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Por una democracia progresista • Cuauhtémoc Cárdenas

Debatir el presente para un mejor futuro.

Por
Escrito en OPINIÓN el

La Revolución Mexicana es indetenible, ya que su propósito siempre ha sido erigir un pueblo esencialmente democrático.

Figura central de la transición a la democracia en nuestro país y dirigente de la izquierda mexicana, Cuauhtémoc Cárdenas, en este nuevo libro, hace una revisión histórica y crítica del proceso revolucionario iniciado en 1910.

Con un desglose de los principales documentos, analiza las diversas etapas, desde los antecedentes, la fase armada (1910-1920), el periodo de estabilización (1920-1934), el momento más alto de las realizaciones revolucionarias (1934- 1940), el declive (1941-1982) y el ciclo del desmantelamiento institucionalizado (1982-2018).

Por una democracia progresista demuestra que la Revolución Mexicana es una revolución viva, cuyo propósito sigue siendo la edificación de una amplia, sólida y perdurable democracia. Así, a partir de argumentos rotundos y una consistente visión del futuro, concluye que la nación atraviesa por una crisis institucional donde debe volverse a los principios y a la ideología de la Revolución, pues todavía propone soluciones inmediatas y le resta mucho camino por andar.

Fragmento del libro “Por una democracia progresista de Cuauhtémoc Cárdenas”, Editado por Debate, Cortesía de publicación de Penguin Random House.

Cuauhtémoc Cárdenas nació en 1934, en la Ciudad de México. Es ingeniero civil por la UNAM. En 1976 fue elegido senador, representando a Michoacán, para el periodo 1976-1982. Gobernador de Michoacán de 1980 a 1986. En 1988 fue candidato a las elecciones presidenciales postulado por la coalición de partidos y organizaciones políticas llamada Frente Democrático Nacional. En 1989 participó en la fundación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que presidió hasta 1993, y del que fue candidato presidencial en 1994 y 2000. De 1997 a 1999 se desempeñó como jefe de Gobierno del Distrito Federal, el primero elegido por voto popular.

Por una democracia progresista | Cuauhtémoc Cárdenas

#AdelantosEditoriales

 

I

La Revolución Mexicana, una revolución viva

La Revolución Mexicana es un movimiento vivo, que tiene antecedentes y distintas etapas en su desarrollo. Entre los antecedentes previos a 1910 se encuentran los documentos que plantean un proyecto nacional, como las constituciones de 1814 (Apatzingán, que no tuvo vigencia nacional, pero sí gran influencia en planteamientos y hechos posteriores), 1824 y 1857, así como propuestas y experiencias de carácter agrario, adelantando que la Revolución Mexicana en las causas que provocaron su estallido y en importantes fases constructivas hubiera tenido un pronunciado carácter agrario, más que cualquier otro contenido de orden social, político o económico; sólo en tiempos recientes las fuerzas de avanzada han evolucionado a dar prioridad a la lucha por la igualdad en su más amplio sentido, por los derechos de la gente y contra la violencia y la inseguridad.

Puede considerarse que la Revolución Mexicana, como movimiento ideológico, político y social forma parte de las corrientes libertarias y progresistas que se han manifestado a lo largo de nuestra historia, sobre todo a partir de la lucha por la Independencia. En ésta, además de rechazar el dominio de España y de toda nación extranjera, se presenta un primer proyecto de nación, esbozado en sus principios generales en los Sentimientos de la Nación del insigne José María Morelos, y delineado con mayor precisión en el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana (Constitución de Apatzingán), inspirado y alentado por el propio Morelos y promulgado el 22 de octubre de 1814, en la Tierra Caliente michoacana, en el fragor de la lucha por la independencia.

Previamente el Congreso de Anáhuac, reunido en Chilpancingo, consignó en acta del 6 de noviembre de 1813 la Solemne Declaración de Independencia de la América Septentrional, al proclamar que ésta recobraba su soberanía, usurpada por la invasión napoleónica de la península ibérica, y se separaba del trono español.1

Después de Chilpancingo, los congresistas y los cuerpos que formaban las instituciones insurgentes anduvieron itinerantes, hasta que el Congreso pudo sesionar en Apatzingán, donde el 22 de octubre de 1814 promulgó el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, el primer pronunciamiento libertario mexicano, ya que es éste el primer documento de la Independencia en el que al hacer referencia a la nación no se dice ya sólo América o América Septentrional, sino América Mexicana.

Conviene destacar que desde la Constitución de Apatzingán se ha establecido con precisión en nuestras constituciones que la soberanía radica en el pueblo. Esta facultad fundamental de la Corona española se la apropió el pueblo mexicano, que según el sentido general del texto habría de ejercerla con sentido democrático, y palabras más, palabras menos, con el mismo espíritu lo señalan el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana —que da base a la Constitución de 1824— y las constituciones de 1857 y 1917. La carta de 1814 indica que la soberanía está constituida por la facultad de dictar leyes y establecer la forma de gobierno, y que ésta es imprescriptible, inenajenable e indivisible; además, que el gobierno se instituye para la protección y seguridad de todos los ciudadanos, los que tienen el derecho de establecer el que más les convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo totalmente, cuando su felicidad lo requiera, y categóricamente rechaza que el título de conquista se legitime por el uso de la fuerza.2

En la historia, las constituciones han representado el marco del modelo institucional y de convivencia —político, social, económico, cultural, nacional e internacional— que los pueblos, en su momento, aspiran a imponer y a desarrollar hacia un largo futuro en el espacio nacional sobre el que tienen jurisdicción.

En México son tres las constituciones propiamente dichas que han tenido vigencia a raíz de la Independencia y de la instauración de la república: las de 1824, 1857 y 1917, aunque la de 1824 se inte-rrumpe en 1835, cuando se impusieron como norma constitucional las llamadas Siete Leyes o Constitución de Régimen Centralista, sus-tituidas en 1843 por las Bases Orgánicas, que rigen hasta 1846; en 1847 se restablece la vigencia de la carta de 1824, reformada, que se mantiene como norma suprema hasta que entra en vigor la Constitución de 1857.

Las tres constituciones —1824, 1857 y 1917—, además de establecer las instituciones del Estado y los derechos de la gente, plantean un modelo para el desarrollo tanto de la nación como de la sociedad. Se asoman al futuro. Dan reglas que al mantenerse en el tiempo irían delineando la utilidad de las instituciones para que el progreso se dé en lo social, a partir de las normas de convivencia implantadas; en lo económico, con base en los esquemas de desarrollo que la carta en este caso establece y permite, y en lo político, a partir de las instituciones que crea, los derechos que reconoce y las obligaciones que impone.

En las discusiones del Congreso Constituyente de 1824 y en sus resoluciones se encuentran influencias de la Constitución de Apatzingán, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789, así como de la Constitución de Cádiz de 1812 y de la Constitución de los Estados Unidos, la primera de una república, en vigor desde 1787. El debate en el que se discutió esta carta abrió la reflexión sobre las peculiaridades regionales y las diversidades del país, lo que sin duda contribuyó a que en la norma aprobada predominara el criterio federalista.

La república sufrió muchas adversidades antes de contar con una nueva constitución que sustituyera a la de 1824. Se separó Texas, se perdió la guerra con Estados Unidos y más de la mitad del territorio nacional fue arrebatada a México, levantamientos un día sí y otro también, y Antonio López de Santa Anna subía y bajaba de la presidencia, hasta que de su última y desquiciada dictadura de oropel lo echó la Revolución de Ayutla.

Con ésta llegó al poder un destacado grupo de liberales dispuestos a transformar la cara del país. Empezaron por emitir una serie de leyes que suprimían privilegios, reafirmaban derechos de la gente y buscaban la activación de la economía: la ley Juárez, que estableció que la justicia sería administrada en adelante por tribunales civiles y abolió los fueros militares y eclesiásticos (1855); la ley Lafragua, que consolidaba la libertad de imprenta; la ley Lerdo (25 de junio de 1856), que desamortizaba los bienes de las comunidades religiosas y civiles, lo cual dolió en lo más profundo de su ser a las altas jerarquías de la Iglesia; la ley Ocampo o del Registro Civil, y la ley Iglesias, que prohibió el cobro de derechos, obvenciones parroquiales y diezmo. Después de estas leyes vendría la promulgación de la Constitución, el 5 de febrero de 1857, y con posterioridad otras disposiciones legales, agrupadas también en las llamadas Leyes de Reforma. Todas ellas serían incorporadas a la nueva constitución el 25 de septiembre de 1874, durante el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada.

Las otras Leyes de Reforma son la de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos (1859), la del Matrimonio Civil (1859), los decretos de secularización de cementerios y supresión de festividades religiosas (1859), la Ley de Libertad de Cultos (1860) y los decretos de secularización de hospitales e instituciones de beneficencia y de exclaustración de frailes y monjas (1861).

De hecho, todas estas disposiciones pasaron, con ligeras modificaciones, a la Constitución de 1917 o a las leyes de la Revolución.

La Revolución Mexicana puede verse en sus diferentes etapas: sus antecedentes y precursores (siglo xix y xx, antes de 1910), la fase armada (1910-1920), el periodo de estabilización (1920-1934), el punto más alto de las realizaciones revolucionarias (1934-1940), el declive (1941-1982) y el periodo de desmantelamiento institucionalizado, subordinación y retroceso material que ha seguido, en el que ya no ha habido gobiernos que se precien de revolucionarios y que debe valorarse también como un periodo de la lucha por la liberación y la democracia. Si bien esta última ha sido una etapa destructiva de lo nacional y social, importantes sectores democráticos y populares no han permanecido pasivos; dieron y han estado dando la pelea política. En todas esas etapas han tenido presencia diversas corrientes de pensamiento y diferentes activismos.

La ideología avanzada, moderada o francamente conservadora, asumida en las distintas fases de la Revolución por grupos e individuos que se identificaban a sí mismos como revolucionarios, se deja ver en las posiciones adoptadas respecto a los que bien pueden llamarse los grandes temas: la soberanía nacional, las relaciones internacionales, la reforma agraria, el ejido, la orientación de la educación, el aprovechamiento de los recursos naturales, los derechos de la gente, los derechos de decisión sobre el cuerpo propio, la igualdad y las modalidades de la democracia, las formas y alcances de la representación política y social, el orden internacional, el papel del Estado en la vida económica y social. En ningún momento dejó de darse una diversidad dentro del propio movimiento, aun cuando sin duda hubo ideas y grupos predominantes dentro de los distintos periodos. Y hay que señalar que dada la apertura democrática y el pluralismo existentes que el neoliberalismo ha tenido que admitir, esa diversidad ha permeado a la sociedad que se articula política e ideológicamente en torno a aquellas ideas básicas. Ideológicamente y en la práctica diaria, frente a las administraciones estadounidenses, los gobiernos del neoliberalismo, más allá de su adscripción partidaria, han sido monolíticos, sin fisuras: doblegados políticamente y entreguistas en lo económico.

Resulta interesante señalar que desde el lado de la Revolución, nunca nadie planteó que hubiera un pensamiento único, ni una única organización o un partido político único de las fuerzas identificadas con el movimiento. Por el contrario, éste se ha visto en todo momento como una organización plural a su interior y tolerante y respetuosa hacia afuera. Esta actitud de apertura constituye uno de sus activos más valiosos, que deja ver que la Revolución es un movimiento política e ideológicamente vivo.

Distintos actores del movimiento revolucionario expresaron que para pasar a una nueva etapa, el socialismo concretamente, deben cumplirse antes las metas de la Revolución Mexicana, esto es, la visualizaron como un movimiento con un principio y un fin. En el curso del tiempo, con avances y retrocesos, es evidente que los objetivos primigenios de la Revolución no se han alcanzado a plenitud: vigencia efectiva de un Estado de derecho, una democracia amplia, igualdad en el ejercicio de derechos y en el acceso a oportunidades de progreso, soberanía plena sobre los recursos y el proceso de desarrollo, universalización de la educación, la atención a la salud, la seguridad social, etcétera, y que se trata, fundamentalmente, de un movimiento de profunda raíz y objetivos democráticos y populares.

Conviene señalar, entre los antecedentes a la situación actual, que el Consenso de Washington surgió de la profunda crisis del capitalismo que cubrió prácticamente toda la década de 1970. Se convirtió en la plataforma de lanzamiento del globalismo y la afirmación del pensamiento neoliberal, como alternativa a las propuestas y políticas keynesianas. Esa década fue también la del “conflicto estructural” con el Tercer Mundo, y la siguiente, la de los 1980, la de la gestación del gran desplome del comunismo soviético y la afirmación del nuevo orden mundial posterior a la Guerra Fría: muchos acontecimientos y mutaciones; y México en medio, con nuestra propia crisis.

Hoy, después de todo lo acontecido en este periodo, la instrumentación de políticas de recuperación estará partiendo de retrocesos mayores y resulta por lo tanto más urgente que antes retomar un camino que tenga como propósitos elevar niveles de vida de la población, crear empleos estables y formales, acelerar el crecimiento de la economía y que el país se desarrolle sin las trabas de la dependencia, erradicar la corrupción de raíz, etcétera, esto es, volver a un camino acorde con los intereses de una nación que pueda ejercer su soberanía en beneficio de sus habitantes.Y ese camino no puede ser otro, en las circunstancias actuales, que el señalado por la Revolución Mexicana puesto al día: edificar una democracia sólida, profunda, de amplia participación ciudadana, progresista, y en paralelo ir actualizando o construyendo las instituciones que den cauce a este ejercicio soberano de la democracia.

La Revolución estalló contra la dictadura porfiriana al grito de “¡Sufragio efectivo! ¡No reelección!” Ése es el punto de partida de la democracia actual. Muchas vicisitudes se han sucedido, altas y bajas en el tiempo, para que el sufragio sea efectivo, para tener una democracia electoral aceptable —que requiere de perfeccionamiento— y para abrir espacios de democracia social y participativa, que aún deben agrandarse y consolidarse. Esto es, la obra revolucionaria podrá considerarse concluida en el momento en que México cuente con un sistema democrático en lo político, igualitario en lo social, con una economía que crezca sostenidamente, distribuya con equidad y se desenvuelva dentro de un efectivo Estado de derecho, con ejercicio pleno y sin trabas de la soberanía nacional.

Habrá que pensar, entonces, que lo que teóricamente se ha postulado y se postula asumiéndose afín a la Revolución Mexicana, con la aspiración de hacerlo realidad, queda ahí como objetivo de presente y de futuro. El ideal se mantiene mientras no se convierta en realidad social, política, cultural o económica. Al culminar el proceso surgirán las nuevas aspiraciones, nuevos anhelos y nuevas banderas de lucha.

1.?Acta Solemne de la Declaración de Independencia de la América Septentrional promulgada por el Congreso de Anáhuac (6 de noviembre de 1813), en Los sentimientos de la nación de José María Morelos. Antología Documental, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, 2013, p. 135.

2. Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. Sancionada en Apatzingán, 22 de octubre de 1814, edición facsimilar, México, Senado de la República, 2014.