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Narco CDMX • Sandra Romandía, David Fuentes, Antonio Nieto

Asiste a la presentación en la Fundación Elena Poniatoiwska Amor en Av. José Martí 105, Col. Escandón, Ciudad de México El narco inunda el país ¿excepto la CDMX?

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Escrito en OPINIÓN el

La Silla Rota te regala un capítulo del libro Narco CDMX con autorización editorial de Penguin Random House.

Por increíble que parezca, ése ha sido el discurso oficial de todos los gobernantes que ha tenido la capital del país. Ningún jefe de gobierno, nunca, ha aceptado que los cárteles campean en el corazón de México.

Este libro los refuta y evidencia el problema. Caso a caso, documenta qué grupos se pelean las 16 alcaldías, cómo operan, qué está en juego y de qué tamaño es el monstruo que las autoridades se niegan a ver. Aquí está todo.

Desde el 2005, el fenómeno fue evidente: la presencia de los cárteles en el Distrito Federal era un hecho. Ese año se detectó, en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, un envío de dinero en efectivo vinculado al narcotráfico. Pero las autoridades calificaron el decomiso como un fenómeno aislado.

A partir de ahí, sin embargo, los delitos vinculados a los capos de la droga se han multiplicado y han sido cada vez más brutales. A los decomisos siguieren levantones, luego desapariciones y extorsiones, que fueron sucedidas por narcomantas, asesinatos y decapitaciones. Incluso capos de primer orden han sido aprehendidos en la CDMX, durante operativos de fuerzas federales.

De manera inaudita, la respuesta gubernamental ha sido la misma, se trate del crimen que se trate: “Son hechos aislados. En la capital del país no campean los cárteles”. Lo único que reconocen es el narcomenudeo. En este libro, y con un estilo fluido y riguroso, se detallan los hechos que demuestran la presencia a gran escala del narco: los pactos entre cárteles, la aparición de cabezas humanas en distintos puntos, el multilevantón y matanza del bar Heaven, la operación La Barbie, el poder del Cártel de Tláhuac y la de La Mano con Ojos, entre otros. Se evidencian, así, las consecuencias que la negociación sistemática de la narcopresencia ha tenido para el empeoramiento del fenómeno

Así, Narco CDMX demuestra que, en el ajedrez del crimen organizado, la Ciudad de México juega un rol muchísimo más importante lo que se pensaba. Y alerta: seguir ignorando el desastre pone en riesgo la viabilidad de toda la nación. Es la última llamada

Los autores

Sandra  Romandía. Es periodista de investigación. Ha sido jefa de información en el programa de reportajes Punto de Partida, en Televisa; editora  en el periódico El Universal y reportera en varios medios de comunicación. Coautora del libro Los 12 Mexicanos más Pobres, editorial Planeta.  Ha dictado talleres de investigación y emprendimiento, entre ellos para el International Center For Journalist. Se especializa en coordinar equipos de periodismo de investigación en temas de narcotráfico, derechos humanos, corrupción, conflicto de interés y tráfico de influencias. . Actualmente es directora editorial de La Silla Rota y colaboradora de Telediario en Multimedios.

Antonio Nieto.  Actualmente es reportero de La Silla Rota. Fue reportero de seguridad pública por 10 años en el diario Reforma. Ha cubierto los casos más relevantes en cuanto al narco y asesinatos en la Ciudad, como el Heaven y caso Narvarte. Colaboró en medios como La Silla Rota, Generación, Revista Ácido -donde fue editor general- y Laberinto. Fue premio nacional de cuento 2007, organizado por la Revista Punto de Partida (UNAM) y primer premio de Reportaje (UNAM 2007).

David Fuentes. Reportero desde hace  más de 15 años en  asuntos de seguridad y crimen organizado. Desde Ciudad Juárez y hasta Tepito. Ha cubierto para El Universal y agencias informativas las zonas de conflicto por narcoguerra en México. Coproductor del documental La Nota Roja que dirigió la cineasta francesa Alice Colomer-Kang, ha colaborado también en otros documentales de CNN, Discovery Channel y History Channel sobre la violencia en Cd. Juárez. Actualmente es reportero de la sección Metrópoli de El Universal

Narco CDMX | Sandra Romandía, David Fuentes, Antonio Nieto

@OpinionLSR | @megustaleermex | @Sandra_Romandia | @siete_letras | @davidfuentes  | #AdelantosEditoriales


Prólogo

Imágenes del mundo oscuro

Junio de 2018. Aquel domingo, a la Ciudad de México la despertó  una escena escalofriante: dos hombres cortados en decenas de pedazos fueron abandonados  en el Puente de Nonoalco, al lado de una manta que advertía: “Empezó la limpia”.

El hallazgo ocurrió en la columna vertebral de la metrópoli: su avenida central. La calle que la cruza de norte a sur y da la impresión de partirla en dos. Era el corolario de una espiral de horror. El capítulo supremo de una guerra por la droga y la extorsión, en la que se mata, se entamba, se encobija y se descuartiza.

La Ciudad de México lleva años sumergida en esa espiral de salvajismo creciente, pero nunca se había visto nada como esto.

La gente miraba horrorizada el boletín de prensa que envió el crimen organizado: dicho mensaje anunciaba a los ciudadanos lo que ellos ya sabían y el gobierno capitalino se empeñaba en negar: las calles de la Ciudad de México han dejado de ser suyas y ahora pertenecen a grupos del narcotráfico.

Semanas más tarde, varios hombres se disfrazaron de mariachi en un local de República de Nicaragua y avanza- ron en la oscuridad hacia la Plaza Garibaldi. Era la noche del 14 de septiembre de 2018. Luego de deambular por la plaza, se dirigieron a una “chelería” ubicada en la esquina de Honduras  y el callejón de la Amargura. Ahí abrieron los estuches de instrumentos musicales que llevaban en las manos. En vez de guitarras y trompetas, extrajeron armas largas y abrieron fuego contra 11 personas que se hallaban a las puertas del lugar. Se escucharon gritos, súplicas. Un testigo oyó a uno de los asesinos gritar: “¡Por todo lo que debes, hijo de la chingada!”

Otro hecho nunca visto: 11 rafagueados en la Plaza Garibaldi, uno de los puntos turísticos por excelencia en la Ciudad de México.

¿Cómo llegamos a este páramo de sangre? Tres reporteros mexicanos se hacen esta pregunta: Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto. Desde el fragor de la nota diaria, desde la urgencia de la vida de redacción, los periodistas remueven, escarban en el festín de sangre que el crimen organizado celebra en la Ciudad de México, en busca de un hilo conductor.

Al final, entregan un libro cargado de revelaciones.

Las señales de lo que el gobierno negaba —“hechos aislados”, “problemas  entre vendedores de droga”, “venganzas entre delincuentes”— estaban  ahí desde hace tiempo, hablando de un hecho mayor.

Según los autores de Narco CDMX, dichas señales aparecieron por primera vez de manera clara el 15 de diciembre de 2007. La guerra contra el narcotráfico emprendida  por el gobierno de Felipe Calderón cumplía un año. Aquel día fue la primera madrugada de horror.

En las inmediaciones del aeropuerto aparecieron, en bolsas de plástico, las cabezas de dos empleados de Jet Service, una empresa de almacenamiento de carga aérea. Los cuerpos no estaban. Serían localizados más tarde en el Estado de México.

Aquellas decapitaciones, se sabría luego, eran la respuesta al decomiso de media tonelada de cocaína perteneciente al Cártel de Sinaloa y sus operadores principales: los herma- nos Beltrán Leyva.

El hallazgo de las cabezas del aeropuerto,  se lee en el libro, fue como “una gran pedrada  sobre el agua de un lago, cuyas ondas empezaron a expandirse de adentro hacia fuera”.

El Cártel de Sinaloa era una de las organizaciones criminales con mayor presencia en la ciudad. Controlaba un punto crucial en la recepción de drogas procedentes de Colombia: el aeropuerto capitalino.

Para entonces, al menos dos cárteles, el de Juárez y el de

Tijuana, habían mantenido relaciones constantes con grupos de narcomenudistas asentados, entre otros sitios, en Tepito.

El barrio bravo ha sido desde siempre “el gran centro neurálgico de la distribución de drogas” en la capital del país.

Todo cambió a partir de mayo de 2010. Ésa es una de las grandes revelaciones de este libro. En ese tiempo, el operador principal y sicario de altos vuelos de los Beltrán Leyva convocó a una junta a los principales distribuidores de drogas de Tepito. Se celebró en una vecindad de la calle de Hojalateros. La idea era ponerse de acuerdo para reunir a todos en un solo grupo. Las consecuencias de aquella reunión fueron devastadoras para la Ciudad de México.

Los autores indican que entre los convocados se hallaba un expolicía judicial federal que usaba sus conexiones para dar protección a criminales de Tepito: Ricardo López Cas- tillo, alias El Moco.

Y estaban también los hermanos Francisco y Arman- do Hernández  Gómez, apodados, respectivamente, Pancho Cayagua El Ostión. Los hermanos Hernández Gómez eran los principales distribuidores de droga en el corredor Insurgentes-Zona Rosa.

Cuando la junta terminó, había nacido La Unión Tepito. Antes de despedirse, La Barbie dio una orden a sus nuevos socios: deshacerse de las familias de narcomenudistas que se negaran a entrar en el acuerdo.

Esto ocurrió hace ocho años. A partir de aquella tarde, los nombres de Armando y Francisco Hernández  Gómez “comenzaron a repetirse […] como un eco”. El libro fija la primera incursión de La Unión Tepito en octubre de 2010.

Entre las familias que no estaban en el acuerdo se hallaba una que había estado ligada al narcomenudeo  desde hacía muchos años: la Fortis Mayén, cuyo centro de operaciones era la calle Libertad.

En la fecha antes señalada, el cuerpo de Teresa Fortis Mayén, maniatado y con heridas de bala, fue abandonado en una calle de la delegación Gustavo A. Madero. De algún modo, todo lo que vino después se relaciona con este hecho.

Según los autores, a La Barbie debemos acreditar una segunda pesadilla urbana: el surgimiento de La Mano con Ojos.

Al ser detenido por fuerzas federales, La Barbie ordenó desde la cárcel que los territorios del entonces Distrito Federal y el Estado de México que habían pertenecido a los Bel- trán Leyva fueran tomados por sus hombres para evitar que otros grupos criminales entraran en ellos.

Con esas instrucciones, en 2010 se llevó a cabo una reunión en un rancho del Ajusco. Asistieron personajes del sur y el oriente de la ciudad, así como narcotraficantes que operaban en Huixquilucan y Naucalpan, entre otros municipios mexiquenses.

En esa reunión, la voz cantante la llevó Óscar Oswaldo García Montoya, conocido como El Compayito, a quien más tarde se identificó también como La Mano con Ojos. García Montoya era un sádico expolicía de Los Mochis que había servido a los Beltrán Leyva. Confesó haber asesinado con sus propias manos a más de 300 personas.

La junta terminó con una determinación: absorber a los narcomenudistas de aquellos territorios y eliminar a quienes se negaran a sumarse a la Nueva Administración.

Entre el universo de células criminales se hallaba la de Felipe de Jesús Pérez Luna, El Ojos. Este grupo cobró relevancia tras la captura del Compayito, y lentamente se apoderó de las operaciones criminales del sur y del oriente de la capital.

A lo largo de las páginas de Narco CDMX desfilan hechos que han estrujado la ciudad en la última década: la ejecución de 24 albañiles en La Marquesa; el secuestro de 13 jóvenes en el Bar Heaven; la estrategia de apoderamiento de la vida noctura mediante el cobro de piso en los bares y en los antros; las ejecuciones del Bar Living y el Bar Black; la irrupción del narcomenudeo  en Ciudad Universitaria; la ruptura  de La Unión Tepito y el pleito a muerte entre sus líderes; el surgimiento de la Fuerza Anti-Unión; el reacomodo de los grupos criminales tras el asesinato de Pancho Cayagua, líder de La Unión, así como el abatimiento de Felipe de Jesús Pérez Luna, líder del Cártel de Tláhuac.

“La problemática actual relacionada con el narco en la Ciudad de México tiene sus raíces en tres acontecimientos significativos: la captura de Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, en 2010; la creación, meses antes, de La Unión, así como los asesinatos de Felipe de Jesús Pérez Luna, El Ojos, y de Francisco Javier Hernández  Gómez, Pancho Cayagua, en

2017. La lucha de esos capos por dominar los lugares estratégicos ha tenido en vilo a la Ciudad de México”, escriben los autores.

El periodismo narra, explica, aclara. Quita velos. Precisa- mente desde el periodismo, Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto revelan el mundo oscuro que las autoridades, omisas o acaso coludidas, se empeñaron en ocultar.

Héctor de Mauleón

Introducción

Un hombre  carga con dificultad una caja de madera del tamaño de un ataúd en el barrio bravo de Tepito. Son casi las 8:30 p.m. No le importa pasar frente a una cámara de seguridad del gobierno capitalino ese martes 4 de septiembre de 2018, mientras comerciantes van y vienen guardando sus mercancías. Arroja la caja en un montón de basura, en la esquina de Jesús Carranza y Peñón. Se retira como si no hubiera pasado nada. Dentro del contenedor está el cuerpo de José Eduardo Sánchez, de 30 años, a quien dos días antes secuestraron junto con su esposa, Laura Alejandra Andrade.

En la acción despreocupada  del hombre  encargado de arrojar los restos a la calle, como quien tira una bolsa de desechos de comida, se revela una realidad que crece en la Ciudad de México: cada vez es más fácil matar sin que haya consecuencias para los responsables.

La presencia del narco en la Ciudad de México creció sin control frente a los ojos ciegos y los oídos sordos de las autoridades, al menos eso aparentaron. El fenómeno se explica en las historias de este libro que narra diversos capítulos icónicos de los últimos 10 años, un periodo que desembocó en la actual realidad de una capital controlada por grupos que venden droga y tienen lazos con los grandes cárteles mexicanos. Algo que el gobierno de la ciudad se empeñó en negar durante años.

Desde 2007, un informe en poder de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal advertía de una “alerta naranja” para la ciudad por la presencia de cárteles relacionados con grupos de narcomenudeo.

En un documento llamado Panorama Estratégico Final, el cual se presentó en el Foro Nacional contra el Narcomenudeo, la procuraduría  capitalina advertía que los cárteles de Sinaloa, Juárez y Tijuana tenían influencia en la Ciudad de México. La alerta significaba que el crimen organizado ya registraba “acciones proactivas” en este territorio. “Se requiere de un ‘plan integral’ para el combate al narcotráfico y/o delincuencia organizada”, señalaba el reporte  que estuvo en manos de las autoridades cuando el jefe de gobierno era Marcelo Ebrard,  ahora canciller del gobierno de Andrés Manuel López Obrador.  Ni él ni su equipo parecieron aten- der la alerta. Muestra de ello fueron los episodios de sangre que empezaron a manchar la historia de la ciudad narra- dos en este libro. Tampoco escuchó la alarma Miguel Ángel Mancera, jefe de gobierno de 2012 a 2018, quien además había sido procurador  con su antecesor. El discurso predominante en ambos gobiernos fue la negación del problema: “hechos aislados”, “la ciudad está blindada”,  “no hay narco en la ciudad”, fueron algunas de las frases que barajea- ron ambos gobernantes.

Lo cierto es que, año tras año, actos cotidianos como caminar por áreas turísticas como Garibaldi, la Zona Rosa o la Condesa se han visto amenazados por grupos del narco- tráfico, cuya presencia es cada vez más dominante. Esto se ve en las extorsiones, cobro de piso o venta de droga en bares de la Roma, la Condesa y la Del Valle, colonias que antes se consideraban seguras y protegidas frente a actos violentos o fuera de la ley.

Las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, dependiente de la Secretaría de Gobernación,  son contundentes: en 2015, por ejemplo, la tasa de homicidios dolosos por habitante en la Ciudad de México era de 9.01. En 2016 subió a 10.26 y en 2017 aumentó a 11.89. El número total de asesinatos también creció en los últimos años. En 2015 se registraron 798, de los cuales 457 fueron con arma de fuego; mientras que en 2016 el número  subió a 906 y 556 respectivamente.  En 2017, los homicidios dolosos prácticamente se duplicaron y el año cerró con 1 816, de los cuales 1 048 fueron con arma de fuego. De modo que en la Ciudad de México se registraron en promedio 151 asesinatos al mes, muchos de los cuales se relacionaron con bandas criminales y pleitos entre grupos.

En tales circunstancias, este libro busca explicar cómo escaló el control de los grupos criminales ligados a los cárteles de la droga sobre demarcaciones específicas de la capital del país. Desde Tepito hasta el Centro Histórico; desde los bares de Insurgentes Sur hasta la Zona Rosa, desde Polanco hasta la Condesa y la Roma: de una calle a otra, bandas antagónicas pelean cada cuadra para vender drogas, cobrar cuotas a comerciantes y administrar otras mercancías ilícitas como la piratería. Desde el aeropuerto  de la Ciudad de México y los primeros decapitados en sus alrededores, hasta Tláhuac y los taxis organizados que intentaron proteger a un capo hoy abatido.

Los números, informes, expedientes y muertos cuentan una historia de la que hasta ahora no parece haber visos de un final alentador.

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Las cabezas alrededor del AICM (o cómo se pierde la normalidad)

El rostro de Gerardo  Santos Iglesias no se mueve. No son- ríe, no afirma, no niega. Es la mañana del 15 de diciembre de 2007. Su cabeza está petrificada. Sólo su dedo índice derecho, sin el resto de la mano, permanece dentro de su boca semiabierta. El cuerpo no está. Como tampoco está el de Carlos Tapia Rosillo. Las dos cabezas descansan en bolsas de plástico sobre una camioneta estacionada en la colonia Peñón de los Baños, con el sonido de aviones aterrizando y despegando de fondo.

Miguel, un alto mando de la policía capitalina de ese entonces, describe la escena 10 años después de que la vivió. Ahora está sentado en una cafetería de la colonia Condesa mientras recuerda el episodio. “Se me paralizó el cuello”, relata mientras hace una expresión de asco con la boca y la nariz.

Peñón de los Baños es un barrio contiguo al Aeropuerto Internacional  de la Ciudad de México (AICM). En la época prehispánica fue un centro importante por sus aguas terma- les, donde acudían los gobernantes antes de la Conquista, y también después, en el imperio de Maximiliano y Carlota, o incluso durante el porfiriato. Las aguas que ahí corren son ricas en minerales curativos, según han dictaminado geólogos de UNAM. Ahora sus calles asfaltadas y casas construidas sin uniformidad y a medio pintar no muestran ese esplendor, aunque los baños permanecen junto a una iglesia de belleza particular de la época colonial sobre la calle Puerto Aéreo. Hoy es una de las colonias con la mayor concentración de habitantes recluidos en penales por metro cuadrado.

Fue cerca de ese centro de aguas curativas donde termina- ron las cabezas de Gerardo y Carlos, empleados de la agencia Jet Service, cuyas oficinas estaban a unos pasos de ahí, en la terminal aérea.

Apenas en marzo de 2007, la aerolínea alemana Lufthansa había anunciado su nuevo departamento  Lufthansa Cargos y Servicios Logísticos en la Ciudad de México, cuyos servicios de administración y almacenamiento los gestionaría la empresa Jet Service S. A de C. V. “Este recinto cuenta con racks, un almacén refrigerado, andenes, circuito cerrado de cámaras y otros sistemas de seguridad, además del elemento humano para manejar adecuadamente la carga aérea. Trabajaremos en reducir la estadía de las mercancías en el almacén, principalmente para aquellas que se destinen al comercio exterior”, declaró al portal noticioso T21 Heinz Schinkel, entonces gerente de Lufthansa Cargo.

El anuncio de la contratación de servicios de una empresa ajena a la aerolínea para el almacenamiento se dio después de que en febrero y marzo de ese mismo año las autoridades decomisaran 2.5 toneladas de efedrina en las bodegas de la compañía alemana.

Lufthansa es una de las aerolíneas de mayor prestigio en el mundo y la más grande de Europa; hasta 1994 la tercera parte de sus acciones aún pertenecían al gobierno alemán. En 2016 se coló como la número 10 mejor evaluada en los World Airline Awards, que son como los Oscar en el mundo de la aviación.

A la empresa le interesaba desligarse de los escándalos por la droga encontrada  y decidió contratar una agencia externa. Las operaciones con Jet Service iniciaron el 1º de abril de 2007 sin aparentes contratiempos, pero el 12 de diciembre, ocho meses después del anuncio, un nuevo escándalo sacudió a la aerolínea. Agentes de la Policía Federal y de la Administración General de Aduanas del Servicio de Administración Tributaria encontraron  media tonelada de cocaína procedente de Colombia en los almacenes de Jet Service.1

Años después, narcotraficantes detenidos confesaron que la mercancía pertenecía al Cártel de Sinaloa.

Los hermanos Beltrán Leyva, que en ese entonces eran aliados de Joaquín El Chapo Guzmán Loera, líder de ese cártel, ordenaron torturar y asesinar a los que consideraron los responsables dentro de la empresa de que se confiscara esa droga, lo cual significó para ellos una pérdida  millonaria.

En aquel momento la Ciudad de México se consideraba una zona relativamente pacífica, lejos de ajustes de cuentas del narcotráfico. Aun así, las cabezas de Gerardo y Carlos en Peñón de los Baños conmocionaron a la opinión pública, que por primera vez empezó a cuestionarse sobre la presencia de cárteles en la capital. La escena fue como una gran pedrada sobre el agua de un lago, cuyas ondas empezaron a expandirse de adentro hacia fuera. El resto de los cuerpos se encontraron  en Tlalnepantla, Estado de México, un municipio conurbado dentro de la mancha metropolitana, conocido por ser una zona industrial con un alto índice de criminalidad.

Cuatro años después de ese episodio, el 12 de septiembre de 2011, detuvieron en Puebla a Sergio Villarreal Barragán, El Grande, un miembro de los Beltrán Leyva. Entonces se supo cómo y por qué murieron Gerardo,  Carlos y también Jorge Villegas Valdivia, cuyo cuerpo se encontró en el municipio de Otumba tres días después del hallazgo de sus compañeros.

Según las confesiones del Grande  en la Procuraduría General de la República (pgr), cuatro hombres que se hicieron pasar por policías federales secuestraron a los trabaja- dores. Horas antes de matarlos llegaron a las oficinas de la empresa situada a unos metros del aeropuerto en la colonia Moctezuma. Preguntaron  por ellos y se los llevaron en una camioneta negra. “El primero [en ser asesinado] fue Carlos Alberto Tapia, con quien me arreglé para que recibiera la droga”, confesó Sergio Villarreal.2

Un año antes del siniestro descubrimiento de las cabezas en Peñón de los Baños en 2007, el presidente Felipe Calderón había puesto en marcha el primer gran operativo de su gobierno contra bandas de narcotraficantes. A petición del gobernador  de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, se inició una ofensiva con miles de soldados en esa entidad. No obstante, tan sólo un año después, la violencia aumentó, así como las denuncias por desapariciones, que al final del sexenio del panista sumarían casi 30 mil.

En la mira del gobierno federal estaba el grupo llama- do La Familia, asentado sobre todo en Michoacán, además, supuestamente,  también estaba el Cártel de Sinaloa, el del Golfo y Los Zetas.

Según reportes  de inteligencia, en aquellos meses los Beltrán Leyva fueron tachados de traicioneros por gente del Chapo Guzmán, quien descubrió que ese grupo le daba información a las autoridades para que se decomisara la droga, y luego agentes federales se las vendían a ellos mucho más barata.

El presidente aseguraba que lo alarmante de la situación era que una buena parte de la droga que se traficaba hacia Estados Unidos se estaba quedando  en el país para “envenenar” a los jóvenes mexicanos.

De acuerdo con el Centro Nacional de Planeación, Análisis e Información para el Combate a la Delincuencia, el aeropuerto de la Ciudad de México se volvió un punto crucial para el trasiego de drogas, pero también para su recepción y distribución en la propia capital, donde la mayoría de los consumidores son jóvenes de entre 15 y 25 años. En ese recinto se trasladan anualmente 44 millones de pasajeros y llegan 537 mil toneladas de cargamentos desde una decena de países. El AICM ocupa el lugar 45 entre los aeropuertos más transitados del planeta. Por su ubicación entre barrios y zonas habitacionales, es más fácil la distribución de sustancias ilegales que se sacan de ahí sin problema y se esconden en casas de seguridad a unos pocos metros.

La mañana de 2007, cuando los capitalinos amanecieron con la noticia de que había decapitados en su ciudad, se replicó casi de manera idéntica semanas más tarde. El 14 de ene- ro de 2008, un vecino de la colonia Peñón de los Baños salió a pasear a su perro alrededor  de las 2:30 de la madrugada sobre la calle Durango, cuando al caminar cerca del número 138, frente a un pequeño parque, al lado de una iglesia, la mascota se acercó a dos bolsas de plástico y las rasgó. El hombre pudo ver en el interior las cabezas de dos jóvenes. Una tenía un arete en el lóbulo derecho, era de Luis Felipe Villagómez Hernández,  un pasante de derecho de 37 años de edad. La otra era de su primo, Sergio Armando Villagómez Junco, 10 años menor que él.

Algunas horas después, tras recibir la noticia del hallazgo, los familiares de los muertos merodeaban en las oficinas de la agencia 66 del Ministerio Público en espera de ver las cabezas. A los allegados les informaron que no había dudas, que eran ellos los mismos que habían desaparecido dos días atrás, luego de que salieron de la casa de Luis Felipe en una motocicleta. Ésa fue la última vez que sus padres los vieron vivos y completos.

Ambos vivían en el barrio de Tepito, el centro neurálgico de distribución y venta de drogas en la Ciudad de México. La zona se encuentra a unas cuadras de sitios turísticos internacionales como la plaza Garibaldi, donde decenas de mariachis ofrecen rondas de canciones. Situado en la colonia Morelos, el barrio abarca unas 25 manzanas con habitantes de clase media y baja. Ahí también se comercializan armas y otros artículos ilegales en casas escondidas entre los infinitos puestos de ropa, perfumes, aparatos electrónicos y zapatos.

Óscar Villagómez, primo de Luis Felipe, fue quien acudió al Ministerio Público. Ahí aseguró que su pariente había terminado la carrera de derecho en la Universidad del Valle de México y era litigante.

Días más tarde, Rodolfo Félix Cárdenas, el procurador capitalino, aseguró a los medios de comunicación que los jóvenes asesinados tenían antecedentes penales y que pertenecían a grupos que buscaban el control del narcomenudeo en Tepito, pero también en el aeropuerto. La muerte de ambos marcó un capítulo lúgubre en la historia de la ciudad, con tesis similares a los casos anteriores: bandas de narco- traficantes ligadas con cárteles peleaban el control del puerto aéreo y lo hacían de la manera más violenta.

Especialistas en el tema como Eduardo Torres, profesor de derecho de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, consideraron las decapitaciones como “una expresión extrema de la violencia” para generar terror y establecer zonas de control. Eran parte ya de la semiótica del delito, con la que empezaron a convivir los mexicanos y, a partir de ese momento, los capitalinos.

En 1989, el narcotraficante sinaloense Héctor El Güero Palma recibió en una caja enviada desde Venezuela la cabeza de su esposa. El hecho causó horror en la prensa mexicana; 18 años después ese tipo de escenas se replicaban de manera habitual a lo largo del territorio nacional.

La alerta estaba encendida.  Según el documento  Foro nacional contra el narcomenudeo; análisis situacional del narcotráfico, elaborado por la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México, el cual no se ha dado a conocer públicamente, desde mayo de 2007 se advirtió sobre la presencia de grupos de narcotraficantes en la capital. En el apartado “Cárteles de la droga” de ese documento, en la capital se ubicaron grupos clasificados como “cárteles locales D. F.”: Tepito, Iztapalapa, V. Carranza, Gustavo A. Madero y La Charola. Además se describía que “grupos de asiáticos establecieron relación con el desaparecido Amado Carrillo, y los hermanos Arellano Félix […] En el Distrito Federal se tiene fuerte presencia de la colonia coreana en el barrio de Tepito”. Según el apartado “Grupos  de narcotraficantes y los estados de influencia”, los cárteles de Tijuana, Colima, Juárez, Sinaloa, Golfo y Oaxaca tenían presencia en la Ciudad de México.

Como conclusiones, la procuraduría  señaló en el documento que “se podrán  incrementar  los hechos violentos, como ajuste de cuentas por la lucha de plazas y mercado interno [y] se podrán  agudizar las acciones violentas hacia funcionarios que combatan la delincuencia”. Los líderes de los principales cárteles ya rondaban en la ciudad sede de los poderes administrativos del país. Y desde su impunidad decidían quién moría y quién vivía.

En febrero de 2008, una bomba le explotó a un hombre que la iba cargando, pero cuyo objetivo era llevarla hasta las oficinas de la Secretaría de Seguridad Pública ubicadas en la glorieta de Insurgentes, en la colonia Juárez. Según las investigaciones, el atentado iba dirigido a un mando de la corporación por órdenes de gente de los Beltrán Leyva.

Otra muestra de la presencia de los cárteles en la Ciudad de México ocurrió el 31 de octubre de 2009, cuando encontraron en una camioneta el cadáver de Héctor Mauricio Sal- daña Perales, El Negro, y tres personas más, integrantes del grupo de los Beltrán Leyva. Saldaña había amenazado de muerte al alcalde electo de San Pedro Garza García, Nuevo León, Mauricio Fernández, quien lo acusaba de ser el líder de bandas de secuestro en ese municipio.

Durante su toma de protesta, el político anunció la muer- te de Saldaña, cuando los policías capitalinos aún no habían encontrado los cadáveres. La noticia la dio a las 12 del día y el hallazgo de los cadáveres, en la colonia Daniel Garza de la delegación Miguel Hidalgo, ocurrió a las tres de la tarde.

Según las investigaciones de autoridades federales, Arturo Beltrán Leyva había llamado a la capital al Negro y a otros colaboradores para una “reunión urgente”. Quien los recibió, un comisario de Arturo, les montó una trampa, los torturó y asesinó porque tenían información de que estaban cometiendo secuestros sin comunicárselo a sus jefes. Y el escenario que eligieron para ejecutar el plan fue la Ciudad de México. El mensaje fue claro: en la capital del país los capos de los grandes cárteles podían vivir, operar y matar.

1   Expediente PGR/SIEDO/279/07.

2   Averiguaciones TLA/I/7422/2007/12-T y OTU/II/1950/2007.