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No me alcanzará la vida • Celia del Palacio

Ella es una rica hacendada, él un combativo liberal, su historia de amor trascenderá el tiempo.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Es 1849 y México está herido: ha perdido más de la mitad de su territorio, su población se desangra en una lucha fratricida entre conservadores y liberales, mientras que las potencias extranjeras esperan cualquier oportunidad para atacar a la joven nación. Sin embargo, en medio del fragor de las guerras y el humo de las batallas, nace una historia de amor como ninguna otra. Sofía acaba de enviudar y decide reiniciar su vida mudándose a Guadalajara, donde conoce a Miguel Cruz Aedo, poeta y militar apasionado por la libertad. Intrigas, traiciones y terribles epidemias son sólo algunos de los obstáculos que ambos enfrentarán para estar juntos. En la misma ciudad, pero más de un siglo después, S., estudiosa del siglo XIX, regresa de París tras una gran decepción amorosa y, mientras recorre calles y plazas, encontrará consuelo desenterrando los secretos de una ciudad y una época que tienen mucho que revelarle sobre sí misma.

Épicas batallas por el honor, defender los ideales políticos y perseguir los sueños sin descanso, son parte de esta apasionante historia de amor, escrita por Celia del Palacio, autora de algunas de las novelas históricas más exitosas de los últimos años.

Fragmento del libro “No me alcanzará la vida” de Celia del Palacio, editado por Martínez Roca, © 2021. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Celia del Palacio es doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México; miembro del Sistema Nacional de Investigadores, de la Academia Mexicana de la Ciencia y del pen Club Internacional.

No me alcanzará la vida | Celia del Palacio

#AdelantosEditoriales


1

SAN MIGUEL DE PAPASQUIARO-ZACATECAS Junio de 1849-abril de 1850

 

Los caballos corrían furiosos sobre el valle cubierto de breñas… El ruido de cascos y relinchos la despertó. No… Solo había sido el aire. Sofía trató de escuchar los augurios de la noche y se contuvo cuando una ráfaga abrió la puerta del balcón. Desde un cielo desnudo, la luz de la luna se abrió paso y dibujó sobre el piso un rectángulo perfecto. Se levantó y forcejeó con el cerrojo para cerrar de nuevo el balcón, pero al cabo de un momento desistió. Salió a la noche. El viento movía con brutalidad las ramas de los sauces en el arroyo. Vio una estrella que brillaba como un diamante solitario y más arriba reconoció con dificultad los fragmentos temblorosos de Andrómeda y Perseo. La luna llena recortaba las sombras de dos coyotes cerca del bosque y el airón jugaba con los aullidos. «Ya es junio», pensó. Y luego musitó: «Pronto lloverá».

Volvió a la cama vacía y se sorprendió preguntándose por Felipe, su marido. La puerta que comunicaba los dos cuartos estaba abierta, señal de que él no había vuelto. Al principio del matrimonio ella se despertaba como ahora, inquieta, esperando que él visitara su cama. Escuchaba sin respirar los arañazos de plata en la escalera, después los pasos en la losa de la habitación contigua y, por fin, el portazo contundente que clausuraba la esperanza de que la visitara y que abría un abismo entre los cuartos. Los primeros meses la visitaba poco y, al paso del tiempo, Felipe dejó de cruzar el umbral de la habitación de su mujer. Siempre llegaba tarde y seguía el mismo ritual silencioso. Ella terminó por perder la inquietud y dejó de sentir la extrañeza de que su marido no quisiera dormir a su lado.

Se quedó dormida a pesar del temor a los caballos de su sueño. Esta vez soñó con su padre; estaba en Topia subiendo con él por un peñascal. Volvió a despertarse. El aire parecía querer entrar por la puerta del balcón. La luz de la luna se abría paso por la ranura inferior y convertía el piso en un lago congelado. Con dificultades volvió a conciliar el sueño. Cuando sus ojos se vencieron cayó en el vacío infinito de la boca de una mina, en los estanques inmóviles del centro de la Tierra.

La despertó de la angustia la voz de nana Luisa. La criada entró con una jarra de agua caliente que vació en el aguamanil de porcelana. Ya era de día.

Poco a poco los ruidos de la mañana entraron por los ventanales y el balcón. En esa aparente quietud, Sofía escuchó las ruedas de un carro que tropezaban con el pedreguillo del camino, luego los cascos de las caballerías, un murmullo que fue creciendo como si una multitud entrara a la hacienda. Sofía buscó con la mirada el balcón al momento que nana Luisa ya corría hacia ese lugar, desde donde gritó:

—¡Traen a un muerto!

Bajaron con prisa de la habitación mientras los hombres depositaban el cuerpo envuelto en una cobija de pobre en el piso del recibidor.

—Lo mataron en el camino de La Coyotada —le contó Remigio con la cabeza gacha y culpable.

Sofía no reaccionó al principio. La mañana entraba a raudales por la puerta junto con el olor del aire anisado. Poco a poco, las cabezas desnudas de los trabajadores se asomaban perplejas y tímidas por la puerta y por las ventanas de la casa principal de La Enredadera, la hacienda triguera más grande de la región.

Un silencio espeso se había impuesto. Nana Luisa no dejaba de persignarse. Sofía mantenía la vista clavada en el sarape, ajena a la figura de la mujer que rezaba. La prenda estaba raída y el basto tejido azul no tenía más adornos que una cinta marrón. Las espuelas que asomaban por uno de los extremos eran de las botas de Felipe. Uno de los jinetes que lo había traído puso el sombrero maltratado sobre el cuerpo, a la altura del vientre. Ella levantó una orilla del sarape pegado al rostro del muerto. El pecho ensangrentado tenía cuatro orificios negros.

—Pónganlo en la mesa del comedor —exigió con voz firme.

Remigio se fue a Santiago Papasquiaro a encargar el ataúd y después a Durango para avisar a la familia Porras de la súbita muerte del primogénito. Sofía estuvo todo el día ocupada dando órdenes. Las cocineras preparaban la comida funeral; las criadas limpiaban la casa, encendían los cirios y alistaban el cuerpo. Nana Luisa se mantenía pegada a ella mientras un velo lúgubre y ominoso iba cayendo lentamente sobre los habitantes de La Enredadera.

Al caer la tarde fueron llegando los deudos. Encontraron a la joven viuda con una expresión ausente que atribuyeron al dolor. En realidad, en el rincón más oscuro del despacho donde se había improvisado la capilla ardiente, Sofía se había sentado a deshacer los nudos de la madeja que había sido su vida.

No era la primera vez que la joven se encontraba en presencia de la muerte. Apenas hacía cuatro años que había vestido a su madre con el sudario de encaje que ella misma había guardado en un armario, al prever su propio fin. También había velado a su padre un año después y, a lo largo de su adolescencia, le había tocado enterrar a sus hermanos más pequeños, muertos al nacer o en la primera infancia. Sin embargo, esta vez era distinto porque en su corazón no sentía nada. Sorpresa, tal vez, contrariedad. Se avergonzó de ser tan insensible. No lograba encontrar una lágrima para llorar al que había sido su marido. En el fondo siempre había presentido que, tarde o temprano, algo así tenía que suceder.

Sofía era la sexta hija de don Celestino Trujillo y Luz Quezada. Su padre fue el dueño de La Perla de Morillitos, una de las haciendas más prósperas de la región de Patos. Desde niña, don Celestino la enseñó a montar y a disparar; le había infundido el gusto por la vida del campo al convertirla en su compañera de faenas; la hizo embarnecer a fuerza de largas cabalgatas hasta la laguna de Guatimapé y la transformó de la chiquilla enfermiza criada por nana Luisa en una joven fuerte y hermosa, orgullosa de su herencia y de su larga cabellera rojiza.

La familia Porras frecuentaba a sus padres desde que tenía memoria, pero ella nunca había convivido con Felipe, el primogénito, hasta que lo encontró en la sala de su casa aquella tarde de mayo, en el aniversario de la muerte de don Celestino. El joven rubio de apariencia frágil iba a ultimar con su hermano Manuel, heredero de La Perla de Morillitos, los planes de boda. Se arregló el matrimonio y ella fue entregada a su flamante marido una tormentosa tarde de julio.

Fue una boda de conveniencia, pero no fue un martirio. Felipe le hacía el amor, totalmente contenido; la cubría de besos después de las caricias frías y los jadeos; invariablemente, aquellos encuentros frustrantes y agotadores terminaban cuando Felipe le pedía perdón con lágrimas en los ojos. Sofía no entendía el motivo de tanta pena. Ella le acariciaba los rizos dorados y le repetía que no pasaba nada. Una noche él se atrevió a confesarle que ella era muy parecida a su difunta hermana, muerta un par de años antes de que se conocieran. Era algo que el joven no podía soportar. Entonces ella entendió el llanto de su marido, la distancia impuesta entre ambos.

Felipe dejó de visitar el lecho conyugal poco después de la boda. Al principio, Sofía lo echó de menos. Le agradaban el tibio aroma que dejaba en la cama, el olor a varón y las caricias. Luego se resignó. Muchas noches Felipe ensillaba el caballo cuando todo el mundo dormía y se iba al burdel de Matea. La gente le decía a ella que su marido era capaz de cerrar el burdel por tres días, que apostaba fuertes sumas con los rancheros de la región, que había perdido dinero y tenía deudas, pero ella nunca le preguntó nada al respecto.

Ella no le guardaba rencor por ese abandono. Sentía un calor que nada tenía que ver con la pasión. Él era atento con ella, pero no tenían nada que decirse y con frecuencia los silencios se instalaban, incómodos, entre ambos. Ella esperaba que algún día los hijos llenaran el vacío de los días y las noches, pero en los pocos años que duró su unión, no quedó encinta.

Una mañana fue a ver a Soledad, la curandera de la sierra, para que le devolviera el amor de su marido y le diera algún bebedizo para quedar por fin embarazada. Más por aburrimiento y curiosidad que por interés de recuperar lo que nunca había tenido, se fue hasta la sierra de La Campana a visitar a la vieja que hacía amarres, traía niños al mundo, enderezaba huesos y reparaba virgos.

Entre conjuros y ensalmos, la bruja Soledad le dio a Sofía el cariño que no tuvo en los brazos maternos, la serenidad que no halló en el matrimonio y la sabiduría que no encontró en las lecciones de la maestra que su padre le llevó a la hacienda cuando era niña.

—Tú no eres estéril —le auguró la bruja una tarde—. Tendrás una hija en otra vida, cuando sea tiempo. Ora no toca, niña. No toca… Enterraron a Felipe al día siguiente, en el camposanto del pueblo. Los primeros calores de junio habían empezado a descomponer el cuerpo y no esperaron a la familia que venía de Durango. Su suegra y sus cuñadas no invitaron a Sofía a irse con ellas después del novenario. Ya en el carro de viaje, mientras secaba sus ojos enrojecidos por el llanto, la señora Porras le susurró:

—Aquí estarás mejor, querida. La ciudad no es para ti. Una muchacha como tú, acostumbrada al campo, pues…

Sofía no dijo nada. No quería ir a la ciudad. No quería la compasión de esas mujeres ni de nadie.

Felipe había nombrado a Remigio, su amigo de la infancia, albacea testamentario. Este notificó a Sofía, casi dos meses después del entierro, que iba a vender la hacienda para pagar las enormes deudas que su marido había contraído, e invertiría el resto. Ella tendría su renta anual de por vida; podría vivir tranquila y volverse a casar pronto. Además de contar con esto, Sofía recordó al licenciado Gamiochipi, quien administraba la pequeña herencia que su madre le había dejado en un arranque de culpa por el desamor. Con eso alcanzaría para empezar de nuevo.

Mucho tiempo después se enteró, por el mismo licenciado Gamiochipi, de que Remigio había desaparecido con el dinero de la venta de la hacienda. Nadie pudo dar razón del albacea. En el pueblo murmuraban que él había matado a Felipe. La noche de su muerte, ellos estuvieron bebiendo juntos hasta muy tarde en el burdel de Matea y luego se fueron por el camino de la hacienda.

Aun así, Sofía ya era propietaria de una casa, dos caballos finos, tres mulas para carga, cuatro baúles de ropa, enseres domésticos, tres pinturas de calidad —entre ellas, un bucólico paisaje que parecía extraído de una leyenda alemana, con bosque y mar—. Decidió conservar la biblioteca de su marido, la cual no resultó de interés para el albacea. Se había quedado sin criados, solo nana Luisa había insistido en irse con ella.

Su hermano Manuel, al enterarse de la muerte de su cuñado, fue a visitarla. Le ofreció que se regresara a vivir con él y su esposa en La Perla de Morillitos, el lugar donde había crecido. Sofía percibió un tono forzado detrás de la oferta y pensó en lo que tendría que dejar si aceptaba la invitación.

—Tendrás que hacer un esfuerzo —le hizo ver Manuel—. Tú sabes que mi mujer es muy católica y tus costumbres no le parecen de buenos cristianos. Eso de visitar a la bruja en la sierra de La Campana… La verdad es que a mí tampoco me parece bien lo que haces. Piénsalo. Si te decides, me mandas avisar.

Después de pensarlo por algún tiempo y consultarlo con las barajas que Soledad le había enseñado, Sofía buscó al anciano abogado Gamiochipi y le dijo:

—Me voy a Guadalajara. Venda usted la casa, licenciado, venda usted todo lo que haya que vender. Quiero irme de aquí y no volver nunca.

El licenciado se sorprendió ante la iniciativa pero no dijo nada. ¿Guadalajara? ¿Irse a vivir a Guadalajara? Sofía no le dijo que de pequeña había visto en la biblioteca de su padre un libro con grabados, uno de ellos de la catedral de Guadalajara, que desde entonces se grabó en su memoria. En aquel momento, apenas pudo deletrear correctamente el nombre de aquella misteriosa ciudad, que significaba «Río de piedras». La sonoridad de sus sílabas la había cautivado desde entonces.

En sus viajes a la sierra, después de la muerte de Felipe, vinieron a su memoria el libro y el nombre de aquella ciudad lejana, y preguntó a Soledad por ella. Los augurios para Guadalajara eran buenos. Las estrellas y las figuras de la baraja en la noche de la sierra le dijeron que habría mucha agitación, pero que allá podría encontrar su vida y que sería feliz, como nunca había sido. Entonces se dio cuenta de que nunca había sido realmente feliz.

Sofía emprendió el viaje una tarde ventosa, en febrero de 1850. Marchó sin tristeza camino a Guadalajara, aquella ciudad en la que tenía puestas sus esperanzas.

El licenciado Gamiochipi fue a despedirla hasta el puente que delimitaba la pequeña población comercial. No pudo evitar sentir un hueco en el estómago al verla desaparecer con la vieja nana Luisa en el destartalado carro de viaje que hacía el recorrido dos veces por semana hasta la ciudad de Durango. ¿Qué sería de ella? ¿Estaría a salvo recorriendo los caminos? ¿Y si llegaban a asaltarla…? No podría perdonarse si algo llegaba a pasarle. Pero era tan terca… digna hija de su padre. Lo único que había logrado de ella era la promesa de que le escribiría al llegar y le dejaría saber que estaba bien.

Sofía pasó casi dos semanas en Durango, en el mesón de La Fontana de Oro. En plena cuaresma, la algarabía se respiraba en la plaza, en el pequeño teatro, en la capital de la Nueva Vizcaya, como se le conocía en tiempos coloniales a aquella provincia. Le dio miedo la gente de mala catadura que se encontraba en las calles: mineros súbitamente enriquecidos, aventureros de toda laya, atraídos a la región por las recompensas para matar comanches; las pulperías donde se cerraban los negocios sucios; las casas de mala nota; algunos extranjeros que querían disfrutar del reciente auge minero. Había muchas mujeres solas, con la cabeza descubierta y un gesto osado en la cara, buscando, esperando a los soldados de los presidios del norte que llegaban para encontrar alguna diversión. Por otro lado, temía encontrarse con la familia Porras. Sabía que sería inevitable cruzarse con ellos algún día.

Tomó la diligencia a Zacatecas. Ahí llegó a la casa de una amiga del licenciado Gamiochipi, la señora Josefa Letechipia, quien la recibió con afecto y, cariñosamente, la obligó a quedarse casi un mes en la solariega casa de cantera que compartía con Josefa Sierra, su cuñada. Ambas la introdujeron en la sociedad zacatecana y le presentaron a los poetas que visitaban su casa. A pesar de que la señora Letechipia acababa de perder a su marido, no había querido cerrar su tertulia de los viernes, «para no morir de tristeza», le dijo un día con un murmullo ahogado. La joven duranguense nunca había conocido mujeres tan activas, tan interesadas por la cultura, sin miedo a aparecer en público. Algún día, pensó, sería como ellas.

A inicios de abril, la señora Letechipia la despachó con un comerciante amigo suyo que iba hasta Guadalajara. Le dio cartas para familias de allá: los Robles Gil, los Cruz-Aedo. También le pidió que entregara un legajo envuelto en papel azul a Pablo Jesús Villaseñor.

—Son poemas, Sofía, de los poetas que ya conoces. Villaseñor prometió publicarlos en algún periódico. También le mando una recomendación para un amigo mío que vive en Guadalajara, Jesús González Ortega. Es un joven seminarista que escribió un poema para mi marido, que en paz descanse. Ojalá Villaseñor o sus amigos lo quieran publicar. Entrégale todos los paquetes, él los llevará a quien considere pertinente.

Le costó trabajo despedirse de las señoras. Ya no estaba tan segura de querer ir a una gran ciudad donde no conocía a nadie.

En Zacatecas, en la tertulia de la señora Letechipia, había encontrado por primera vez la amistad.

2

GUADALAJARA

Época actual

 

Querido Manuel:

¿Todo bien en estos días? Como te prometí, empiezo a escribirte hoy para contarte los detalles de mi viaje de regreso. Espero que con estos correos electrónicos podamos mantener el contacto, estar cerca a pesar de la distancia, tú en París y yo en Guadalajara.

Lo primero que vi al sobrevolar de nuevo la ciudad fue la línea azul turquesa del horizonte. Eso me hizo desear con más fuerza que Guadalajara tuviera mar.

Al llegar, todos fueron bajando apresurados mientras yo todavía miraba por la ventanilla la línea que se perdía tras la pista de aterrizaje. Tenía que bajar las dos bolsas que llevaba conmigo, así que perdí varios minutos en medio de la corriente de pasajeros en plena euforia.

¡Cuánto ha cambiado todo! Ahora el pasajero desciende de inmediato a una sala profusamente iluminada y llena de tiendas de toda especie.

Busqué a Godeleva entre la gente. No había una gran multitud a esa hora, así que la ubiqué enseguida. A pesar de no haberla visto en tantos años, su larga y ondulada mata de pelo dorado, su manera sencilla de vestir, la pícara expresión en el rostro, la sonrisa todavía de niña y su desenfado, esa facilidad para manejar las situaciones, la hacían inconfundible; era la misma compañera de la preparatoria que siempre me ha resultado entrañable. Tú la conoces, ¿la recuerdas? No le gusta nada su nombre, le parece horrible. Cuando íbamos en la prepa, solía cambiárselo al conocer a algún muchacho. A mí, en cambio, me fascina; es un nombre medieval. Un nombre de princesa perdida. Cada vez que se lo decía, tronaba la boca y me pegaba. «Eso nadie lo sabe más que tú, a los demás les parece un nombre de rancho».

Verla ahí me hizo sentir que, a pesar de todo, no podían haber cambiado tanto las cosas en mi ciudad.

Mientras caminaba hacia Godeleva, en dirección de la puesta de sol que inundaba de lleno los pasillos de ese aeropuerto ultramoderno, hacia esa nueva ciudad que no era la Guadalajara de mi adolescencia, me preguntaba cómo lograría llevar a cabo el propósito que me trajo hasta aquí: escribir la historia de una de las primeras sociedades literarias del siglo XIX para mi tesis de doctorado. Pero acaso con mayor desesperación me preguntaba cómo voy a sobrevivir sola otra vez en este lugar (o en cualquier otro, para el caso). No queda nadie de la familia aquí. Ni siquiera muchos amigos. Solo Godeleva, la más cercana de las amistades que tuve en mis lejanos días de estudiante.

Ya sé que no estuviste de acuerdo con que viniera a escribir la tesis, que no estás de acuerdo todavía en esta exploración del pasado en una ciudad que, como tú comentas, es provinciana, aunque sea la segunda en tamaño e importancia de este país. Quizá Guadalajara sea todo lo que dices, pero ejerce sobre mí una fascinación extraña. Me jala, me reclama; por eso quise que el tema de mi investigación fuera sobre la historia de esta ciudad. Me moría de ganas por estar aquí de nuevo y revivir, más que mi juventud, un pasado que no me perteneció directamente pero que es mío. Tal vez no puedas entenderlo, Manuel, tú nunca viviste aquí y desde allá las cosas se ven de otra manera.

Te imagino regresando de tu paseo cotidiano por el Marais hasta el Marché d’Alique. ¿Qué compraste hoy para la cena? Me llenan de nostalgia tu caminata, los paseos que hacíamos entre los olores de las especias del norte de África, la Babel a nuestro alrededor, los sabores intensos en las pastelerías marroquíes, nuestras conversaciones sobre literatura y música. Extraño la Place des Vosgues desde las ventanas de tu apartamento… Pero basta de nostalgias, tenía que regresar.

Al salir de ese enorme aeropuerto de cristal y aluminio, se me vinieron de un golpe la infancia, la juventud, el olor del aire y el calor insoportable de abril que permeaba aún en la tarde, el mismo que deben haber sentido nuestros padres al llegar aquí. Imagínate su deslumbramiento al llegar a esta ciudad luminosa después de haber pasado buena parte de su vida en la capital y, antes de eso, en Durango, con tantas privaciones por la situación política y económica. Entiendo perfectamente que hayas preferido no seguir a la familia en el periplo a Guadalajara en busca de la salud de mi padre, y te hayas ido a Europa. Mucho tiempo lamenté haberte perdido. Pero esa sensación se borró cuando vivimos juntos en París los años de mi postgrado; ahora puedo tenerte cerca de este modo epistolar.

De camino al coche de mi amiga empecé a dudar si habría sido una buena idea venir aquí. Casi me arrepentí de haber vuelto; supe que tendría que enfrentar a los fantasmas de estas calles.

Godeleva me iba explicando cómo había cambiado la ciudad, me iba mostrando los nuevos edificios y las enormes plazas comerciales de camino a un pequeño bar que ella conoce, sobre una de las avenidas principales en la zona de Chapultepec. Los tequilas me pusieron de buen humor. Pronto olvidé mis dudas.

Guadalajara es, para mí, un prodigio de luz ámbar y crecientes fantasías marinas. Me resulta difícil imaginar —por el cálido clima y la exuberante vegetación— que nunca hubieran estado aquí las playas, los arrecifes ventosos contra los cuales estallara la furia cobalto de un mar tibio y el malecón en cuyos camellones se contonearan obvias palmeras y menos esperados almendros, dátiles o bojes… Aunque, ¿por qué no cempasúchiles?

Recuerdo que cuando ustedes se divorciaron Soledad también se mudó a Guadalajara. Tal vez nunca te dije que ella se convirtió en el hada madrina de mi infancia. Mi tedio era roto cuando me llevaba a su casa para darme clases de piano. Después de practicar con ella canciones durante un rato, me sentaba en la alfombra junto al gato gris, a escucharla tocar una fuga de Bach que terminó despertando en mí deseos sin nombre, nostalgias sin paralelo, una carencia eterna y, al mismo tiempo, una sensación de tranquilidad, la presencia de algo que nunca termina: lo bello repitiéndose hasta el infinito, junto con el olor a café, las tardes de lluvia, el aroma a Shalimar que despedía esa hermosa extranjera de pelo largo y tu ausencia, que llorábamos las dos, la esposa y la hermana abandonadas, desde entonces.

Guadalajara fue la ciudad donde yo, la princesa niña, me convertí en adolescente. No fue en la pista de patinaje, en el entronque de la avenida Patria —que yo llamé en secreto «Malecón 2 de noviembre»— ni en la avenida Guadalupe, centro de reunión de jóvenes a los que nunca hablé; tampoco en esas plazas que ejercieron sobre mí la atracción por lo desconocido. Los sueños vinieron a instalarse por muchos, tantos años, a falta de verdaderas vivencias.

Un día se operó en mí la magia: dejé de ser princesa, encontré en la cultura el medio más seguro de acceder cómodamente al sistema republicano de la vida real. Seguí tocando el piano en los descansos de la clase de inglés; descubrí los misterios de las calles más lejanas en la colonia Americana; disfruté los placeres de una tarde de lluvia con muchachos de mi edad rumbo a las clases de francés, y me aficioné al café y a las canciones europeas. Soledad desapareció de mi vida cuando entré a la universidad; regresó a España a hacer el doctorado. Nunca he podido llenar del todo el hueco que dejó. Más que mi cuñada, era mi amiga. Ella me enseñó a tocar el piano y a través de la música lográbamos paliar nuestra soledad.

Ahora, por supuesto, esta es otra ciudad. Casi no reconozco las calles convertidas en enormes pasos a desnivel; me asombran las monumentales esculturas, las plazas comerciales de espejos deslumbrantes. Casi no puedo verme, ver mi juventud —«la primavera bruta de mis años al amor», como dijera la canción—; se me escapa cualquier tipo de pasado en estas maravillosas tardes doradas de occidente. Se me fuga la memoria de mis años en la facultad, me resulta difícil sobreponer los recuerdos de los sabios maestros, las discusiones políticas en las cantinas del centro; me cuesta trabajo reconocer esta ciudad de calles rectas, numerosos parques, incesante tráfico, incipiente glamour de chica fresa que ahoga con dificultad el olor a queso panela y torta ahogada bajo el elegante perfume de sus boutiques exclusivas.

Cuando terminé la carrera, Guadalajara ya tenía amplias avenidas; miraba hacia Zapopan imitando bulevares californianos; se extendía hacia el poniente, más allá de la Minerva, pero permanecía polvorienta y olvidada en el centro, adormilada en mi inexistente malecón. Yo me había vuelto una criatura refinada, era un polígono desigual que no encajaba con nadie, en ningún lado. Yo, princesa destronada, leía, caminaba sola hasta mi casa cada noche, me entrenaba en las obras de arte más recientes a través de las revistas, aprendí lo elemental sobre música. Me perdí en los extraños caminos de la libertad.

Mi alma buscaba intranquila aquella fuga de Bach de mi infancia que tantas veces oí tocar a Soledad. En aquel tiempo no sabía nada de la relación entre Escher y Bach, ni del teorema de Gödel, ni de las fábulas de Zenón de Elea. Solo alcanzaba a percibir la fuga; escuchaba las notas que nunca se alcanzan pero que coinciden, no en el mismo instante, pero sí en la misma dimensión. Algo que, sin saber por qué ni cómo, siempre tuvo que ver conmigo.

Por otro lado, añoraba viajes a ciudades extrañas con desconocidos. Mis contradicciones de adolescente me hacían desear las fiestas a las que nunca iba y los romances con muchachos de mi edad que me parecían insulsos por sus conversaciones en las que nunca pude participar. Veintidós años: lo clandestino de mis salidas inocentes, papá enfermo y la continua zozobra en el aire. Y sobre todo, mi escape, la gran liberación.

Godeleva y yo platicamos mucho la tarde de mi llegada. Recordamos juntas nuestros años de la prepa y la universidad. Hablamos de cómo me alcanzó el hastío, cuando me harté de ser la hija de familia que hace lo que le dicen y me lancé a recorrer hasta el final los caminos de la libertad. Ella estuvo conmigo en el momento en que me fui a vivir sola, un día de junio en el que las tormentas comenzaban a caer en la ciudad. Fue conmigo al funeral de papá, ¿recuerdas? También estuvo cerca durante la enfermedad de mamá y nos ayudó con los trámites del sepelio.

Después de la tercera ronda —¿o era la cuarta?— de tequilas derechos nos abordaron los infaltables galanes. Los despachamos enseguida. Seguíamos siendo las mismas tontas que pretenden comerse el mundo a puños, sin miedo y un poco sin escrúpulos, aunque a la mera hora no somos capaces de hacer mal a nadie. (Por cierto, ¿por qué dos mujeres no pueden sentarse en la barra de una cantina en esta ciudad y pedir sus tequilas igual que todo el mundo, sin que eso signifique que están buscando una aventura? Parece ser que eso sí que no ha cambiado.)

Al filo de la medianoche Godeleva me llevó a mi nueva casa. Es un departamento amueblado que hizo el favor de rentar para mí en pleno centro, tal como se lo había pedido. Está junto al templo de San José, en la calle de Liceo. Es un departamento pequeño, tiene dos cuartos, fue adaptado para estudiantes o profesores extranjeros, con libreros, mesa de trabajo y, ya ves, hasta internet; así que puedes decir que ya estoy instalada. Y la verdad, estoy feliz. Todo es nuevo, como si no lo hubiera visto nunca. Solo estuve lejos ocho años, pero siento que nada es igual.

Ayer fui a presentarme al Centro de Investigaciones Humanísticas, donde voy a trabajar. El director es simpático e inteligente. Ya nos habíamos puesto en contacto desde hace tiempo y, la verdad, le agradezco que me haya recibido como investigadora invitada. El lugar es maravilloso, tiene unos ventanales enormes que dan a la Plaza del Santuario; desde ahí puede ver uno hasta la barranca de Huentitán, por un lado, y hasta la glorieta de la Normal, por el otro. Me dejaron un cubículo ventilado, lleno de luz, y lo mejor es que me queda a solo tres cuadras de casa. No tendré pretexto para no trabajar.

Te escribiré para contarte lo que vaya descubriendo. Gracias por estar ahí para mí.

Te mando un beso.

S.

3

GUADALAJARA

Abril de 1850-abril de 1852

Los tapatíos caminaban apresurados, como si fuera muy tarde. No era cierto lo que decían de Guadalajara, que ahí nadie llevaba prisa. Por la calle San Francisco algunos jóvenes atildados, probablemente escribientes en las notarías, llevaban folios bajo el brazo y caminaban sin mirar a nadie. Matronas de ampulosos vestidos andaban bajo la sombra de sus quitasoles de encaje y saludaban con la cabeza, aquí y allá, sin detener su marcha. En Los Portales, las indias de enaguas brillantes mostraban lustrosos tomates en montoncitos de tres y rollos de hierbas medicinales: flores de árnica y manzanilla, estrellas de anís y cortezas con todos los tonos del marrón; también había moradas cabezas de ajo y racimos de velas sobre las piedras. En la Plaza de Armas, mendigos andrajosos atosigaban a los transeúntes.

Nadie pareció notar la diligencia que detuvo su chirriante marcha frente al mesón de Guadalupe, en la calle del mismo nombre. En el zaguán, los viajeros se refugiaron del sol de las cinco de la tarde, que a esa hora aún quemaba. Al bajar, Sofía alcanzó a ver cómo se apilaban las pacas de forraje en el pasillo, mientras nana Luisa se perdía en el edificio para buscar un jarro de agua para su patrona.

Por fortuna, cuando decidió mudarse, el abogado Gamiochipi la había puesto en contacto con un amigo suyo de Guadalajara, abogado también, a quien además debía entregar cartas de la señora Letechipia. El dueño del mesón tenía un sobre para ella, con el membrete «Licenciado José María Cruz-Aedo, notario». En una nota amable, el amigo de Gamiochipi prometía pasar a buscarla al día siguiente por la mañana, una vez que hubiera descansado. Había hecho todos los arreglos para que Sofía pudiera quedarse en el mesón de Guadalupe hasta que la casa que había comprado en su nombre estuviera habilitada.

El resto de la tarde las mujeres se dedicaron a instalarse. El cuarto era cómodo. Había una gran cama de latón en el centro, un ropero y un peinador. En un rincón se encontraban un catre, varios petates y cobijas para la criada. Tardaron varias horas para poner en orden el equipaje: guardar los vestidos en el ropero; el cofrecito de las joyas en uno de los estantes, junto a la ropa blanca; los cosméticos y los adornos encima del peinador. Cuando terminaron se fueron a dormir.

Al día siguiente, Sofía despertó en cuanto nana Luisa abrió la cortina del cuarto. Un tazón de atole con galletas de nata descansaba en una charola sobre la mesa de noche. El oro derretido llegó hasta la cama y la cegaba por momentos. Las campanas del convento de Santa María de Gracia habían soltado el vuelo. Los brazos verdes de los helechos del pasillo custodiaban la puerta. Una guitarra entonaba un sonecito campirano y el olor del atole, con tropiezos de canela, se escapaba del tazón hacia ella.

«Aquí me quiero morir —pensó— o tal vez ya he muerto… pero no se debe morir en abril, menos en Guadalajara».

¿De dónde llegaba ese rumor de voces que caían sobre la sábana como flores de jacaranda? ¿Y esa música entrañable?

«Así debe ser el cielo —se dijo—. Si esto es la crueldad, que se quede abril por siempre».

Nana Luisa había salido y volvió a entrar con el agua tibia para el aseo matutino. Le dijo a su patrona que un caballero preguntaba por ella y le extendió una tarjetita. El licenciado Cruz-Aedo la esperaba en el zaguán.

—No pensé que llegara tan temprano. Ojalá pueda volver en una hora. Dígale que me he quedado dormida.

Nana Luisa salió y Sofía brincó de la cama; se despojó de la camisa de dormir, dejando al descubierto el cuerpo blanco. Recorrió con el jabón de olor los brazos torneados y las axilas, los senos redondos y turgentes, el largo cuello, la cara que aún conservaba ciertos rasgos infantiles. Pronto, el agua tibia la hizo perder los últimos jirones de sueño. Se quitó los calzones, se limpió el pubis rojizo y las piernas largas. La nana volvió cuando Sofía había terminado el aseo, justo a tiempo para extenderle la ropa interior de lino y ayudarle a anudar el corsé. Sofía se miró en el espejo del ropero: la nariz recta, los ojos grandes de mirada un tanto melancólica, la hermosa mata de pelo rojizo que era su orgullo. Se sentó frente al espejo y se puso las medias. Le gustaban sus piernas y nunca desperdiciaba la ocasión de ceñirlas con la suntuosa caricia de la seda. Nana Luisa le acercó los escarpines rojos y le ató las correas. Los pies pequeños lucían maravillosamente el calzado de satín. Se puso un poco de colorete en las mejillas y lo extendió con movimientos rápidos mientras se dejaba peinar. Una trenza, otra trenza, luego las dos anudadas con horquillas en un peinado alto; por último, la nana soltó sobre las orejas y la nuca los bucles que había fijado la noche anterior con listones para que estuvieran listos al despertar.

Sofía buscó en el cofrecito de las joyas unos discretos aretes de rubí que combinaban con el vestido que había decidido ponerse. Finalmente se polveó la cara, el pecho y los brazos antes de tomar el chal. Acababa de cumplir veintitrés años y sabía que era bella.

Aprovechó los últimos momentos, antes de que el abogado regresara a buscarla, para mirarse de cuerpo entero en el espejo. Se rociaba agua de colonia cuando nana Luisa entró para avisarle que el licenciado había vuelto. ¿Qué pensaría de ella aquel desconocido? A pesar del atrevido color del cabello, de su deseo de vivir sola en una gran ciudad, ¿adivinaría su fragilidad? ¿Se asustaría como los otros de esa fuerza interna un tanto salvaje, natural, que no había aprendido a controlar?

El circunspecto abogado de más de sesenta años estaba emparentado con la elite citadina y su notaría era una de las más prestigiosas en Guadalajara. Había tomado el encargo del licenciado Gamiochipi con agrado —le dijo a Sofía en cuanto la vio—, en recuerdo de su amistad con el duranguense. Él conocía su historia a través del abogado Gamiochipi y, aunque no le dijo nada, Sofía adivinó que sentía pena por ella, aunque de seguro mezclada con una gran curiosidad por conocer a una mujer que se atrevía a mudarse sola a una ciudad desconocida.

El abogado parecía haber vencido la desconfianza inicial y le sonreía. Le había conseguido una casa amplia, en una zona agradable y limpia, en la calle del Seminario, muy cerca del convento de Santo Domingo. Iba a ser vecina del señor diputado Jesús López Portillo, que vivía en la acera de enfrente, unas cuantas casas más allá.

Sofía se dejó conducir del brazo del viejo abogado por las calles soleadas de la ciudad. Casi no escuchaba las especificaciones de la casa, cuántos cuartos, que si tenía cochera en el segundo patio con entrada por la calle de la Aduana, que si estaba cerca de la fuente del palacio. Iba absorta, maravillada por los altos edificios de cantera, por la multitud de carretelas y caballos que transitaban por las calles, por los pregones de los vendedores: el aguador, el vendedor de leche, el que voceaba los titulares de La Voz de Alianza, sonidos que terminaban convirtiéndose en una sola polifonía perfectamente acordada. El notario la protegía de los pordioseros que, sin que ella alcanzara a darse cuenta, se colgaban de su vestido.

«Estoy en la ciudad —se repetía—, tengo tanto que ver… No me alcanzará la vida».

Una gran sonrisa se pintó en su cara cuando estuvo al frente de su nueva casa, los ojos se le llenaron de ilusión cuando recorrió los cuartos vacíos y los corredores que daban al patio central, rodeado de helechos y flores.

Se imaginó cómo sería su nueva vida en ese lugar. Furtiva, la luna entraría por las ventanas de los cuartos. Aquellos espacios desiertos se irían llenando de risas, murmullos y llanto. Se imaginó que esa casa sería su barco; el barco de vela que la llevaría hasta las costas de la China a través de un mar cobalto con el que fantaseaba en esa ciudad de ensueño.

Ya de regreso en el zaguán sombreado del mesón de Guadalupe, el viejo notario le extendió a Sofía la llave del portón de la nueva casa.

—A Rita, mi esposa, y a mi cuñada Florinda les va a encantar conocerla. Tiene usted que venir a la casa pronto.

Ella se lo prometió al tiempo que le entregaba las misivas de la señora Letechipia, ante la sorpresa de él al darse cuenta de que contaban con más amigos en común.