

Llegué al aeropuerto de Schiphol el viernes 3 de mayo de 2019 y tomé un taxi para ir hasta una dirección de Spuistraat, en pleno centro de Ámsterdam. Una representante de la Fundación Holandesa para la Literatura me esperaba allí y me mostró el apartamento en el que iba a alojarme durante el mes siguiente. Me hallaba en Ámsterdam con el fin de escribir un libro acerca de la investigación sobre quién traicionó a Ana Frank y a los demás ocupantes de la Casa de atrás el 4 de agosto de 1944, un misterio que nunca se había esclarecido.

Casi todo el mundo conoce a grandes rasgos la historia de Ana Frank: que la adolescente judía se ocultó, junto con sus padres, su hermana y algunos amigos de la familia en un desván de Ámsterdam durante más de dos años durante la ocupación nazi de los Países Bajos, en la Segunda Guerra Mundial. Pasado ese tiempo, alguien los denunció y fueron enviados a campos de concentración, de los que solo salió con vida Otto Frank, el padre de Ana. Todo esto lo sabemos principalmente gracias al extraordinario diario que Ana dejó en la Casa de atrás aquel día de agosto, cuando los nazis fueron a detenerlos.

El caso de Ana Frank forma parte indisociable del acervo cultural de los Países Bajos y siempre ejerció una fuerte atracción sobre el cineasta neerlandés Thijs Bayens, quien en 2016 invitó a su amigo el periodista Pieter van Twisk a unirse a un proyecto que comenzó siendo un documental y pronto derivó en un libro. El proyecto fue cobrando impulso poco a poco, pero en el año 2018 había ya un mínimo de veintidós personas trabajando de manera directa en la investigación, además de numerosos colaboradores externos que realizaban labores de asesoramiento. La investigación comenzó con el reto de identificar al traidor, pero pronto fue mucho más allá. El Equipo Caso Archivado, como se llamó al grupo de investigadores, se propuso llegar a entender qué le sucede a una población sujeta a ocupación enemiga cuando el miedo se entreteje con la vida cotidiana.

Al día siguiente de mi llegada, el sábado 4 de mayo, era el Día del Recuerdo, la fiesta nacional con la que los holandeses conmemoran las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y la costosísima victoria aliada. Thijs Bayens me invitó a acompañarlos a su hijo Joachim y a él en la procesión silenciosa que recorre las calles de Ámsterdam y que marca el inicio de las conmemoraciones.

Éramos unas doscientas personas, quizá, aunque el gentío fue aumentando a medida que recorríamos la ciudad. Estuvimos escuchando un rato a la orquesta gitana que tocaba delante de la Ópera y atravesamos luego el barrio judío, pasando por la monumental sinagoga portuguesa, el Museo Histórico Judío y el Hermitage, donde hay placas conmemorativas incrustadas entre los adoquines del suelo. Torcimos luego a la izquierda y seguimos el río Ámstel, cruzamos el Magere Brug, el «puente flaco» de madera blanca que los nazis cercaron con alambre de espino el 12 de febrero de 1941 para acordonar la judería de la ciudad (y que quedó abierto de nuevo al cabo de unos días, debido a la presión del consistorio municipal). Seguimos atravesando el centro de la ciudad hasta llegar al Dam, la plaza mayor, donde se habían congregado cerca de 25?000 personas para ver a los reyes y escuchar el discurso de la alcaldesa, Femke Halsema, quien dijo estas palabras:

Escribir una nota o llamar. Hacer oír tu voz o no. Abrazar a tu pareja, cruzar la calle o no. Venir aquí esta noche, al Dam, el 4 de mayo. O no. Cada vez, cientos de veces al día, elegimos. Sin pensar, sin coacción (…) ¿Qué le ocurre a una persona cuando pierde todas las libertades? ¿Cuando vive bajo la ocupación enemiga? Cuando el espacio que la rodea se encoge. Nuestra libertad vino precedida de dolor y enormes sufrimientos (…) Por eso hemos de transmitir el recuerdo de la falta de libertad, como si la guerra hubiera sido ayer mismo. Por eso la conmemoramos (…) este año, el próximo y todos los venideros.

Al día siguiente, tras instalarme, cené con Thijs. Hablamos de política europea; en especial, de la xenofobia y la creciente hostilidad hacia los inmigrantes. Después, le pregunté por qué había decidido abordar la investigación del caso. Me dijo que, como cineasta, uno traslada vivencias propias a su trabajo. Él se había criado en Ámsterdam en la década de 1970, cuando la ciudad era famosa en todo el mundo por su idiosincrasia y su apertura de miras. Había okupas, comunas de artistas, manifestaciones pacifistas. Te sentías libre y lo demostrabas. Todo eso ha cambiado. En los Países Bajos, en Europa, en Norteamérica, asistimos a una marea de miedo y de racismo.

Unos meses atrás, al pasar por Prinsengracht, Thijs se topó con una larga cola de visitantes que esperaba para entrar en la Casa de Ana Frank. Mientras observaba a la gente, le dio por pensar que la familia Frank y las otras personas escondidas en el anexo trasero eran personas normales y corrientes de un barrio como otro cualquiera, lleno de conocidos y compañeros de trabajo, de vecinos y tenderos, de tíos, tías y parientes. Era así de sencillo. Y, entonces, las insidiosas maquinaciones del fascismo fueron ganando terreno. Poco a poco, pero de manera implacable, las relaciones humanas se vieron afectadas por la presión y las personas se volvieron unas contra otras.

Thijs se alejó de la gente que hacía cola frente a la casa museo y tomó una decisión: quería iniciar un debate público. Ámsterdam había dejado de ser un bastión del individualismo. Donde antes reinaba la tolerancia, ahora había desconfianza. ¿En qué momento nos desprendemos unos a otros? ¿Cuándo decidimos a quién defendemos y a quién no? La detención de Ana Frank sería una forma de poner ese debate sobre la mesa. Thijs me contó que en el norte de Ámsterdam hay un mural de dieciocho metros de altura que casi domina por completo la ciudad. Es un retrato de Ana acompañado de una cita de su diario: Que me dejen ser yo misma. «Creo que es a nosotros a quien está interpelando», me dijo Thijs.

Quería enseñarme algo y fuimos dando un paseo hasta el cercano Torensluis, uno de los puentes más anchos de Ámsterdam, que cruza el canal de Singel. Delante de mí se alzaba una gran escultura sobre un pedestal de mármol. Thijs me explicó que era una efigie del novelista decimonónico Eduard Douwes Dekker, considerado uno de los grandes escritores neerlandeses, famoso principalmente por una novela en la que denunciaba los abusos del colonialismo en las Indias Orientales holandesas. Me llevé una sorpresa cuando me dijo que la escultura era obra de su padre, Hans Bayens, de quien hay numerosas obras diseminadas por Ámsterdam, Utrecht, Zwolle y otras localidades del país.

Me contó que su padre rara vez hablaba de la guerra. Era un trauma demasiado grande. Su madre decía que, años después de acabar la contienda, su padre solía tener pesadillas y se despertaba aterrorizado, señalaba la ventana y gritaba que estaban pasando los bombarderos.

Thijs no conoció a sus abuelos, fallecidos antes de que él naciera, pero había oído contar historias sobre ellos. Lo que más le impresionó fue descubrir que su casa había sido una doorgangshuis, una «casa de tránsito» de las que usaba la resistencia para ocultar a judíos. Siempre había varios judíos escondidos en el sótano, algunos durante semanas, mientras la resistencia les buscaba un lugar en el que pudieran ocultarse de manera permanente.

Cuando se embarcó en el proyecto Ana Frank, Thijs habló con el mejor amigo de su padre para preguntarle qué recordaba de la guerra. El amigo le recomendó que entrevistara a Joop Goudsmit, un anciano de noventa y tres años que había pasado una larga temporada en casa de sus abuelos durante la guerra. Goudsmit se convirtió en parte de la familia Bayens y pudo describirle la casa, la habitación del sótano donde vivió escondido, la radio oculta bajo la tarima del suelo del ropero, y la cantidad de judíos que pasaron por allí. Le dijo que el riesgo que corrieron los Bayens —por sus contactos con falsificadores de documentación, entre otras cosas— fue extremo.

Resulta desconcertante pensar que el padre de Thijs nunca le hablara de esto, y sin embargo es algo muy típico. Después de la guerra, fueron tantos los que se atribuyeron falsamente el mérito de haber formado parte de la resistencia, que quienes se arriesgaron de verdad, como sus abuelos, a menudo prefirieron guardar silencio. La guerra, no obstante, afectó profundamente a su familia y Thijs era consciente de que indagar en los hechos que condujeron a la redada en la Casa de atrás le permitiría adentrarse en el laberinto de su propia historia familiar. La historia de Ana Frank es todo un símbolo, pero también es tan corriente que resulta aterrador: se dio centenares de miles de veces a lo largo y ancho de Europa. Thijs me dijo que para él era también una advertencia. «No se puede permitir que esto vuelva a suceder», dijo.

PRIMERA PARTE

EL TRASFONDO DE LA HISTORIA

 

La redada y el policía verde

El 4 de agosto de 1944, el agente de las SS Karl Josef Silberbauer, de treinta y tres años, sargento del Referat IV B4, la sección del Sicherheitsdienst (SD) conocida popularmente como «unidad de caza de judíos», se hallaba en su despacho de la calle Euterpestraat de Ámsterdam cuando sonó el teléfono. Contestó a pesar de que estaba punto de salir a comer, y más tarde se arrepentiría de ello. Quien llamaba era su superior, el teniente alemán Julius Dettmann, que le informó de que acababa de recibir una llamada denunciando que había judíos escondidos en un almacén industrial, en el número 263 de Prinsengracht, en el centro de Ámsterdam. Dettmann no le dijo quién era el denunciante, pero estaba claro que se trataba de alguien de confianza; de alguien a quien el servicio de inteligencia de las SS conocía bien. Había habido numerosos soplos anónimos que resultaban ser falsos o estar desactualizados; cuando llegaba la unidad de caza de judíos, los escondidos ya se habían trasladado a otro lugar. El hecho de que Dettmann movilizara a sus efectivos nada más recibir la llamada significaba que confiaba en el informante y sabía que valía la pena investigar la denuncia.

Dettmann telefoneó al sargento inspector holandés Abraham Kaper, de la Oficina de Asuntos Judíos, y le ordenó que enviara a algunos de sus agentes a aquellas señas de Prinsengracht para acompañar a Silberbauer. Kaper encargó la misión a dos policías holandeses, Gezinus Gringhuis y Willem Grootensdorst, de la unidad IV B4, y a un tercer agente.

Hay muchas versiones de lo que sucedió antes y después de que Silberbauer y sus hombres llegasen al número 263 de Prinsengracht. Lo único que se sabe con certeza es que encontraron allí a ocho personas escondidas: Otto Frank, su esposa Edith y sus dos hijas, Ana y Margot; Hermann van Pels, amigo y compañero de trabajo de Otto, su esposa Auguste y su hijo Peter; y el dentista Fritz Pfefer. Los holandeses tienen un verbo que designa esta forma de esconderse: onderduiken, «sumergirse».* Llevaban «sumergidos» dos años y treinta días.

Una cosa es estar preso, aunque sea injustamente, y otra bien distinta estar escondido. ¿Cómo puede uno soportar veinticinco meses de reclusión absoluta: no poder asomarte a la ventana por miedo a que te vean; no salir nunca a la calle ni respirar aire fresco; tener que guardar silencio durante horas y horas para que los empleados del almacén de abajo no te oigan? Para mantener esa disciplina, hay que tener un miedo atroz. La mayoría de la gente se habría vuelto loca.

Durante esas largas horas de encierro, cada día laborable, mientras hablaban en susurros o andaban de puntillas y abajo los empleados se dedicaban a sus quehaceres, ¿qué hacían los escondidos? Estudiar, escribir. Otto Frank leía historia y novelas (sus favoritas eran las de Charles Dickens). Los jóvenes estudiaban inglés, francés y matemáticas. Y tanto Anne como Margot llevaban un diario. Se estaban preparando para la vida de posguerra. Creían aún en el futuro y la civilización, mientras fuera los nazis y sus cómplices e informantes intentaban darles caza.

En el verano de 1944 cundió el optimismo en la Casa de atrás. Otto clavó en la pared un mapa de Europa y seguía las noticias de la BBC y los partes del Gobierno holandés exiliado en Londres a través de Radio Oranje. Aunque los alemanes habían confiscado los aparatos de radio para impedir que la población neerlandesa escuchara los noticiarios extranjeros, Otto consiguió llevar consigo uno cuando se escondieron y seguía el avance de las fuerzas aliadas escuchando las noticias de la noche. Dos meses antes, el 4 de junio, los Aliados tomaron Roma y cuarenta y ocho horas después tuvo lugar el Día D, la mayor invasión anfibia de la historia. A finales de junio, los estadounidenses se hallaban empantanados en Normandía, pero el 25 de julio lanzaron la Operación Cobra y la resistencia alemana en el noroeste de Francia se vino abajo. En el este, los rusos iban ganando terreno en Polonia. El 20 de julio, varios miembros del alto mando de Berlín llevaron a cabo un intento de asesinato contra Hitler que causó gran alegría entre los ocupantes de la Casa de atrás.

De pronto, daba la impresión de que solo faltaban unas semanas para que acabara la contienda, o un par de meses, quizá. Todo el mundo hacía planes para después de la guerra. Margot y Ana empezaron a hablar de volver a clase.

Y entonces sucedió lo inimaginable. Como diría Otto en una entrevista casi dos décadas después: «Cuando llegaron los de la Gestapo con sus pistolas, todo se acabó».

Dado que Otto fue el único de los ocho que sobrevivió, solo disponemos de su relato para conocer lo ocurrido desde la perspectiva de los ocupantes de la Casa de atrás. Recordaba la detención con tanta viveza que está claro que llevaba ese momento grabado a fuego en la memoria.

Eran, contaba, sobre las diez y media de la mañana. Él estaba arriba, dando clase de inglés a Peter van Pels. Al hacer un dictado, Peter escribió mal la palabra double: le puso dos bes. Otto le estaba señalando la falta cuando oyó que alguien subía por la escalera estruendosamente. Se sobresaltó, porque a esa hora todos los ocupantes de la casa procuraban hacer el menor ruido posible para que no se los oyera en las oficinas de abajo. Se abrió la puerta y apareció un hombre que los apuntó con un arma. No vestía uniforme policial.

Levantaron las manos. El desconocido los condujo abajo a punta de pistola.

De su relato de la redada se desprende una sensación de profundo estupor. Durante un acontecimiento traumático, el tiempo se ralentiza, parece dilatarse y algunos detalles cobran un extraño relieve. Otto se acordaba de la falta de ortografía, de la lección de inglés, del crujido de la escalera, de la pistola apuntándoles.

Recordaba que estaba dando clase a Peter. Recordaba la palabra en la que se equivocó el chico: double, con una sola be. Esa es la regla ortográfica. Otto creía en las reglas, pero una fuerza siniestra iba subiendo las escaleras con intención de aniquilarlo a él y a todo cuanto amaba. ¿Por qué? ¿Por ansia de poder, por odio o simplemente porque podía? Con la perspectiva del tiempo, se ve que Otto mantuvo a raya ese horror abrumador, que conservó su dominio de sí mismo porque otras personas dependían de él. Al ver la pistola que empuñaba el policía, se acordó del avance de los Aliados; de que la suerte, el azar o el destino aún podían salvarlos a todos. Pero se equivocaba. Su familia y él viajarían en los vagones de carga del último tren que salió con destino a Auschwitz. Era impensable, pero Otto era consciente de que lo impensable podía suceder.

Cuando Peter y él llegaron a la planta principal de la Casa de atrás, encontraron a los demás en pie con las manos en alto. No hubo ataques de histeria ni llantos. Solo silencio. Estaban todos estupefactos, anonadados por lo que estaba ocurriendo, cuando ya veían tan cerca el final.

En medio de la habitación, Otto vio a un hombre al que supuso de la Grüne Polizei, como llamaban los holandeses a la policía alemana de ocupación debido al color verde de su uniforme. Era, claro está, Silberbauer (que en rigor no pertenecía a la Grüne Polizei, sino a las SS). El sargento de las SS aseguraría posteriormente que ni él ni los agentes de paisano sacaron sus armas. Pero el de Otto es el relato más fidedigno de lo ocurrido. El testimonio de Silberbauer, como el de la mayoría de los miembros de las SS después de la guerra, tenía como único fin exonerarse de responsabilidades.

La calma con la que reaccionaron los escondidos pareció irritar al nazi. Cuando les ordenó que recogieran sus cosas para el traslado a la sede de la Gestapo en Euterpestraat, Ana agarró el maletín de su padre, que contenía su diario. Otto Frank contaba que Silberbauer le arrancó el maletín, tiró al suelo el diario con las tapas a cuadros y las hojas sueltas y llenó el maletín con los pocos efectos de valor y el dinero que Otto y los demás conservaban aún, incluido el paquetito de oro de dentista que guardaba Fritz Pfeffer. Los alemanes estaban perdiendo la guerra. En aquellos momentos, gran parte del botín que las «unidades de caza de judíos» requisaban para el Reich acababa en los bolsillos de algún particular.

Paradójicamente, fue la avaricia de Silberbauer la que salvó el diario de Ana Frank. Si ella se hubiera aferrado al maletín, si le hubieran permitido llevárselo cuando la detuvieron, no hay duda de que al llegar al cuartel del SD le habrían quitado sus escritos y los habrían destruido o se habrían perdido para siempre.

Según Otto, en aquel momento Silberbauer reparó en el baúl gris guarnecido con herrajes que había debajo de la ventana. En la tapa se leía Leutnant d. Res. Otto Frank: teniente reservista Otto Frank. «¿De dónde ha sacado ese baúl?», preguntó Silberbauer. Cuando Otto le dijo que había servido como oficial en la Primera Guerra Mundial, el sargento pareció impresionado. Tal y como contaba Otto:

Se llevó una sorpresa mayúscula. Me miró extrañado y por fin dijo:

—Entonces, ¿por qué no ha informado de su graduación?

Yo me mordí el labio.

—¡Pero, hombre, habría recibido un trato decente! Lo habrían mandado a Theresienstadt.

No dije nada. Por lo visto pensaba que Theresienstadt era una casa de reposo, así que me callé. Me limité a mirarlo. Pero de repente desvió los ojos y de pronto me di cuenta de una cosa: se había puesto firme. En su fuero interno, aquel sargento de policía se había puesto firme. Si se hubiera atrevido, hasta podría haberme saludado llevándose la mano a la gorra.

Luego, bruscamente, giró sobre sus talones y corrió escalera arriba. Volvió a bajar un momento después, subió de nuevo, y así estuvo un rato, arriba y abajo, arriba y abajo, mientras decía a voces:

—¡No hay prisa!

Esas mismas palabras nos las gritó a nosotros y a sus agentes.

Según el relato de Otto, es el nazi quien pierde la compostura y se pone a correr arriba y abajo como el Sombrerero Loco mientras los demás conservan la calma. Otto advirtió el culto germánico a la obediencia castrense en la reacción instintiva de Silberbauer al saber que había sido oficial del ejército, pero puede que subestimara su racismo reflejo, automático. Años después diría: «Quizá [Silberbauer] nos hubiera salvado si hubiera ido solo».

Es muy dudoso que lo hubiera hecho. Tras conducir a los detenidos al camión que esperaba para trasladarlos al cuartel de la Gestapo, donde serían interrogados, Silberbauer regresó al edificio de Prinsengracht para interrogar a una empleada de la oficina, Miep Gies. Es posible que no ordenara su detención porque era austriaca, como él, pero ello no le impidió sermonearla. «¿No le da vergüenza ayudar a esa gentuza judía?», le dijo.

Karl Silberbauer aseguraría posteriormente que se enteró años después, al leerlo en el periódico, de que entre las diez personas a las que detuvo ese día se encontraba la quinceañera Ana Frank.

En 1963, cuando un periodista de investigación dio con su paradero, afirmó:

No me acuerdo de la gente a la que sacaba de su escondite. Habría sido distinto si hubiera sido gente como el general De Gaulle o algún cabecilla de la resistencia, o algo así. Esas cosas no se olvidan. Si no hubiera estado de guardia cuando mi compañero recibió la llamada (…) no habría tenido ningún contacto con esa tal Ana Frank. Me acuerdo todavía de que estaba a punto de salir a comer algo. Y como ese caso se hizo famoso después de la guerra, es a mí a quien le toca aguantar este jaleo. Me gustaría saber quién está detrás de este asunto. Seguramente el Wiesenthal ese o alguien del ministerio que intenta congraciarse con los judíos.

Cuesta imaginar una respuesta más deleznable y que denote una sensibilidad más embotada. En aquel momento, Silberbauer sabía ya perfectamente que «esa tal Ana Frank» a la que detuvo el 4 de agosto de 1944 había muerto de hambre y tifus en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Es como si la joven fallecida no importase: como si fuera anecdótica, irreal o su sufrimiento fuera insignificante. Como si la víctima en realidad fuera él. Es curioso que al matón, al verse desenmascarado, lo embargue siempre la autocompasión.

*  En los Países Bajos había entre 25?000 y 27?000 judíos escondidos, un tercio de los cuales acabarían siendo denunciados.