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Plagio • Héctor Aguilar Camín

Una novela.

Por
Escrito en OPINIÓN el

El lunes anunciaron que se había ganado un premio literario.

El martes lo acusaron de haberse plagiado unos artículos periodísticos.

El jueves lo acusaron de haberse plagiado también el tema de la novela premiada.

El lunes siguiente setenta y nueve escritores firmaron una carta exigiendo que devolviera el premio y que renunciara a su puesto en la universidad, un pequeño imperio. 

El miércoles renunció al premio y al puesto.

El mismo miércoles supo que su mujer tenía tratos con el instigador de la campaña en su contra.

El lunes de la siguiente semana le llevaron la grabación de una llamada entre su mujer y su rival.

El jueves su rival amaneció acuchillado.

El viernes lo visitó la policía.

Todo esto requiere una explicación.

La explicación es esta novela: un juego de espejos sobre el plagio, la admiración, la envidia, los celos, el azar, la muerte. Y la policía.

Fragmento de “Plagio”, un libro de Héctor Aguilar Camín, Penguin Random House.

Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946) es una figura clave del mundo intelectual y literario de México. Es autor de un libro de historia clásico sobre la Revolución: La frontera nómada. Sonora y la Revolución Mexicana (1977) y de una reflexión sobre las costumbres políticas de nuestro país: Nocturno de la democracia mexicana (Debate, 2018).

Plagio | Héctor Aguilar Camín

#AdelantosEditoriales

 

Un lunes anunciaron que me había ganado el Premio Martín Luis Guzmán, “de escritores para escritores”.

El martes, me acusaron en la prensa de haberme plagiado unos artículos periodísticos.

El jueves, me acusaron de haberme plagiado también el tema de mi novela ganadora.

El lunes de la semana siguiente, setenta y nueve escritores firmaron una carta en mi contra. Esa misma mañana, descubrí que mi mujer era el vínculo secreto de mis acusadores, la descuidada informante del escritor que había denunciado el plagio de mis artículos y el de mi novela, el verdadero instigador de todo, al que por eso en este libro he llamado Voltaire.

Los firmantes de la carta exigían que devolviera el premio y que renunciara a mi puesto en la universidad. (Yo era director de cultura en la universidad, un pequeño imperio.)

El miércoles siguiente, luego de discutir con mi amigo el Ingeniero y Rector, ahora mi examigo, anuncié mi renuncia al puesto en la universidad. Y también mi renuncia al Premio Martín Luis Guzmán, de escritores para escritores.

Mi mujer, a quien yo había hecho conductora del noticiero universitario, no se presentó a trabajar aquella noche, para no tener que leer la noticia de mi salida, según dijo. Pero esa misma noche yo supe otra cosa.

A la siguiente semana, el lunes, sorprendí una llamada de mi mujer con Voltaire. Había encargado que la espiaran, con consecuencias desastrosas.

No pude sino espiarla los siguientes días, martes y miércoles, también con consecuencias desastrosas.

El jueves, Voltaire amaneció muerto en su departamento. La noticia corrió desde temprano por la radio universitaria. Mi mujer y yo desayunábamos juntos ese día, como todos los días. Al oír la noticia, me miró espantada. Esa mañana se fue de la casa y me denunció.

El viernes me visitó la policía bajo la forma del detective Saladrigas. Saladrigas acabó descubriéndolo todo. Incluso, a su manera, quién era yo.

Todo esto requiere una explicación. Es lo que van a leer. Cada línea escrita arriba esconde una pequeña historia y la última, un desenlace. He tratado de contar ese desenlace sin rodeos y sin vulgaridad.

Iré parte por parte.

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Un lunes anunciaron que me había ganado el Premio Martín Luis Guzmán, “de escritores para escritores”.

 

Nadie sabe fuera de México quién es Martin Luis Guzmán ni la importancia del premio que lleva su nombre. Quienes lo inventaron dieron con una fórmula feliz al decir que era un “premio de escritores para escritores”, insólita cosa en un país donde los premios, para escritores y para no escritores, vienen todos del gobierno. La gracia del asunto respecto al premio del que hablo es que alguien consiguió fondos encubiertos del gobierno para crear un premio de escritores para escritores, independiente del gobierno: un Taj Mahal de simulación. Sé muy bien quién y cómo lo hizo, lo diré adelante. Pero su éxito fue tal que, para el momento en el que esta historia empieza, no había premio de mayor prestigio en la República que el Martín Luis Guzmán, de escritores para escritores.

Siempre me ha interesado más la fama que la literatura, más el poder cultural que la cultura, y más las mujeres de carne y hueso que los improbables lectores. Tuve desde joven la facilidad de escribir con precisión. Y de leer las intenciones de los otros como si las trajeran escritas en el rostro. He recibido los dones de la síntesis y de la claridad, pero no los de la inspiración y la belleza. Sé reconocer, en cambio, a primera vista, la grandeza de otros escritores, el genio del que carezco y que envidio como el eunuco a los sultanes en su harem.

Había una estupidez intrínseca en ese quid pro quo, pero era invisible a mi suficiencia. Me envanecía ser el más odiado y el más cortejado dispensador de presupuestos en el mercado de la publicidad cultural. Mi fama era apenas inferior a la realidad. Parte torcida de mi gusto era hacerles sentir mi poder sobre sus necesidades, darles largas, imponerles descuentos, no gastarme nunca el presupuesto acordado cada año sino tenerlos siempre en deuda conmigo cuando llegaba la hora de la siguiente negociación. No tenía respeto por ninguno de ellos, ni por el trabajo que nos unía, que no era otro que moldear sus lenguas y aceitar sus voluntades. Hablaban pestes de mí a mis espaldas y yo encontraba en eso un timbre de orgullo. Le decía a mi amigo el Ingeniero y Rector, ahora mi examigo:

—El día que estos te hablen bien de mí, será que te estoy robando con ellos.

Voltaire aparecía como autor de la denuncia en El Imparcial. Me acusaba de haber publicado en ese mismo diario, muchos años atrás, una serie de artículos plagiados, en todo o en parte. El descubrimiento de mis plagios, dijo, era parte de una investigación en curso, que recorría toda mi obra, no sólo como periodista, también como autor de ficción, de la que podía aportar por lo pronto estas pruebas parciales, pero contundentes. Y procedía entonces a presentar al diario uno de mis artículos plagiados, comparando párrafo por párrafo lo que yo había firmado y lo que había firmado en una revista médica española un tal Eduardo Manzana, desconocido autor de mis amores.

Debo reconocer que al ver reproducido los artículos gemelos en la plana entera de El Imparcial, tuve el sentimiento trágico, propiamente carcelario, de haber sido descubierto como flagrante autor de un crimen que en mi cabeza había prescrito, pues pertenecía a una época particularmente descuidada de mi oficio profesional de plagiador. Había sido aquella una época de amores promiscuos, y yo había incurrido en una promiscuidad equivalente como plagiario. Lo que quiero decir es que había cedido por una temporada a la estupidez mayor de reproducir lo plagiado sin alteración ni alquimia, tal como lo había encontrado en lugares de imposible acceso entonces, a principios del siglo, pero de fácil cotejo ahora, con la mierda panóptica del internet y las redes sociales.

Vivía entonces en Barcelona y acudía al consultorio de una hermosa dentista sevillana que acabaría puliendo con su lengua el puente, como un Golden Gate en miniatura, que ella misma había puesto entre el primer y el tercer molar derecho superior de mi accidentada aunque blanquísima dentadura.

Accidentado por dentro, blanquísimo por fuera, ese soy yo. En la sala de espera de mi dentista sevillana me topé el primer día con un prodigio de revista médica, llena de anuncios de laboratorios y equipos clínicos, pero dedicada íntegramente a la más exquisita colección de traducciones y crónicas literarias. Entré a la consulta hojeándola y seguí mirándola de reojo mientras la doctora sevillana, a la que aquí llamaré Susana Rancapino, hurgaba mis encías inflamadas y mi segundo molar superior derecho, perdido sin remedio.

—Déjese estar —me dijo, con una voz ronca que me calentó el oído medio, porque no la dejaba maniobrar a sus anchas en mi empeño de explorar la revista magnética.

Al salir del consultorio, con el veredicto de extracción y puente y dos meses prometedores de frecuentación de las formas morenas y las manos sutiles de Susana Rancapino, busqué en el revistero los números atrasados de mi joya y hallé tres.

Vi con anticipación la cascada de artículos que venían hacia mí de aquellas páginas, como ve Macbeth el cuchillo que lo guía a la tienda del rey Duncan. Y, como Macbeth, perdí también el sueño aquella noche. Casi me amanecí hurgando y marcando en mis cuatro ejemplares los artículos que me iba a robar.

Hay una pasión en el plagiario que se comprende mal y es ésta: su delito va acompañado de la admiración, roba porque admira, porque en su interior lo que roba alcanza una dimensión estética única, inalcanzable para él, a la que sólo puede acceder, y sólo puede honrar, de dos maneras: reproduciéndolo tal cual, versión caníbal del oficio, o transformándolo lo suficiente para que sea irreconocible a primera vista, pero conservando intacta, en su más profundo poso, la huella original del deslumbramiento que invitó a plagiarlo.

Nada me deslumbró tanto en aquellos ejemplares como la columna que abría rutinariamente la revista. La firmaba un Eduardo Manzana y se llamaba, sin ninguna originalidad, Vida de los poetas. Estaba dedicada a esbozar la vida de grandes autores en dos páginas escasas que abrían la revista, cuyo nombre, Un gallo para Esculapio, recordaba las enigmáticas palabras de Sócrates al morir, según las cuales había que sacrificarlo un gallo a Esculapio o Asclepios, el dios griego de la salud y, a su manera, de la muerte.

Ah, el placer de las resonancias misteriosas de aquel misterio, cruzado por los brazos de Susana Rancapino, el crimen de Macbeth, la inmensidad de la cultura y yo, que iba a agregar al caudal inconmensurable de lo creado mi copia anónima, mi inconfesable y misteriosa mímesis con lo digno de ser repetido, reciclado, venerado mediante el robo y la duplicación.

Escribía entonces una columna literaria semanal que publicaba en El Imparcial, dónde si no, pero cuya sindicación había negociado cuidadosamente con quince diarios de ocho países, de los que cobraba suficiente para vivir en la España de entonces, antes del éxito, el engreimiento y el encarecimiento, como un pequeño marqués mexicano, pues tenía además el mejor de los puestos que había, luego del consulado de Milán, en el servicio exterior, el de cónsul en Barcelona, por el que ganaba en dólares lo que un embajador en cualquier país africano o de la Europa del Este, una fortuna. El flujo que llegaba por mi columna sindicada duplicaba el flujo de mi consignación diplomática, por lo que puede decirse que era entonces inmensamente rico, y podía ahorrar y derrochar a la vez, como los verdaderos ricos, que entre más gastan, más ganan, pues hay un momento en que no pueden gastar sin invertir, salvo que sean unos idiotas.

La perdición de ahora con Voltaire y sus revelaciones a El Imparcial había sido mi bendición de aquel entonces. Me refiero puntualmente a la susodicha Susana Rancapino, con quien caí en furibundos amores. Quería verla todo el tiempo que le dejaba libre el consultorio y ella quería verme a mí, de modo que salíamos todas las noches a reventarnos por los bares de mala y buena muerte de Barcelona, y por los restoranes de lujo, en particular el Botafumeiro, que repetíamos dos o tres veces a la semana, antes de encerrarnos en mi departamento, que miraba a las Ramblas y a la casa contrahecha de Gaudí, donde me mareaba pensar que alguien vivía.

No tenía tiempo salvo para el consulado y para Susana, aunque el consulado en realidad no me quitaba tiempo alguno, sino que me pasaba el día esperando la hora en que Susana me llamara para ir a almorzar velozmente, de modo que ella pudiera regresar al consultorio, del que salía como muy tarde a las siete para empezar nuestra ronda amorosa de Barcelona. No sé cómo podía Susana levantarse al día siguiente, fresca de haber bebido y follado de más, como se dice allá, luego de haber dormido sólo unas horas, pero es la verdad que aquel ritmo la llenaba de energía y de algo como un brillo en las mejillas y en el vidrio medio loco, negro, de los ojos. Yo requería de media mañana para volver en mí y de una siesta breve que me devolvía, como a Churchill durante la guerra, la posibilidad de extender mi día útil hasta el umbral de la madrugada.

¡Ah, Susana Rancapino!