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Las rosas de mayo • Dot Hutchison

La esperada segunda parte de El jardín de las mariposas.

Por
Escrito en OPINIÓN el

En una antigua iglesia ha aparecido una joven con el cuello cercenado y el cuerpo rodeado de hermosas flores. Un retorcido ritual de violencia, belleza y castidad que el asesino cumple cada invierno con escalofriante puntualidad.

La hermana de Priya fue una de esas víctimas y, desde entonces, ella y su madre viven condenadas a cambiar de ciudad constantemente: cuando se mudan a un nuevo lugar con la esperanza de poder empezar de cero, la llegada de un misterioso arreglo floral aparece como un mal presagio, recordándoles que la muerte las acecha y que Priya podría ser la siguiente víctima.

Tras resolver el caso de El Jardín de las Mariposas, los detectives del FBI saben que deben emprender una desesperada carrera contra reloj para descubrir al asesino antes de que sea demasiado tarde y, aunque en ello Priya arriesgue su propia vida, es la única oportunidad para conseguirlo.

Fragmento del libro Las rosas de mayo, de Dot Hutchison. Traducción de Graciela Romero © 2019, Editorial Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Dot Hutchison es autora del bestseller internacional El Jardín de las Mariposas, la primera entrega de la serie El coleccionista, que será llevada a la pantalla grande. También escribió A Wounded Name, una novela juvenil basada en Hamlet de Shakespeare. Ha trabajado en un campamento de boy scouts, una tienda de artículos para manualidades, una librería y la Feria Renacentista. Le encantan las tormentas eléctricas, la mitología, la historia y las películas que pueden y deben verse una y otra vez.

Las rosas de mayo | Dot Hutchison

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Fragmento Las rosas de mayo

Si se deja desatendido, el trabajo de oficina se multiplica exponencialmente, como los conejos o los ganchos para la ropa. Mientras mira con mala cara las nuevas pilas de papeles sobre su escritorio, el agente especial Brandon Eddison no puede evitar preguntarse cómo se verían si les prendiera fuego. No sería difícil. Tan sólo raspar un cerillo, accionar un encendedor, el borde de una o dos páginas en medio para que las llamas corran bien y al parejo, y así todos los papeles desaparecerían.

—Si les prendes fuego, simplemente volverán a imprimirlos y tendrás que encargarte de ellos más los del reporte de incendio —dice una voz burlona a su derecha.

—Cállate, Ramírez —responde él con un suspiro. Mercedes Ramírez, su colega y amiga, simplemente vuelve a reírse y se recarga en su silla, estirándose hasta formar una línea larga y ligeramente curva. Su silla rechina a manera de reclamo. El escritorio de ella también está cubierto por papeles. No hay pilas, sólo está cubierto. Si Eddison le pidiera cualquier información específica, Ramírez la encontraría en menos de un minuto, y él nunca podrá entender cómo lo hace.

En la esquina, frente a sus escritorios que forman una «L», está el cubil de su compañero de alto rango, el supervisor y agente especial a cargo, Victor Hanoverian. Para disgusto y sorpresa de Eddison, todos los papeles en ese escritorio parecen resueltos, acomodados en carpetas de colores. Como líder de este intrépido trío, Vic tiene más trabajo de oficina que cualquiera de ellos y, de algún modo, siempre logra terminarlo primero. Eddison supone que eso es lo que treinta años en la agencia provocan en una persona, pero es aterrador pensarlo.

Vuelve la vista a su propio escritorio, a la nueva pila de papeles, y masculla mientras toma los primeros. Tiene un sistema, uno que desconcierta a Ramírez tanto como el de ella lo perturba a él, y pese a la altura de la pila, no tarda mucho en trasladar los papeles a las columnas correctas al fondo de su escritorio, ordenadas tanto por tema como por prioridad. Están perfectamente alineadas con el borde y las orillas de la superficie, alternándose en horizontal y vertical dentro de cada pila.

—¿Alguna vez has hablado con un doctor sobre eso? —pregunta Ramírez.

—¿Alguna vez te han buscado las televisoras para hablar sobre lo tuyo?

Ella suelta una risita y vuelve a concentrarse en su escritorio. Sería lindo si, de vez en vez, Ramírez mordiera el anzuelo. Claro que no es imperturbable, pero es extrañamente inmune a las provocaciones.

—¿Dónde está Vic?

—Viene de tomar una declaración; Bliss pidió que estuviera presente.

Eddison se pregunta si debería señalar que, a tres meses y medio de haber rescatado a las sobrevivientes del Jardín en llamas, Ramírez sigue usando los nombres de las Mariposas, aquellos que el captor dio a sus víctimas.

Pero no lo hace. Tal vez ella lo sabe. Casi siempre, el trabajo es más sencillo si pueden acomodarlo todo ordenadamente en cajitas dentro de sus cabezas; las historias de las chicas antes de que las secuestraran son algo más difícil de integrar.

Debe ponerse a trabajar. Es día de papeleo, o cuando menos en gran parte, y en serio necesita desaparecer al menos una de esas pilas para el final de la jornada. Sus ojos se posan sobre la colorida torre de carpetas que vive en la esquina posterior derecha de su escritorio y que año tras año ha ido creciendo con más carpetas pero sin respuestas. Esa pila nunca desaparece.

Se recarga en el respaldo de la silla y observa las dos fotografías enmarcadas sobre el archivero en el que guarda sus artículos de oficina y formatos en blanco. Una de ellas es de su hermana y él hace mucho tiempo, en Halloween, una de las últimas veces que la vio antes de que la secuestraran en la calle cuando iba a casa después de clases. Sólo tenía ocho años. La lógica le dice que debe estar muerta. Han pasado veinte años, pero aún se detiene a mirar a cualquier mujer de veintitantos que se parezca a su hermana. La esperanza es una cosa voluble y extraña.

Pero, claro, Faith también era voluble y extraña cuando sólo era su hermana y no una estadística más sobre niños perdidos.

La otra fotografía es más nueva, de hace apenas un par de años, un recuerdo del viaje más perturbador e inesperado que ha hecho y que no tenía que ver con el trabajo. Priya y su madre lo llevaron a una serie de extraños recorridos turísticos durante los más o menos seis meses que vivieron en Washington, D. C., pero aquel paseo fue como algo sacado de sus pesadillas. Ni siquiera sabe bien cómo terminaron en un campo lleno de enormes bustos de presidentes. Pero así fue y, en algún momento, él y Priya treparon a los hombros de Lincoln y señalaron hacia el enorme agujero en la parte posterior de la cabeza de la estatua. ¿Realista? Sí. ¿Intencional? A juzgar por lo maltratado de las demás figuras de seis metros de altura… no, realmente no. Hay otras fotos de ese día (bien guardadas en una caja de zapatos en un rincón de su clóset), pero esta es su favorita. No por el bastante perturbador busto de un presidente asesinado, sino porque es en la que Priya aparece con una sonrisa poco común en su rostro.

Eddison no conoció a la Priya que sonreía sin pensarlo. Esa Priya se hizo pedazos días antes de que él conociera a la chica que surgió de entre sus restos. La Priya que él conoce es cortante, hosca, y sus sonrisas son retadoras, atacan. Cualquier señal de delicadeza, de amabilidad, es algo accidental. Quizá su madre aún ve en ella algo tierno, pero nadie más, no desde que la hermana de Priya quedó reducida a fotografías y datos en una de las carpetas de colores en la esquina del escritorio de Eddison.

Está bastante seguro de que no hubiera podido ser amigo de la antigua Priya, aunque también le sorprende ser amigo de la actual. Ella sólo debió ser la hermana de una víctima de asesinato, una chica a la cual entrevistar para luego sentir lástima por ella y nunca conocerla realmente, pero en los días que siguieron al homicidio de su hermana, Priya tenía tanta rabia: contra el asesino, contra su hermana, contra la policía y contra todo el jodido mundo. Eddison conoce muy bien ese tipo de rabia.

Y como está pensando en ella, como es día de papeleo tras una serie de días malos mientras luchan por contener a los medios respecto del caso de las Mariposas, Eddison saca su celular personal, le toma una fotografía a la imagen enmarcada y se la manda a Priya. No espera una respuesta; el reloj le informa que apenas son las nueve donde ella está y como no tiene que levantarse para ir a la escuela, probablemente sigue envuelta en sus cobijas como un burrito.

Pero un momento después, el teléfono vibra con una respuesta. La fotografía es una toma panorámica de un edificio de ladrillo rojo que debería ser imponente pero sólo se ve presuntuoso, con una parte cubierta por celosías de metal oxidado que probablemente se llena de hiedra en los meses más cálidos. Por aquí y allá entre los ladrillos se ven algunas ventanas altas y estrechas de aire medieval.

¿Qué demonios?

Su teléfono vuelve a vibrar. «Esta es la escuela que casi me atrapa. Deberías ver sus uniformes».

«Sabía que sólo tomabas clases en línea para poder quedarte en pijama todo el día».

«No sólo por eso. ¿Sabías que el director protestó cuando mi mamá le explicó que no nos inscribiríamos? Le dijo que me hacía daño al dejarme apenas con una educación inferior».

Eddison hace un gesto de preocupación.

«Me imagino que eso no terminó muy bien».

«Supongo que está acostumbrado a mostrar su verga y obtener lo que quiere. Pero la verga de mi mamá es más impresionante».

Algo se posa sobre sus hombros y se sobresalta, pero sólo es Ramírez. Su concepto de espacio personal es tremendamente distinto, dado que él sí tiene idea de cómo deberían ser las cosas. Pero en vez de discutir, y como eso nunca parece servir de nada, Eddison inclina la pantalla para que ella lea.

—Mostrar su… ¡Eddison! —Le da un golpe en la oreja con la suficiente fuerza para que sea doloroso—. ¿Tú le enseñaste eso?

—Ya casi tiene diecisiete años, Ramírez. Es muy capaz de ser vulgar sin ayuda de nadie.

—Eres una mala influencia.

—¿Qué tal que ella es la mala influencia?

—¿Quién es el adulto?

—Claramente, ninguno de ustedes dos —señala una nueva voz.

Ambos hacen un gesto de pena.

Pero Vic no les recuerda que no está permitido sacar los celulares personales en horas de trabajo ni que hay otras cosas que deberían estar haciendo. Sólo pasa junto a ellos, rodeado por un aroma a café fresco, y grita sin voltear: «Salúdenme a Priya».

Rápidamente, Eddison cumple con la orden y escribe mientras Ramírez vuelve a su escritorio. La pronta respuesta de Priya lo hace reír.

«Awww, ¿te regañaron?».

«Mejor dime qué haces despierta».

«Caminar por ahí. El clima al fin mejoró».

«¿No hace frío?».

«Sí, pero ya no está nevando ni cae aguanieve u otras mierdas congeladas del cielo. Sólo veo qué hay por aquí».

«Llámame más tarde para contarme qué hay».

Espera la respuesta y luego guarda el teléfono en el cajón junto a su arma, su placa y todas las otras cosas con las que tiene prohibido jugar cuando está en su escritorio. En ese maldito flujo casi infinito de horrores que es su trabajo, Priya es una arisca chispa de vida.

Eddison lleva tiempo suficiente en la agencia como para agradecer eso.

En Huntington, Colorado, hace un frío terrible en febrero. Aunque traiga capas de ropa suficientes para sentirme tres veces de mi tamaño, el frío logra colarse entre las telas. Tenemos aquí una semana y este es el primer día en que el clima ha sido decente para explorar.

Hasta ahora, se parece a cualquiera de los lugares en los que hemos vivido en los últimos cuatro años. La compañía de mamá nos lleva por todo el país para que ella les resuelva emergencias, y en tres meses nos iremos de aquí, quizá para por fin quedarnos mientras ella se encarga del área de Recursos Humanos en la filial de París. Tal vez lo de Francia no sea algo definitivo, pero creo que a ambas nos gustaría que así fuera. «Priya en París» suena adorable. Mientras tanto, Huntington está tan cerca de Denver que mamá puede ir y venir cómodamente, y al mismo tiempo está tan lejos que se siente más como una comunidad que como una ciudad, de acuerdo con el agente de la compañía que nos recibió en la casa cuando llegamos.

Tras cinco días de aguanieve, nevó todo el fin de semana; las áreas verdes quedaron cubiertas de blanco y las orillas asquerosamente grises. Hay pocas cosas más feas que la nieve paleada. Pero las calles están libres y todas las aceras, teñidas de azul por la sal. Se siente como si caminaras sobre los restos de una matanza de pitufos.

Meto las manos en los bolsillos del abrigo mientras camino, en parte para tener más calor que el de los guantes y en parte para evitar que mis dedos anhelen una mejor cámara que la del teléfono. Dejé mi cámara buena en la casa, pero Huntington es un poco más interesante de lo que esperaba.

Al pasar la primaria más cercana, veo un refugio invernal para las ardillas a un costado del patio; básicamente es un gallinero extravagante pintado de rojo brillante. Hay un agujero en la parte de abajo para que puedan entrar y salir, y el parpadeo de una luz roja evidencia una cámara en su interior que debe hacer que los niños de la escuela puedan observar a los roedores durante el invierno. En este momento, unas cuantas duermen tranquilamente en lo que parecen ser unas telas semirrrotas y aserrín. Sí, obviamente me asomé. Es un refugio de ardillas.

A menos de dos kilómetros hay un terreno baldío pasando una intersección, demasiado pequeño para ser un parque, pero con un hermoso quiosco de hierro forjado en el centro. O algo así como un quiosco pues no tiene piso, solamente los postes enterrados en la tierra congelada, y aunque el metal es macizo, los soportes están detalladamente decorados en sus uniones y el techo, que es casi una cúpula bulbosa, se ve elegante y delicado. Es como si fuera una capilla de bodas al aire libre, aunque rodeada de lugares de comida rápida y la solitaria oficina de un optometrista.

Para volver a casa por el camino más largo, tengo que cruzar una intersección de siete calles, la mitad de ellas de un solo sentido y con todos los señalamientos apuntando en la dirección incorrecta. No hay ni un coche a la vista en ninguna de las siete calles. Claro que apenas son las once y media de la mañana y la mayoría de la gente está en la escuela o en el trabajo, pero tengo la sensación de que esta intersección sólo la toman los conductores que se han resignado a la inevitable certidumbre de la muerte y la destrucción.

Tomo fotos de todo, aunque seguramente saldrán horribles con mi teléfono, porque tomar fotos es lo que hago. De algún modo el mundo parece un lugar menos aterrador si puedo poner el lente de una cámara entre todo lo demás y yo. Pero más que nada tomo fotos por Chavi, para que ella pueda ver lo que yo veo.

Chavi lleva casi cinco años muerta.

Yo sigo tomando fotografías.

La muerte de Chavi fue la razón por la que conocí a mis agentes del FBI; Eddison, Mercedes y Vic son míos de una forma significativa. Ella debió ser sólo un caso más, mi hermana mayor debió ser tan sólo una chica asesinada en un archivo, pero ellos me siguieron la pista. Tarjetas, e-mails y llamadas, y en algún momento dejé de resentir que me recordaran la muerte de Chavi y me sentí agradecida de que, mientras nos mudábamos de un sitio a otro, yo siguiera teniendo a mi extraño grupo de amigos en Quántico.

Paso junto a la biblioteca que más bien parece una catedral, con todo y vitrales y un campanario, y junto a una licorería entre despachos de abogados especializados en infracciones vehiculares por conducir ebrio. Un poco más adelante hay una plaza anclada de un lado por un enorme gimnasio abierto las veinticuatro horas y una guardería vespertina al otro extremo; entre ellos hay siete tipos diferentes de comida rápida. Por extraño que parezca, eso es algo que me gusta, la contradicción y el caos, la conciencia de que nuestras intenciones tienden a irse a la mierda y nuestros vicios siempre están ahí, esperándonos.

Una plaza más grande, de dos pisos y con una decoración mucho más elaborada de la que debería tener cualquier centro comercial, alberga lo que debe ser el supermercado más elegante de la nación. Afuera, un letrero anuncia que hay un Starbucks al interior pero hay otro en la plaza y uno más al cruzar la calle, por lo que parece que es un chiste, pero no lo es.

Probablemente debería almorzar, aunque intento no comer sola si puedo evitarlo. No es una cosa de salud; si salgo con mamá por comida para llevar, voy gustosa. Lo que me molesta es hacerlo sola. Tras algunos años de intentar equilibrar lo que mi cuerpo necesita contra lo que mis emociones insisten que necesito, aún no me sale bien. A veces, aunque ahora casi solamente en los días malos, vuelvo a comer hasta sentir náuseas al recordar que Chavi no está aquí, no está y el maldito dolor es tal que no tiene sentido, porque cualquier cosa que duela así debería sangrar, debería poder arreglarse y eso no es posible, así que comer oreos hasta el punto de casi reventar, con retortijones y vómito, me permite que el dolor tenga sentido.

Ya han pasado unos meses desde que crucé la línea que me impuse yo misma y me desplomé sobre el escusado (definitivamente las Oreo no saben tan bien en la segunda vuelta), pero aún estoy… consciente, supongo, de que mi control no funciona como debería. A mi mamá siempre le ha preocupado mucho menos el peso que lo de que coma hasta vomitar, pero entre las dos (con su voluntad de hierro y mi fe en su voluntad de hierro) hemos logrado estabilizar las cosas para que ya no salte salvajemente entre los preocupantes extremos de estar gorda y en los huesos.

Que mi peso actual haga que me parezca más que nunca a Chavi… bueno. En los mejores días sólo es un escalofrío y evitar cuidadosamente las imágenes y los espejos que sean más grandes que uno de bolsillo. En los días malos son agujas bajo mi piel y mis dedos ansiosos por alcanzar unas Oreo. Mi mamá dice que estoy en un proceso.

Entro al supermercado. Estoy segura de que no puedo sentir la punta de la nariz, así que una bebida caliente no será algo terrible. Si no como hasta llegar a casa, es menos probable que me meta en problemas.

La barista es una señora pequeña y con aspecto de gorrión que debe tener por lo menos ochenta años, con su cabello de color lavanda recogido en un moño a la gibson girl y con unos pasadores de un morado brillante. Su espalda y sus hombros están encorvados y sus manos, artríticas, pero sus ojos están llenos de vida y su sonrisa es amable. Me pregunto si necesita este trabajo o simplemente es una de esas personas que se buscan un empleo de medio tiempo tras jubilarse porque su casa o su esposo las desesperan cuando comparten demasiado tiempo.

—¿Cuál es tu nombre, linda? —pregunta con su Sharpie en la mano mientras con la otra toma un vaso.

—Jane.

Porque es horrible ver cómo la gente escribe «Priya».

Unos minutos después, tengo mi bebida. Hay mesas y sillas apiñadas en una esquina de la tienda y desde unas bocinas en el techo suena un cd corporativo de jazz suave, pero todo queda sepultado por los sonidos del resto del lugar: voceos chillones en el altavoz, choques de carritos, latas y cajas, niños gritando, el soundtrack de rock pop; es caótico y escandaloso y hace que esto de tener una cafetería en el supermercado sea un poco extraño.

Salgo de nuevo al frío y recibo el ataque de la brisa que ha comenzado a soplar. Camino por el estacionamiento. Llegué por la parte trasera de la plaza, pero el camino del frente me llevará directo a casa y probablemente es hora de que vuelva.

Pero me quedo petrificada al ver un pequeño y extraño pabellón. Está sobre un espacio cubierto de pasto, uno de los muchos que separan en secciones el estacionamiento, con el metal forrado por tres lados por lo que parece ser una pesada lona blanca. Unos calentadores en espiral de un rojo encendido cuelgan de las vigas sobre las cabezas de un grupo formado principalmente por ancianos con gorras de béisbol similares, en azul oscuro o negro con un bordado amarillo, todos protegiéndose del frío que se cuela por el lado abierto de la lona. Están sentados en unas mesas de picnic de piedra, con tableros y piezas en medio. No debería despertar nada en mí, pero sí lo hace, porque es algo dolorosamente conocido.

Nada es tan repetitivo como un grupo de viejos reunidos para jugar ajedrez.

Papá y yo solíamos jugar.

Él era muy malo y yo fingía que también lo era, lo cual lo molestaba mucho más que a mí, pero jugábamos cada sábado por la mañana en el parque cerca de la casa o en la iglesia contigua, vacía durante los largos inviernos de Boston. A veces él también quería jugar en la semana, pero había algo en la tradición del sábado que me atraía.

Aun sin papá, sigo buscando reuniones de ajedrez en cualquier lugar al que nos mudamos. Siempre pierdo, al menos la mitad de las veces a propósito, pero aun así quiero jugar. Todo lo demás que representaba a papá ha desaparecido, pero convencer a la gente de que soy mala para el ajedrez es algo que puedo mantener vivo.

La puerta de un auto rechina al abrirse cerca de mí y me distrae de los ancianos y sus tableros. A unos metros, una joven de unos veintitantos al volante, con un enorme tejido sobre el regazo, me sonríe.

—Puedes ir a hablar con ellos —dice—. No muerden. Al menos no con dientes.

Ya no soy muy buena para sonreír y cuando lo hago doy un poco de miedo, pero intento ofrecerle una expresión adecuadamente amigable.

—No quiero interrumpir. ¿Dejan que otras personas jueguen con ellos?

—A veces. Son muy especiales en eso, pero no hace daño preguntar. Mi abuelo está allá.

Eso explica el tejido. Gracias a Dios, porque una Madame Defarge de estacionamiento sería bastante escalofriante.

—Ve a preguntar —insiste, y su pulgar acaricia despreocupadamente el bucle de estambre rojo que envuelve su meñique—. Lo peor que puede pasar es que te digan que no.

—¿Ese es tu consejo para todos los que se quedan mirando?

***