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Perseguidos • Álvaro Briones

Un secuestro. un montaje televisivo. una intriga internacional que lo explica todo.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Juan Martínez, un hombre atormentado por los recuerdos de los horrores que vivió durante la dictadura militar de Pinochet, llega muchos años después a México para desempeñarse como el nuevo Agregado comercial de la Embajada chilena. Lo que parece la promesa de una nueva vida, sin embargo, se verá amenazada cuando se involucre en el montaje televisivo del secuestro de la hija de un senador mexicano. El único testigo de crimen es un joven exguerrillero a quien ahora Juan tendrá que ayudar a salvar la vida, aunque para ello deba de confrontarse con los fantasmas de su pasado: el militar que lo torturó durante el golpe de estado que asesinó a Allende es también la única persona que puede ayudarlo a resolver un caso que apunta a destapar los secretos más oscuros de la política mexicana.

Álvaro Briones ha construido un thriller político excepcional, donde las lealtades, la justicia y las nociones del bien y el mal quedan suspendidas en una trama de alcance internacional que es conducida por los más brutales intereses del poder.

Fragmento del libro Perseguidos de Álvaro Briones. © 2020, Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. Bajo el sello editorial EMECÉ. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Álvaro Briones nació en Antofagasta. Obtuvo el título de Ingeniero Comercial en la Universidad de Chile y el grado de doctor en Economía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha ejercido como académico en Chile, México, Venezuela, Colombia, Honduras y España. Fue subsecretario de Estado y representó a su país como embajador en España e Italia. Además, ha practicado el periodismo y ha sido funcionario internacional.

Perseguidos | Álvaro Briones

#AdelantosEditoriales


Fragmento Perseguidos de Àlvaro Briones

En esta embajada trabaja un torturador

—En esta embajada trabaja un torturador. Un torturador representa a Chile —se atragantaba, balbuceaba—. Un torturador nos representa ante un país hermano…

La voz de Juan quizá se escuchaba en todo el piso, tal vez en todo el edificio, aunque él quería que se oyera en toda la ciudad. Sin embargo, era probable que nada más el embajador entendiera lo que decía porque, en su angustia, las palabras se atropellaban hasta convertirse en solo un grito o, más bien, en un gruñido.

El embajador, que, para su suerte o para la de Juan, estaba solo en su oficina, se levantó apresurado de su escritorio y alcanzó a empujar hacia afuera a Macarena —quien había entrado corriendo detrás del intruso— para después cerrar la puerta. Luego cogió a su amigo por los hombros en un intento de calmarlo. Este, que por un momento pareció rendirse al gesto acogedor, acabó desembarazándose bruscamente del abrazo y puso distancia entre ambos para seguir gritando mientras lo apuntaba con un dedo acusador.

—Tú eres responsable de esta aberración, de esta inconsecuencia de la democracia, de este escupitajo a los derechos humanos. —La intensidad de los gritos comenzaba a ceder al tiempo que la sensación de desfallecimiento que lo había dominado minutos antes en el pasillo al cruzarse con ese hombre volvía a invadirlo. Sin embargo, hizo un esfuerzo por continuar—. Sí, tú eres el responsable y tienes que responder. Ese desgraciado debe irse inmediatamente de aquí —exclamaba casi ahogándose— o me voy yo, porque no pienso trabajar ni un solo segundo al lado de ese criminal. Tienes que decidir entre ese torturador o yo. Y si no lo sacas a patadas de aquí, te voy a denunciar ante Chile entero. No me importa perder esta mierda de trabajo. Y no me mires así porque tampoco me importa lo que te pase a ti, traidor.

Por último, se detuvo, porque se había quedado sin aire. Cuando logró recuperar el aliento, los gritos fueron reemplazados por un llanto bajito que trató de reprimir, pero no pudo. Cuando parecía trastabillar, el embajador aprovechó para volver a cogerlo por los hombros y lo condujo hasta el sillón más cercano.

Esa mañana comenzó para Juan con la contemplación de la Ciudad de México desde el piso 11 del Hotel JW Marriot, en Polanco. Se trataba de una vista sensacional. Juan miraba y admiraba. Se asombraba del tamaño de la ciudad, de sus colores, del azul del cielo que parecía brillar por sí mismo. Sabía que ese cielo solo podía verse a temprana hora de la mañana. Que ese resplandor del cielo y del sol más tarde sería opacado por la contaminación.

Eso se lo había explicado la noche anterior Alberto, el chofer del embajador, quien había ido a buscarlo en el vehículo personal de su jefe. «El embajador está en una recepción y va a estar ocupado hasta tarde», le había advertido y, por eso mismo, no habiendo apuros, el traslado desde el aeropuerto hasta el hotel se había hecho a un paso lento que propició la conversación y la información turística. Es necesario decir que el viaje hubiera llevado el mismo ritmo aunque no hubiese habido ni conversación ni turismo, porque la ciudad, según la primera impresión de Juan, tenía el tráfico más denso que había visto en su vida. La segunda fue que tendría que hacer un esfuerzo serio por entender el lenguaje cotidiano de los mexicanos si no quería verse constreñido exclusivamente a diálogos con sus futuros colegas de la Embajada. Y es que el habla del chofer, que casi todo el tiempo le pareció muy simpático, en algunos momentos le resultó incomprensible.

—¿Qué le parece el embotellamiento, licenciado?

—¿El qué?

—El embotellamiento, el atasco, los coches… —Ah, el taco.

—Ja, ja. No, licenciado, el taco se come, no se monta uno encima de él. Mejor hablemos de otra cosa. Cuénteme, así que viene a chambear en la Embajada, ¿no?

—¿A qué?

—A trabajar, a trabajar en la Embajada.

—Sí, vengo a trabajar en la Embajada. Pero ¿cómo dijo?

¿Champear?

—Chambear. Híjole, parece que voy a tener que darle una shaineada a su idioma para que pueda comunicarse.

—¿Una qué?

—A ver cómo le explico… Una puesta al día a su español, que parece que es muy chileno.

—Sí, bueno, es que soy chileno y eso no tiene remedio. Y, dígame, ¿cree que me va a costar mucho esto de ponerme al día?

—Ahí veremos. Por ahora solo trate de que no se lo albureen mucho.

—¿No me albureen? ¿Y eso qué es?

—Mire, eso mejor se lo explico otro día. Ahora déjeme mostrarle: a la izquierda tenemos el Autódromo Hermanos Rodríguez, ¿lo ve? Algo más adelante vamos a doblar a la derecha para seguir por el viaducto Río Piedad, que antes era el río de la Piedad. El río lo va a ver ahorita, pero dentro de un tubo, en el centro del viaducto.

Por fin se entendieron y Juan obtuvo la información que esa mañana utilizaba para identificar lugares desde la ventana de su habitación. Así, contempló el inmenso parque que los mexicanos llaman bosque de Chapultepec y el Auditorio Nacional casi de inmediato debajo de él, al otro lado del ancho Paseo de la Reforma. Un poco más allá, en medio del bosque, dominándolo encaramado sobre una loma, podía verse el Castillo de Chapultepec, que fuera hogar de los emperadores Maximiliano y Carlota. A lo lejos, veía el World Trade Center y el gigantesco tambor del restaurante giratorio que coronaba su elegante estructura. Y un poco más lejos todavía, a su derecha, se observaba el bosque de grúas que señalaban el punto en el que avanzaban las obras que habrían de dotar al anillo periférico de la ciudad de un «segundo piso». Este —muy discutido según le informó Alberto— estaba destinado a descongestionar la aglomeración de automóviles que amenazaba con hacer del Periférico un gigantesco estacionamiento, pues quienes se atrevían a circular por él estaban condenados a avanzar a vuelta de rueda y eso cuando podían avanzar, porque ya eran famosos los prolongados «embotellamientos» que sufrían quienes se veían obligados a transitar por ahí.

El estado de fascinación en que había caído Juan contemplando la enorme ciudad esa mañana fue interrumpido por el suave zumbido del teléfono. Era Alberto llamando desde el lobby, poniéndose a sus órdenes para conducirlo a la embajada. Resignado, abandonó su puesto de observación y se anudó la corbata, que no tenía más remedio que utilizar a diario ahora que era diplomático. Antes de salir dio una última mirada a la habitación, que se veía espléndida, como recordó que lo eran el lobby y el restaurante del hotel en que había desayunado esa mañana y en donde tuvo su primera experiencia de un desayuno mexicano, es decir, un desayuno en serio, que había dejado muy atrás la taza de té y el sándwich de pan con palta al que estaba habituado en su país. Después salió a enfrentarse a su nuevo trabajo como representante de ProChile en México o, como prefería decir la Cancillería chilena, como agregado comercial de la Embajada de Chile en México.

El viaje del hotel a la embajada fue una nueva sorpresa, pues el diligente Alberto no lo condujo en vehículo alguno, sino que lo guio entre el gentío que caminaba por la calle Campos Elíseos, exactamente hasta la esquina del hotel. Ahí dobló hacia la izquierda y, cincuenta pasos más adelante, lo dejó en la puerta de un imponente edificio en una de cuyas plantas estaba situada la embajada.

Dentro de la ella, y con apenas el tiempo para darse cuenta de que las oficinas se veían modernas y cómodas, fue introducido al despacho de su amigo Patricio Briceño por una amable señora quien, con un inconfundible acento chileno, se presentó como Macarena Figueroa. El embajador —sí, su amigo era el embajador— lo recibió literalmente con los brazos abiertos, pues, no bien traspuso la puerta, lo abrazó con una efusión casi excesiva.

—Juanito Martínez. ¿Por qué te atrasaste tanto en llegar, huevón? Ya me estaba aburriendo sin ti. No tenía con quien jugar al dudo. Bueno, sí tenía, pero nadie tan ágil como tú para ganarle cada vez que juego.

—El que se demoró en traerme fuiste tú. ¿Qué te pasó? ¿Tenías miedo de que te ganara? Porque no recuerdo que tú me hayas ganado hasta ahora.

—Sí, la verdad es que me demoré un poquito, medio año. Pero es que tu jefe, el director de ProChile, estaba muy duro, y el ministro también. O te quieren mucho a ti allá o me quieren poco a mí. —Sonrió mientras le palmoteaba la espalda—. Pero ya estás aquí. ¿Qué tal el viaje? ¿Y el hotel?

—Bueno el viaje y estupendo el hotel, gracias. Pero espero salir pronto de él, porque me parece un poquito caro. ¿Me vas a ayudar también a buscar un departamento? Ojalá por aquí porque, de lo poco que he visto, este barrio me parece muy bonito.

Volvió a sonreír el embajador.

—A todo el mundo le gusta Polanco. Y no todos pueden vivir por acá, solo embajadores o gente con dinero —volvió a reír francamente— y tú no eres embajador y no creo que vayas a tener mucho dinero, porque sé cuánto vas a ganar. Pero no te preocupes, buscando siempre se puede encontrar. Le pedí a Macarena que te ayude. Ella te va a pasar listas de lugares y te va a acompañar a verlos.

Se miraron como lo hacen esos amigos que, a pesar de no haberse visto por un tiempo, no necesitan mucho para sentirse cómodos otra vez juntos. Se sentaron en el confortable saloncito que el embajador Briceño tenía en su elegante oficina y Juan observó a través del amplio ventanal, desde el cual podía contemplarse una vista quizá más amplia que la que tenía desde su habitación. Como destacaba justo debajo de ellos un gran espacio verde presidido por una asta bandera gigantesca, en la cual flameaba una también inmensa bandera mexicana, no pudo dejar de comentárselo a su amigo.

—¿Y esto? ¿Es para que no te olvides de dónde estás?

—Así es. Además, debes saber que ese es el Campo Marte, de modo que junto con la bandera suelen recordármelo los desfiles del Ejército mexicano. Y, a propósito de cosas importantes —fingió ponerse muy serio—, tenemos que hablar de tu trabajo aquí. ¿Qué tienes pensado?

—En ProChile me instruyeron perfectamente y me propusieron algunos proyectos. —Juan también estaba hablando con seriedad, pero él no fingía—. La verdad es que el Tratado de Libre Comercio funciona bastante bien. Estamos trayendo cobre, vino y mucha fruta a México, además de aceite de oliva, pescados, mariscos envasados y otras cositas. Ellos nos están exportando licores y manufacturas. El comercio bilateral ha aumentado bastante.

—Sí, sobre todo el de alcohol. No hay caso, el chupe siempre al servicio del progreso —dijo el señor embajador y volvió a reír—. Y sí, veo que tienes claro lo que debes hacer —añadió y luego fue a lo que de veras le interesaba—. Ahora, cuéntame cómo dejaste el país, cómo va el gobierno, qué se cuenta en nuestro glorioso Partido Socialista, o sea, «cómo está la cosa», como decíamos antes.

Ahora fue Juan el que sonrió, porque sabía que ahí era adonde su amigo quería llegar.

—¿Qué le puedo contar, compañero, que usted no sepa? Porque aparte de que te las sabes todas, no hace mucho que te fuiste de allá.

—Seis meses —le recordó Briceño.

—Seis meses —continuó Juan—, no mucho tiempo. Además, el gobierno está recién empezando… Lleva el mismo tiempo que tú acá.

—Sí, medio año otra vez con un socialista en La Moneda, o sea que nos volvimos a tomar el Palacio de Invierno, Juanito.

—Te lo habrás tomado tú, que eres embajador, porque yo todavía no siento que me haya tomado nada.

—Soy embajador porque soy abogado y los abogados siempre han sido excelentes embajadores. —Hizo una pausa, y Juan, que ya adivinaba lo que iba a seguir, se adelantó, por lo que terminaron la frase hablando al mismo tiempo—. No como los economistas.

Ambos, el abogado y el economista, rieron también al unísono y de buena gana. Luego Patricio, no sin esfuerzo, recuperó algo la seriedad y siguió hablando.

—Bueno, como quiera que sea, el año 2001 comenzó bien. Y fíjate que aquí comenzó con un nuevo gobierno también. Y no solo un nuevo gobierno, sino que todo un nuevo régimen, después de setenta y un años de que gobernara un solo partido.

—La dictadura perfecta, según Vargas Llosa —lo interrumpió Juan, todavía sonriendo.

—Sí, la dictadura perfecta, aunque no sé cuán perfecta haya sido o terminó siendo, si al final perdió las elecciones. Todos aquí califican al nuevo gobierno de derechista, pero en mi opinión no se diferencia mucho del anterior…

—¿En lo de dictadura? —volvió a interrumpir Juan, que finalmente había dejado de reír.

—No, en eso no, sino en las políticas. Mira —dijo el embajador y vaciló unos segundos antes de seguir—, para usar un lenguaje paleolítico, yo te diría que aquí todos los partidos son populistas. Aunque no estoy seguro. —Para asombro de Juan, Patricio parecía de veras confundido—. La verdad es que, incluso después de haber vivido aquí algunos años, no puedo terminar de entender bien a este país.

Juan tardó unos segundos en reaccionar a lo que acababa de oír.

—Es verdad, tú viviste como exiliado aquí. ¿Cuánto tiempo fue?

—Casi doce años. Es un largo tiempo. Pero, como te dije, no estoy seguro de que me haya alcanzado para entender la política mexicana.

Juan sonrió de nuevo, aunque esta vez lo hizo con un aire un poco sobrador. Hasta ese momento, y quizá porque le llevaba algunos años, lo había tratado con una especie de respeto sutil, mientras que Patricio, por momentos, se había dirigido a él con un tono inconfundiblemente paternal. Pero ahora cambiaba el tono con el que comentaba lo que su amigo embajador acababa de decir.

—Bueno, pero la política es la política y acaba siendo más o menos igual en todas partes, ¿o no?

—Puede ser, pero lo peculiar de aquí es que todo… —vaciló otra vez el embajador— sí, todo, se lee en clave de complot. De cualquier cosa que pasa se suponen segundas y hasta terceras intenciones. Por eso, todos están convencidos de que nada es lo que parece ser y así, al final, nada resulta ser lo que parecía, ¿me entiendes?

Juan estaba a punto de decir «no, no te entiendo», pero, para no enredar más a su amigo, prefirió seguir en otro tono.

—En eso los chilenos no nos quedamos atrás, ¿eh? Allá también existe la cultura del complot. Acuérdate nomás de nuestro glorioso partido, en el que todos se lo pasan complotando contra todos.

—También puede ser —dijo y ahí estaba instalado el tono paternal—, aunque te vas a dar cuenta rápido de que aquí esa cultura es muchísimo más intensa. Pero ya basta de analizar a México, que vas a tener tiempo de conocerlo bien. Háblame de Chile. ¿Qué están haciendo y diciendo nuestros amigos?

Juan sabía que lo que Patricio quería era que le contara qué decían esos amigos de él, por lo que decidió mortificarlo un poquito dándole algo de largas al asunto. Para ello aplicó un recurso que, no por repetido, dejaba de ser efectivo.

—Está bien, pero antes podrías ofrecerme un cafecito, ¿no? ¿O es que aquí no toman café?

Patricio sonrió porque había captado la maniobra de su amigo. Por lo mismo hizo un gentil gesto con la mano mientras lo invitaba a salir del recinto.

—La cafetera está en el pasillo. Vamos a servirnos uno y aprovecho para presentarte a algunas personas.

Solo se cruzaron con un hombre más joven que Juan, bajo y fornido, que el embajador le presentó como el «tercer secretario» Hernán Núñez, por lo que Juan asumió que las jerarquías eran importantes y se tomaban en serio en su nuevo lugar de trabajo. Como el embajador en persona le sirvió una taza al lado de la cafetera automática que parecía abastecer a toda la embajada, se sintió obligado a hacer un gesto aprobatorio luego de darle el primer trago. Su amigo lo miró divertido antes de hablar.