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Los dos hemisferios de Lucca • Bárbara Anderson

El viaje a India de un niño mexicano para reparar su cerebro con un tratamiento futurista.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Bárbara Anderson narra con brutal franqueza el día a día de tener un hijo con discapacidad: los retos dentro y fuera de casa, las complicaciones de salud y de vida; los cambios de prioridades; el Everest de cada día al tener un hijo con -hasta ahora- un diagnóstico irreversible como es la parálisis cerebral infantil.

La autora detalla cómo emprende un viaje a India con toda su familia para que Lucca sea uno de los primeros niños en someterse a un tratamiento de 28 días, dos ocasiones durante 2017 y otra en 2019, y los asombrosos resultados que vieron en él: una neurogénesis que arranca con el Cytotron, aparato creado por el científico indio Rajah Kumar.

Como buen viaje de todo héroe, la historia no termina ahí: Bárbara, a quien no le gusta aceptar un no por respuesta, se embarca en una lucha para lograr impulsar el uso del Cytotron en México.

Un vistazo a las posibilidades que se abren desde ahora para pacientes con parálisis cerebral y otras condiciones neurológicas además de otro tipo de enfermedades como el cáncer desde México, el punto más lejano en el mundo a Bangalore.

"Un libro estremecedor, hermoso, y últimamente esperanzador. Los dos hemisferios de Lucca es la prueba de que la perseverancia y el empeño siempre tienen su recompensa, y de que el Cytotron marcará un cambio de paradigma para millones de personas a nivel mundial que sufren problemas de salud hasta ahora intratables. Una joya de historia." -Michael Rowe, director de cine.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro Los dos hemisferios de Lucca de Bárbara Anderson con autorización editorial de Penguin Random House.

Bárbara Anderson (Argentina, 1973) es columnista de negocios en Grupo Milenio y activista por los derechos de las personas con discapacidad, tema en el que ha logrado impulsar cambios legales trascendentales en materia de la inclusión a través de la asociación Yo También, que comparte con su colega Katia D´Artigues. Ha destacado por su trabajo como periodista de economía, finanzas y negocios en medios impresos, en línea, de televisión y radio, tanto para grupos locales e internacionales.

Los dos hemisferios de LuccaBárbara Anderson

#AdelantosEditoriales


Fragmento de Los dos hemisferios de Lucca de Bárbara Anderson

Prólogo

Empecé escribiendo para vivir. Primero como reportera, luego como editora y más tarde como columnista.

Nunca había escrito sobre mí o sobre mi familia. La primera vez que inicié un blog personal, un diario en línea, fue cuando faltaban pocos días para viajar a India, en julio de 2017. No quería que nada se me escapara, que ningún detalle, ninguna reacción sobre el tratamiento experimental que le practicarían a mi hijo se escabullera a través del poroso material de la memoria.

Ahora escribo para contarles una historia real, una historia que aun a mí me sorprende.

Pero sobre todas las cosas escribo porque sé que lo que vivimos con Lucca en Bangalore puede ser útil para muchísimas personas más.

He contado infinidad de veces la historia de la parálisis cerebral de mi hijo, cómo encontré casi por casualidad a un científico al sur de India y de la manera en la que, con un aparato inédito y futurista que inventó, logró un cambio único en la neurología: la regeneración de neuronas que permitirían zurcir su lastimado cerebro y comenzar a superar su discapacidad.

En una de tantas ocasiones en que lo relaté, cuando explicaba utilizando algunos cubiertos cómo se regenera el tejido del cerebro gracias al magnetismo y las frecuencias de radio, mi amiga y colega Michelle Griffing me dijo: “Debes escribir todo esto; te ofrezco la editorial para que publiques esta historia”. Ella lleva varios años en el trabajo de sus sueños: leyendo bocetos y editando libros para Penguin Random House.

Sentí un hueco en el estómago: pedir a alguien que lleva veinticuatro años escribiendo sobre otros que cuente su propia historia es como enviar a un doctor a hacerse un check up.

Días más tarde otra colega, Olga Wornat, quien tiene una larga lista de libros publicados, me quitó parte de la carga: “La historia es Rajah Vijay Kumar; cuenta quién es este científico que inventó el Cytotron y todas las curiosidades de su vida (que ya verán que son vastas y variadas). Pídele ser su biógrafa”.

Perfecto: otra vez me ponía en modo de observación. Comencé a buscar materiales y a comprar libros, me inscribí a un curso intensivo sobre cómo escribir una biografía novelada, con Eduardo Limón, y, como parte del mismo empujón de entusiasmo, conseguí el sí de Kumar.

Michelle organizó una reunión con David García, el director editorial de Aguilar. Volví a rememorar las casualidades, los cambios en la condición de Lucca, los viajes a India, las peripecias de Kumar, la inminente llegada de su máquina maravillosa a México. Entonces él me puso de nuevo de cara al Everest que no quería escalar: “La historia debe ser contada en primera persona; eres tú narrando cómo un científico de India que te presentó un empresario mexicano está transformando el cerebro y la vida de Lucca y cómo gracias a su protocolo lo hará con miles de personas más”.

Es verdad: Nuestra vida cambió y es una buena noticia. Tenemos muchas razones para estar esperanzados e ilusionados, pues así como la adversidad nos unió como familia de una manera única, una nueva vida y el horizonte de posibilidades que tenemos por delante lo hicieron más aún.

Hay un antes y un después de India en mi vida y en la de cada uno de los miembros de la familia, no solamente en la de Lucca.

Y ésta es mi pequeña odisea.

NOTA DE LA AUTORA

El por qué de los dos hemisferios

El daño de Lucca involucra sus dos hemisferios cerebrales: el derecho y el izquierdo.

Su cura involucra también a los dos hemisferios: el occidental y el oriental.

Según los neurólogos, el hemisferio izquierdo se encarga de los procesos que involucran lógica, secuencia, control, razón, realidad, precisión, detalle. Es analítico en todo. El hemisferio derecho, en cambio, rige la pasión, la creatividad, las sensaciones. Hace planes a largo plazo, improvisa; es espontáneo, casual, holístico. Multitasking. Si yo hiciera el mismo paralelismo, pero esta vez hablando de Occidente y Oriente, repetiría el mismo modelo.

En México sólo teníamos delante de la discapacidad de Lucca la racionalidad de los médicos que nos decían: “Su hijo nunca podrá hacer nada por sí mismo, la parálisis cerebral no tiene cura”, mientras que en India teníamos el desparpajo de un científico que nos decía: “Yo no creo en enfermedades incurables, sí en enfermedades no estudiadas. Lucca podrá hacer lo que quiera en el futuro”.

Bajo la secuencia que dicta el modelo occidental sólo nos aferrábamos a los patrones de terapias, de fases de maduración que debían gestarse, mientras que la intuición oriental nos pedía que pusiéramos de pie a Lucca y, ¡voilà!, comenzó a dar pasos torpes, para nosotros imposibles. Con el control y la racionalidad occidental nos decían: “Si no come, si no usa su boca, nunca hablará”. Con base en la desestructurada visión oriental, una sonrisa originó en Lucca su primera palabra, rompiendo todas las teorías enciclopédicas.

Lucca es mi hijo. Tiene siete años. Estoy escribiendo esto para que jamás se queden con un no, para que nunca se queden con “qué hubiera sido si…”, para que no compren un diagnóstico por más sesudo que sea quien lo firme.

Y para que nunca piensen que algo es imposible.

Se puede soñar con una cura a pesar de que nos hayan tatuado la sentencia de que no la hay.

Hay que hacer más que decir.

Hay que probar más que lamentar.

Hace dos años, el 28 de junio de 2017, nos trepábamos en un avión con Lucca, su papá, su hermano, su nana y yo rumbo a Bangalore con más dudas que certezas. La “última Coca-Cola del desierto” estaba a dos días de vuelo, a 17 000 kilómetros, allá lejos, en India. Soñamos que podíamos tener una oportunidad, la primera de su tipo en Occidente, para ayudar a Lucca.

Era un volado.

Le dimos la vuelta al mundo sin garantías de nadie, ni del propio científico detrás de este tratamiento cien por ciento experimental. Respiramos hondo y nos dejamos llevar por la ciencia, la innovación, la magia y la mística de ese país. Y por la esperanza, ese ingrediente que en mi familia se cocina de nuevo cada vez que aparece algo en el horizonte.

Soñamos que podíamos tener buenos resultados y creímos —con dientes apretados— en eso que soñamos.

Las oportunidades nunca están a la vuelta de la esquina, pero sí se encuentran cuando uno está verdaderamente dispuesto a buscarlas.

Dicen que la diferencia entre ciencia ficción y ciencia es sólo timing.

Antes de morir, el cirujano californiano Leonard Shlain publicó un libro fascinante titulado Leonardo’s Brain (“El cerebro de Leonardo”) donde, con base en toda la bibliografía disponible y su ojo clínico, trató de desmenuzar por qué Leonardo Da Vinci fue el genio más prodigioso de la humanidad: un hombre renacentista sin educación, ambidiestro, vegetariano, pacifista, gay y profundamente creativo. Leonardo fue capaz de pintar la Mona Lisa mientras escribía sofisticadas recetas de cocina, creaba dibujos casi perfectos de cuerpos humanos mejorando el concepto de anatomía moderna y, como si todo eso fuera poco, dominó como nadie la ingeniería, la arquitectura, las matemáticas, la botánica y la cartografía. Era músico y compositor. Hablaba varios idiomas a la perfección. Descifró elementos de la teoría del caos y hasta presagió la tercera ley de Newton (“A cada acción siempre se opone una reacción igual”).

Shlain ofrece la explicación de cómo ser un genio en arte y ciencia al mismo tiempo cuando aborda la manera en que interactuaban los dos hemisferios cerebrales de Da Vinci.

Como si le hiciera una resonancia magnética hoy, el médico demuestra con variados ejemplos cómo ambos lados del cerebro de Leonardo estaban vinculados de una manera extraordinaria. La típica explicación sobre el hecho de que en cada uno de nosotros hay un hemisferio dominante no aplicaba para Da Vinci. Tenía un gran cuerpo calloso (la unión entre ambos hemisferios) más grueso y con más neuronas que el de un cerebro estándar, lo que permitía una conexión armónica y veloz, que informaba lo que ocurría en ambos lados de su cabeza.

Después de Leonardo Da Vinci no hubo otro genio con esa dualidad y ese talento para ser al mismo tiempo artista y científico de una manera disruptiva, futurista y perfecta.

¿Será que en el mundo, como en el cerebro, Oriente y Occidente siguen todavía cada cual por su lado, aprovechando sus fortalezas para trabajar, investigar y afrontar el futuro de la ciencia pero sin intercambiar información, sino apenas la necesaria? ¿Será que creemos más en la realidad que nos dicta el lado izquierdo del planeta que en las alternativas experimentales a las que se anima el derecho?

El propio Leonard Shlain hace un análisis final sobre el cerebro humano en su libro, que, si nos permitimos reemplazar por la visión de cada lado del meridiano de Greenwich (que para el caso es algo así como “el cuerpo calloso” del mundo), representa prácticamente una radiografía de la manera en que se enfoca la ciencia en Occidente y en Oriente:

La selección natural le dio al hemisferio izquierdo la hegemonía sobre el derecho. Sin embargo, bajo ciertas circunstancias, el hemisferio menor debe escapar al control del principal para producir su contribución más destacada: la creatividad. Para que la creatividad se manifieste, el cerebro derecho debe liberarse de la mano adormecedora del cerebro izquierdo inhibitorio y hacer su trabajo, sin trabas y en privado. Al igual que los radicales que planean una revolución, deben trabajar en secreto fuera del alcance de los conservadores del hemisferio izquierdo.

Después de resolver muchas de las fallas en la oscuridad de los procesos subterráneos del hemisferio derecho, la idea, el juego, la pintura, la teoría, la fórmula o la metáfora poética surgen exuberantemente, como por debajo de una tapa de alcantarilla que se superpone al inconsciente, y exige atención del cerebro izquierdo. Sobresaltado, el otro lado responde con asombro.

Nosotros, “todos los integrantes de mi familia”, en cierta manera hicimos lo mismo: desoyendo el “deber ser”, nos saltamos todas las teorías aceptadas por cientos de años de investigación neurológica y nos dejamos llevar por la intuición de que en Bangalore la creatividad y la ciencia parieron juntas un dispositivo que prometía algo imposible: hacer crecer las neuronas sin tener que abrir el cráneo y sin efectos colaterales.

Occidente y Oriente son realmente dos mundos distintos que controlan procesos diferentes.

Los dos hemisferios del cerebro también.

Pero las genialidades ocurren cuando hay mayor intercambio entre ambos lados.

Esto aplica a la geografía y también a la neurología.

Bárbara Anderson, marzo de 2019.

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De vacas milagrosas mexicanas a vacas sagradas en India

A la vida le basta el espacio de una grieta para renacer.

Ernesto Sabato

No podía cambiar la cita. Estaba agotada, pero tenía que llegar a las 9:30 en punto al restaurante Lipp del Hotel J. W. Marriott para encontrarme con Jesús Vizcarra. Él es uno de los empresarios ganaderos más importantes del país y del mundo, y son pocas las oportunidades en que concede entrevistas cuando viaja desde su natal Culiacán a la Ciudad de México.

Es viernes 31 de octubre de 2014 y necesito con urgencia, además, tener el tema del lunes siguiente para la columna diaria que publico en el periódico Milenio. Entre Halloween, Día de Muertos y un semiforzado puente de fin de semana, no podía cancelar la cita.

—¿Se siente bien? —fue lo primero que me preguntó Vizcarra con su voz contundente desde la impecable mesa de largos manteles.

—Sí, gracias. Perdón si llegué tarde.

—No, no es eso. La veo muy cansada.

—Sí, lo estoy, pero ya me encuentro aquí, así que arranquemos la entrevista —dije mientras con un ademán que es casi automático en mí sacaba el celular para grabarlo y mi Moleskine para tomar notas y cifras y hurgaba en el fondo de mi bolsa para averiguar si otra vez había olvidado mi pluma.

—En serio, ¿le pasó algo? Tome un poco de agua, ¿se siente bien?

—Bueno, no. Tuve un problema en casa y no pude dormir. Anoche mi hijo Lucca sufrió una convulsión y tuvimos que llevarlo de emergencia a El Hospitalito del Español; terminamos regresando a casa de madrugada, y después, con la adrenalina y el susto, ya no pude dormir.

—¿Qué tiene su hijo?

Suspiré hondo y me quité los lentes (sabía que íbamos a tardar un poco en empezar aquella entrevista sobre la mayor productora de carne del país).

Comencé por decir lo menos difícil: mi hijo tiene epilepsia y sus convulsiones son algo ya “normal” para mí, y no son pocas las semanas en que durante las noches —porque sus crisis siempre comienzan cuando se duerme profundamente— terminamos con su papá y su hermano en urgencias, peleando con sus venas frágiles y escurridizas para canalizarlo, para aplicar más valium del que ya le dimos en casa y esperar, con todos los monitores encendidos, a que la convulsión yugule (esto es, que se pase la crisis) y Lucca quede casi en coma farmacológico.

Después me animé a decir lo más difícil: mi hijo tiene parálisis cerebral infantil y en la mayoría de los casos esta discapacidad tiene asociada la epilepsia.

—¿Y quién es el médico o cuál es el mejor tratamiento en el mundo para tratar lo que él tiene?

Tratando de contener la amargura en mis palabras, mitad por el cansancio y mitad por lo personal y doloroso que el tema representaba para mí, le dije que no lo sabía. Jugaba con la textura del mantel prístino del Lipp y, mirando la tela, le dije lo que siempre escuché de doctores y terapeutas: la parálisis cerebral no tiene cura; la epilepsia sólo se controla.

—No puedo creer que una periodista tan importante como usted no haya “reporteado” sobre esto ni buscado más información sobre qué puede hacerse al respecto.

Su frase me dolió. ¿Cómo se atreve a decirle eso ni más ni menos que a una reportera? ¿Cómo se atreve a mezclar mi carrera y mi vida privada? ¿Cómo puede soltar tan alegremente una frase tan poderosa y a la vez tan agresiva? ¿Sabe lo que es mi día a día? ¿Sabe que voy corriendo de las exigencias de mi trabajo a las de los médicos y terapeutas, de mi casa a la guardería, donde no sólo velo por Lucca sino por su hermano, Bruno, de apenas un año de edad?

Creo que Vizcarra notó mi mirada lacrimosa y ofendida, y rápidamente cambió el tono de su voz.

—Déjeme que le cuente una historia personal, algo que me pasó con mi hijo, para que me entienda. Porque las cosas siempre pasan por algo.

Me contó que veinticuatro años antes, cuando era dirigente del gremio de la carne en Sinaloa y estaba en una junta, lo llamó su esposa. Del otro lado del teléfono ella lloraba porque Raúl, su pequeño hijo de cuatro años, estaba muy mal. Dos días antes, en una reunión con amigos, un sábado, en Mazatlán, alguien le dijo que el pequeño tenía un ojo desviado. El lunes la madre lo llevó al oftalmólogo, quien ordenó que le hicieran de inmediato una tomografía computarizada. “Cuando me llamó el neurólogo, que en esos tiempos era el secretario de Salud de Sonora, me dijo que le había detectado un tumor en el cerebro y que era muy grave. Yo los alcancé en el hospital. Un amigo nos prestó su avión privado y volamos a Tucson para que atendieran a mi hijo”, resumía con rapidez.

Una vez que operaron a su hijo y que salieron de la crisis de esa situación, Vizcarra se preguntó qué hubiera pasado si en vez de haber volado a Estados Unidos hubiera tenido que ingresar a un hospital local. “Me invitaron a conocer el Hospital Civil de Culiacán, al cual llamaban ‘El Hospital de la Muerte’ ”, seguía relatando mientras el mesero iba y venía en espera de poder tomar la orden.

De inmediato cambió el tono de la charla. Yo pensé que esa anécdota en realidad era una forma de crear empatía en un desayuno que estaba destinado a no convertirse en uno de “otra entrevista más”.

Ni él ni yo sabíamos en ese momento que esos cafés fríos en mi taza y en la suya eran el prólogo de una impresionante cruzada que unos años más tarde me llevó al otro lado del mundo y a viajar un par de siglos adelante en el tiempo.

El director de aquel hospital público pidió a Jesús Vizcarra, al final de la visita, donar un techo para proporcionarles sombra a los familiares que pasaban días enteros afuera, bajo el sol, esperando a sus parientes internados. “No, tú no necesitas eso; este hospital requiere cambiar todo el eje de gestión, porque es algo terrible, deplorable y deprimente. Entonces le dije que yo sería presidente del patronato del hospital.”

En aquel momento le pidió seiscientos mil pesos al gobernador local, Renato Vega, para pagar a proveedores y comenzar la operación desde cero.

En poco tiempo logró que aquel hospital se convirtiera en el mejor del noreste del país y entonces pensó en una manera de multiplicar este modelo de salud para todos. “Así nació Salud Digna hace once años”, me decía mientras seguía explicándome la importancia de los primeros diagnósticos, subrayando que el primer contacto con un médico constituye la respuesta binaria entre la vida y la muerte. Un dolor de estómago puede ser una indigestión o apendicitis. Que alguien detecte lo uno o lo otro después de hacer ecografías y análisis en esa primera consulta puede significar la diferencia entre vivir o morir.

Hasta ese momento yo nunca había escuchado sobre esta red de clínicas de atención primaria de alta tecnificación. Ahora sigo mucho más su crecimiento. A mediados de 2018 el sistema ya sumaba cien clínicas distribuidas en treinta estados y atendía a diez millones de mexicanos cada año a muy bajo costo.

“A partir de Raúl dejé de pensar —como muchos empresarios y yo mismo pensábamos hasta ese momento— sólo en atesorar más y más. Entendí que eso no es correcto y no genera ningún valor, excepto el económico. Uno debe ayudar”, me decía.

“¿Por qué le cuento todo esto? Porque en el consejo asesor de mis clínicas hay un médico mexicano, quien me dijo que estaba haciendo algo de investigación sobre el cerebro con unos socios en India. Me lo presentó hace unos meses en Washington el embajador Eduardo Medina Mora y desde ese momento me ha estado asesorando con una visión más global de la salud. ¿Qué tal si le marco ahora? Quizá él sepa de algo para su hijo.”

Sin dejarme oportunidad de decir algo, ya estaba marcando desde su celular.

“¿Qué? Ah, que estás durmiendo… ¿Estás en India? Bueno, ya te desperté, ahora necesito que ayudes a una amiga cuyo hijo está delicado.”

Del otro lado de la línea estaba este médico (al que llamaré Dr. J. por razones que más adelante comprenderán), quien me preguntó por el diagnóstico de Lucca.

Con tono calmado, a pesar de haberlo despertado al otro lado del mundo, me hizo algunas consultas primero con respecto a las convulsiones y luego sobre las causas que habían generado su parálisis cerebral.

“Hipoxia —dijo desde la habitación del Hotel Oberoi, en Bangalore—; es una de las causas más comunes de destrucción de tejido neuronal. Y, mire, qué casualidad, justo estoy aquí trabajando con un científico que ha logrado regenerar tejidos, entre ellos las neuronas.”

Me dio algunas definiciones científicas, me habló de este colega indio que incluso había logrado calcular la carga eléctrica de las células y su efecto en el funcionamiento químico de las mismas. Me dijo que estaban probando de manera experimental un aparato llamado Cytotron, que con una mezcla de electromagnetismo y ondas de radio lograba hacer que los tejidos del cuerpo se regeneraran, incluyendo algo que hasta ahora era imposible: crecer neuronas en zonas determinadas del cerebro.

“Sí, ya sé qué me va a decir: que las neuronas no crecen. Eso mismo decía yo, porque es lo que hemos aprendido tras siglos de neurología. Pues ya es posible hacerlo dentro del cerebro. Me gustaría explicarle mejor cuál es la base científica de todo esto. ¿Ustedes viven en la Ciudad de México? ¿Podrían recibirme para revisar a su hijo la semana que viene?”

Corté la llamada. Dejé el teléfono sobre el mantel y miré llorando a Vizcarra: “¡Parece que justo ahora están investigando sobre accidentes cerebrales y regeneración de neuronas! No lo puedo creer”.

Al otro lado de la mesa, debajo de su frondoso bigote negro, Jesús Vizcarra esbozaba una sonrisa.

No recuerdo lo que me dijo sobre sus ranchos, ni de sus miles de cabezas de ganado. Rápidamente anoté en mi libreta que su empresa SuKarne ya era el segundo mayor engordador de ganado del planeta, dueña de 70% de la producción de carne del país y la mayor exportadora mexicana de proteína animal. Con eso tenía para mi columna.

Me despedí y, mientras corría por el piso encerado del Hotel Marriott hacia la puerta, le hablé a mi esposo.

“Andrés, ¿estás en casa? No sabes lo que me acaba de pasar. Hablé con un médico en India que me dijo que podría ayudar a Lucca para hacerle crecer las neuronas que perdió el día que nació. Voy para allá a contarte”, le dije con un hilo de voz, porque mi entusiasmo no podía ser mayor.

Siempre me sucede. Lucca es como un botón de volumen de sentimientos en mi vida: cuando algo está mal con él, mi dolor es mucho más fuerte que cuando el enfermo es su hermano. Cuando logra hacer o superar algo bonito, mi emoción es enorme… una alegría que no se puede comparar con nada. Ahí estaba yo, en las escaleras del hotel, sin saber cómo procesar tanta información, sin entender la fuerza de ese rayo de sol que me iluminó de golpe.

Desde el día en que nació Lucca, nunca nadie nos dio esperanzas concretas: había que esperar unos años para saber si la parálisis cerebral que le provocó su “accidente de parto” era tan poderosa como para afectar no sólo la parte física sino también la intelectual.

Desde aquella madrugada del 14 de octubre de 2011 en que vino al mundo, no dejamos de peregrinar por los consultorios de diferentes médicos, de probar diversas corrientes de terapias de rehabilitación y métodos de estimulación, de experimentar con nuevas medicinas y de sentir, en el fondo, que en realidad toda esa búsqueda nos mantenía ocupados en el día a día y solapaba la angustia a futuro que los dos arrastrábamos: sabíamos que por su condición, Lucca no podría separarse de nosotros en toda su vida.

Él no podía mover intencionalmente ninguna parte de su cuerpo, excepto sus pupilas y con mucho esfuerzo. Experimentaba movimientos involuntarios: no controlaba sus brazos ni sus piernas, los cuales explotaban a patadas y dolorosos puñetazos sin sentido. No emitía muchos sonidos y babeaba sin parar. Nunca logró succionar: aún come por un botón gástrico; tampoco controla esfínteres. En resumen, depende de nosotros para todo.

Hacía pocos meses nos habían asegurado que su diagnóstico era parálisis cerebral infantil. Porque hay un consenso —irresponsable para mi gusto— de no poner ese título a su discapacidad hasta cumplidos los tres años de edad del paciente.

Antes, cuando nos preguntaban qué tenía Lucca, Andrés y yo repetíamos un diagnóstico lleno de conceptos complicados, un conjunto de términos científicos que generan el mismo tabú que el cáncer: “Lucca tiene leucomalacia periventricular bilateral en ganglios basales, generados por hipoxia al nacer”.

A sus tres años, teníamos por primera vez el nombre de su discapacidad, y también teníamos, por azares del destino, una posibilidad de mejorar esta difícil condición. En un desayuno de trabajo, el hombre que cría más vacas en Occidente me conectó con un científico en Oriente —allá, donde las vacas son sagradas—, con lo cual comenzó una cruzada llena de expectativas que convirtió a Lucca en el primer niño fuera de India en regenerar sus propias neuronas sin cirugía, sin medicinas y sin trasplantes.

Ese café con Vizcarra en México nos llevó, tres años y medio después, hasta Bangalore, donde descubrimos que el futuro de la medicina es más esperanzador de lo que nos imaginábamos y que se pueden tratar enfermedades si se actúa directamente sobre las proteínas que alimentan a las células responsables del funcionamiento del cuerpo.

Ese café fue el inicio de un viaje que aún seguimos transitando y que nos devolvió a nosotros, y en poco tiempo a miles de personas, la esperanza de tener una vida plena, aun con el diagnóstico más desalentador.