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La gran grieta • Alex Perry

Una mirada vívida y provocativa a cómo el mundo no comprende África.

Por
Escrito en OPINIÓN el
La extraordinaria historia de cómo 1.000 millones de africanos están superando la caridad, a los déspotas y a los yihadistas para, finalmente, obtener su libertad.

Desde hace mucho, los extranjeros han comprendido mal África y han abusado de ella. Alex Perry ha viajado por el continente durante más de una década, entrevistándose con empresarios, señores de la guerra, profesores, narcotraficantes, presidentes y yihadistas, entre otros. Con el Gran Valle del Rift (la grieta geológica que un día acabará partiendo África en dos) como metáfora central, Perry explora la división entre un África que resurge y un mundo que no sabe cómo reaccionar ante ello. ¿Cómo está cambiando África? ¿Cómo desafía esta nueva África su antigua élite dirigente?

Perry, que abre el libro con una devastadora investigación sobre un crimen de guerra, en gran parte ignorado, que tuvo lugar en Somalia en 2011, halla un África inmersa en un momento de furiosa afirmación. Es un continente rehecho, que se levanta desafiante sobre siglos de opresión para convertirse en un titán económico y político. Un lugar en el que el dinero efectivo es cosa del pasado, en el que los astrónomos están desentrañando los orígenes de la vida y en el que, veinticinco años después de los conciertos de Live Aid, los primeros yuppies de Etiopía comercian en una bolsa electrónica de alimentos. Y sin embargo, mientras África obtiene la substancia de su libertad, ha de enfrentarse a tres últimos falsos profetas que la quieren mantener encadenada: los islamistas, los dictadores y la cooperación internacional.

Bellamente escrita, narrada con un tono cercano y argumentada con pasión, La gran grieta es una mirada vívida y provocativa a cómo el mundo no comprende África, y cómo un África que resurge nos obliga a pensarla otra vez.

Fragmento del libro La gran grietaEl despertar de África, del autor Alex Perry  (Ariel), © 2019, Traducción: Joan Andreano Weyland. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Alex Perry fue el jefe de la oficina de TIME en África hasta 2013. Regresa a África con frecuencia, y escribe para muchas publicaciones, entre ellas Newsweek, para quienes es editor colaborador. Ha dado clases de Filosofía, Política y Economía en la universidad de Oxford y ha recibido numerosos premios de periodismo. En 2007, tras ser arrestado y encarcelado en Zimbabue, lo condenaron por ser «un periodista dedicado y clandestino». Es autor de numerosos libros acerca de África, Europa y Oriente Medio.

La gran grieta | Alex Perry

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La naturaleza crea la sequía, pero solo la mana del hombre crea hambrunas, y en julio de 2011 un reducido grupo de hombres y mujeres permitieron que la peor sequía en sesenta arios en el sur de Somalia sumergiera a cerca de tres millones de personas en el hambre.

La catástrofe llegó a su punto culminante en la capital, Mogadiscio. Tras dos décadas de guerra civil, la ciudad se encontraba ya en ruinas y ocupada por decenas de miles de refugiados, Conforme el campo se vaciaba de habitantes, por millones, en cuestión de semanas, Mogadiscio se vio atorada por cientos de miles más. Para julio ya había llegado al menos medio millón de personas. La inanición mataba a cientos de recién llegados cada día, Cuando el sarampión y el cólera hicieron aparición, la cifra paso a ser de miles. Pronto los vivos y los muertos competían por el espacio. Las familias se trasladaban a antiguos cementerios, en aquel momento llenos de nuevos entierros. Las madres regresaban a las tumbas de los hijos enterrados el día anterior solo para ver que se había instalado un campamento durante la noche. Durante el cenit de la hambruna, 2,8 millones de personas, dos tercios de la población del sur de Somalia, estaban pasando hambre. Nueve meses más tarde, uno de cada diez había muerto, sobre todo bebes niños y ancianos, aquellos a los que el hambre mata primero.

Volé de Nairobi a Mogadiscio con Dominic Nahr, un fotógrafo suizo de veintiocho años con el que a menudo trabajaba. Bordeamos el extremo noreste del continente, con playas del color de la mantequilla al amanecer, el océano vacío salvo por la ocasional estela de alguna lancha pirata. Tras aterrizar al borde del mar, nos encontramos con Bashir, que nos recibió al pie de la escalerilla del avión, y que en un fluido movimiento nos hizo atravesar inmigra- ción y aduanas para salir del edificio y subir en una de sus camionetas. En pocos minutos estábamos llegando al hospital Banadir, uno de los pocos que funcionaban en la ciudad. En la entrada principal nos detuvo un ordenanza con aspecto de estar agotado, vestido con una sucia bata blanca, que hizo grandes aspavientos para impedirnos el paso y luego se rindió. Lo seguimos a través de una puerta a una sala gigantesca. La habitación, antiguamente un pasillo, estaba impregnada del olor cálido, como a heno mojado, de la disentería. Había cincuenta camas dispuestas en fi- las. Junto a ellas había personas. Al principio deambulamos, un tanto molestos por las moscas y por lo bien que se veía a todo el mundo, hasta que nos dimos cuenta de que había que acercarse a las camas para distinguir a los pacientes. La mayoría de ellos estaban tan delgados y consumidos que un pariente de pie junto a ellos, o incluso un pliegue de la sábana, los ocultaba por completo.

Khalima Adan tenía treinta y ocho años. Vestía una abaya marrón bajo la que llevaba un vestido de seda (blan- co, negro y gris, con toques de fucsia) que probablemente antaño le iba a la medida, pero que ahora le colgaba como una sábana. Estaba inclinada sobre su hijo Umar, de siete años, abanicándolo con un trozo de cartón. «Venimos de Kutubarai», nos dijo, nombrando una ciudad 240 km al sudeste. «No había comida. La caminata nos llevó diez días y llegamos hace doce. Tengo seis hijos. Tenía nueve, pero tres murieron: uno de tres años y uno de dos, durante el camino, y mi niño de nueve años, de sarampión, tras llegar.»

Le pregunté si su marido estaba cuidando de los otros cinco niños. Negó con la cabeza: «su cuerpo se hinchó mientras veníamos», me dijo. «Primero no pudo hablar. Luego no pudo caminar. Tuvimos que dejarlo allí.»

Más tarde, en los campamentos, oiría testimonios de un éxodo bíblico desde el sur, con columnas de decenas de miles de personas abandonando la tierra en masa. La mayoría sólo tenían unas cuantas botellas de agua y algunas hojas que comer. Los cuerpos de aquellos demasiado débiles para seguir caminando quedaban donde caían, para pasto de buitres y hienas. Un hombre de cincuenta años que caminó durante dos semanas contaba haber vis- to cómo siete personas sencillamente «se sentaron y mu- rieron» junto a la carretera. Un granjero de sesenta años dijo haber caminado cientos de kilómetros cargando sus hijos moribundos, por turnos, a hombros. «Cuando me daba cuenta de que estaban muertos, los levantaba y los enterraba allí mismo, en la carretera», dijo el hombre. Había perdido dos niños y tres niñas de esa manera.

Mogadiscio había proporcionado nuevas preocupaciones a Khalima. Todos sus parientes vivos estaban bus- cando por la ciudad un lugar en el que enterrar a Umar, me contó, pero las esperanzas eran escasas. Un doctor que escuchaba allí mismo dijo que ya no había tierra libre. «Los refugiados incluso construyeron un campamento sobre el cementerio del hospital», dijo. «Tuvimos que cerrar todas las puertas para impedir que entraran y acamparan aquí. Aún intentan entrar escalando las paredes.»

Las nuevas restricciones habían hecho que Khalima tuviese que dejar a sus otros cinco niños en las puertas. Nos quedamos allí de pie en silencio un momento, sudan- do y vacilando en aquel calor. El doctor temía que los hambrientos y sin techo lo desbordasen. Khalima temía por haber tenido que dejar a sus niños en una ciudad extraña, con hambruna y guerra. Yo me preguntaba por el futuro de Mogadiscio. ¿Cómo podía, una ciudad construida sobre huesos, dejar atrás su pasado? Torpemente, pregunté a Khalima cómo se sentía. Ella no respondió, y, pensando que quizá no me había oído, comencé a repetir mi pregunta cuando ella me interrumpió.

«No tengo pena», dijo. Se quedó callada un momento. «Hay tanta gente muriendo», dijo. «No sé dónde vamos a vivir todos. Estoy intentando encontrar una tumba.»

Umar murió mientras Khalima hablaba. No se había movido durante un rato, y mientras Khalima contestaba mis preguntas una enfermera comprobó el estado del niño e hizo un gesto a un ordenanza. Khalima se quedó en silencio. El ordenanza recogió una gastada tela amarilla y naranja de los pies de la cama y cubrió con ella el cuerpo de Umar. Miré a Khalima y decía la verdad: no tenía pena.

El ordenanza recogió el cuerpo de Umar. Khalima, Dominic y yo los seguimos escaleras abajo, hacia el exterior. En una esquina había un pequeño edificio encalado, las paredes salpicadas de heridas de metralla de lanzagranadas, las ventanas desconchadas hasta el ladrillo por los balazos. Dentro había una mesa de mármol y dos cubos de plástico con agua. El ordenanza depositó con delicadeza el cuerpo de Umar y, trabajando de forma sistemática, con un ayudante, desenvolvió cada parte de su cuerpo, la mojó, la frotó y la volvió a cubrir. El lavado era meticuloso. Cuando la mortaja se arrugaba, los dos hombres la enderezaban con un tirón. Y conforme la fina tela se humedecía cada vez más, revelaba la silueta del niño: un par de pies delgados hasta los huesos unidos a piernas finas como las patas de un ave zancuda, una cadera tan ancha como mi antebrazo, un torso del tamaño de la palma de mi mano, brazos tan gruesos como dos de mis dedos, todo ello doblado bajo su cabeza, perfectamente redonda, como las patas de una silla plegable. ¿Cómo podía no haber espacio en la ciudad para esto?

Salí afuera a por aire. A lo lejos se oía un tiroteo. Los hombres de Bashir habían establecido un perímetro alrededor de la pequeña morgue. Al otro lado del muro del hospital podía oír a niños recitando el Corán. Una escuela en el campamento, supuse.

Había otro sonido, un monótono zumbido que venía de arriba. Miré al cielo, protegiéndome los ojos contra el sol. Uno de los pistoleros de Bashir me vio y vino hacia mí. Se colgó el arma del hombro y, extendiendo su brazo sobre mi hombro, señaló un hueco en las nubes, en el que había un diminuto punto negro moviéndose lentamente.

«Dron Predator»,* dijo.

Dominic y yo pasamos la mayor parte del día en las salas de Banadir, y regresamos dos veces más en los días siguientes. Hablé con padres, madres, enfermeras, docto- res, gestores, ordenanzas, enterradores y soldados. Nadie había visto tanta muerte, ni siquiera en el apogeo de la guerra. Un doctor turco desviaba cortésmente mis preguntas y luego, cuando le comenté la aparente absoluta ausencia de grupos de cooperantes occidentales, explotó con rabia acerca de cómo la ONU almacenaba miles de toneladas de alimentos en gigantescos almacenes en el puerto pero, por razones que nadie comprendía, no distribuía ni una parte.

Pasamos horas en la minúscula sala pediátrica del primer piso en que habíamos conocido a Khalima. Las siete camas que contenía parecían muy pocas hasta que, un día, los niños comenzaron a morir todos a la vez: primero un niño en una cama a nuestra izquierda; un minuto después, otro a nuestra derecha; unos minutos más tarde, un niño un poco mayor junto a la puerta. Nos dimos cuenta de que la habitación era grande. Nunca tardaba mucho en quedar una cama libre.

Esto, esta muerte, era lo que habíamos venido a ver. Aun así, ¿cómo estar, rodeados por tanta? No podía quitarme de la cabeza el pensamiento de cómo, en aquella pequeña sala de hospital, podría ser que estuviéramos quitándoles a los niños que morían a nuestro alrededor las últimas bocanadas de aire. ¿Qué extrañas visiones les estábamos dando a cambio, dos hombres blancos con cuadernos de notas y cámaras fotográficas? Por la noche, Dominic miraba una y otra vez unas fotos que había sacado a un niño que había visto morir, buscando el momento exacto. ¿Había distraído a la madre? ¿Lo había hecho yo?

No necesitábamos seguir yendo. Yo tenía muchísimos testimonios y Dominic tenía cientos de fotos. Pero si seguíamos yendo, pensaba, podíamos curar en nosotros ese sentimiento de estar allí. Yo quería que las heridas duraran, que me recordaran una pregunta que podía hacer en nombre de los moribundos y de los muertos. Si la hambruna era obra del ser humano, como decían todos los expertos, ¿quién, específicamente, era el autor de la de Somalia?

Como todo extranjero que llega a África, yo llegué al continente con ciertas ideas preconcebidas acerca de él. Ha- bría hambrunas, supuse, y dictadores, y corrupción. Pero mirándolo con perspectiva, creo que era la guerra lo que yo más esperaba ver.

Para muchos periodistas de mi generación, unos pocos minutos de la mañana del 11 de septiembre de 2001 fueron suficientes para convertir un escaso interés en la guerra en el foco de una vida laboral. Aun así, era una elección, y mis razones para ir a la guerra no eran mejores que las de mayoría: un deseo adolescente de experimentar lo extremo; posteriormente, una mejor apreciación de la claridad del combate; de cómo, mientras dura, puede ordenar la mente. Como muchos periodistas que cubren conflictos, llegué a adoptar tercamente un pensamiento circular: que toda guerra es significativa e importante y ha de cubrirse, porque es una guerra y hay gente que muere en ella. Bajo esas premisas, cualquier guerra vale, y el 26 de diciembre de 2006, tres semanas después de mi llega- da a África, Etiopía invadía Somalia. Me encontré en Mogadiscio al cabo de una semana.

Etiopía había invadido el país para derrocar un gobierno islamista, la Unión de Tribunales Islámicos. Proyectando su poder a través de su milicia, Al Shabab («la Juventud»), los Tribunales Islámicos habían surgido como una alternativa pía y violenta a la destructiva anarquía de los señores de la guerra de Mogadiscio. La tarea de averiguar exactamente qué pasaba en la invasión etíope me llevaría una y otra vez a Somalia, más que a ningún otro país de África.

Pero incluso desde el principio, Mogadiscio hizo que todas mis guerras anteriores parecieran mera preparación. Dieciséis años de luchas entre clanes habían dejado todas las fachadas agujereadas por miles de balas. Manzanas enteras de edificios estucados habían vertido sus tripas de piedra a las calles. Las cenizas de mil fuegos y millones de ruinas cubrían la ciudad de un polvo gris y funerario. Las calles habían quedado enterradas bajo dos décadas de escombros compactados que el viento había convertido en cantos rodados. Conforme uno avanzaba por las calles de la ciudad, uno alzaba la vista y tenía la impresión de ser un pequeño bote en un enorme mar.

La destrucción era tan completa que la vida misma se había hecho incongruente. En esta Dresde* monocroma y tropical, el mero color de ella (una buganvilia rosa que crecía sin control, el turquesa del mar, una gorra escarlata medio enterrada bajo los cascotes) era un shock. El acto de vivir, también, tomaba formas extrañas. En los años del hambre, 250.000 refugiados se hacinaban en el centro de la ciudad bajo cápsulas en forma de huevo hechas de troncos y plástico, atadas unas a otras con alambre. En el esqueleto interior del hotel Uruba, en la orilla del mar, soldados etíopes comían tef en mugrientas tiendas verdes apiñadas bajo techos con adornos de yeso descascarilla- dos. Una vez me encontré, a una hora en coche de la zona oeste de la ciudad, con un palacio a orillas del mar perteneciente a un príncipe árabe que hacía tiempo había hui- do en el que, en un jardín interior de palmeras datileras y mangos, el servicio del príncipe todavía cuidaba de la mascota, un avestruz solitario y viejo.

La devastación tuvo su punto álgido en el centro de Mogadiscio. A apenas unos metros del mar, un arco románico lleno de cicatrices y chamuscado anunciaba la ciudad, en latín, a un puerto desierto. Tras él estaba la plaza central de Mogadiscio, llena ahora de grandes tramos de muros derruidos y pilas de escombros grises. A un lado, tambaleantes torres gemelas enmarcaban la fachada de una catedral de aire italiano cuya pieza central, un vitral en forma de flor de margarita, había de algún modo sobrevivido intacto. Pero si se atravesaban las amplias puertas de madera, toda esta grandeza se revelaba como mera apariencia. La gran sala al otro lado había sido devastada hasta los cimientos y parecía ahora una monstruosa caja torácica grisácea.

Con el tiempo, aprendí a identificar la sensación de internarse en Mogadiscio, lenta y prolongada, con algo así como una caída. No se podía hacer nada sino mirar aquellas tierras planas y quemadas, con toda su guerra y su calor, surgir ante uno. Pero si escoger Somalia era lanzarse al abismo, Yusuf Bashir fue quien nos rescató. Bajo, delgado, con cara de chico, gafas de sol y nunca sin tres o cuatro teléfonos, Bashir ofrecía sus servicios integrales por entre 300 y 1.200 dólares al día, dependiendo de cuánto lo conocieras y cuánto supiera de tus finanzas. El contrato incluía tres comidas al día y habitación en su hotel, el Peace, con cama, ventilador, electricidad, wi-fi, ducha compartida y Al-Jazeera en la TV. A Bashir le gustaba mimar a sus huéspedes. A menudo la última cena de un viaje era una bandeja de pequeñas langostas. Una noche, para el cumpleaños de un corresponsal francés, Bashir consiguió un pequeño pastel de chocolate decorado con cinco Kalashnikovs en círculo, de pie, como minúsculos misiles sobre la cobertura.

El control de Mogadiscio era algo fluido. Partes de la ciudad cambiaban de manos entre clanes e islamistas casi cada semana. El centro, eternamente capturado pero nunca dominado, era tierra de nadie. Los pistoleros sin afiliación campaban a sus anchas, buscando algo que robar o matar. Bashir tenía reglas estrictas para moverse por el exterior. Necesitabas dos coches: una camioneta delante, llena de hombres armados, y un taxi cerrado detrás en el que uno viajaba flanqueado por más guardias aún. Había que vestir un chaleco antimetralla. Conducir rápido. Variar las rutas. Podías quedar con alguien para una entre- vista pero de un modo vago, nunca específico, ni siquiera para un presidente. No te montabas en otros coches, especialmente si tenían a sus propios guardias. Fuera del coche, te exponías lo menos posible; nunca te detenías por más de 20 minutos. La estrategia era mostrarte lo me- nos posible y, cuando lo hacías, parecer demasiado problema como para que nadie quisiera joderte. Los hombres de Bashir tenían la apariencia: la manera en que se abanicaban, la manera en que extendían sus dedos índices sobre el guardamonte, la manera en que nunca sonreían... Y en todos los afios en que Bashir había estado operando, nunca nadie lo había hecho

* El General Atomics MQ-1 Predator es el dron de ataque más emplea- do por la Fuerza Aérea de EE. UU. (N. del t.)

* El autor hace referencia al bombardeo aliado sobre la ciudad alema- na de Dresde en 1945, que la dejó reducida a escombros humeantes y causó la muerte a un número estimado entre 22.000 y 25.000 personas, además de perdurar en el imaginario popular como paradigma de la destrucción de la guerra moderna. (N. del t.)