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Querido Don Benito • Pedro J. Fernández

El amor que salvó a la patria.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Esta extraordinaria novela recrea la vida de una mujer que se ganó su lugar en la historia, y de su lucha para que México pudiera defender su soberanía como país.

El 31 de mayo de 1863, Benito Juárez huyó de la capital en compañía de su familia y de sus colaboradores más cercanos. Eran perseguidos por las tropas francesas que habían invadido el país, y que apoyarían el Segundo Imperio Mexicano, encabezado por Maximiliano de Habsburgo y Carlota de Bélgica. Fueron tiempos de guerra para México.

Durante un año, el carruaje negro de Juárez recorrió el norte del país, tenían miedo de ser descubiertos. En más de una ocasión libraron los ataques; aquélla era una situación sumamente peligrosa para toda la familia. Por eso, en el verano de 1864, se tomó la decisión de que su esposa, Margarita Maza (a días de haber dado a luz), y sus hijos más pequeños, se refugiaran en Estados Unidos.

Desde aquel forzado exilio, Margarita Maza escribe cartas a su esposo para narrar sus dramáticas experiencias en una patria ajena, y sus aportes para luchar contra el gobierno impuesto de Maximiliano de Habsburgo. Además, recuerda cómo fue que se enamoró de don Benito y los obstáculos que han tenido que vencer para permanecer juntos.

La Silla Rota te regala un fragmento del libro "Querido Don Benito", de Pedro J. Fernández, con autorización editorial de Penguin Random House.

Pedro J. Fernández (Delaware, 1986) es egresado de la Universidad Iberoamericana. En julio de 2010 abrió en Twitter la cuenta de @DonPorfirioDiaz, enfocada en la divulgación histórica y cultural de México a través de una sátira peculiar.

Querido Don Benito | Pedro J. Fernández

#AdelantosEditoriales


Fragmento Querido Don Benito de Pedro J. Fernández

24 de agosto de 1864

Laredo

Mi querido don Benito,

Hoy cruzamos la frontera norte, y aunque en apariencia tus hijos y yo estamos a salvo, no puedo dejar de pensar en que tu vida peligra, junto con la soberanía de la patria. Hace tan sólo unos días podía sentarme a tu lado mientras discutías con don Sebastián Lerdo de Tejada sobre la siguiente ciudad en la que habríamos de escondernos de aquellos hombres a los que llamas “los enemigos de México”. Y muy decidido, como siempre has aparentado ser frente a tus amigos, afirmabas que debíamos ir a Chihuahua o a Guadalajara, pero yo sabía que el miedo estaba presente en todos tus pensamientos.

Sé que tardaste en tomar la decisión de enviarme lejos, pues temías que mis consejos te hicieran falta para seguir adelante, pero estabas más aterrado de quedarte sin mí; por eso me pediste que huyera a los Estados Unidos. Si los traidores que apoyan el Imperio Mexicano me encuentran, no dudarán en matarme, o a tus hijos.

Te preguntarás cómo me siento. No tengo corazón para mentirte. Estoy segura de que Matías Romero te escribirá para contarte que me encuentro llena de esperanza, pero es sólo un deseo suyo de no preocuparte en demasía. Yo te diré la verdad. Bien sabes que desde hace días no puedo conciliar el sueño porque tu ataúd es el protagonista de todas mis pesadillas, y porque no tengo más apetito que el de sentarme a tu mesa y brindar por nuestro amor. Con decirte que hoy me asomé al espejo para ver mi pálida tez, las manchas grises de mis mejillas, las sombras debajo de mis ojos y ese brillo opaco de mis pupilas que es sólo una prueba de que faltas tú.

Te confesaré algo. Yo también tengo miedo, porque dejo atrás el país en el que nací dos veces. Primero, cuando vine al mundo una noche sin luna, en marzo de 1826, y por segunda ocasión cuando te tomé de las manos, frente a tus amigos, y juré que sería siempre tu esposa. Tengo miedo de dejar atrás la tierra que me dio la lengua española, la fe católica y el mole de Oaxaca. Ya todo eso está lejos. Me encuentro en otro país y me siento extraña.

Ahora me pregunto si no fue ése tu primer sentimiento en el momento en que llegaste, a los doce años, a la ciudad de Oaxaca. ¿Recuerdas? Era 1818, el país entero estaba sumido en la guerra de Independencia y tú venías huyendo del único padre que conociste, un tío endemoniado que solía azotarte con cuerdas en la cintura todos los días sin más razón que la de su embriaguez. Me dijiste que te sentías fuera de lugar, como una estrella que no pertenece al cielo. Eras un joven de piel oscura, calzón de manta y huaraches. Te protegías del sol con un sombrero de palma y tenías el hábito de apretar los labios cuando no entendías lo que te decían. No hablabas español, sólo zapoteco. No escribías. Las letras de los libros te resultaban incomprensibles. Nadie que se hubiera encontrado contigo en la calle habría dicho que aquel niño tan pobre terminaría por convertirse en el presidente de una república herida. Tú tampoco tenías esos sueños de grandeza con los que luego me contagiarías en forma de charlas o caricias cómplices.

Tú, como ahora yo, conociste el silencio de una tierra desconocida. Caminaste por la terracería enlodada, contuviste tus ganas de llorar y te persignaste al pasar frente a cada iglesia. Recuerdo que me dijiste que caía una llovizna fría. Era diciembre en Oaxaca. Buscabas una dirección, pero no conocías el nombre de las calles; sólo te empujaba un deseo de sentirte a salvo. ¡Qué obra de la misericordia de Dios fue el hecho de que tu hermana Josefa te viera por la calle y corriera a arroparte! Se habrá extrañado de encontrarte desprotegido ahí, tan lejos de tu pueblo. Por caridad cristiana te llevó hasta la casa en la que trabajaba, ahí te secó con un trapo y te dio un plato de frijoles para matar el hambre. Tú comiste en silencio, sin responder a las preguntas que tu hermana te hacía. Quizá sentías que haber huido de San Pablo Guelatao era una travesura más, o te avergonzaba no haber soportado los golpes de tu tío. Hay sentimientos de tu pasado, Benito, que son meras suposiciones mías, pero te conozco bien.

Qué miedo has de haber sentido cuando tu hermana te llevó ante sus patrones. Después de presentarte, les pidió trabajo para ti. Mis padres, don Antonio Maza y Petra Parada, te observaron largamente. Tu mirada inocente les llamó la atención. Algo en ti les hizo darte cobijo, no fue mera caridad cristiana. Tuvieron que pasar años para que les dieras las gracias en español y no en tu natural zapoteco. Esa noche dormiste en la misma cama que tu hermana, tapado sólo con una manta gris. Te acurrucó la lluvia que se soltó violenta borrando la luna. No lo sabías, pero tu travesura cambiaría el país. Creo que toda gran historia empieza rompiendo las reglas. ¿No es cierto?

Perdona que insista en tu pasado, Benito, pero quiero entenderme a través de ti. ¿Recuerdas que me dijiste que en tu pueblo no había escuelas? Todo México, que entonces era un reino llamado Nueva España, sufría del mismo mal. La ignorancia condenaba a la gente a la miseria. Tú deseabas cambiar eso. Cuando llegaste a la ciudad de Oaxaca, ya tenías un deseo de aprender a leer y escribir, de descubrir el español para entender lo que otros te decían. Aquellos primeros días en los que trabajabas para mis padres, fue Josefa quien te sirvió de traductora, así como ahora don Matías Romero toma mis palabras en español y las habla en inglés.

Barrías el patio de la casa por dos reales, ¿no es cierto? Desde muy temprano tomabas la escoba para limpiar la tierra y las hojas, también le echabas agua a las plantas. Eras un niño callado porque no querías dar problemas, pero al mismo tiempo levantabas tu mirada con aquel sencillo anhelo: ir a la escuela. ¡Aprender!

Ay, Benito, cómo me hace falta sentarme a tu lado para que me cuentes aquellos años perdidos en los que Oaxaca era de terracería. “Un muladar”, ésa era la frase que usabas. La ciudad estaba compuesta por unas cuantas manzanas tan sólo. Llegaba gente de Guatemala y la Ciudad de México para hacer negocios en los mesones. Las horas del día eran marcadas por las campanadas de las iglesias, mientras que el calendario era dictado por las celebraciones religiosas. La fe era el centro de la vida política; la religión era la fuerza que controlaba el destino de los hombres. Era común en aquel entonces ver a los jóvenes caminar al seminario. Yo misma me di cuenta de ello muchas veces años después, cuando era niña.

Luego llegó una epidemia de cólera a la ciudad. Oaxaca siempre estuvo expuesta a enfermedades que llegaban de repente. Tú me dijiste que parecías vivir en la capital de las cruces. Yo me reí, pero tú me lo explicaste bien. Cruces en los altares para que los vivos pidieran a Dios que los librara de la enfermedad; cruces en las casas para que los moribundos confesaran sus pecados antes de fallecer; cruces en los cementerios para aquellos que habían sucumbido a la epidemia. Se organizaban funerales a cualquier hora del día. ¿Habrás sentido la muerte de cerca? ¿Entendiste que tu vida peligraba?

Me dijiste que fueron momentos de gran madurez. Pensaste mucho en cuál sería tu siguiente paso, pues no querías ser un criado por el resto de tu vida. Tenía dignidad el tomar una escoba, pero se requería valor para cambiar tu destino: estudiar. Le dijiste a tu hermana, y ella te presentó al sacerdote franciscano de la tercera orden, Antonio Salanueva. Así te convertiste en aprendiz de encuadernador. Ahí, en tu soledad, aprendiste tu primer oficio. También te volviste muy devoto. ¿Todavía rezas por mí? ¿Pides por tus hijos? ¿Le hablas a Dios del México ensangrentado?

Aunque acudías irregularmente a una escuela local para aprender a leer y escribir, durante semanas trabajaste con don Antonio en un cuarto que no podría ser más pequeño que éste. Sólo había una ventana sobre la puerta. El olor a cuero era penetrante, también el de la madera de las herramientas. Te maravillaba recibir los cientos de papeles impresos con letras mágicas, así como los grabados que a veces los acompañaban. Tú sabías que contenían historias maravillosas sobre el mundo y sus demonios. En más de una ocasión le preguntaste a tu patrón: “¿Qué significa esta palabra?”. Y él te respondía con amabilidad.

Te gustaba el trabajo, aprendías la lengua, pero no era suficiente. ¡Te hacía falta algo! Para almas como tú, Benito, el mundo nunca es suficiente. Hay mucho que aprender. La vida es un largo camino de experiencias por recorrer. Por eso volviste a hablar con tu hermana y le dijiste cómo te sentías. Habías tomado la decisión de entrar al seminario. El problema era que para eso se necesitaba un dinero que no tenías, tampoco tu hermana, y mis padres no quisieron darte los centavos. Tus sueños parecían quebrarse de golpe.

Así me siento ahora, con los sueños rotos. Siento un frío dentro de mí que no puedo explicar. Imagino que es el sentimiento de estar fuera del país, lejos de ti. Apenas es el inicio de un doloroso exilio del que ya no puedo escapar.

Escribiré mientras no reciba noticias de tu derrota o de tu muerte. Te mantendré vivo a través de la tinta.

¡Ay, Benito, tu amor me hace falta entre tanta desesperanza!

Tuya siempre,

Margarita

P.D.: Don Matías me ha informado que no permaneceremos mucho tiempo en la ciudad. Felícitas, Soledad, Benito, María de Jesús, Josefa y Antonio, bueno, Toñito, te mandan saludos. Extrañan a su papá.

27 de agosto de 1864

Nueva Orleans

Mi querido don Benito,

Amanece en la ciudad de Nueva Orleans mientras te escribo estas letras. Tus hijos duermen todavía, pero no tardarán en despertar. Quiero pensar que a través de la tinta y el papel puedo mantener vivo tu recuerdo. No tengo, en este momento, mayor anhelo que el tenerte a salvo junto a mí. Me haces falta.

Tan sólo un vistazo a la ventana del hotel es necesario para contemplar el paisaje. Detrás de las exquisitas casas coloniales, un listón rojo ilumina el horizonte. Las nubes se tiñen por debajo como si fueran campos de algodón sobre el fuego. Los árboles dejan de ser sombras negras, sus ramas se agitan con el viento. Veo dos hojas caer. Me siento sola cuando no estás a mi lado. Las casas silenciosas que se desnudan de sombras parecen reírse de mí, de la esposa de un presidente que huye de un imperio falso.

Hace dos días que llegamos a la estación de la ciudad, después de un largo recorrido en tren, en el que no pude evitar las miradas de consternación de los otros pasajeros. No sé si les molestaba que viajara con tantos niños, o que mi piel fuera más oscura que la de ellos, quizás alguno me reconoció como tu esposa. Ya sabes que muchos mexicanos han llegado a este país a vivir. Por eso, ante todo, mantuve la espalda recta, y apreté al pequeño Antonio contra mi pecho. Ay, mi Toñito, el vaivén del tren lo hacía llorar. Tenía que consolar a todos tus hijos, pero ¿quién habría de consolarme a mí? Don Matías me mira con lástima. He aprendido a interpretar sus silencios; a veces creo que ha perdido la esperanza, en otras ocasiones inventa palabras para darme apoyo.

Me volví hacia la ventanilla del tren, extraños paisajes aparecían ante mí como pinturas borroneadas; ora verde, ora azul. No pude descansar hasta que nos registramos en el hotel. Entonces me senté en la cama y lloré. No estuviste ahí para consolarme. Mi sentimiento de esperanza va y viene, como las imágenes en el tren.

No puedo alejar de mí la tristeza, pero he aprendido a distraerla. Ayer, don Matías y yo, junto con todos tus hijos, salimos a conocer la ciudad. Recuerdo que en tus tiempos de conflicto con Antonio López de Santa Anna llegaste aquí para buscar apoyo. Me lo contaste muchas veces, pero no puedo imaginarte caminando por estas calles. Te conozco de una forma tan privada que a veces me cuesta cerrar los ojos y verte, con tu impecable levita dando órdenes a aquellos que consideras tus amigos. Al conocerte como hombre, me cuesta saberte como presidente.

Los edificios de esta ciudad tan mágica, atrapada entre lo español y lo francés, fueron testigos de nuestra caminata. Me impregné de las especias que llenaban el aire y me vino de golpe, a la memoria, mi propia infancia, cuando mi madre me llevaba a los mercados de Oaxaca y me enseñaba cuáles eran las diferentes hierbas. Aquí los chiles son distintos. Los dulces me resultan exóticos. Los cementerios llaman la atención por la hermosura de sus ángeles de piedra. No hay mole, pero sí una sopa especiada que ellos llaman gumbo, y en lugar de tacos puedes degustar pimientos rellenos. El café de la tarde lo puedes acompañar con almohadillas de masa frita espolvoreadas de azúcar fina, que dice don Matías Romero que se llaman beignets. A los niños, como te podrás imaginar, les encantan.

Antes del anochecer, fuimos a conocer la Catedral de San Luis. El edificio es imponente, casi como un castillo blanco que se mancha con las luces del atardecer. Estoy tan acostumbrada a las iglesias de Oaxaca que me resulta extraño no ver canteras grises talladas con santos o crucifijos. Estas iglesias norteamericanas son más sencillas. En su interior no hay altares dorados, tampoco vitrales luminosos. Al pasar por el portón, encontré silencio. Le pedí a los niños que me acompañaran a una de las bancas y nos arrodillamos. No nos quedamos mucho tiempo. Después de persignarnos, rezamos por ti. No quiero exponerlos al fanatismo, deseo que sean capaces de cuestionar su fe. Como tú siempre has dicho.

Por la noche, después de cenar, volvimos al hotel. Los niños estaban tan cansados que no les costó trabajo dormir. Yo, en cambio, me senté al lado de la ventana para contemplar el salpicón de estrellas junto a la luna. Me pregunté si tú verías la misma noche, si te darías el tiempo de contemplarla.

Para hoy tenemos planes también. Don Matías dice que el puerto se ha convertido en el corazón de la ciudad. No quiero perder esa vista maravillosa de los barcos de vapor en su ir y venir interminable. Será un espectáculo interesante para los niños. Quizá compre alguna baratija como recuerdo. O no. El tiempo no está para banalidades.

Es una suerte que el ejército del norte haya tomado Nueva Orleans, de otro modo, yo estaría en peligro. Me resulta curioso pensar que llegué huyendo de un país que sufre una guerra y llegué a otro que lucha dividido. El norte contra el sur. Si tan sólo Estados Unidos pudiera terminar su propia guerra civil, podrían ayudarte a recuperar México, Benito. Finalmente, a cualquier país americano le conviene que México esté libre de toda influencia europea.

¿Sabes? Cuando la guerra haya terminado, me gustaría volver a Nueva Orleans. Contigo. Quisiera escuchar de tu voz las batallas que estás viviendo. Me gustaría encontrarme con tus ojos negros. Deseo que tu mano cálida vuelva a tocar la mía. Ay...

¿Dónde estás, Benito? ¿Nuevo León, Guanajuato, Monterrey? Mientras el emperador que ha usurpado el poder descansa en Cuernavaca.

He de terminar pronto esta carta. Amanece en Nueva Orleans, el aire se llena con el aroma del desayuno. Creo que necesito una taza de café negro para despertar. Aún no vuelve mi apetito, pero comer me ha ayudado a levantar el ánimo.

Te volveré a escribir cuando salgamos de la ciudad.

La mujer que te extraña,

Margarita

P.D.: Si tan sólo pudiera guardar en una maleta alguno de los maravillosos sabores que he conocido en Nueva Orleans, los compartiría contigo cuando volvamos a encontrarnos.

30 de agosto de 1864

Mi querido don Benito,

¡Qué agallas tuviste para enfrentarte al mar en la cantidad de exilios que sufriste en tu vida! En la guerra no padecía estos mareos, tampoco en el embarazo. Desde que el barco salió del puerto de Nueva Orleans, he sentido el movimiento de las olas. Parece como si hubiera caminado así durante los últimos meses, sobre un piso inestable: la guerra, el Imperio, tu ausencia, las dudas y la insoportable idea de que tal vez no volvamos a encontrarnos. Yo habría preferido la calma de la tierra firme; una vida en paz. Aquellos romances de los que tanto hablan las novelas rosas. En cambio, he aprendido que la vida real no es para el “felices por siempre”, sino para el “hasta que la muerte nos separe”. Tengo la impresión de que, cuando hay un sentimiento honesto, el corazón late más allá de la tumba.

Hoy dejamos atrás el sur de los Estados Unidos, queremos alejarnos de México lo más posible. Tampoco deseamos arriesgar la vida en la guerra civil que sufre este país. Quiero distraerme de estos horribles mareos escribiéndote una carta, mientras tus hijos corren por la cubierta. Les repetí toda la mañana que no lo hicieran, pues podrían caer al agua, pero no me hicieron caso. Son, después de todo, niños que no entienden el vacío que dejan las guerras. Aún tienen el tesoro más preciado que les pudo dar la vida: la inocencia. No sabría cómo explicarles el Imperio, la invasión y la traición. Una vez, hace mucho, me dijiste que tú perdiste la inocencia cuando empezaste a estudiar en el seminario. El clérigo Salanueva sería tu padrino, él pagaría todo.

Siempre me he preguntado por qué una carrera como el sacerdocio, que debería ser tan humilde, es tan costosa de estudiar. ¿Será acaso que la fe es en realidad un gesto de ironía? Entonces yo no te conocía, pues no había llegado a este mundo, pero puedo imaginar cómo debías verte. Tu cuerpecito ancho, vestido de levita, tus facciones oaxaqueñas como símbolo de juventud, tus labios gruesos, tu piel de bronce, tu peinado de raya al lado, tus viejos libros bajo el brazo. También te imagino temeroso por tu primer día de clases, por conocer a tus compañeros de estudio (los cuales también serían compañeros de lucha años más tarde), y por aprender latín de algunos viejos profesores. Para aquellos que siempre te han visto adulto y serio, pensarte como joven o niño debe ser difícil. Como si hubieras nacido siendo un hombre de diez lustros, y cada día de tu honrosa vida lo hubieras pasado vestido con la misma levita.

En cambio, yo cierro los ojos. Sin esfuerzo apareces frente a mí. Un joven zapoteco de piel broncínea que entra temblando, por primera vez, al seminario tridentino de Oaxaca. Tus miedos, en cierta forma, estaban justificados; siempre lo estuvieron. Un hombre que escucha lo peor de su alma aprende a ver la realidad sin mentiras. Aquellos maestros del seminario te veían con desdén, pues habías osado romper las reglas de la sociedad con tus deseos. ¿Con qué derecho te habías atrevido a salir de tu pueblo para buscar una mejor vida?

Siempre fue así contigo. Parecía que la voz de tus enemigos, que comenzó con esos maestros, buscaba hundirte cada día: ¿Con qué derecho anhelas ser un mejor mexicano? ¿Con qué derecho tuviste aspiraciones políticas si no eras más que un indígena? ¿Con qué derecho protestaste a favor de aquellos que se encontraban oprimidos? ¿Con qué derecho? Y esas preguntas, fuera de debilitarte, te otorgaban la fortaleza para seguir adelante. Tú me lo dijiste. En el seminario de Oaxaca, el ambiente era muy pesado. Me contaste que los seminaristas iban todo el tiempo con la cabeza gacha, en silencio. Como si los maestros fueran amos, y los jóvenes, esclavos en todos los sentidos; los alumnos debían someterse en cuerpo y alma. Te daba miedo que alguno de ellos te llamara en clase; además los exámenes te infundían terror. Te dolía el estómago al entrar al salón, pero valía la pena por el conocimiento que adquirías. Al menos eso pensabas en aquel momento.

Un mes después de que Agustín de Iturbide firmara el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, tú comenzaste a estudiar gramática latina, ¿no es cierto? Y luego de un año hiciste el examen, el cual pasaste con muy buenas notas. Zapoteco, español y latín fueron tus idiomas del día a día, hasta en eso eras único; y llegado el momento, bajo la luna, me juraste tu amor en más de una lengua. Yo te hubiera admirado en lugar de criticar tu origen, pues en el fondo ya destacabas por tu inteligencia. También por la nobleza de tus sentimientos.

Es curioso, pero tu paso por el seminario no mermó tu fe en Dios Santísimo, ella siempre se ha mantenido tan fuerte como tu sentido de patria. Entendiste que hay diferentes tipos de fe, mas la que debe evitarse a toda cosa es la fanática irracional. Comenzaste a darte cuenta de que la Iglesia católica en México no representaba esa fe de pobreza y cuestionamiento que tú querías. Ellos no imitaban la vida de Cristo, poco les importaban las condiciones de los indígenas, mezclaban la religión con la política y con engaños se adueñaban de la tierra de los campesinos para hacerlos trabajar en ellas. Tú viste a los más pobres ahorrar todo el año para pagar el diezmo. Te dolía, y con justa razón, lo que estaba sucediendo en todo el país. Si te hubieras quedado en San Pablo Guelatao en lugar de bajar a Oaxaca, habrías sido víctima de la ambición de aquellos sacerdotes.

Tenías ganas de preguntar, en una de tus clases, cuánto cuesta pertenecer a la fe de un dios cuyo salvador era un carpintero pobre. Pero dudar no era lo correcto. No tenías edad para desafiar a la autoridad. Hiciste algo más, hablaste; comenzaste a platicarlo con tus amigos. En tu mente seguiste cuestionando la fe. Primero en forma de bajos cuchicheos, pues siempre hay algo emocionante en ser un hereje (porque así te habrían considerado tus maestros si se hubieran enterado de tus pensamientos); y más tarde en voz alta, frente a la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad. Tu fantasía más secreta era pararte en una de las cúpulas de la Catedral de Oaxaca, llenar tus pulmones de ideas sacrílegas y gritarlas al mundo. No lo hiciste, por fortuna, porque te hubieran considerado un loco… o peor, un liberal recalcitrante.

Tus primeros meses en el seminario fueron para aprender latín y gramática. Había nociones de teología, pero no se enfocaban todavía en aquellas materias. Sabías que una vez que entraras a ellas, estarías cerca de convertirte en lo que más odiabas: un sacerdote de ideas inmutables, un hombre que obedecía sin rechistar una fe, un autómata con sotana. ¡Qué horror! México hubiera perdido a un gran hombre. No tardaste mucho tiempo en tomar una decisión sobre tu vida. No deseabas ser un padrecito de misa; “un lárrago”, dijiste. A Salanueva le explicaste otra cosa, pues no querías que dejara de pagarte los cursos en el seminario, tampoco los libros, ya que costaban, como se dice coloquialmente, un ojo de la cara. Para resolver esta situación, te sumiste en una reflexión personal. Debías contarle una mentira que pareciera real para él. Las largas caminatas silenciosas siempre te han dado inspiración, las llamabas conversaciones curiosas con una persona interesante.

Una vez que te iluminaron la razón, corriste a casa de Salanueva. Cuando llegaste, te faltaba el aire, tuviste que encorvarte un poco y tocar tus rodillas para recuperar el aliento. ¡Cómo me reí cuando te describiste así! ¿Recuerdas? Tan impropio de ti. Luego le sonreíste al hombre que se había convertido en tu padrino. No una sonrisa, quizás una mueca cómplice que te hubiera delatado. Salanueva estaba distraído, o a lo mejor no se dio cuenta de que habías llegado con otras intenciones. Tal vez lo encontraste hojeando alguno de esos gruesos volúmenes que acostumbraba. Quién sabe. Levantó la mirada y te contempló desde aquellos espejuelos empolvados. Parecía un padre juzgando a su hijo. Después de un largo silencio, te preguntó qué te ocurría. Tú respondiste, así, de frente, que no querías ser sacerdote. Salanueva se volvió de un color escarlata, parecía que en cualquier momento le daría un infarto cardiaco, pero tú le aclaraste todo el asunto, de acuerdo con lo que habías ensayado. Respondiste que más bien no tenías edad para ser sacerdote. Estabas orgulloso de la excusa que habías inventado, pero Salanueva, quizás leyéndote el alma, concluyó que eso no era problema. Terminarías de estudiar el curso completo y te ordenarías cuando estuvieras listo. ¡Vaya chapuzón, Benito! Me pregunto qué resultado habrías obtenido si lo hubieras mirado a los ojos y le hubieras contado la verdad; sólo Dios sabe. Tuviste la opción de hacerlo en ese instante. Probablemente habrías escapado del seminario, es cierto; pero no lo hiciste. Callaste. Bajaste la mirada y dijiste que estaba bien. A la mañana siguiente te encontrabas de vuelta en el salón de clases recitando fórmulas en latín, mientras volteabas hacia la ventana y veías las nubes rosas moverse a lo largo del cielo. Casi como unos algodones de azúcar atravesando el amanecer.

Oaxaca tiene esa magia, no puedes negarlo. Es una tierra de otro mundo que no se puede describir con palabras. El mezcal, el mole, el chocolate, las comparsas que recorren la calle, los tamales de mamá, la sopa de fideo, los frijoles fritos en manteca… todo eso cruzaba por tu mente cuando te aburrías en clase y mirabas por la ventana. Te sentías como parte de un destino diferente. Esperabas que Dios te hubiera hecho nacer para algo más. Al mismo tiempo, una semilla de odio había sido sembrada en tu interior, no soportabas la voz de aquellos sacerdotes. Llegaste a detestar su forma de pensar y, aún más, que quisieran imponértela. Todo te molestaba. No podías esperar a que a lo lejos se escucharan las campanadas de la catedral que anunciaban que la lección del día había terminado. Cerrabas el libro y bajabas las escaleras con suma lentitud, pero en cuanto te encontrabas en la calle, ¡corrías! Lo más rápido que tus piernas te permitían. Llegabas a casa de tu hermana y le contabas lo aburrido que había estado el día.