Mi madre me llamó Onyesonwu. Significa: ¿Quién teme a la muerte? Un buen nombre. Nací hace veinte años en tiempos difíciles. Irónicamente, crecí muy lejos de todos los asesinatos…
En el África postapocalíptica, el mundo ha cambiado de muchas maneras. Pero en una región, el genocidio tribal sigue asolando la tierra. Una mujer que ha sobrevivido la aniquilación de su pueblo y su propia violación vaga por el desierto buscando la muerte. En vez de encontrarla, da luz a una niña color de arena.
Al crecer, Onyesonwu entiende que está marcada por la violencia de su concepción. Pero además comienza a manifestar señales de poseer una magia única, y durante una visita al reino de los espíritus se entera de algo trepidante: un ser muy poderoso la quiere asesinar.
Su destino mágico y su naturaleza rebelde la llevan a un viaje en el que se enfrentará con la naturaleza, la tradición, la historia, el amor verdadero, los misterios de su cultura y la razón por la cual recibió su aterrador y poderoso nombre.
Ganadora del World Fantasy Award y el Carl Brandon Kindred Award, y finalista del premio Nebula, Quién teme a la muerte colocó a Nnedi Okorafor entre las autoras más respetadas y admiradas del género.
Fragmento del libro Quién teme a la muerte de Nnedi Okorafor, proporcionado por Editorial Océano para su publicación en La Silla Rota.
Nnedi Okorafor es una autora premiada internacionalmente que escribe historias de ciencia ficción, fantasía y realismo mágico situadas en África, para niños y adultos. Nacida en Estados Unidos de padres inmigrantes nigerianos, teje en su obra la cultura africana en medio de ambientes evocativos con personajes memorables. Ha publicado varios libros, entre ellos Lagoon, la trilogía de Binti, The Book of Phoenix y The Shadow Speaker, así como guiones para cómics como Black Panther: Long Live the King.
Quién teme a la muerte | Nnedi Okorafor
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Quién teme a la muerte
PARTE I
Llegar a ser
Capítulo 1
El rostro de mi padre
Mi vida se cayó en pedazos cuando tenía dieciséis años. Papá murió. Él tenía un corazón muy fuerte, y sin embargo murió. ¿Habrán sido el calor y el humo de su taller de herrería? Es verdad que nada podía apartarlo de su trabajo, de su arte. Amaba hacer que el metal se doblara, que lo obedeciera. Pero su trabajo sólo parecía fortalecerlo; era muy feliz en su taller. Así que, ¿qué fue lo que lo mató? Hasta este día, no puedo estar segura. Espero que no haya tenido nada que ver conmigo ni con lo que hice entonces.
Inmediatamente después de que murió, mi madre salió corriendo de la habitación de ambos, llorando y arrojándose hacia la pared. Supe entonces que yo sería diferente. Supe en ese momento que nunca más sería capaz de controlar por entero el fuego en mi interior. Me convertí en una criatura diferente aquel día, menos humana. Todo lo que pasó después, ahora lo entiendo, comenzó entonces.
La ceremonia se llevó a cabo en las afueras del pueblo, cerca de las dunas. Era mediodía y hacía un calor terrible. Su cuerpo yacía en una tela blanca y gruesa, rodeado por una guirnalda de hojas de palma trenzadas. Me arrodillé allí, sobre la arena, junto a su cuerpo, diciendo mi último adiós. Nunca olvidaré su rostro. Ya no parecía el de Papá. La piel de Papá era marrón oscuro, sus labios gruesos. Este rostro tenía las mejillas hundidas, los labios desinflados y la piel marrón grisáceo. El espíritu de Papá se había ido a otra parte.
La nuca me picaba. Mi velo blanco era una pobre protección contra los ojos ignorantes y temerosos de la gente. Para este momento, todo el mundo estaba siempre observándome. Apreté la mandíbula. A mi alrededor, las mujeres estaban arrodilladas, gimiendo y llorando. Papá era muy querido a pesar del hecho de que se había casado con mi madre, una mujer con una hija como yo: una niña ewu. Se había explica- do por largo tiempo como uno de esos errores que incluso los más grandes hombres pueden cometer. Por sobre los lamen- tos, escuché el llanto suave de mi madre. Ella había sufrido la pérdida más grande.
Era su turno de tener un último momento. Después, se lo llevarían para cremarlo. Miré su rostro por última vez. Nunca volveré a verte, pensé. No estaba lista. Parpadeé y toqué mi pecho. Fue entonces cuando pasó… cuando toqué mi pecho. Primero se sintió como una comezón. Rápidamente creció y se convirtió en algo distinto.
Mientras más intentaba levantarme, más intenso se volvía y más se expandía mi pena. No pueden llevárselo, pensé, frenéticamente. Aún queda mucho metal en su taller. ¡No ha terminado su trabajo! La sensación se extendía por mi pecho y se irradiaba hacia el resto de mi cuerpo. Contraje los hombros para contenerla. Entonces empecé a atraerla de la gente a mi alrededor. Temblé e hice rechinar mis dientes. Me estaba llenando de ira.
¡Ay, aquí no!, pensé. ¡No en la ceremonia de Papá! La vida no me dejaría en paz lo suficiente para guardar el luto por mi padre muerto.
Detrás de mí los gemidos cesaron. Todo lo que oía era una brisa gentil. Era horrible. Algo estaba debajo de mí, en la tierra, o tal vez en otra parte. De pronto, me azotó el dolor que todos a mi alrededor sentían por Papá.
Instintivamente, puse mi mano sobre su brazo. La gente comenzó a gritar. No volteé. Estaba demasiado concentrada en lo que tenía que hacer. Nadie trató de apartarme. Nadie me tocó. Al tío de mi amiga Luyu una vez le cayó un rayo durante una rara tormenta ungwa en temporada de secas. Sobre- vivió, pero no podía dejar de hablar de que lo había sentido como ser violentamente sacudido desde dentro. Así me sentía ahora.
Ahogué un gemido de horror. No podía quitar la mano del brazo de Papá. Estaba fundida en él. Mi piel color arena fluía hacia la suya, marrón grisácea, a través de mi palma. Un bulto de carne entremezclada.
Empecé a gritar.
Se atoró en mi garganta y tosí. Luego miré. El pecho de Papá subía y bajaba despacio, subía, bajaba… ¡Estaba respirando! Yo sentía a la vez repulsión y una esperanza desesperada. Res- piré profundamente y grité:
—¡Vive, Papá! ¡Vive!
Un par de manos se posó en mis muñecas. Supe exactamente de quién eran. Uno de sus dedos estaba roto y vendado. Si no me quitaba las manos de encima, lo lastimaría mucho más de lo que lo había hecho cinco días antes.
—Onyesonwu —me dijo Aro al oído, quitando deprisa sus manos de mis muñecas. Ah, cómo lo odiaba. Pero lo escuché—. Ya se fue —dijo—. Suelta, para que nos liberemos de eso.
De algún modo… lo hice. Solté a Papá.
Todo volvió a quedar en un silencio de muerte.
Como si el mundo, por un momento, hubiera quedado sumergido bajo el agua.
Entonces el poder que se había acumulado en mi interior estalló. Mi velo se arrancó de mi cabeza y mis trenzas se soltaron de golpe. Todos y cada uno fueron arrojados hacia atrás: Aro, mi madre, familia, amigos, conocidos, extraños, la mesa de la comida, las cincuenta batatas, los trece grandes frutos de baobab, las cinco vacas, las diez cabras, las treinta gallinas y mucha arena. En el pueblo se fue la luz durante treinta segundos; habría que barrer la arena de las casas y reparar el daño en las computadoras a causa del polvo.
Otra vez ese silencio, fue como estar bajo el agua.
Miré mi mano. Cuando traté de quitarla del brazo frío, inmóvil, muerto de Papá, se escuchó el sonido de algo que se des- prendía, como un pegamento suave que cayera en forma de copos. Mi mano dejó una silueta de mucosidad reseca en el brazo de Papá. Froté mis dedos unos con otros. Más de aquella materia se desprendió de ellos. Miré una vez más a Papá. Luego caí sobre mi costado y me desmayé.
Eso fue hace cuatro años. Mírame ahora. Aquí, la gente sabe que yo lo causé todo. Quieren ver mi sangre, quieren hacerme sufrir y quieren matarme. Pase lo que pase después de esto…, déjame parar.
Esta noche, quieres saber cómo llegué a ser lo que soy. Quieres saber cómo llegué aquí… Es una larga historia. Pero te lo diré…, te lo diré. Serás una tonta si crees lo que otros dicen de mí. Te cuento mi historia para evitar todas esas mentiras. Por suerte, incluso mi larga historia cabrá en esa laptop que tienes.
Tengo dos días. Espero que sea tiempo suficiente. Pronto me alcanzará.
Mi madre me llamó Onyesonwu. Significa “¿Quién teme a la muerte?”. Un buen nombre. Nací hace veinte años en tiempos difíciles. Irónicamente, crecí muy lejos de todos los asesinatos…
Capítulo 2
Papá
Sólo con mirarme, todos pueden ver que soy hija de una violación. Pero cuando Papá me miró por primera vez, vio más allá de eso. Es la única persona, aparte de mi madre, de quien puedo decir que me amó a primera vista. En parte por eso me fue tan difícil soltarlo cuando murió.
Yo fui quien escogió a Papá para mi madre. Tenía seis años. Mi madre y yo acabábamos de llegar a Jwahir. Antes de eso habíamos sido nómadas en el desierto. Un día, mientras lo recorríamos, ella se detuvo, como si escuchara otra voz. Con frecuencia se comportaba de manera extraña: parecía conversar con alguien que no era yo. Luego me dijo:
—Es hora de que vayas a la escuela.
Yo era demasiado joven para entender sus verdaderas razones. Era muy feliz en el desierto, pero después de que llegamos al pueblo de Jwahir, el mercado se convirtió rápidamente en mi patio de recreo.
En los primeros días, para obtener dinero prontamente, mi madre vendió la mayor parte del dulce de cactus que tenía. El dulce de cactus era más valioso que el dinero en Jwahir. Era un manjar delicioso. Mi madre se había enseñado a cultivarlo.
Debió de haber tenido siempre la intención de regresar a la civilización.
A lo largo de varias semanas, ella plantó los esquejes de cactus que había guardado y abrió un puesto. Yo ayudaba lo mejor que podía. Cargaba y arreglaba cosas, y pregonaba para atraer clientes. Por su parte, ella me daba una hora diaria de tiempo libre para vagabundear. En el desierto, en los días claros, solía alejarme más de un kilómetro de mi madre. Nunca me perdí. Así que el mercado era pequeño para mí. Sin embargo, había mucho que ver y la posibilidad de meterse en problemas estaba a la vuelta de cada esquina.
Era una niña feliz. La gente chasqueaba la lengua, gruñía y apartaba la vista cuando yo pasaba. Pero a mí no me importaba. Había pollos y zorros domesticados que perseguir, otros niños a los que mirar feo cuando ellos lo hacían, discusiones que observar. La arena en el suelo estaba a veces húmeda por la leche de camello derramada; otras veces, aceitosa y fragante gracias al perfume vertido de sus botellas, mezclado con cenizas de incienso y con frecuencia adherido a excremento de vacas, camellos o zorros. La arena aquí estaba siempre sucia, mientras que en el desierto estaba siempre intacta.
Sólo habían transcurrido unos pocos meses de nuestra estancia en Jwahir cuando encontré a Papá. Aquel día fatídico era cálido y soleado. Cuando dejé a mi madre yo llevaba una taza de agua conmigo. Mi primer impulso era ir a la estructura más extraña de Jwahir: la Casa de Osugbo. Algo me atraía siempre a ese gran edificio de forma cuadrada. Decorado con formas y símbolos extraños, era el edificio más alto de Jwahir y el único construido enteramente de piedra.
—Un día entraré —dije, de pie ante él, mirándolo—. Pero hoy no.
Me aventuré más allá del mercado a un área que no había explorado. Una tienda de electrónica vendía feas computadoras reconstruidas. Eran cosas pequeñas, negras y grises, con tarjetas de circuitos expuestas y carcasas rotas. Me pregunté si serían tan feas al tacto como a la vista. Nunca había tocado una computadora. Me acerqué a palpar una.
—¡Ta! —dijo el dueño desde atrás de su mostrador—. ¡No toques!
Bebí de mi agua y me fui.
Con el tiempo, mis piernas me llevaron a una cueva llena de ruido y fuego. El blanco edificio de adobe estaba abierto por el frente. El cuarto en el interior estaba oscuro, salvo por destellos ocasionales de luz ardiente. Un calor mayor que el de la brisa surgía como de las fauces de un monstruo. En el frente del edificio, en un gran cartel se leía:
herrería ogundimu — las hormigas blancas
nunca devoran el bronce, los gusanos no comen hierro.
Entrecerré los ojos y distinguí a un hombre alto y musculo- so en el interior. Su piel oscura y lustrosa estaba oscurecida de hollín. Como uno de los héroes del Gran Libro, pensé. Llevaba guantes tejidos con finos hilos de metal y lentes negros apretados a su rostro con una correa. Las fosas nasales se dilataban mientras golpeaba el fuego con un gran martillo. Sus enormes brazos se flexionaban con cada golpe. Podría haber sido el hijo de Ogun, la diosa del metal. Había mucha alegría en sus movimientos. Pero se ve muy sediento, pensé. Imaginé su garganta ardiendo y llena de ceniza. Todavía tenía mi taza de agua. Estaba a medio llenar. Entré en su taller.
Hacía aún más calor dentro. Sin embargo, yo había crecido en el desierto. Estaba acostumbrada al calor y al frío extremos. Miré con cautela cómo saltaban chispas del metal que él golpeaba. Luego, tan respetuosamente como pude, dije:
—Oga, tengo agua para ti.
Mi voz lo sorprendió. La imagen de una niñita larguirucha, que era lo que la gente llamaba ewu, de pie en su taller lo sor- prendió aún más. Se levantó los lentes del rostro. La zona alrededor de sus ojos donde el hollín no había caído era más o menos del color marrón oscuro de mi madre. La parte blanca de sus ojos es muy blanca para alguien que está mirando fuegos todo el día, pensé.
—Niña, no deberías estar aquí —dijo él. Yo retrocedí. Su voz era sonora. Profunda. Este hombre podría hablar en el desierto y los animales a kilómetros de distancia lo escucharían.
—No está muy caliente —dije. Levanté el agua—. Ten
—me acerqué más, muy consciente de lo que yo era. Llevaba puesto el vestido verde que mi madre había cosido para mí. La tela era ligera pero cubría cada centímetro de mi cuerpo, todo, hasta mis talones y mis muñecas. Ella me hubiera hecho llevar un velo sobre el rostro, pero no habría tenido corazón para hacerlo.
Era extraño. En su mayoría, la gente me rechazaba porque yo era ewu. Pero a veces las mujeres se arremolinaban a mi alrededor.
—Pero su piel —se decían unas a otras, nunca directamente a mí—, es tan suave y delicada que casi parece leche de camello.
—Y su pelo es raro y tupido, como una nube de hierba seca.
—Sus ojos son como los de un gato del desierto.
—Ani crea belleza extraña a partir de la fealdad.
—Ella podría ser bonita para cuando pase el Rito de los
Once.
—¿Qué sentido tendría que lo pasara? Nadie se va a casar con ella —y se reían.
En el mercado, algunos hombres habían tratado de atrapar- me, pero siempre era más rápida y sabía cómo rasguñar. Había aprendido de los gatos del desierto. Todo esto confundía a mi mente de seis años. Ahora, mientras estaba de pie ante el herrero, temí que él también pudiera encontrar una belleza extraña en mi feo rostro.
Levanté la taza hacia él. Él la tomó y bebió largo y profundo, sin dejar caer una gota. Yo era alta para mi edad pero él era alto para la suya. Tuve que echar la cabeza hacia atrás para ver la sonrisa en su rostro. Dejó escapar un gran suspiro de alivio y me devolvió la taza.
—Buena agua —dijo. Regresó a su yunque—. Eres demasiado alta y demasiado atrevida para ser un espíritu acuático.
Yo sonreí.
—Mi nombre es Onyesonwu Ubaid —dije—. ¿Cuál es el tuyo, Oga?
—Fadil Ogundimu —dijo. Miró sus manos enguantadas—. Te daría la mano, Onyesonwu, pero mis guantes están calientes.
—Está bien, Oga —dije—. ¡Eres un herrero! Él asintió.
—Como lo fue mi padre, y su padre, y el padre de su padre, y así sucesivamente.
—Mi madre y yo llegamos aquí hace pocos meses —dije de pronto. Recordé que se hacía tarde—. Ay. ¡Me tengo que ir, Oga Ogundimu!
—Gracias por el agua —dijo él—. Tenías razón. Tenía sed. Después de eso, lo visité con frecuencia. Se convirtió en mi mejor y único amigo. Si mi madre hubiera sabido que pasaba tiempo en compañía de un hombre extraño, me habría golpeado y me habría prohibido tener mi tiempo libre durante semanas. El aprendiz del herrero, un hombre llamado Ji, me odiaba y me lo hacía saber sonriéndome con desprecio siempre que me veía, como si yo fuera un animal salvaje y enfermo.
—Ignora a Ji —decía el herrero—. Es bueno con el metal pero le falta imaginación. Perdónalo. Es primitivo.
—¿Tú crees que me veo mala?
—Eres preciosa —decía él, sonriendo—. El modo en que una niña es concebida no es su culpa ni su carga.
No sabía qué significaba concebida y no pregunté. Me había dicho preciosa y no quería que retirara lo dicho. Por suerte, Ji solía llegar tarde, durante el momento más fresco del día.
Pronto ya le estaba contando al herrero acerca de mi vida en el desierto. Era demasiado joven para saber cómo guardarme esas cosas delicadas. No entendía que mi pasado, mi existencia misma, eran algo delicado. Por su parte, él me enseñó algunas cosas sobre el metal, como cuáles variedades cedían al calor más fácilmente y cuáles menos.
—¿Cómo era tu esposa? —le pregunté un día. Sólo estaba hablando por hablar. Estaba más interesada en la pequeña pila de pan que él me había comprado.
—Njeri. Tenía la piel negra —me dijo. Puso sus dos gran- des manos alrededor de uno de sus muslos—. Y piernas muy fuertes. Era una corredora de camellos.
Tragué el pan que estaba masticando.
—¿De verdad? —exclamé.
—La gente decía que sus piernas eran lo que la mantenía sobre los camellos pero yo sé que no era así. Ella tenía también alguna especie de don.
—¿Qué clase de don? —pregunté, inclinándome hacia delante—. ¿Podía ver a través de las paredes? ¿Volar? ¿Comer vidrio? ¿Convertirse en escarabajo?
—¡Lees mucho! —rio el herrero.
—¡He leído el Gran Libro dos veces! —le presumí.
—Impresionante —dijo—. Bueno, mi Njeri podía hablar con los camellos. Y como hablar con camellos es trabajo de hombres, ella eligió en cambio las carreras de camellos. Y Njeri no sólo corría. Ganaba las carreras. Nos conocimos cuando éramos adolescentes. Nos casamos a los veinte.
—¿Cómo sonaba su voz? —pregunté.
—Ah, su voz era fastidiosa y bella —dijo. Yo fruncí el ceño, confundida—. Hablaba muy fuerte —explicó, tomando un trozo de mi pan—. Reía mucho cuando estaba feliz y gritaba mucho cuando estaba irritada. ¿Entiendes? —asentí—. Por un tiempo fuimos felices —dijo. Hizo una pausa.
Esperé a que continuara. Supe que ésta era la parte mala. Cuando se quedó mirando su trozo de pan, dije:
—¿Y bien? ¿Qué pasó después? ¿Te hizo algo malo?
Él sonrió y yo me sentí contenta, aunque había hecho la pregunta en serio.
—No, no —dijo—. El día en que corrió la carrera más rápida de su vida, pasó algo terrible. Deberías haberlo visto, Onyesonwu. Era la final de las carreras de la Fiesta de la Lluvia. Ella ya había ganado antes esa carrera, pero ese día estaba a punto de romper la marca del kilómetro más rápido de la historia —hizo una pausa—. Yo estaba en la línea de meta. Todos estábamos ahí. El suelo estaba todavía resbaloso por la fuerte lluvia de la noche anterior. Debían haber hecho la carrera algún otro día. Su camello se aproximaba, corriendo sobre sus patas zambas. Corría más rápido de lo que ningún camello ha corrido jamás —cerró sus ojos—. Dio mal un paso y… tropezó —su voz se quebró—. Al final, las piernas fuertes de Njeri fueron su perdición. Se aferró al camello y cuando éste cayó, su peso la aplastó.
Con horror, me cubrí la boca con las manos.
—De haber salido disparada del camello, habría vivido. Sólo estuvimos casados tres meses —suspiró—. El camello que ella montaba se negó a apartarse de su lado. Iba a donde- quiera que iba el cuerpo de ella. Días después de que la cremaran el camello murió de pena. Los camellos de todas partes estuvieron escupiendo y gruñendo durante semanas.
Se volvió a poner los guantes y regresó a su yunque. La con- versación había terminado.
Pasaron meses. Seguí visitándolo cada pocos días. Sabía que estaba tentando a la suerte con mi madre. Pero creía que era un riesgo que valía la pena. Un día, él me preguntó cómo iba mi día.
—Bien —contesté—. Una señora hablaba de ti ayer. Dijo que eras el mejor herrero de todos y que alguien llamado Osugbo te paga bien. ¿Es el dueño de la Casa de Osugbo? Siempre he querido ir allá.
—Osugbo no es un hombre —contestó, mientras examinaba una pieza de hierro forjado—. Es el grupo de los ancianos de Jwahir que mantienen el orden, nuestros jefes de gobierno.
—Ah —dije, sin saber y sin que me importara el significa- do de la palabra gobierno.
—¿Cómo está tu mamá? —preguntó él.
—Bien.
—Quisiera conocerla.
Contuve el aliento, con el ceño fruncido. Si ella se enteraba que lo veía, a mí me tocaría la peor golpiza de mi vida y entonces perdería a mi único amigo. ¿Para qué la quiere conocer?, me pregunté. De pronto me sentía extremadamente posesiva de mi madre. Pero ¿cómo podía impedirle que la conociera? Me mordí el labio y dije de mala gana:
—Bueno.
Para mi desaliento, él fue a nuestra tienda esa misma no- che. Con todo, se veía muy guapo: llevaba pantalones blancos largos y sueltos, un caftán blanco y un velo blanco en la cabeza. Vestir todo de blanco era presentarse con gran humildad. Usualmente lo hacían las mujeres. Que un hombre lo hiciera era muy especial. Sabía que debía acercarse a mi madre con cuidado.
Primero, mi madre se asustó y se enojó con él. Cuando él le contó acerca de la amistad que tenía conmigo, ella me dio una nalgada tan fuerte que yo me fui corriendo y lloré duran- te horas. Eso sí, en menos de un mes Papá y mi madre estaban casados. El día después de la boda, mi madre y yo nos mudamos a su casa. Todo debió haber sido perfecto después de eso. Fue bueno durante cinco años. Luego lo extraño comenzó.
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