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La muerte de Daniel • Juan David Morgan

Nadie es inocente en el juego de la política y el dinero. La novela sobre los Panama Papers.

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Escrito en OPINIÓN el

Domingo 27 de noviembre de 2017. Daniel Puentes, periodista del diario peruano El Comercio, aparece muerto en su cuarto de hotel en Madrid. Sobre las dos de la madrugada, el forense señala como causa del deceso un infarto y ordena levantar el cadáver para trasladarlo a la morgue. Con la misma celeridad, el inspector se comunica con el diario, quienes a su vez le dan la terrible noticia a la hermana del fallecido. Anabela, socia en un importante despacho en Lima, no pierde tiempo y toma un vuelo para repatriar el cuerpo de su hermano…

Aún sin digerir la noticia, Anabela llega a España; donde una colega de Daniel le comparte sus sospechas de que quizá la muerte no haya sido natural y pudiera estar relacionada con su trabajo como periodista Recientemente se había dado a conocer al mundo el escándalo de las evasiones fiscales y negocios off-shore de políticos, empresarios, celebridades y hasta deportistas, conocido como Panama Papers. Anabela sabe que él estaba involucrado en la investigación, pero ¿hasta qué punto?

Ayudada por un detective privado, Anabela intentará descubrir la verdad mientras es perseguida por los recuerdos de un hermano al que creía conocer y cuya muerte lo ha convertido en un desconcertante enigma.

Fragmento del libro “La muerte de Daniel” (Planeta), © 2021, Juan David Morgan. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

 

Juan David Morgan es abogado egresado de la Universidad de Panamá con una maestría en Derecho de la Universidad de Yale. Fundó, junto a su padre y su hermano, la firma de abogados Morgan & Morgan. Ha sido profesor universitario de Derecho Internacional y expositor en múltiples foros educativos, históricos, literarios y jurídicos.

La muerte de Daniel | Juan David Morgan

#AdelantosEditoriales

 

Uno

El domingo 26 de noviembre de 2017, pasadas las siete de la noche, la camarera a cargo de las habitaciones del sexto piso del hotel Wellington de Madrid informó a su supervisora que no había podido terminar sus labores porque en la puerta de la 608 todavía se mantenía colgado el letrero de no molestar. La supervisora, a su vez, avisó al gerente de turno quien, cumpliendo con el procedimiento usual, llamó a la extensión de la habitación. Al no obtener respuesta después de la tercera llamada, el gerente pidió al personal de seguridad revisar los videos de las cámaras a fin de comprobar si, como ocurría a menudo, el huésped había salido del hotel sin antes remover el aviso de no molestar. Una hora más tarde le informaron que el video mostraba que el ocupante de la 608 había regresado a su habitación la noche anterior a las diez y cincuenta y dos, había colgado el rótulo en la puerta y desde entonces no había vuelto a salir. El gerente volvió a marcar el teléfono del cuarto y como nadie contestara, pidió a uno de los miembros de seguridad que lo acompañara a la habitación. Luego de tocar varias veces, abrió la puerta con su tarjeta maestra, encendió las luces, dijo buenas noches y aguardó unos instantes en el pasillo antes de avanzar. En el piso, boca abajo a un lado de la cama, yacía el cuerpo del huésped. Mientras su acompañante verificaba los signos vitales, el gerente llamó al médico del hotel para que acudiera urgentemente a la habitación 608. «Este hombre está muerto», advirtió el de seguridad. Después de que el médico corroborara la muerte, «probablemente a causa de un ataque cardiaco fulminante», el gerente llamó a la Guardia Civil y una hora más tarde se presentó en el hotel el teniente Virgilio Aguirre acompañado de un asistente. «¿Tienen los datos del occiso?», fue lo primero que preguntó Aguirre. El funcionario del hotel entregó a los policías una copia de la ficha de registro del difunto y explicó que se trataba de Daniel Puentes, periodista de profesión, nacido en Lima, Perú, en 1972, quien se había registrado en el hotel el jueves 23 de noviembre con fecha de salida el lunes 27 del mismo mes. También indicó que el finado utilizó para pagar una tarjeta de crédito en la que figuraba el nombre del diario peruano El Comercio. A la pregunta de si había intentado comunicarse con algún familiar o persona relacionada, el gerente respondió que esa información no constaba en la ficha de registro y ofreció llamar al diario El Comercio, pero el teniente Aguirre determinó que de ahora en adelante ellos se harían cargo. En compañía del gerente y del empleado de seguridad del hotel, los agentes de la Guardia Civil subieron a la habitación 608. Luego de examinarla minuciosamente, llamaron a la Policía Judicial. Sobre las dos de la madrugada, el médico forense confirmó como causa probable del fallecimiento un infarto del miocardio, ordenó el levantamiento del cadáver, y el cuerpo del periodista peruano fue trasladado a la morgue del Ayuntamiento de Madrid.

Unos minutos después de las tres de la tarde del lunes, hora de España, el teniente Aguirre llamó al diario El Comercio, de Lima, y pidió hablar con el director. «Se trata de la muerte de uno de sus periodistas», dijo a la telefonista, quien pasó enseguida la llamada a Eugenio Cañas, editor en jefe del periódico. Tras recibir la información, el editor indicó a Aguirre que él se encargaría de transmitir la noticia a los familiares de Daniel Puentes.

Anabela Puentes era socia en uno de los estudios de abogados más importantes del Perú. Graduada de la Universidad de San Marcos, había ejercido el derecho de manera independiente durante algunos años antes de ser contratada por el estudio Baumgarten y Asociados. Cinco años después, la enviaron a continuar sus estudios en la Universidad de Chicago, donde obtuvo una maestría en derecho fiscal internacional. Transcurridos seis años de su reingreso al estudio, gracias a su dedicación y disciplina, fue ascendida a socia como directora de la División de Asuntos Fiscales.

Cuando recién empezaban la adolescencia, los hermanos Puentes, Daniel de quince años y Anabela de trece, habían quedado huérfanos a raíz de la trágica muerte de sus padres en un accidente aéreo en el que perecieron todos los ocupantes de la aeronave. Habían sido acogidos por los únicos tíos del lado materno, Julio y Fulvia Pesantes, que carecían de descendencia y a quienes los adolescentes apenas conocían. Poco tiempo tomó a los huérfanos darse cuenta de que, en la decisión de los tíos, antes que el amor familiar, había prevalecido el interés de tener acceso al monto de la indemnización pecuniaria que correspondía a los menores por la muerte accidental de sus padres. La evidente falta de cariño de los tíos se veía agravada por el contraste con el inmenso amor que habían recibido de sus padres, circunstancia que movió a los hermanos a estrechar aún más el vínculo fraternal. En sus momentos de mayor desolación, rescataban los recuerdos de la felicidad que reinaba en un hogar en el que habían crecido entre mimos y reproches triviales. Todo ello determinó que Daniel se propusiera, como tarea primordial, cuidar de su hermana pequeña. Pero si bien Daniel era el protector de Anabela, era ella quien lo consolaba durante los ataques melancólicos que con frecuencia sufría. Lloraban juntos la muerte prematura de sus padres, la pérdida del calor hogareño y la manifiesta indiferencia de los tíos ante sus necesidades más apremiantes. Pero luego de cada crisis se creían más fortalecidos y reafirmaban su decisión de abandonar el hogar de los Pesantes tan pronto Anabela alcanzara la mayoría de edad. Después de terminar la escuela secundaria, ambos se matricularon en la Universidad de San Marcos. Daniel se decidió por el periodismo y Anabela por la carrera de derecho, motivada en parte por las dificultades legales que había visto surgir a raíz del prolongado proceso judicial interpuesto por el abogado familiar para cobrar la indemnización derivada del seguro de vida de sus padres. El complicado pero exitoso litigio impidió que la compañía aseguradora escamoteara a los hermanos el pago de la totalidad de la compensación a que tenían derecho, suma que les permitiría estudiar y contar con dinero suficiente para culminar sus estudios universitarios. Más allá del reclamo judicial a la empresa aseguradora, el abogado también había logrado que la indemnización fuera colocada en un fondo destinado primordialmente a pagar los gastos escolares de los hermanos, de manera que los tíos recibieran solo lo estrictamente necesario para cubrir los gastos inherentes al mantenimiento de los sobrinos huérfanos. Para Anabela, la profesión de abogado se convirtió en un ideal, en una meta que le permitiría luchar contra la injusticia, y para Daniel, que tomó cursos de derecho penal con miras a dedicarse al periodismo investigativo, indagar y destapar entuertos fue, en cierta forma, la manera de sancionar el proceder de quienes tanto los hicieran sufrir a él y a su hermana. Además de buenos estudiantes, los hermanos Puentes tenían fama de ser físicamente muy agraciados. Ambos se mantenían delgados, Daniel por su asiduidad al gimnasio y Anabela porque sin necesidad de hacer ejercicios o practicar deportes era dueña de una figura envidiable, un rostro de facciones perfectas y unos ojos rasgados, entre verdoso y castaño claro, según les diera la luz. Pero a la fama de su atractivo se aunaba la de la inaccesibilidad. Aunque cordiales en su trato, los hermanos Puentes no permitían a nadie atravesar el círculo que de común acuerdo parecían haber trazado alrededor de su intimidad. Los Puentes se graduaron con honores, aunque las calificaciones de Anabela siempre superaban a las de su hermano. Habían culminado estudios al mismo tiempo porque Daniel, para no dejar sola a Anabela, decidó tomar cursos adicionales que les permitieron terminar sus estudios el mismo año. Para entonces, Daniel contaba veinticinco años y su hermana veintitrés. Cinco años antes, tan pronto Anabela cumplió dieciocho, los hermanos habían adquirido la administración de la suma que quedaba del seguro de sus padres y se habían mudado a un pequeño pero agradable apartamento en el Centro Histórico de Lima. Aunque Daniel a veces sugería ir a visitar a los tíos, Anabela, más justiciera, se negaba rotundamente. «No podemos olvidar el daño que nos hicieron», afirmaba; Daniel no insistía. Tanto Anabela como Daniel se mantenían solteros, convencidos de que casarse interferiría con sus respectivas carreras. La soledad compartida determinó que los lazos fraternales continuaran estrechándose más allá de lo usual. Cuando Anabela entró a laborar en Baumgarten y Asociados, los hermanos decidieron que había llegado la hora de vivir separados. Daniel se quedó en el apartamento que ocupaban y Anabela adquirió uno más cercano a las oficinas del estudio. Ese día lloraron a mares y, como de costumbre, Anabela terminó consolando a Daniel.

La mañana que Eugenio Cañas llamó a Baumgarten y Asociados, la abogada Puentes se encontraba reunida con un cliente, pero después de que la secretaria le llevara un segundo mensaje indicándole la urgencia del editor de El Comercio en hablarle, Anabela se excusó para atender la llamada.

—Soy Eugenio, Anabela. Perdona si te saqué de la reunión pero es urgente que te transmita una muy mala noticia. Hace media hora llamaron de la Guardia Civil de Madrid: Daniel falleció anoche en su cuarto de hotel, víctima de un ataque cardiaco fulminante.

Anabela quedó sin habla por un instante.

—Debe ser un error, Daniel era un hombre muy sano —acertó a decir, finalmente, mientras trataba de contener los sollozos—. Jamás se ha enfermado y menos del corazón.

—Es lo que le respondí al policía, pero me aseguró que no había duda de la identidad del occiso y que la causa de la muerte había sido confirmada tanto por el médico del hotel como por el forense.

En el teléfono hubo un prolongado silencio.

—Anabela, ¿todavía estás allí?

—Sí, aquí estoy. Volaré a Madrid cuanto antes. Gracias por la llamada, Eugenio.

—Espera, espera. Le pasé a tu secretaria las señas del policía que llamó. Creo que debes comunicarte con él tan pronto puedas.

—Así lo haré. Gracias una vez más.

Anabela regresó al salón de reuniones, terminó como pudo la conferencia con el cliente y después se encerró en su despacho a llorar como no lo hacía desde la muerte de sus padres. Recuperada la compostura, pidió a Elsa, su secretaria, reservarle un pasaje a Madrid en el primer vuelo que encontrara e informó a Enrique Cifuentes, socio gerente del despacho, que se ausentaría hasta culminar los arreglos necesarios para traer de España los restos de su hermano. Elsa le entregó un papel con el nombre de Virgilio Aguirre y el número de su móvil.

—¿Se lo llamo?

—No, lo llamaré directamente desde mi celular.

Al cuarto timbrazo el policía respondió.

—Habla el teniente Virgilio Aguirre, de la Guardia Civil. —Soy Anabela Puentes, hermana de Daniel Puentes, el periodista peruano que falleció anoche en un hotel de Madrid. Usted llamó esta mañana temprano al diario El Comercio.

—Ah, sí, así es. En el hotel Wellington. Antes que nada, siento muchísimo lo de su hermano. —El policía hizo una respetuosa pausa—. Sus restos reposan en la morgue y quisiéramos saber… —Lo estoy llamando —interrumpió Anabela— para decirle que llegaré a Madrid en el primer vuelo disponible. Le ruego no hacer nada hasta que yo reconozca el cadáver de mi hermano y me entere de los pormenores de su muerte.

—No se preocupe, esperaremos su llegada. ¿Me dice que todavía no sabe en qué vuelo llegará?

—No, todavía no lo sé; en el primero que pueda conseguir. —Entonces, acá la esperamos. No dude en comunicarse conmigo en cuanto llegue. Buen viaje y, una vez más, mis más sentidas condolencias.

Menos de veinticuatro horas transcurrieron desde el momento en el que Anabela se enteró de la muerte de Daniel hasta cuando finalmente estuvo sentada en la aeronave de Iberia que la conduciría a Madrid. Durante ese lapso había actuado como autómata. Recordaba haber hablado dos veces por teléfono con Eugenio Cañas, quien insistía en que alguien del periódico la acompañara, oferta que Anabela había rehusado para no complicar más las cosas. Eugenio también le había comunicado que al día siguiente saldría una esquela informando sobre el deceso de Daniel y que él mismo prepararía un reportaje completo sobre su gran labor periodística para publicarlo el día de las exequias. Algunos de los socios la llamaron para ponerse a la orden en lo que fuera menester, entre ellos Roberto Yepes, socio fundador de la firma con quien, más allá de compartir el trabajo, mantenía una relación personal de vieja data. Roberto sugirió acompañarla a Madrid, ofrecimiento que ella había rehusado. Después de insistir sin éxito, terminó recomendándole consultar con algún abogado madrileño y le recordó el nombre los tres estudios con los que Baumgarten y Asociados se relacionaba frecuentemente. Elsa, eficientísima, se había encargado de hacer los arreglos con la agencia de viajes y de conseguirle una habitación en el mismo hotel en el que falleciera su hermano. La noche anterior a su partida, consciente de que la esperaba un largo vuelo y días intensos, Anabela había tomado un somnífero que le permitió dormir casi siete horas. Solamente cuando ya el avión se aprestaba a despegar, pudo encontrar la paz necesaria para ahondar en sus recuerdos y en las consecuencias de la muerte de Daniel.

Lo primero que acudió a su mente fue que el mismo día de su fallecimiento ella no había podido contestar una llamada que él le hiciera a su teléfono móvil. Luego recibió un wasap donde Daniel le pedía que lo llamara. Debido a lo avanzado de la hora en España, ella había decidido esperar al día siguiente. Si tan solo hubiera contestado aquella última llamada… ¿Qué querría contarle? ¿Sentiría que el corazón le fallaba? Pensar en Daniel era recordarlo siempre sonriente, sermoneándola, aconsejándola, consintiéndola, cuidándola, procurando hacerla feliz y consolándola cuando su ánimo amanecía prisionero de una inexplicable tristeza. Las lágrimas rodaban lentamente por las mejillas de Anabela al tiempo que en sus labios se dibujaba una que otra sonrisa al recordar las ocurrencias de su hermano. «Tú eres la que menos puede reclamarme que no tenga novia porque has puesto la vara tan alta que espantas todas mis conquistas». Claro que Daniel había tenido novias, varias novias. Además de ser guapo, era un hombre interesante: alto, fuerte, de rostro aniñado, palabra fácil y sonrisa cautivadora. Así, sonriendo, viviría por siempre en sus recuerdos. Anabela estaba convencida de que la soltería de Daniel obedecía en gran medida a la misión de cuidar de ella, que desde muy temprano se había impuesto. Y tal vez esta fuera también la causa de que Anabela tampoco se hubiera casado. Aunque al comenzar a trabajar ambos habían comprendido la necesidad de aflojar un poco las amarras de la intimidad fraterna, su hermano tenía la rara habilidad de ahuyentar sin siquiera proponérselo a cualquiera que se le acercara demasiado. Para los hermanos Puentes el camino amoroso parecía estar ya trazado: era permitido tener compañeros sentimentales sin necesidad de casarse ni de sacrificar la libertad.

Daniel había sido, además, el campo de prueba de las inquietudes intelectuales de Anabela. Discutían, igualmente, acerca de la existencia de Dios, de la supervivencia de la democracia, de la liberación de la mujer, del matrimonio homosexual, de cómo combatir la corrupción enquistada en la política y de cualquier otro tema controversial que surgiera en el país o en el mundo. En ese cruce de espadas intelectuales, usualmente Anabela era la liberal y Daniel el conservador. Al escepticismo de ella acerca de la existencia de un Dios creador, Daniel razonaba que el ateísmo no era más que una demostración de arrogancia de quienes no aceptaban que la capacidad cognoscitiva del hombre todavía no había avanzado lo suficiente para comprender el concepto de Dios. «Así como la humanidad dejó de adorar a los astros para luego conquistar la Luna, algún día el hombre comprobará que el universo y la vida sin un creador resultan absurdas e imposibles». Aunque su hermano creía en la igualdad de géneros, insistía en criticar el activismo exagerado de las mujeres para alcanzarla y pensaba que la pérdida de los valores familiares tenía mucho que ver con la salida de la mujer del hogar en busca de esa igualdad. Coincidían en que la corrupción era el peor cáncer que afectaba a la sociedad, aunque diferían en la forma de combatirla: Daniel proponía meter presos a los corruptos y cortarles las manos de ser necesario, mientras Anabela insistía en mejorar la calidad de la educación como único camino capaz de combatirla. En gustos diferían también: ella prefería el color rojo, él el azul; ella la ropa formal, él los bluyines y los tenis; ella las frutas y los vegetales, él los pasteles y la pasta. Y así en casi todo, al punto de que todavía no se habían puesto de acuerdo sobre en dónde adquirir un sitio al que pudieran retirarse en un futuro que ya no percibían tan lejano: mientras Anabela prefería el mar, Daniel se inclinaba por la montaña. Comoquiera que resultaba más costoso comprar en la playa que en la montaña, la decisión envolvía un tema económico que ellos evitaban tocar, sobre todo ahora que Anabela, como socia de Baumgarten y Asociados, ganaba tres veces más que Daniel.

¡Cuánto extrañaría sus desacuerdos y cómo lamentaba haber sido a veces tan impaciente y mordaz ante los razonamientos de su hermano! Siempre sospechó que el verdadero propósito de Daniel era el de estimularla, retarla a razonar. Sí, todas aquellas discusiones y controversias habían sido parte de una meta que se había impuesto Daniel para con ella, como padre, hermano y maestro. Sin embargo, detrás de todas las diferencias de criterio existía una dependencia mutua surgida de la orfandad prematura y del trato cruel que los hermanos Puentes habían recibido de los tíos Pesantes.

El ejercicio del periodismo investigativo, que muchas veces amenazó su bienestar y tranquilidad, demostraba con creces que Daniel estaba lejos de ser el individuo conservador que se oponía a los excesos liberales de su hermana. Aunque desde hacía varios años vivían separados y las ocupaciones cotidianas los mantenían sumidos en mundos diferentes, los hermanos Puentes se veían, sin falta, al menos dos veces por semana: los martes para almorzar y los viernes, cuando acudían juntos a algún bar a beber algo para luego ir a cenar. ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana Daniel hubiera desaparecido de su vida y de su mundo, que ya nunca más volvería a verlo, a razonar con él, a reír con él? ¿Con quién compartiría ella ahora sus triunfos, sus fracasos, sus frustraciones, sus inquietudes, sus alegrías, sus inexplicables tristezas y desalientos? ¿Cómo se continúa amando a los seres queridos que de pronto ya no están?

La muerte de Daniel no pudo ocurrir en un momento menos oportuno. Hacía apenas un mes había sido ascendido a investigador jefe de El Comercio, ascenso que se debía, en gran parte, a la participación destacada que tuvo como miembro del Consorcio de Periodistas Investigativos Internacionales, el famoso icij, que revelaron y lanzaron al mundo el escándalo de los Papeles de Panamá. Acostumbrado a destapar actos de corrupción, a Daniel no le fue difícil discernir, entre los millones de documentos examinados, aquellos que señalaban puntualmente los delitos cometidos por algunos personajes de la farándula política y empresarial del Perú. Dada su especialidad en temas tributarios, Anabela había ayudado sugiriéndole dónde y cómo detectar las más graves evasiones fiscales. «¡Al fin hicimos juntos algo grande, hermana!», había exclamado Daniel cuando aquel 4 de abril de 2016 las noticias explosivas de los papeles sustraídos a una firma de abogados panameña habían recorrido el mundo en menos de veinticuatro horas, con una cobertura asombrosa, lanzando a la fama al consorcio internacional de periodistas que las destaparon. Precisamente, en su último almuerzo de los martes, Daniel le había confiado que, aparte de investigar la situación del líder de los independentistas catalanes refugiados en Bruselas, aprovecharía su viaje a Europa para reunirse en Madrid con Carmen Serrat, periodista de El País, quien también había formado parte del equipo que investigó los Papeles de Panamá y con quien había desarrollado una buena amistad. «¿Alguna nueva investigación?», quiso saber Anabela. «Te cuento a mi regreso», había respondido Daniel, menos comunicativo que de costumbre. Por eso, antes de abordar el avión, Anabela pidió a su secretaria avisar a Carmen Serrat que la llamaría a su llegada a Madrid.

El dolor y la incertidumbre que la acompañaron a todo lo largo del vuelo nocturno a través del Atlántico había impedido a Anabela conciliar un buen sueño. Antes de ir a recoger su maleta en el aeropuerto de Barajas, entró al baño y al mirarse en el espejo se alarmó ante su deplorable apariencia. Profundas ojeras, el cabello enmarañado, y, sobre todo, un rictus de tristeza que no lograba borrar del rostro y amenazaba con marcarle las primeras arrugas. Después de arreglarse el cabello y maquillarse salió dispuesta a enfrentar la ingrata tarea que ocuparía sus próximos días en Madrid.

A la salida de inmigración y aduanas se sorprendió al ver su nombre escrito en uno de los tantos carteles que mantenían en alto quienes iban a recoger a algún pasajero, y se aproximó enseguida al hombre joven que portaba el letrero.

—Buenos días, soy Anabela Puentes.

—Lo supuse. Yo soy Pedro Luis Serrat, hermano de Carmen. Ella aguarda en el auto para llevarla al hotel. Siento mucho la pérdida de su hermano.

—Gracias. Son ustedes muy amables.

Pedro Luis se hizo cargo de la maleta de Anabela y le pidió que lo siguiera al estacionamiento.

—Espero que haya traído un abrigo —el muchacho hablaba en voz muy baja y tenía una tos persistente—. Aunque apenas es noviembre ya comienza a hacer frío.

—En la maleta traigo uno que me olvidé de sacar. Pero por ahora no lo necesito.

Continuaron en silencio hasta llegar al edificio de aparcamientos. —Nuestro auto está en el segundo sótano —dijo el muchacho cuando entraron al ascensor.

Luego de descender dos niveles, caminaron hasta que Pedro Luis señaló un auto que se encontraba casi al final del aparcamiento.

—Ese es el nuestro.

Mientras se acercaban, del auto salió una mujer pequeña, cuadrada, de cabello oscuro y un flequillo que rozaba los anteojos de aro negro y grueso. En silencio, se aproximó a Anabela y la abrazó.

—No sabes cuánto he sentido la muerte de Daniel. Aparte de gran periodista, era un ser humano estupendo con el que tuve una muy buena amistad.

—Gracias, Carmen, y gracias también por venir.

—Es lo menos que podía hacer. ¿En qué hotel te hospedas? —En el Wellington, el mismo en que se alojaba mi hermano.