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Las 999 mujeres de Auschwitz • Heather Dune Macadam

La extraordinaria historia de las jóvenes judías que llegaron en el primer tren a Auschwitz.

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Escrito en OPINIÓN el

El 25 de marzo de 1942, cientos de jóvenes mujeres judías y solteras abandonaron sus hogares para subir a un tren. Estaban impecablemente vestidas y peinadas, y arrastraban sus maletas llenas de ropa tejida a mano y comida casera. La mayoría de estas mujeres y niñas nunca habían pasado ni una noche fuera de casa, pero se habían ofrecido voluntariamente para trabajar durante tres meses en época de guerra. ¿Tres meses de trabajo? No podía ser algo tan malo. Ninguno de sus padres habría adivinado que el Gobierno acababa de vender a sus hijas a los nazis para trabajar como esclavas. Ninguno sabía que estaban destinadas a Auschwitz.

Los libros de historia han podido pasar por alto este hecho, pero lo cierto es que el primer grupo de judíos deportados a Auschwitz para trabajar como esclavos no incluía a combatientes de la resistencia, ni a prisioneros de guerra, no. No había ni un solo hombre prisionero en esos vagones de ganado. Era un tren de 999 mujeres, vendido a la Alemania nazi por una dote de 500 marcos alemanes, el equivalente a 200 euros.

Estas 999 mujeres jóvenes fueron consideradas indignas e insignificantes, no sólo porque eran judías, sino también porque eran mujeres. Estas chicas eran peones en un gran plan de destrucción humana, pero frustraron ese plan al sobrevivir y dejar su testimonio a sus familiares. Este libro da voz a esas mujeres y niñas que la historia olvidó.

La crítica ha dicho:

“Una narración asombrosa sobre las mujeres olvidadas del Holocausto”, Gail Sheehy.

“Una investigación extensa y llena de pasión. Heather Dune Macadam le da al primer transporte oficial de mujeres a Auschwitz el sitio que se merece en la historia sobre el Holocausto”, Dr. Rochelle G. Saidel.

“Libros como este son fundamentales: recuerdan a los lectores modernos acontecimientos que no se deben olvidar”, del prólogo de Caroline Moorehead.

“Una importante historia que se une a los anales del Holocausto y al de la historia de las mujeres. Cualquiera no sería capaz de manejar con tanto acierto toda esta información, pero Heather Dune Macadam está profundamente cualificada y lo hace con una brillantez sobresaliente”, Susan Lacy.

La Silla Rota te regala un fragmento del libro " Las 999 mujeres de Auschwitz", de Heather Dune Macadam, con autorización editorial de Penguin Random House.

Las 999 mujeres de Auschwitz | Heather Dune Macadam

#AdelantosEditoriales

 

Fragmento Las 999 mujeres de Auschwitz de Heater Dune Macadam

 

Prólogo por Caroline Moorehead

No se sabe a ciencia cierta, y quizá no se sepa nunca, el número exacto de personas transportadas a Auschwitz entre 1941 y 1944, ni quién murió allí, a pesar de que la mayoría de los investigadores acepta la cifra de un millón. Pero Heather Dune Macadam sí sabe exactamente cuántas mujeres de Eslovaquia fueron a parar al primer convoy que llegó al campo el 26 de marzo de 1942. También sabe, gracias a la investigación meticulosa en archivos y a entrevistas con las supervivientes, que a aquellas casi mil jóvenes judías, algunas con apenas quince años, las recogieron de toda Eslovaquia en la primavera de 1942 y les dijeron que las enviaban a realizar un servicio laboral para el Gobierno en la Polonia recién ocupada y que no estarían fuera más que unos pocos meses. Muy pocas regresaron.

Macadam ha partido de las listas aportadas por Yad Vashem en Israel, los testimonios del Archivo Visual de la Fundación Shoah y los Archivos Nacionales de Eslovaquia; ha buscado a las pocas que todavía viven y también ha hablado con sus parientes y descendientes para recrear en su investigación no solo el trasfondo de estas mujeres del primer convoy, sino sus vidas —y sus muertes— cotidianas durante los años que pasaron en Auschwitz. Su tarea se ha complicado, y sus descubrimientos se han vuelto más impresionantes, por la pérdida de registros, por la abundancia de nombres y apodos, que además adoptaban grafías muy diferentes, y por la cantidad de tiempo que ha transcurrido desde la Segunda Guerra Mundial. Escribir sobre el Holocausto y la muerte en los campos de concentración no es, como dice ella misma, fácil. La forma que ha elegido para contarlo, utilizando licencias de novelista para imaginar escenas y recrear conversaciones, le da inmediatez a su texto.

Fue a finales del invierno de 1940-1941 cuando IG Farben se asentó en Auschwitz. Cerca había un cruce de vías de tren, varias minas y acceso a abundantes fuentes de agua; era un lugar adecuado para construir una planta descomunal en la que se fabricaría goma artificial y gasolina sintética. Auschwitz también participaría en la «solución final al problema judío»: sería un lugar donde, además de alojar a los trabajadores, se podía matar a los prisioneros rápidamente y sus cuerpos se podían eliminar con la misma velocidad. Cuando, en septiembre, se llevó a cabo el primer experimento con ácido prúsico, o Zyklon B, y se vio su efectividad al gasear a 850 presos, Rudolf Höss, el comandante del campo, consideró haber dado con la solución al «problema judío». Puesto que los médicos del campo de concentración le aseguraron que el gas era «sin sangre», concluyó que así podría ahorrarles a sus hombres el trauma de ver escenas desagradables.

Pero primero había que construir el campo. Pidieron a un arquitecto, el doctor Hans Stosberg, que elaborara los planos. En la Conferencia de Wannsee, el 20 de enero de 1942, la Oficina de Seguridad del Reich estimó que la Europa ocupada solo incluía un total de cerca de once millones de judíos. En palabras de Reinhard Heydrich, número dos de la jerarquía de las SS después de Heinrich Himmler, había que «ponerlos a trabajar de un modo adecuado dentro del marco de la Solución Final». Había que matar de inmediato a quienes no pudieran trabajar, ya fuera por estar débiles, ser demasiado jóvenes o demasiado viejos. Los más fuertes trabajarían y se les mataría con el tiempo, puesto que «esta élite natural, de ser liberada, ha de considerarse el germen potencial de un nuevo orden judío».

Eslovaquia fue el primer estado satélite que se convirtió en un país deportador. Después de formar parte del reino de Hungría durante mil años y haberse integrado en Checoslovaquia desde finales de la Primera Guerra Mundial, consiguió la independencia en 1939 con la protección de Alemania, a quien cedía gran parte de su autonomía a cambio de asistencia económica. Jozef Tiso, un sacerdote católico, se hizo presidente, prohibió los partidos opositores, impuso la censura, fundó una guardia nacionalista y avivó el antisemitismo, que había ido creciendo por la llegada de oleadas de refugiados judíos que huían de Austria después del Anschluss. Un censo de la época determinó que el número de judíos era de 89 000 personas, es decir, el 3.4 por ciento de la población.

La orden dirigida a judías solteras de entre dieciséis y treinta y cinco años para que se registraran y llevaran sus pertenencias a un punto de encuentro no resultó alarmante al principio, a pesar de que algunas familias clarividentes hicieron desesperados intentos por ocultar a sus hijas. De hecho, muchas chicas consideraron emocionante la idea de ir a trabajar al extranjero, sobre todo porque se les aseguró que volverían pronto a casa. Su inocencia hizo que la sorpresa de llegar a las puertas de Auschwitz fuera más brutal, y allí no había nadie que las preparase para los horrores que les esperaban.

A principios de marzo, 999 alemanas llegaron de Ravensbrück, que ya tenía 5000 prisioneras y no daba cabida a nadie más. Habían sido seleccionadas como funcionarias adecuadas antes de salir para supervisar los trabajos de las jóvenes judías, que incluían derruir edificios, limpiar el terreno, cavar, transportar tierra y otros materiales, además de cultivar y cuidar del ganado. Así podrían relevar a los hombres que ya vivían en Auschwitz, que fueron a trabajar en las más arduas tareas de expandir el campo de concentración. Las jóvenes eslovacas, que provenían de familias numerosas y cariñosas, acostumbradas a la amabilidad y a las comodidades de la vida, tuvieron que soportar que les gritaran, que las desnudaran, que les raparan el pelo. Tuvieron que soportar pases de revista interminables a la intemperie, tuvieron que andar descalzas por el barro, pelear por la comida, soportar castigos arbitrarios y trabajar hasta la extenuación y, a menudo, hasta la muerte. Tenían hambre, estaban enfermas y aterradas. Más tarde, Höss reconoció que las guardianas de Ravensbrück «superaban con creces la dureza, sordidez y resentimiento de sus homólogos masculinos». A finales de 1942, dos tercios de las mujeres del primer convoy habían muerto.

Y el propio campo de Auschwitz siguió creciendo. Llegaban judíos de toda la Europa ocupada, de Francia y Bélgica, de Grecia y Yugoslavia, de Noruega y más tarde de Hungría, a un ritmo de unos tres trenes cada dos días, compuestos por cincuenta vagones de ganado con más de ochenta prisioneros por vagón. En junio de 1943 había cuatro crematorios en marcha, con capacidad para incinerar 4 736 cadáveres al día. La mayoría de los recién llegados, familias enteras con bebés y niños pequeños, iba directamente a las cámaras de gas.

Las eslovacas supervivientes, tras adquirir cierta fortaleza física y mental, idearon estrategias para sobrevivir: se prestaban voluntarias para los trabajos más desagradables y hallaban seguridad cosiendo, en las tareas agrícolas o en las oficinas del campo. Se hicieron expertas en evitar los exámenes diarios para seleccionar a las más débiles, las que estaban tan enfermas o tan delgadas que no podían trabajar. Era, en palabras de Macadam, «un balancín de la supervivencia». Las más afortunadas encontraban ocupación en «Canadá», el irónico término carcelario usado para hablar de las pertenencias que los nazis arrebataban a los judíos recién llegados, quienes tenían orden de traer de su casa 30 y 45 kilos de bienes personales que pudieran necesitar. Mantas, abrigos, gafas, vajillas, instrumental médico, máquinas de coser, zapatos, relojes de pulsera y muebles llenaban una extensa red de depósitos donde los hombres y las mujeres más afortunados de entre los prisioneros trabajaban en turnos continuos, preparando cargamentos que regresaban en tren a Alemania. Más tarde se ha estimado que cada semana llegaban a Berlín al menos dos contenedores de mil kilos cada uno con objetos valiosos.

Durante mucho tiempo, las familias de las mujeres eslovacas no sabían adónde habían ido a parar sus hijas. Las pocas postales que llegaban, llenas de referencias crípticas a parientes fallecidos, eran tan desconcertantes y a veces tan curiosas que muchos padres conseguían convencerse de que sus hijas estaban a salvo y cuidadas. Pero con el paso de los meses creció el miedo, y todo empeoró cuando empezaron a llevarse a familias enteras. Uno de los momentos más impresionantes del libro de Macadam es la llegada de miembros de las familias a Auschwitz, que fueron recibidos por las aterradas supervivientes, conscientes del destino que les esperaba a sus padres y hermanos.

Mucho se ha escrito sobre la experiencia de Auschwitz, sobre la lucha por sobrevivir, sobre el tifus, el gas, las condiciones de vida que no hacían más que empeorar, sobre el hambre y la brutalidad, y Macadam no se ahorra estos horrores. Libros como el suyo son fundamentales: recuerdan a los lectores modernos unos acontecimientos que no se deben olvidar.

Su libro, además, representa bien el trasfondo de las deportaciones eslovacas, la vida de las comunidades judías antes de la guerra, la organización de la persecución judía y la inocencia de las familias que preparaban a sus hijas para ser deportadas. Escribe de un modo muy evocador sobre la tristeza de las pocas supervivientes que volvieron a casa y se encontraron con que sus padres habían muerto, sus tiendas estaban selladas con tablones de madera y sus vecinos se habían quedado con sus casas y posesiones. De los judíos eslovacos antes de la guerra, 70 000 —más del 80 por ciento— murieron, y el partido único del régimen de posguerra prohibió cualquier debate sobre el Holocausto. Las que estuvieron en el primer transporte se habían ido siendo niñas. Tres años y medio después volvieron hechas mujeres, envejecidas más allá de su edad por todo lo que habían visto, sufrido y soportado. El hecho de sobrevivir las hacía sospechosas: ¿qué habrían hecho, a qué concesiones morales habrían llegado para no morir con sus amigas?

Hay una imagen de este estupendo libro que perdura en la imaginación. Una de las jóvenes supervivientes, Linda, tras escapar de Auschwitz y de las marchas de la muerte que se llevaron la vida de tantos supervivientes, después de atravesar países sumidos en el caos y la devastación de la guerra, corriendo siempre el peligro de que la violaran, por fin acaba en un tren rumbo a casa. Los vagones están repletos de refugiados, así que se sube al techo y ahí, en lo alto de un tren que avanza lentamente, observa un paisaje que no está lleno de alambre de espino ni torres de vigilancia, donde no hay guardias ni armas. Se da cuenta de que es libre. Es primavera y los árboles están verdeando.

Nota de la autora

«Es demasiado poco, es demasiado tarde», dice Ruzena Gräber Knieža en alemán. La línea telefónica crepita. Mi marido, que es mi intérprete, se encoge de hombros. Al principio, Ruzena fue la única superviviente viva del primer transporte a Auschwitz que encontré. Su número de prisionera era #1649. Pocos meses antes se había mostrado dispuesta a que yo la entrevistara en un documental que quería producir sobre las primeras chicas de Auschwitz; sin embargo, mi propio estado de salud me impidió viajar a Suiza a entrevistarla. Ahora la que está enferma es ella.

Intento explicarle que mi interés principal es hablar con ella sobre Eslovaquia, cómo la reunieron a ella y a las demás y cómo las traicionó su Gobierno. Suspira y dice: «No quiero pensar en Auschwitz antes de morir». Tiene noventa y dos años, es normal.

Le mando una tarjeta de agradecimiento y después localizo su testimonio en el Archivo Visual de la Fundación Shoah. Está en alemán. Podemos traducirlo, pero advierto que el entrevistador no hizo las preguntas que yo querría hacer. Las que me han surgido desde que me reuní y trabajé con Rena Kornreich Gelissen, una superviviente del primer transporte, en 1992, hace unos veinticinco años. Desde que escribí Rena’s Promise, se pusieron en contacto conmigo miembros de familias de mujeres que estuvieron en el primer transporte para contarme historias sobre sus primas, tías, madres y abuelas, y cuanta más información tenía, más preguntas surgían. Filmé y grabé entrevistas con estas familias, pero sin una superviviente que quisiera hablar conmigo —o una familia que me dejara hablar con ella—, esas preguntas nunca tendrían respuesta. Entiendo el deseo de proteger a esas señoras mayores. Si has sobrevivido a tres años en Auschwitz y los campos de la muerte y has llegado a los noventa años, ¿por qué recordar aquel infierno? No quiero hacerle daño a nadie, menos aún a esas mujeres extraordinarias, con preguntas dolorosas que despiertan fantasmas del pasado.

Un año después de mi conversación con Ruzena, envié un correo electrónico a la segunda generación (2G) de familias y les pregunté si alguien quería repasar los viajes de sus madres desde Eslovaquia a Auschwitz en el septuagésimo quinto aniversario de su transporte. Mucha gente contestó con interés, pero al final solo quedó un grupo pequeño e íntimo de tres familias: los hijos de Erna y Fela Dranger, de Israel (Avi y Akiva), la familia estadounidense de Ida Eigerman Neumann (Tammy, Sharon y los hijos de Tammy: Daniella y Jonathan) y la hija de Marta F. Gregor (Orna, de Australia). Entonces, pocas semanas antes de que nos reuniéramos, me enteré de que Edith Friedman Grosman, de noventa y dos años (#1970), iba a ser la invitada de honor en las ceremonias conmemorativas del setenta y cinco aniversario. Pocos días después, Edith y yo nos reunimos por FaceTime. Congeniamos de inmediato y me dijo que estaría encantada de reunirse conmigo ante mi equipo de filmación en Eslovaquia. Dos semanas después, estábamos sentadas juntas en un edificio de arquitectura soviética convertido en hotel de paredes blancas con una decoración espantosa. Le pregunté las cosas que no supe preguntarle a Rena Kornreich (#1716) veinticinco años atrás.

Al igual que Rena, Edith es inquieta, de mente despierta y aguda. Un pajarito que ilumina la habitación. El tiempo que pasamos juntas en Eslovaquia fue un torbellino que nos llevó desde el barracón donde alojaron a las demás chicas y a ella hasta la estación de tren desde donde las deportaron. En las ceremonias, conocimos al presidente y al primer ministro de Eslovaquia, al embajador israelí en Eslovaquia y a los hijos de otras supervivientes. En un homenaje emocionante, lleno de lágrimas y abrazos, el grupo de segunda generación con el que yo viajaba hizo migas con familias de segunda generación eslovacas. Al final de la semana, mi marido me dijo: «Esto no es solo un documental. Tienes que escribir un libro».

Escribir sobre Auschwitz no es fácil. No es el tipo de proyecto que se acepta a la ligera, pero, con Edith a mi lado, estaba dispuesta a intentarlo. Sin embargo, este libro no podía convertirse en unas memorias. Tendría que abarcarlas a todas, o al menos a tantas como pudiera documentar e introducir en esta compleja historia. En Canadá conocí a otra superviviente, Ella Rutman (#1950), y viajé a Toronto para que las dos supervivientes se vieran. Edith y Ella se recordaban, pero, incluso a su avanzada edad, se mostraban recelosas. Mientras hablaban en eslovaco, Edith me lanzó una mirada dolorida. No tenían el cálido vínculo que me había imaginado… Me di cuenta de que Ella no le había caído bien a Edith en su tiempo en Auschwitz. La reunión fue extraña y distante hasta que las dos ancianas empezaron a mirar sus números en el antebrazo izquierdo con una lupa.

—Ya casi no veo mi número, está muy borroso —dijo Edith.

Los recuerdos también están borrosos. Pero la verdad está ahí, si sabes buscarla. Un día, viendo fotografías con Edith, reconocí el rostro de Ruzena Gräber Knieža.

—¿Conocías a Ruzena? —pregunté.

—¡Por supuesto! —respondió Edith, como si fuera la pregunta más obvia del mundo—. Íbamos a clase juntas y después de la guerra nos llevábamos muy bien con Ruzena y con su esposo, Emil Knieža. Era escritor, como mi marido. Íbamos a verlos a Suiza.

Había cerrado el círculo.

Muchas de estas mujeres se conocían de antes de Auschwitz, ya fuera de sus pueblos de origen, sus escuelas o sus sinagogas. Sin embargo, en los testimonios del Archivo de la Fundación Shoah, es infrecuente que alguien mencione el nombre de soltera de alguna chica. A veces, las supervivientes mencionan a la chica por su apodo, o dan una descripción física de una amiga, así que es difícil confirmar si las supervivientes hablan de alguien del primer transporte. El testimonio de Margie Becker (#1955) es una de esas rarezas en la que aparecen los nombres completos de las mujeres con las que Edith y ella crecieron y, gracias a una fotografía de su clase, Edith ha sido capaz de identificar a la mayoría de esas chicas. No se me habría ocurrido preguntar a Edith si conocía a Ruzena antes de verlas juntas en una foto, porque en la lista de deportadas aparece el nombre de Ruzena como si viniera de otra localidad. No sabía que hubiera vivido en Humenné de pequeña. Ojalá hubiera empezado este viaje cuando todas estaban vivas.

Mientras reviso las últimas correcciones del libro, recibo un correo electrónico:

Mi abuela estuvo en el primer transporte. Recuerdo las historias que nos contaba. Escribió un libro sobre la deportación, pero después lo tiró, porque pensaba que nadie la creería. Sobrevivió la primera página de su testimonio, y la tengo conmigo. Se llamaba Kornelia (Nicha) Gelbova, del pueblo eslovaco de «Humenné». Nació en 1918.

En cuestión de segundos, abro el archivo de Excel que he creado con todos los nombres de las jóvenes, sus ciudades de origen y su edad, y tengo delante el nombre de Kornelia Gelbova. Tiene el número 232 de la lista original archivada en Yad Vashem, en Jerusalén. Lo más extraordinario de todo es que Ruzena Gräber Knieža menciona a la hermana de aquella en su testimonio. Estuvieron juntas en Ravensbrück. Las dos chicas estaban en la misma página de la lista que las tres a las que pronto conocerás bien: Edith y Lea Friedman y su amiga Adela Gross. Y en la misma página figuran dos que ya conoces: Rena Kornreich y Erna Dranger.

Una de mis mayores preocupaciones al escribir este libro es la precisión. No deja de preocuparme dar con la fecha y la cronología correctas, y que las narraciones estén registradas al detalle. Edith me asegura que «es imposible que lo tenga todo bien. Nadie puede tenerlo todo bien. Es algo demasiado grande. Te falta alguna fecha, ¿y qué? Pasó. Eso basta».

Espero que tenga razón.

Esta historia tiene muchas narraciones. La narración central proviene de mis entrevistas con testigos, supervivientes y familias, así como de los testimonios del archivo de la Fundación Shoah. He utilizado memorias, literatura sobre el Holocausto y documentación académica para desarrollar las historias personales, la atmósfera y la política de la época. Mi objetivo es construir una imagen lo más completa que pueda de las jóvenes del primer transporte «oficial» de judíos a Auschwitz. Uno de los recursos que he utilizado para conseguir esto es la licencia dramática. Cuando aparezcan diálogos entre comillas, estoy utilizando citas directas de las entrevistas con las supervivientes o testimonios de conversaciones reales. En otros casos, para ilustrar con más detalle o para completar algunas escenas, he utilizado rayas para marcar los diálogos que he creado. Solo hago esto cuando en un testimonio se mencionan las conversaciones o explicaciones pero no se presentan con detalle.

Siento profunda gratitud por Edith Grosman y su familia, así como por las familias Gross, Gelissen y Brandel, que me aceptaron en su núcleo y me han tratado como un miembro honorario. «Eres como una prima», me dijo Edith en la fiesta 23 de su nonagésimo cuarto cumpleaños. Junto a ella estaban su hijo, su nuera, sus nietas, un bisnieto y otro bisnieto en camino. Es un gran honor y un privilegio ser parte de la historia de estas mujeres, ser su adalid y su cronista. Eran adolescentes cuando las enviaron a Auschwitz. Solo unas pocas volvieron a casa. Su supervivencia es un homenaje a las mujeres de todas las edades y de todo el mundo. Esta es su historia.

Personajes principales del primer transporte

El enorme número de Ediths, Magdas, Friedman y Neumann del primer transporte me ha obligado a crear nombres para identificar a nuestras jóvenes de una forma única. Eso implica a menudo utilizar una versión de su nombre de pila. Nos referiremos a los personajes principales por sus nombres reales o los nombres con los que figuran en la lista de transporte. (Por alguna razón, las chicas a menudo daban sus apodos en vez de los nombres que solían utilizar; mi primera opción será, por tanto, el nombre dado en la lista.) En cuanto a los muchos nombres repetidos, a menudo uso otra versión (por ejemplo, Margaret se convierte en Peggy). Si un nombre se repite más de dos veces, uso el apellido o algún nombre alternativo. Espero que las familias entiendan que esta decisión responde a la necesidad de que la narración sea clara. No se pretende faltar al respeto con los cambios de nombres, sino que se espera que los lectores puedan identificar —e identificarse con— esas jóvenes mujeres.

Una nota más: en lengua eslovaca, -ova es el equivalente de señorita. He optado por no usar ova en los nombres de deportadas porque algunas eran polacas y no habrían usado ese recurso lingüístico, y la Fundación Shoah no utiliza -ova en sus archivos.

MUJERES DEL PRIMER TRANSPORTE DE ESLOVAQUIA, POR REGIÓN O CIUDAD DE ORIGEN

Humenné

Edith Friedman, #1970

Lea Friedman, hermana de Edith #1969

Helena Citron, #1971

Irena Fein, #1564

Margie (Margarita) Becker, #1955

Rena Kornreich (originaria de Tylicz, Polonia), #1716

Erna Dranger (originaria de Tylicz, Polonia), #1718

Dina Dranger (originaria de Tylicz, Polonia), #1528

Sara Bleich (originaria de Krynica, Polonia), #1966

Ria Hans, #1980

Maya (Magda) Hans, #desconocido

Adela Gross, #desconocido

Zena Haber, #desconocido

Debora Gross, no identificada

Zuzana Sermer, no identificada

Ruzinka Citron Grauber, #desconocido

Michalovce

Regina Schwartz (con sus hermanas Celia, Mimi y Helena), #1064

Alice Icovic, #1221

Región de Poprad

Martha Mangel, #1741

Eta Zimmerspitz, #1756

Fanny Zimmerspitz, #1755

Piri Rand-Slonovic, #1342

Rose (Edith) Grauber, #1371

Prešov

Magda Amster, #desconocido

Magduska (Magda) Hartmann, #desconocido

Nusi (Olga u Olinka) Hartmann, #desconocido

Ida Eigerman (original de Nowy Sacz, Polonia), #1930

Edie (Edith) Friedman, #1949*

Ella Friedman, #1950*

Elena Zuckermenn, #1735

Kato (Katarina) Danzinger (mencionada en las cartas de Hertzka), #1843

Linda (Libusha) Reich, #1173

Joan Rosner, #1188

Matilda Friedman, #1890*

Marta F. Friedman, #1796*

Región de Stropkov

Peggy (Margaret) Friedman, #1019*

Bertha Berkowitz, #1048

Ruzena Gräber Knieža, #1649

MUJERES DEL SEGUNDO TRANSPORTE DE ESLOVAQUIA, POR REGIÓN O CIUDAD DE ORIGEN

Doctora Manci (Manca) Schwalbova, #2675

Madge (Magda) Hellinger, #2318

Danka Kornreich, #2775

* Sin relación familiar con Edith ni Lea Friedman. (Nota de la autora.)

Primera parte

Mapa de eslovaquia en 1942. Muestra las fronteras en época de guerra y algunas de las ciudades de las primeras mujeres judías que fueron deportadas a Auschwitz. La ciudad de Ružomberok aparece señalada porque la bombardearon los alemanes en 1944. Muchas familias de Humenné murieron en aquel ataque.

© Heather Dune Macadam; dibujado por Varvara Vedukhina.

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Es un asunto triste, quizá peor que las estrellas

con las que nos han etiquetado…

porque esta vez lo van a pagar nuestros hijos.

Ladislav Grosman, La novia

28 de febrero de 1942

El rumor empezó como empiezan los rumores. Una mala intuición. Una sensación desagradable en el estómago. Pero al fin y al cabo era un rumor. ¿Qué más podían hacerles a los judíos? Hasta el tiempo parecía estar en su contra. Era el peor invierno que se recordaba. La capa de nieve le llegaba a la gente por la cabeza. Si el Gobierno hubiera tenido sentido práctico, habría decretado que la gente bajita se quedara en casa por miedo a desaparecer bajo tanta nieve. Cavar estaba afectando a las posaderas. Las aceras se habían convertido en parques infantiles para niños que no tenían trineos pero que se deslizaban por los montículos de nieve sobre sus nalgas. Lanzarse en trineo era el nuevo pasatiempo nacional… además de deslizarse en el hielo.

Cada tormenta venía acompañada de temperaturas bajo cero y viento de los montes Tatra. Sus rachas atravesaban abrigos gordos y finos, y eran imparciales y despiadadas, tanto con ricos como con pobres. El viento se abría paso a través de las costuras de las mejores prendas y se clavaba en la carne con dolorosa crueldad. Agrietaba labios y manos. Para evitar sangrados de nariz, la gente se aplicaba grasa de ganso en los orificios nasales. Las corrientes frías se colaban por los huecos de las ventanas y por debajo de las puertas mientras los padres cansados daban la bienvenida a vecinos cansados y les invitaban a sentarse para hablar sobre el rumor frente al fuego. Algunos compartían su preocupación ante hogares fríos, pues incluso la leña era difícil de conseguir. Algunas familias judías apenas tenían comida. Era difícil para todos, pero peor para algunos.

Las llamas de la duda y la incertidumbre se aplacaban mediante la razón. Si el rumor era cierto, decían los más razonables, y el Gobierno se iba a llevar a las chicas, no se las llevaría muy lejos. Y, si lo hacía, sería por poco tiempo. Solo durante la primavera, si es que la primavera llegaba alguna vez. Siempre y cuando el rumor fuese cierto, claro.

La duda era tan grande que nadie se atrevía a pronunciarla, por si acaso el hacerlo les maldijera con su realidad. Tenía que ser un rumor. ¿Por qué querrían llevarse a las adolescentes?