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México mutilado • Francisco Martín Moreno

¿Con arreglo a qué razón inconfesable se nos ha ocultado a los mexicanos la verdadera historia patria en los últimos 170 años?

Por
Escrito en OPINIÓN el

México mutilado es un grito de denuncia, de rabia, de impotencia. ¿Por qué los mexicanos hemos hablado tan escasamente de la guerra de 1846 contra Estados Unidos?

¿Por qué nos hemos negado a evaluar los alcances de la catastrófica derrota que tuvo como resultado, entre otros males, la pérdida de la mitad del territorio nacional?

¿Por qué no nos atrevemos a ver la herida agusanada por la que supuramos hasta la fecha?

Con su conocida prosa vertiginosa -un tobogán que nos lleva hasta las mismas entrañas de México-, Francisco Martín Moreno nos revela cómo conspiraron, en contra de su propio país, los altos jerarcas de la iglesia, distinguidos generales, presidentes de la República, destacados criollos, aristócratas, empresarios, periodistas, gobernadores, diputados y senadores.

¿La letra del himno nacional debería de ser: Mexicanos, sálvese el que pueda...?

¿Qué aprendimos de la guerra y de la traumática experiencia? ¿Acaso hoy, a más de 170 años, los mexicanos somos más unidos, más cultos, más preparados y hemos disminuido la distancia que nos separa de Estados Unidos?

Por lo visto, nadie repara en que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, con todas sus funestas consecuencias. Sin duda, los intereses creados fueron de tal magnitud que resultó más conveniente esconder la realidad que echar luz sobre nuestro pasado para desenmascarar, de una vez y para siempre, a los auténticos enemigos de México. 

México mutilado es una novela política que nos arroja en pleno rostro las explicaciones que nunca se atrevieron a darnos.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro “México mutilado” de Francisco Martín Moreno con autorización editorial de Penguin Random House.

Francisco Martín Moreno, uno de los autores más leídos en México, ha publicado una treintena de libros, la mayor parte novelas históricas, y más de cuatro mil columnas en periódicos y revistas, tanto nacionales como internacionales.

México mutilado | Francisco Martín Moreno

#AdelantosEditoriales


Fragmento México mutilado de Francisco Martín Moreno

Agradecimientos y desprecios

Debo dejar aquí una constancia explícita de mi más genuino agradecimiento a los investigadores mexicanos y extranjeros dedicados a estudiar profusamente el pasado de México sin otro compromiso que la ansiosa búsqueda de la verdad. Gracias por sus invaluables aportaciones, por sus afanosos empeños y, en algunos casos, por su desinteresada amistad.

No podría dejar de mencionar, en particular, a Ángela Moyano, quien en todo momento estuvo atenta al desarrollo de la presente novela y en muchas ocasiones me mostró diferentes derroteros insospechados por mí y que fueron definitivos para la feliz conclusión de mis trabajos. Suyos fueron diversos puntos de vista ciertamente aleccionadores. Mías son absolutamente todas y cada una de las conclusiones.

De la misma manera, no debo dejar pasar la oportunidad de externar mi más genuino desprecio a los mercenarios de la historia de México por haber enajenado, a cambio de unos billetes o de un puesto público, sus conocimientos, su imaginación, su tiempo y su talento a la causa despreciable de la historia oficial, que tanto ha confundido a generaciones y más generaciones de mexicanos. Gracias a ellos nos hemos tropezado, en buena parte, una y mil veces, con la misma piedra.

Vaya también mi más fundada condena a los políticos que financiaron con recursos públicos la redacción y publicación de obras de consumo y formación popular que impidieron la revelación de realidades históricas con las que se hubiera podido construir, sin duda, un mejor destino para México.

Tengo que escribir un breve prólogo…

Hace muchos años —así comienzan los cuentos—, cuando cursaba la escuela primaria, mis maestros, esos auténticos héroes nacionales ignorados, me revelaron la existencia de un rico e inmenso territorio mexicano conocido como Tejas, así, con jota, nada de Texas, el que después nos robaron los gringos recurriendo a la diplomacia de la anexión para tratar de legalizar, ante los ojos del mundo, un robo artero e imperdonable, que mutiló a nuestro país para siempre. Ahí, en las aulas, se incubó mi rencor y creció un resentimiento que subsiste hasta hoy.

Solo que la amañada absorción de Tejas a la Unión Americana desde luego no satisfizo los apetitos expansionistas de nuestros vecinos del norte, quienes también codiciaban ávidamente Nuevo México y California. ¿Qué haría Estados Unidos para apropiarse de dichos departamentos cuando sus ofertas de compra no eran siquiera escuchadas por el gobierno mexicano ni existía la posibilidad de apertura de un espacio político para oírlas? Muy sencillo: invocar la ayuda de la Divina Providencia… Al sentirse los yan-quis apoyados por el Señor, desenfundaron sus pistolas y después de disparar varios tiros en la cabeza del propietario de los bienes, inexplicablemente opuesto a ganar dinero, es decir, después de matar, según ellos, a quien se resistía a evolucionar y a enriquecerse, tomaron posesión de la propiedad ajena alegando defensa propia, en el caso concreto, derechos de conquista, logrados en el nombre sea de Dios…

En síntesis: cuando México se negó a vender sus tierras, los embajadores abandonaron el escenario para que este fuera ocupado por los militares, verdaderos profesionales especializados en el exterminio en masa del hombre, la única criatura de la naturaleza que utiliza la razón para matarse colectivamente… Estados Unidos le declaró la guerra a México en mayo de 1846. La catastrófica y no menos traumática derrota, tanto de nuestras fuerzas armadas como de la población civil, condujo a la firma de la paz en 1848, nada menos que en Guadalupe Hidalgo, lugar “sugerido” por el representante del presidente Polk, porque ahí había hecho supuestamente sus apariciones la Santa Patrona de los mexicanos y, de esta forma, Ella bendeciría los acuerdos… Por si fuera poco, y para nuestra vergüenza, el tratado fue firmado “EN EL NOMBRE DE DIOS TODOPODEROSO” para legalizar así, ante Dios —¡claro que ante Dios!—, ante la humanidad, la historia y el mundo, el gran hurto del siglo xix. ¿Quién les concedió a los norteamericanos el derecho de hablar y actuar nada menos que en el nombre de Dios…?

De esta suerte fuimos despojados de praderas, llanuras, valles, ríos, litorales, riberas y cañadas, además de promisorias minas. Tan solo unos meses después de la cancelación de las hostilidades, apareció mágicamente el oro en California, una California que, con todo y las inmensas riquezas escondidas en su suelo, había dejado de ser mexicana para siempre.

¿Perdimos la guerra gracias a la inferioridad militar de México? ¡Falso! Fuimos derrotados por una cadena de traiciones sin nombre, tanto por parte de los militares como de los políticos y de la iglesia católica, apostólica y romana, institución, esta última, no solo la más retardataria de la nación mexicana, sino también aliada al invasor, al igual que el propio Santa Anna. ¿La iglesia aliada…? ¡Sí, aliada a nuestros enemigos!, porque los jerarcas militares norteamericanos les habían garantizado a los purpurados no atentar contra sus bienes ni contra el ejercicio del culto, siempre y cuando el clero convenciera a los feligreses mexicanos de las ventajas de la rendición incondicional ante las tropas norteamericanas. ¿Resultado? Puebla, entre otras ciudades, se rindió sin disparar un solo tiro. Una de las peores vergüenzas la sufrimos cuando un obispo poblano bendijo la odiosa bandera de las barras y de las estrellas…

En lo que hace a la capital de la República, si bien hubo batallas feroces en donde los soldados mexicanos mostraron coraje y dignidad, la resistencia civil, una vez caída la ciudad, fue tan escasa como vergonzosa. La consigna silenciosa rezaba más o menos así: “Quien mate o hiera a un norteamericano pasará la eternidad en el infierno…” ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de México si la iglesia católica, por el contrario, hubiera sostenido: “Haz patria, mata a un yanqui…” La guerra habría adquirido otra connotación…

“¡Bendita la ley Lerdo! ¡Benditas las leyes de Reforma! ¡Bendito Juárez, el Benemérito de las Américas, el verdadero Padre de la Independencia de México! Él y solo él, junto con un selecto grupo de notables mexicanos, lograron desprender del cuello de la nación a esa enorme sanguijuela gelatinosa llamada iglesia católica, leal a Roma, al dinero, al poder político y al militar, pero nunca a México, al que le succionaba rabiosamente las energías y le negaba cualquier posibilidad de progreso y de estabilidad política. ¡Cuánta sangre se derramó al arrebatarle la inmensa mayoría de los bienes de producción a un clero voraz que había olvidado su misión divulgadora del evangelio!”, se decía en discursos abiertos en la Plaza del Volador, años después de la conclusión de la guerra contra Estados Unidos y meses antes de que iniciara la intervención francesa…

¡Pobre México!, acosado a mordidas y puñaladas desde el exterior por corsarios modernos y, además, dividido en lo doméstico por las ambiciones y los egoísmos desbridados de sus líderes, desprovistos de un claro concepto de patria por el que exponer la vida, misma que, eso sí, perdieron quienes dormían en petate… ¡Pobre México!, sometido a un clero terrateniente autorizado a recaudar el diezmo, además de ser dueño de financieras, titular de bancos camuflados, hipotecarias, latifundios, empresas e inmuebles, privilegios y patrimonio que defendía con ejércitos propios, tribunales especiales, policía secreta, cárceles clandestinas y fuero constitucional para la alta jerarquía eclesiástica…

¿Por qué el presidente Polk se negó a la anexión de todo el país, All Mexico, según le aconsejaban sus más allegados, y única-mente retuvo Tejas, Nuevo México y California? Porque los norteamericanos solo deseaban apoderarse de los territorios despoblados en los que pudiera asentarse libremente la raza superior, la suya, la anglosajona, sin contaminaciones de ninguna clase: “Nosotros integramos una raza blanca, libre, de extracción caucásica, pode-rosa, imaginativa, industriosa, alfabetizada y productiva, jamás nos sometimos a la degradación racial propia de un mestizaje…” En nuestro país muy pocos se percataron de que si México no desapareció de la geografía política mundial, se debió a la existencia de millones de indígenas asentados al sur del Río Bravo, de los que el jefe de la Casa Blanca no quiso saber nada… ¿Acaso tendré que exterminar a 6 millones de aborígenes torpes y tontos, igual de inútiles que nuestros pieles rojas? ¡No!, sentenció Polk de viva voz en aquel enero de 1848, ¡no!: prefiero pasar a la historia como un anexionista que como un asesino. Allá los mexicanos, que han cubierto de plomo las alas de su águila nacional… Su mestizaje es imposible de regenerar… No solo nunca remontarán el vuelo, sino que se precipitarán irremediablemente al vacío…

¿Cómo explicar la recepción popular brindada a Winfield Scott, el victorioso general norteamericano, cuando llegó hasta la Plaza de la Constitución entre vítores y aplausos provenientes de los balcones repletos de aristócratas y de una buena parte del sector adinerado del país? ¡Horror! ¡Imposible olvidar tampoco cuando a él, precisamente al jefe del ejército invasor, se le invitó posteriormente a convertirse nada menos que en el presidente de México! ¿A eso se le llama solidaridad nacional? ¿Cómo fue posible que muchos estados de la Federación se hubieran abstenido de enviar recursos económicos, soldados y armas para defender a la patria invadida, con el argumento de que “el problema no era suyo…”?

La rabia se me desborda. Debo dejar aquí el prólogo para explicar los hechos tal y como se dieron en las sacristías, en los cuarteles, en Palacio Nacional, en las tiendas de campaña durante la guerra, en la Casa Blanca, en el Capitolio, en el Potomac, en San Jacinto y en el Río Bravo, entre otros tantos lugares. Muchos personajes, anécdotas y pasajes no fueron contemplados con la debida profundidad en estas páginas. Espero tener la oportunidad de lograrlo en el futuro. Por esta ocasión, solo deseaba revelar a grandes zancadas lo ocurrido y liberarme, a como diera lugar, del efecto causado por las palabras de mis maestros cuando me relataron el gran robo del siglo xix. Fue mi contacto con la impotencia política.

Los mexicanos no queremos recordar cuando los yanquis nos hurtaron Tejas y nos despojaron, apuntándonos con un mosquete a la sien derecha, de California y Nuevo México, mientras estábamos derribados en el piso con la frente adherida al polvo. No, no hablamos ni escribimos de la guerra contra Estados Unidos, porque nos produce la misma sensación de vergüenza que el hecho de reconocer la existencia de un hermano asesino, o de tener una inmensa cicatriz en nuestro rostro, que nos negamos a contemplar en el espejo. Por ello mejor, mucho mejor, vivir envenenados, sin hablar del traumatismo histórico, en lugar de gritar de día nuestros dolores y complejos para volver a dar con la libertad.

Perdón por las omisiones. Son involuntarias. Perdón. Como sé que es imposible entender el país de nuestros días sin conocer el México del siglo xix, me apresuraré a contar. Nací para contar; sin embargo, no ignoro que dejo el tintero casi lleno. Sí, pero, por otro lado, he gritado hasta desgañitarme. Ya sin voz, escribo…

Francisco Martín Moreno

Prado Sur, México

Septiembre del 2004

Primer capítulo

La revolución de las tres horas

Mientras tengamos Congreso,

no esperemos progreso…

Antonio López de Santa Anna

Yo, sí, yo, yo lo vi todo, estuve presente en cada uno de los acontecimientos. Viví las más diversas experiencias al lado de los auténticos protagonistas de la historia. Los observé llorando desconsoladamente el vacío de la derrota mientras que, sin enjugarse las lágrimas y de rodillas ante la mujer amada, humedecían las abun-dantes telas de los vestidos de seda y brocados en oro, empapando hasta las crinolinas con sus babas. Sus esposas o amantes en turno permanecían inconmovibles, petrificadas. Nunca las vi tratando de acariciar los cabellos del poderoso líder caído en desgracia ni las sorprendí bajando piadosamente la vista para constatar el tamaño de su desconsuelo. Ni los incontenibles sollozos ni los puños crispados ni los lamentos ni las maldiciones ni las invocaciones a la traición, a la cobardía o a la torpeza, las convencieron de retirar la mirada del artesonado ni las animaron a conceder, al menos, una palabra de aliento ante el fracaso del emperador, del presidente o del general vencidos. Ellas esperaban impacientemente la feliz conclusión de ese patético estallido de llanto con las mandíbulas apretadas y la mirada extraviada, tal vez clavada en uno de los óleos monumentales en que habían quedado eternizados los hechos victoriosos, las rendiciones incondicionales de países y ciudades mediante la entrega simbólica de las llaves de oro: solo por aquellos instantes de gloria inolvidable, otrora vaciados en las telas, había valido la pena existir.

Yo asistí a batallas, parapetado a un lado de la artillería; tomé parte en el ataque de la caballería o cubrí, junto con los lanceros, la huida por la retaguardia. Estuve sentado, rodeado de militares enfundados en trajes de gala, charreteras y guerreras de oro, botas elevadas de charol y bandas tricolores cruzadas de un lado al otro del pecho insuflado y condecorado mientras explicaban, en críptico secreto, los detalles del combate final. Escuché, de pie, la revelación de los planes diseñados por oficiales de campaña reunidos sobria-mente alrededor de una mesa cubierta por mapas extendidos y desgastados, sobre los cuales, el alto mando conjunto trazaba las estrategias a ejecutarse en el campo del honor. En otras ocasiones, en elegantes salones decorados con múltiples banderas, asistí a negociaciones entre distinguidos hombres de monóculo, chistera y levita, quienes, una vez silenciado el fragor de los cañones y sin reparar en los miles de muertos, heridos y mutilados, se repartían el mundo apoyados en el derecho del conquistador de hacerse de enormes y ricas planicies sin ostentar ya mayores armas que unas sonrisas, si acaso, un par de amenazas disfrazadas y unas copas alargadas de burbujeante champán.

Recargado contra la pared o acariciando los picaportes dorados de las puertas de las alcobas palaciegas desde donde se gobierna un país, oí, de viva voz de los actores, las razones de su proceder cuando revelaban a sus mujeres sus iniciativas y sus intrigas, mientras las cubrían con besos o se envolvían junto con ellas en sábanas de satén al tiempo que estallaban en estruendosas carcajadas. ¡Qué placer es posible encontrar en la descripción de las hazañas para alcanzar el éxito, sobre todo si el interlocutor es el ser amado o, al menos, la dama ante la cual se intenta producir un hechizo efímero! ¡Cuánta satisfacción experimenta el líder cuando exhibe su ingenio, su astucia y su talento, como quien desenvaina su espada de acero refulgente y la blande en el vacío en busca de una sonora ovación para no dejar duda alguna de su agradecimiento a la herramienta acreedora de su triunfo!

Con la debida oportunidad conocí los pormenores de las campañas periodísticas encubiertas para manipular a la opinión pública, tergiversar la verdad, engañar, despertar el apetito por la riqueza, justificar, en fin, las acciones antes de ejecutarlas, legitimándolas anticipadamente. Descubrí la contratación de diversos agentes camuflados, cuya misión consistía en filtrar las ventajas de una invasión armada entre la población y las autoridades locales del país a intervenir. Supe de soldados disfrazados de colonos, de pastores al servicio de Dios y de la política expansionista, de columnistas convertidos en espías provocadores, dedicados a la sublevación de los ejércitos. Me encontré de golpe con voraces terratenientes disfrazados de diplomáticos y con tenderos, agiotistas, contratados espuriamente para representar, nada menos, que los asuntos mexicanos. Pude asistir a verdaderos aquelarres instalados en el interior de catedrales e iglesias, en donde se diseñaban los planes para asestar golpes de Estado o financiar levantamientos armados en contra de los gobiernos liberales decididos a expropiar los bienes eclesiásticos.

Yo estuve ahí, a un lado de los inquisidores, sentado entre las bancas de la iglesia de la Profesa, cuando el alto clero, dueño de vidas y haciendas en México, nombró a Agustín de Iturbide para que se encargara de independizar a México de la corona española. De esta manera, la iglesia católica no se vería lastimada ni en sus bienes ni en sus privilegios, según disponían las cortes de Cádiz. ¡Claro que la independencia la hacen los sacerdotes mexicanos para no correr la misma suerte que sus colegas de la península! Todavía más: presencié en las noches, años más tarde, encerrado en las sacristías, a luz de enormes cirios pascuales votivos, cómo los purpurados mexicanos, asociados con los generales norteamericanos, invasores de la patria, acordaban la rendición de nuestros pueblos y ciudades a cambio de que Estados Unidos se comprometiera a dejar intacto el patrimonio del clero católico. Para algo servían los púlpitos y los confesionarios…

Tuve contacto con mujeres esclavas, cuyo odio en contra de todo lo vivo, más aún si se trataba de seres humanos de piel blanca, era capitalizado para el triunfo de la causa, cualquiera que esta fuera. Una de aquellas negras, precisamente, le obsequió a Santa Anna un perfumado ramito de flores silvestres que escondía a la más venenosa de las serpientes conocidas. No pude comprender la traición de destacados patriotas cuando, de pronto, aparecieron defendiendo los objetivos enemigos, una vez convencidos, tanto de la inutilidad de su lucha en nuestro país, como de la calidad ética de sus coetáneos. Confirmé de nueva cuenta la suerte del débil frente al fuerte; el poder incontestable de la pólvora frente a las flechas; la ineficacia de la palabra contra la voz lacónica de los cañones; la imposición de la ley de la bala por encima de lo dispuesto por los códigos.

Descubrí, perplejo, los planes secretos de los más encumbrados políticos, en especial los norteamericanos, para hacerse de grandes territorios propiedad de su país vecino. Me estremecí ante la di-mensión de los embustes vertidos por supuestos cancerberos de la libertad, de la democracia y de la ley, cuando aquellos convocaron a sus congresos para convencerlos de la inminencia de un conflicto armado del que éramos enteramente inocentes… Como dijo James Polk, presidente de Estados Unidos, al declararle la guerra a México: “Después de reiteradas amenazas, México ha traspasado la frontera de los Estados Unidos, ha invadido nuestro territorio y ha derramado sangre norteamericana en tierra norteamericana”. ¡Falso! ¡Nunca se les movió ni un solo músculo de la cara! ¡Asaltantes embusteros! Su justificación no pasó de ser una vulgar patraña.

Yo comprobé personalmente los pretextos a los que recurrió el más poderoso para hacerse con alevosía y ventaja de los espléndidos bienes del incapaz, cuidando de escapar, en cada paso, del ojo escrutador de la historia. Invariablemente me sorprendí cuando las acciones ilícitas se ejecutaron en el nombre sea de la Divina Providencia, quien, supuestamente condujo a los colonos de la mano en dirección de los lugares, terrenos y recintos que, según ellos, les correspondían por disposición de Dios… Desde luego que contaban con una poderosa artillería para demostrar la validez irrefutable de su aserto. ¿Cómo resistirnos —se justificaban— cuando una fuerza sobrenatural recurre a nuestros ejércitos para pelear y entregarnos, gracias a la fuerza de las armas, lo que estaba reservado para ser de nuestra propiedad y lo será hasta más allá de la eternidad? Amén… Nos sometemos a un mandato celestial irrefutable, en nombre del cual matamos, robamos y nos apoderamos de lo ajeno, cumpliendo con una instrucción Superior, retirando los bienes improductivos de manos demostradamente inútiles y torpes para beneficiar a mayorías ilustradas, dignas y progresistas. ¿Vamos a sentirnos, acaso, culpables por haber cumplido puntualmente con los deseos del Todopoderoso? ¡Cuántos crímenes se han cometido en el nombre sea de Dios y de la democracia…!

Estuve en la antesala del presidente de la República Mexicana, en el Palacio Nacional, acompañado de liberales y conservadores, puros y radicales. A mi lado, podía distinguir las figuras de mili-tares regiamente ataviados, además de políticos de traje y corbatín oscuros, aristócratas de la corte española, peninsulares y criollos de ilustre prosapia y rancio abolengo. Cerca, a unos pasos, destacaba un grupo de jerarcas de la iglesia católica vestido con elegantes sotanas color púrpura, decoradas con gruesas cadenas y cruces de oro amarillo, cubiertas con piedras preciosas, un marcado contraste con la humilde indumentaria, alzacuellos, pantalón y saco negro, de los curas recién egresados del seminario que los acompañaban, debidamente instruidos para permanecer cualquier tiempo de pie y sin pestañear, flanqueando con todo respeto y en escrupuloso silencio, a sus ilustres señorías.

Pude estudiar detenidamente el comportamiento de los encumbrados visitantes, analizar su conversación, evaluar sus mi-radas cruzadas, sopesar sus respuestas ante la inquietud del resto de los interlocutores, quienes, sin ocultar su creciente impaciencia después de varias horas de espera, consultaban el reloj, encendían la pipa o el puro, colocaban correctamente la leontina dentro de los bolsillos del chaleco o revisaban el brillo de su calzado, listos ya para ingresar al despacho más importante de la nación, sin imaginar, a diferencia mía, que la primera oficina del país, desde donde se resolvía su destino, se había convertido transitoriamente en alcoba, dentro de la cual el ciudadano general-presidente ha-cía el amor arrebatadamente a una de las doncellas, una mulata desbordada en carnes todavía firmes, joven, tímida y antojadiza, contratada para la higiene y debido aseo de tan importante recinto. ¡Que esperen! ¡Que se jodan, para eso soy el amo! Me podría mear en las caras de quienes están allá afuera y todavía sonreirán porque son incapaces de desafiar mis poderes. Serán obsecuentes hasta la indignidad con tal de que les permita compartir el botín…

Viví innumerables efemérides en diferentes países. Conocí el origen de los acontecimientos y descubrí la identidad de los autores de decisiones que alteraron el ritmo de la rotación de la Tierra. Me fueron reveladas inenarrables fantasías íntimas concebidas por los más conspicuos personajes de nuestra historia. Advertí con toda oportunidad las intenciones de los protagonistas, así como los recursos que utilizarían para maquillar los hechos. Descubrí los verdaderos móviles de los diversos actores. Estuve presente cuando trazaron, en soledad o acompañados por sus hombres más leales, las estrategias ofensivas o defensivas y, sin embargo, nunca me había atrevido a hablar, a contarlo todo tal y como fue, sin proteger a los unos y denostar a los otros, sin condenar una causa y absolver a la otra. Quiero difundir, explicar, describir cada uno de los instantes que viví. Hacer públicos los secretos, delatar a los culpables y ensalzar a los héroes desconocidos si es que los hubiera. Es la hora de divulgar, de gritar con la escasa fuerza que aún me queda, de exhibir, de decir, de hacer correr la voz con mi propia versión de los hechos sin contemplaciones, con la esperanza de que alguien, en el futuro, me desmienta o me corrija, aporte más luz y entonces y solo entonces nos vayamos acercando a la verdad, una verdad, que por el momento, solo yo poseo…

Contaré sin medir las consecuencias. Aquí voy. No pido perdón por anticipado. Nadie se lo merece, como tampoco nadie, o tal vez muy pocos, se han hecho acreedores a honores hasta hoy ignorados.

Tú, sí, tú, el que estás ahí, de pie, sobre esa columna de mármol blanco y que fuiste inmortalizado en bronce con la mirada escrutadora clavada en la inmensidad del territorio sureño, prepárate porque pasarás la eternidad en el interior de un bote de basura y tú, el que estás en el cesto, tirado boca abajo, cubierto de mierda, saldrás a la luz y aparecerás en una escultura ecuestre montando un brioso corcel que sostendrá sus patas delanteras en el vacío como un honorable recordatorio a tu muerte durante el combate. Escúchame bien: tus ideales han sido suplantados por intereses políticos mezquinos. ¿Y los principios…? Hoy, como ayer, se siguen subastando al mejor postor.

Iniciaré, pues, mi relato escogiendo, a mi antojo, tanto el lugar como la fecha en que se dieron los acontecimientos. No necesito de muletas ni de recursos documentados aportados por terceros ni de elementos probatorios: baste mi voz y mi memoria, además de mi amor por la verdad y mi deseo de hacer justicia de una buena vez por todas y para siempre.

¿Lugar? La Habana, en los primeros días del mes de enero de 1846. Todavía recuerdo cuando caminaba yo lentamente sobre la arena del mar y recorría la playa con la valenciana recogida para evitar que las olas, invariablemente juguetonas, me empaparan. Arreglaba por última vez mis razonamientos, sosteniendo mis zapatos con la mano izquierda, antes de llegar a la residencia de Antonio López de Santa Anna, en aquella isla caribeña, la más grande de to-das las Antillas. Llamarlo “don” Antonio es dignificarlo; dirigirme a él por su nombre, Antonio, es lo menos que se merece antes de recurrir a ningún adjetivo para calificar su conducta y confundir al lector con una ausencia de objetividad. Que sea este último quien dicte el veredicto final.

¿Quién, con dos dedos de frente y un mínimo gramaje de dignidad y de capacidad previsora, le hubiera permitido a un Santa Anna ocupar nuevamente la presidencia de la República, sobre todo después de haber sido aprehendido por Sam Houston en San Jacinto en aquel remoto 1836, cuando dormía una “siesta” en lugar de defender la integridad territorial de México? Los Tratados de Velasco, aquellos que suscribió estando preso, en términos secretos, a espaldas del gobierno y del pueblo de México, para entregar Tejas a los yanquis con tal de no ver herida su hermosa piel lozana, ¿no constituyeron una felonía sin nombre ni límite, y, sin embargo, volvió a colocarse, no una, sino varias veces más, la banda en el pecho, tal y como lo haría al regresar del presente exilio cubano en agosto de 1846? ¿Cómo es posible aceptar que después de haber sido vergonzosamente derrotado en la guerra contra Estados Unidos de 1846-1848, habiendo perdido sospechosamente todas y cada una de las batallas, todavía se le hubiera suplicado volver en 1853 a la presidencia por décima primera ocasión y solo para que enajenara La Mesilla a nuestros odiados y admirados vecinos del norte?

¿Qué país es este, anestesiado, adormecido, que permite el saqueo de sus bienes, la venta de su territorio, el robo descarado de su patrimonio y todavía abraza a los defraudadores del tesoro público, los encumbra, los homenajea y los saluda con prístina convicción cívica? ¿Qué pretende el pueblo mexicano cuando obsequia con reverencias a los invasores, llámense norteamericanos del 46 o franceses del 64? ¿A qué se redujo la resistencia civil ante las intervenciones armadas extranjeras? ¿A qué, a qué, a qué…? ¿Cuál fue la respuesta de los capitalinos cuando los yanquis tomaron la capital de la República al final de la guerra en 1847? ¿Acaso Maximiliano no se hubiera eternizado en el Castillo de Chapultepec, apoyado por Napoleón III, si no es porque este se vio obligado a retirarle el respaldo militar ante la posibilidad real de una guerra contra Prusia, coyuntura que Juárez aprovechó enérgicamente para fusilar al emperador en el Cerro de las Campanas? ¿Qué gesta heroica popular, qué oposición ciudadana, feroz o no, organizada o no, se dio en contra de la invasión francesa, salvo cuando las armas nacionales se cubrieron efímeramente de gloria en la batalla de Puebla el 5 de mayo de 1862? Si el ejército fue vencido, la sociedad mexicana vengará la humillación y matará noche a noche a un soldado francés, no sin antes sacarle los ojos con los pulgares para colgarlo, acto seguido, de los pies del primer farol… ¿Sí…?

No es mi intención adelantar vísperas por más que el coraje me haga romper con el esquema de orden que debe prevalecer en toda narración. ¿Qué hacer cuando la rabia se desborda?

¿Qué hacía en Cuba Santa Anna, el famoso Quince Uñas, precisamente en aquel caluroso invierno cubano del 46? Yo lo diré: “Sufría” uno de los exilios que viviría con placidez y comodidad a lo largo de su dilatada carrera política.

“Santa Anna podrá sufrir ignominiosas derrotas, huir cobarde y vertiginosamente, esconderse, capitular, suscribir tratados vergonzosos a cambio de la conservación del hermoso pellejo, traicionar a propios y extraños, negociar en secreto con el enemigo, entregar grandes extensiones del territorio mexicano a cambio de su libertad personal, alterar la verdad de los acontecimientos, sí, sí, lo que sea, pero nunca perderá esa fuerza interior, esa seguri-dad personal, la necesaria para defender, según él, en todo trance, los intereses y la suprema e inmaculada gloria de la patria. Aquel es la quintaesencia del caudillo latinoamericano. Podría mudar de parecer y de causa en innumerables ocasiones sin perder la lealtad de sus compañeros. Invariablemente será querido y, más aún, necesitado y respetado.”

Nunca debe perderse de vista que el dictador es un genial experto en la distracción de la atención del público, sobre todo cuando él mismo se encuentra en dificultades y aprietos políticos. En esos momentos la presión le despertará una imaginación portentosa, la necesaria para jugar con las mil llaves del reino y estu-diar las incontables posibilidades mágicas para salir airoso ante un nuevo embate de la adversidad, esta última, una jugadora silenciosa y artera, invariablemente presente en cada lance.

Nuestro aguerrido y pintoresco personaje aprovechó otra coyuntura política en mayo de 1844 para ejercer una vez más la titularidad de la presidencia de México. Él se encontraba con licencia en su hacienda veracruzana, dedicado a revisar de reojo los asuntos políticos y también a escupirles tequila en la cara a sus gallos de pelea para medir su bravura y encenderlos antes del combate. Jamás supuso que esta nueva recuperación del poder presidencial tendría como consecuencia y desenlace, al año siguiente, en 1845, el exilio indefinido en la isla de Cuba, ahí, donde inicié mi narración.

En aquella ocasión, un mensajero mexicano proveniente de Washington se presentó en El Lencero, su finca favorita, con la noticia de la anexión de Tejas a Estados Unidos. Más concretamente: John Tyler, el presidente norteamericano, había firmado un tratado de anexión con 12 representantes tejanos. Por supuesto que faltaban, entre otros ingredientes jurídicos, la ratificación del Congreso de Estados Unidos, objetivo difícil de lograr, porque Tejas se incorporaría como un estado esclavista, y con los votos de los representantes tejanos en el Congreso yanqui, se descompondría el equilibrio de fuerzas en el Senado. Solo que la intención de hurto ahí estaba, una vez más, totalmente clara sobre la mesa, junto a la dorada oportunidad requerida por Su Excelencia. Había que sacarle todo el provecho. ¿Tejas? ¡Claro, Tejas! Vayamos en su defensa y en su rescate… Pelotón, ¡ya!

Inglaterra jugaba un papel sobresaliente en las maquinaciones de Tyler. El norte de Estados Unidos se oponía a la penetración inglesa en los estados sureños porque los británicos se apropia-rían, a la larga, de sus respectivos mercados… El sur, por su parte, rechazaba también la injerencia inglesa, aun la comercial, porque el Reino Unido estaba en contra de la esclavitud. El espionaje para descubrir oportunamente los planes europeos en Tejas llega a extremos inverosímiles. Se trata de impedir la anexión y de pelear por la supervivencia de la República de Tejas.

El jefe de la Casa Blanca, previendo el final de su gobierno, acelera los trámites anexionistas sin ocultar a su gabinete su grave preocupación respecto a la presencia y a las ambiciones inglesas al sur de Estados Unidos. Solo los insaciables británicos pueden descarrilar nuestro proyecto de país. Un arreglo entre la Gran Bretaña y México sería absolutamente inconveniente para Washington. Adelantémonos, ganémosles la partida. Es imperativa la suscripción y la ratificación de tratados, además, ¿por qué he de permitir que Polk, mi sucesor, se lleve la gloria de haber anexado Tejas a la Unión Americana? La proeza debe ser mía. El crédito histórico me deberá corresponder a mí, a nadie más… ¡Compren Tejas! ¡Ofrezcan dinero a cambio de esos territorios! ¡Corrompan a las autoridades si es necesario!, gritaba Tyler a voz en cuello: ya conocemos de sobra las inclinaciones de los mexicanos a arreglar sus negocios y sus diferencias por medio del discreto intercambio de bolsas de dinero por debajo de las mesas de negociaciones…

¿Cuál debería ser la respuesta de México? Muy sencilla: luchar por la reconquista de Tejas, nuestra Tejas, con “jota”, en ningún caso Texas, a la norteamericana. Ponerlo de otra forma o usar otro nombre constituye toda una blasfemia. No, no venderemos Tejas a Estados Unidos ni a nadie ni permitiremos que nos la arrebaten. Es un problema de honor nacional. Tyler ha cambiado perversa-mente el nombre de sus intenciones: en lugar de anexar debe usar el verbo robar. Antes de que la Casa Blanca concluya con sus planes diplomáticos y políticos y perdamos Tejas para siempre, debemos empeñar nuestro mejor esfuerzo en recuperar, por la vía militar, ese departamento norteño mexicano, mexicanísimo desde que la historia es historia.

¿Qué saben los gringos de los principios? Ellos solo saben de níqueles, dimes y dólares. Para ellos todo está en el mercado. Everything is a question of money, ¿no…? No es lo mismo que te den piadosamente un pan, a modo de caridad católica, a que te lo arrojen despectivamente a la cara… Los resultados son radicalmente distintos. ¡Ten! ¡Trágatelo y cállate! Nunca se debe olvidar que los muertos de hambre también tenemos dignidad. Allá los franceses cuando vendieron la Luisiana y los españoles cuando se deshicieron de la Florida… Para nosotros vender un metro de tierra mexicana equivale a vender a uno de nuestros hijos a cambio de un puñado de monedas de oro… ¿Verdad que esto es inentendible para un cara pálida? ¿Cómo explicarles a estos bandidos, tan elegantes, el concepto del honor mexicano? Les es inaccesible, ¿verdad? Claro: nunca lo entenderá quien contempla su existencia únicamente a través del prisma del dinero.

¿Quién se sentía con los arrestos para recuperar Tejas, una auténtica tarea faraónica? Santa Anna, el Benemérito, el Quince Uñas, según se burlaba también el populacho de su líder infatigable.