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La verdad de la pandemia • Cristina Martín Jiménez

Quién ha sido y por qué.

Por
Escrito en OPINIÓN el

En este inquietante libro, muchos misterios encontrarán una clara y contundente respuesta.

El 31 de diciembre de 2019 China informó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la aparición de varios casos de neumonía de causa desconocida en Wuhan, ciudad de la provincia de Hubei. El 23 de enero se cerró Hubei. El 31 de enero la OMS decretó la emergencia sanitaria global.

Después de que el máximo organismo a nivel mundial de la salud declarase la aparición de esta pandemia global y los periodistas, gobernantes y políticos —aunque no todos— la aceptaran sin rechistar, las preguntas, angustiosas, se sucedieron sin respuesta:

¿Por qué tanta insistencia en parar el mundo, en confinarnos en casa?

¿Cuál era el origen real del virus?

¿Había contado China la verdad?

¿Fue un ataque de Estados Unidos?

Para Cristina Martín, después de muchos años dedicada al estudio del mundo geo-político-económico, el contexto de la crisis del covid-19 estaba claro: era una guerra, y es que los sucesos geopolíticos no ocurren aislados, todos están interconectados entre sí, y, además, suceden en unas circunstancias concretas y con unos intereses económicos y de lobbys de poder muy precisos.

Fragmento del libro La verdad de la pandemia (Martínez Roca), © 2020, Cristina Martín Jiménez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Cristina Martín Jiménez, escritora y periodista sevillana, es la autora del primer libro publicado en el mundo acerca del Club Bilderberg. Sus títulos se han convertido en bestsellers. Ha trabajado y colaborado en diferentes medios de comunicación

La verdad de la pandemia | Cristina Martín Jiménez

#AdelantosEditoriales


Fragmento La verdad de la pandemia de Cristina Martín Jiménez

1

«TODO ESTÁ BAJO CONTROL»

Y dijo el Señor a Satán: ¿De dónde vienes tú?

Y respondió Satán: De dar una vuelta por la Tierra y andar sobre ella.

(Job 1: 7; 2: 2)

En diciembre de 2019 fue presentada al mundo la COVID-19. El nuevo «virus», supuestamente desconocido hasta entonces, había aparecido en la ciudad china de Wuhan, causando la muerte a miles de personas en apenas tres meses, según nos contaban las fuentes oficiales. La Organización Mundial de la Salud (OMS) la declaró «pandemia global» el 11 de marzo de 2020. A finales de abril, esta organización ya aseguró que se habían registrado más de 2,5 millones de enfermos en más de 210 países, áreas y territorios, y cerca de 200.000 muertes. Estas cifras oficiales despertaron muchas dudas y críticas por parte de ciudadanos, periodistas y científicos independientes, que fuimos silenciados, atacados y ridiculizados por la «verdad oficial». Los medios de comunicación orgánicos señalaron que los diez países con mayor número de infectados eran Estados Unidos, España, Italia, Francia, Alemania, Reino Unido, Turquía, Irán, China y Rusia. Yo me preguntaba por la intencionalidad. ¿Por qué los habían elegido a ellos y les habían cosido la letra escarlata?

Aún hoy, algunas naciones del mundo están en cuarentena y los daños de todo tipo que este brutal ataque a nuestra salud y a nuestro modo de vida están causando son inconmensurables. Pero lo grave es que nos han amenazado con que el peligro persistirá. Como una espada de Damocles, el virus seguirá entre nosotros durante mucho tiempo, mutando hasta la eternidad. Y aún más: los líderes globalistas aseguran que vendrán más. Los «expertos» estiman que se producirá una pandemia cada diez años.

La presión contra todos los habitantes de la Tierra que están ejerciendo los Estados y organismos supranacionales está desembocando en revueltas sociales. Pero la pregunta más importante es: ¿nos rebelamos en la dirección correcta?

THE ECONOMIST DIXIT

En su número de marzo de 2020, la revista The Economist, «órgano financiero de la aristocracia financiera», en palabras de Karl Marx (1846), publicó una llamativa e inquietante portada en la que aparece una mano gigante sujetando con una correa a un pequeño hombre, como si lo sacara a pasear y a hacer sus necesidades. Lo mismo que él hace con el perro que sostiene de su correa. Sobre sus cabezas, un contundente titular: «Everything’s under control» («Todo está bajo control»). Al que sigue el no menos sugerente subtítulo Big government, liberty and the virus («El gran gobierno, la libertad y el virus»). Recordemos que hablamos de un semanario que no es como los demás. The Economist es propiedad de las élites que dominan el mundo. Forma parte del Grupo The Economist, una compañía de medios de comunicación multinacional, con sede en Londres, especializada en la información financiera y en asuntos internacionales. El grupo es en un 50 % propiedad de Pearson PLC a través de The Financial Times Limited, y la mayor parte de las acciones restantes están en manos de accionistas individuales, como los magnates Cadbury, Rothschild, Schroder y Agnelli, que son miembros de ese famoso Club Bilderberg del que todo el mundo ha oído hablar pero del que apenas nadie sabe nada. Sus editores jefes asisten a las reuniones anuales de esta entidad, como ya demostré en mi tesis doctoral.

En efecto, me refiero a los miembros del clan de los amos del mundo. Pero ¿qué significa una portada como la de The Economist? ¿Qué nos quieren decir los «amos» con este escalofriante «todo está bajo control», que insinúa —y no hay que ser muy listo para darse cuenta— que los que estamos «bajo control» somos todos nosotros? Ni siquiera tratan de ocultarlo. Es inevitable pensar que se están riendo en nuestras caras… ¿Existe una élite (personas con nombres y apellidos) que nos está matando mientras algunos ciudadanos salen a aplaudir en los balcones cada tarde a las ocho? ¿Y por qué a las ocho y no a las siete o a las nueve?

Pero empecemos por el principio. Y el principio fue Wuhan…

WUHAN: UN SUCESO LOCAL DE ALCANCE GLOBAL

La megalópolis de Wuhan, con 11 millones de habitantes, es la capital de la provincia de Hubei y la urbe más importante de la zona central de la República Popular China. Hasta hace poco más de seis meses, no eran muchos los occidentales que habían oído hablar de este centro político, económico, financiero y cultural del gigante asiático. Wuhan tiene cuatro parques de desarrollo científico y tecnológico, más de 350 institutos de investigación, 1.656 empresas de alta tecnología, numerosas incubadoras de empresas e inversiones de 230 empresas que forman parte de Fortune Global 500 (las primeras 500 empresas del mundo). Debido a su importancia en la economía del país, a Wuhan se la conoce como «el Chicago de China», circunstancia que no deja de resultar llamativa si tenemos en cuenta que hasta antes de ayer casi nadie en Europa habría sabido situarla en el mapa.

Pero Wuhan es, además, el centro desde el que irradió, hace casi sesenta y dos años, una persecución religiosa. Allí, los católicos sumisos al régimen comunista rompieron con Roma y constituyeron la Asociación Patriótica Católica China, una nueva religión al servicio del partido único, que instigó con mayor énfasis a los católicos romanos. Este dato de Wuhan como foco de varias tipologías de «virus» no es en absoluto baladí en el contexto de la imposición de un nuevo orden mundial en el que las élites globalistas también tienen diseñada su nueva «religión mundial». En China, como en otras partes del mundo, «todo está bajo control». O así lo creen firmemente. ¿Se equivocan?

El banco de virus más grande de Asia

En Wuhan se encuentra el Centro de China para la Colección de Cultivos de Virus (CCVCC), en el Instituto de Virología de Wuhan (WIV), considerado el «centro más importante de colección de cultivos a nivel nacional». El Partido Comunista Chino (PCCh) considera a las especies y muestras de microorganismos patógenos recursos estratégicos esenciales para garantizar su seguridad, tanto social como económica y biológica. Así, el centro está orientado a las necesidades estratégicas y desempeña un papel clave en los campos de la seguridad nacional y de la investigación en ciencias de la salud pública. Es decir, un centro biológico al servicio de la defensa nacional, de la guerra y del statu quo.

El CCVCC se estableció en 1979 y, diez años después, pasó a formar parte de la Federación Mundial de Colecciones de Cultivos (WFCC). En 2015 se unió al proyecto European Virus Archive be global (EVAg), sufragado por Horizon 2020, el Programa de Financiación de Investigación e Innovación de la Unión Europea (UE) y, en octubre de 2017, obtuvo la calificación más alta por su sistema de gestión de calidad. O sea, que China y la UE colaboran en el campo científico.

Se trata del banco de virus más grande de Asia, sustentado, apoyado y financiado por los organismos oficiales que controlan y promueven la investigación a nivel mundial. Interesante dato a tener en cuenta para comprender lo que está pasando.

Según nos contaron más tarde, el CCVCC de Wuhan habría comunicado a la OMS la detección de la COVID-19 el 31 de diciembre de 2019, pero las informaciones aún hoy siguen siendo confusas. En un primer momento, el virus se vinculó principalmente a un grupo de trabajadores de un mercado mayorista al aire libre de la ciudad. Ese último día de diciembre, las autoridades chinas notificaron 27 casos de neumonía de origen desconocido, siete de ellos graves. La causa de la dolencia fue identificada el 7 de enero como COVID-19 y, unos días más tarde, China comunicó que el virus, que procedía de un murciélago, podía transmitirse de persona a persona. El número de afectados no dejó de crecer desde entonces, pero los gobernantes de muchos países del mundo, como España, Estados Unidos, México, Colombia, Francia o Italia, entre otros, aseguraban que los «expertos» que les estaban asesorando afirmaban que el virus no era en absoluto peligroso.

Recordemos que el protocolo que recibieron los médicos españoles por parte del Ministerio de Sanidad insistía en que si se llegaba «de un viaje desde una zona de riesgo» se hiciera «vida normal en familia, con amigos y en el ámbito escolar y laboral». ¿Había una intención de aniquilar cualquier tipo de defensa? ¿Acaso alguien pretendía que se propagara el «virus»?

Fue a partir del 31 de diciembre de 2019, cuando en China se instalaron termómetros infrarrojos en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y de autobuses, y las personas con fiebre fueron trasladadas a centros médicos. A finales de enero y principios de febrero, se ordenó a la población de las zonas más afectadas, como Wuhan y Huanggang, que se encerrasen en sus casas. Solo estaba permitido salir de ellas cada dos días y, únicamente, para comprar alimentos y medicinas.

Comenzó entonces una campaña publicitaria y propagandística en los medios de comunicación globales en los que China aparecía como una auténtica heroína. Su inteligente modo de tratar el gravísimo problema, que le había sobrevenido de forma natural y del todo imprevista, provocaba las loas y alabanzas de intelectuales, periodistas, políticos y científicos oficiales. De un caos incontrolable en sus hospitales pasó a disponer de centros sanitarios en solo una semana. Las imágenes se repetían en los informativos de todo el mundo. Sin duda, China era el ejemplo que todos debíamos copiar, porque el virus amenazaba con alcanzar cada rincón del planeta e iba a matarnos a todos si no hacíamos lo que el gigante asiático nos enseñaba.

Cifras y muertes que no cuadran…

En la primera semana de marzo, tras más de 3.000 muertos (cifras oficiales), el Gobierno chino anunció que lo peor de la epidemia ya había pasado. El 19 de marzo aseguró que no se había registrado ningún caso en la población y, durante la semana siguiente, la provincia de Hubei reportó un solo caso al día.

Entonces el Gobierno declaró el final del periodo de crisis.

Sin embargo, los datos ofrecidos por las autoridades chinas despertaban inquietantes dudas en ciertos gobernantes, ciudadanos y periodistas internacionales independientes. Las cifras eran, como poco, sorprendentes: 82.692 personas contagiadas y 4.632 fallecidos. ¿Cómo era posible? En el momento en el que escribo este capítulo del libro (finales de mayo), en España se han registrado más de 20.000 muertos por coronavirus, mientras que el número de infectados supera los 200.000, según datos oficiales (a los que muchos pronto dejaron de darle credibilidad). En Italia, cerca de 190.000 contagiados y 25.000 fallecidos. En Francia, 160.000 personas contagiadas y más de 20.000 muertos… Estas cifras no reflejan el impacto de una pandemia. En caso de que esta sea real.

Las cifras de personas infectadas y fallecidas en China siguen siendo un misterio. La censura innata del Gobierno comunista chino sobre los medios de comunicación nos impide conocer el alcance de lo ocurrido. ¿Hay más infectados y muertos de los que ofrecen sus comunicaciones oficiales?

El control del Partido Comunista Chino no conoce límites. Entre los primeros médicos chinos que alertaron de la presencia de la COVID-19 se encontraba Li Wenliang, de treinta y cuatro años, un oftalmólogo de la ciudad de Wuhan que fue detenido a principios de enero por difundir información sobre el coronavirus. El joven médico había enviado un mensaje a sus amigos para alertarles sobre la presencia del virus. La Comisión de Salud Municipal de Wuhan emitió una alerta informando a las instituciones médicas de la ciudad de que una serie de personas padecían una «neumonía desconocida» y prohibían a los facultativos divulgar información sin autorización oficial. Wenliang fue citado en una comisaría y amonestado por difundir aquellos mensajes. Fue obligado a reconocer que había cometido «un delito menor» y a asegurar que no volvería a incurrir en «actos ilegales». El 6 de febrero, Li Wenliang murió de un fallo cardíaco, provocado por el virus, en el Hospital Central de Wuhan. Eso fue lo que afirmaron los medios del régimen. Oficialmente, fue una muerte normal.

LA «ORDEN»: CONFINAMIENTO DE LA POBLACIÓN

El 11 de marzo de 2020, el día que la OMS declaró la pandemia global por el coronavirus, esta organización pidió a los Gobiernos de los Estados del planeta que adoptasen medidas de «distanciamiento social» por el riesgo de propagación. En España comenzó la suspensión de fiestas, eventos deportivos y el cierre de comercios, centros de ocio y religiosos. Empezó a generalizarse el teletrabajo y las colas en los supermercados se convirtieron en las imágenes más destacadas de los informativos, junto al caos hospitalario, que, casualmente, era similar que el que mostró China. El Gobierno español decretó el estado de alarma y el confinamiento de todo el país para los quince días siguientes. En Italia, país en el que tanto el número de casos detectados como el de fallecidos era, en ese momento, considerablemente superior al de España, estas medidas llevaban ya una semana en funcionamiento.

La OMS alertó de que «su pandemia» se aceleraba y respaldó los confinamientos de la población como «la forma de parar el contagio del virus». Además, pidió «tácticas agresivas», como «testar todos los casos sospechosos, cuidar a los confirmados y asegurar la cuarentena de los contaminados». El 26 de marzo, en España se registraban ya más de 57.000 casos de infectados y más de 4.000 muertos, según la oficialidad. El 4 de abril, el estado de alarma se prorrogó, hasta el 26 de abril, mientras el número de contagiados y de fallecidos, según alertaban los expertos oficiales (cuya identidad desconocíamos), seguía en aumento, y otro tanto sucedió el 22 de abril, ampliándose el confinamiento de la población hasta el 9 de mayo. Nos iban administrando el confinamiento en una suerte de fases; así contenían nuestra rebeldía. El objetivo, para los expertos, era «aplanar la curva» de contagios para evitar que el sistema sanitario se colapsara. Y las curvas se hicieron muy populares. Era un ardid del poder, una forma muy sencilla de hacer creer a los incautos que todos podían comprender la complejidad del asunto. Era como convertir en sabios a los inocentes. Y así fue como, poco a poco, según nos decían, fue produciéndose la ralentización paulatina del número de personas afectadas.

La decisión de confinar a la población en sus casas ha traído numerosas consecuencias. Y no solo económicas, que serán inconmensurables, sino psicológicas. De repente, todo lo que dábamos por hecho, hasta lo que parecía más insignificante, como dar un paseo o ir a tomar algo con los amigos, pasó a ser algo imposible. Fue prohibido. Y, por supuesto, a esta traba se añadieron el dolor provocado por la gravedad de la crisis sanitaria, la preocupación por nuestros familiares y amigos, y la angustia causada por las dramáticas cifras de fallecidos, las mayores registradas en tiempos de paz. Morían los ancianos y a sus familiares les prohibían velarlos. ¿Qué estaba pasando realmente?