Main logo

La conspiración Medici • Barbara Frale

La obsesión de Giuliano de Medici por la musa de Botticelli podría destruir a su familia.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Domingo 26 de abril de 1478. Durante una misa solemne celebrada por el cardenal Riario, una multitud de sombras se abalanzaron sobre Lorenzo de Medici y su hermano Giuliano.

El Magnífico sobrevivió de milagro, pero Giuliano fue apuñalado tan salvajemente que no hubo forma de salvarlo. Ahora Lorenzo teñirá de sangre las calles de la ciudad, la cuna del Renacimiento…

El dolor y el remordimiento se han instalado en el corazón del otrora llamado gran mecenas de las artes, hoy un tirano. Su soberbia y el despotismo con el que ha gobernado la República congregaron en torno a él un círculo de odio del que su hermano no pudo escapar.

Pero algo no tiene sentido: ¿por qué Giuliano y no él? ¿Qué lograrían sus enemigos con esa muerte, si su papel dentro de la política fue secundario, siempre a la sombra de Lorenzo? ¿Hay algo más detrás de esta sangrienta conspiración? ¿Un amor prohibido?

La terrible obsesión de Giuliano por la hermosa Simonetta Vespucci, «la diosa que había dejado a toda Florencia en lágrimas» con su prematura muerte y que Botticelli inmortalizó en sus más célebres lienzos, podría encerrar la respuesta.

Fragmento del libro La conspiración Medici (Planeta), © 2019, Barbara Frale. © 2021 Traducción: Alejandro Fonseca. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Barbara Frale es historiadora italiana especializada en la Edad Media y el Renacimiento y desde 2001 trabaja como paleógrafa en los Archivos Secretos del Vaticano.

La conspiración Medici | Barbara Frale

#AdelantosEditoriales


I

El cielo sobre la laguna parecía haber tomado un color enfermizo. Cubriendo el sol, se había formado una fina capa de nubes que le daba a la luz un matiz macilento. Desde alguna parte, lejos, amenazaban los temporales, pero por ahora sobre los tejados de Venecia se suspendía solo una densa capa de humedad.

Desde el magnífico jardín que ve al Gran Canal, Giuliano de Medici miraba el agua estancada a sus pies y sentía una ligera inquietud por el olor a algas podridas y la corriente demasiado lenta. Le hacía pensar en una sangre espesa y densa que se descompone en las venas de un cuerpo aún vivo. A sus espaldas, la hermosa residencia ducal celebraba con música, canto y libaciones solemnes la Navidad del año de gracia de 1477.

Unos pasos firmes sobre la grava lo hicieron voltear. Su Excelencia Marco Correr, persona de confianza del dux y miembro destacado del patriciado de la Serenísima, se le acercaba con desenfado. Alto, imponente, moreno como un moro, iba cubierto con una túnica de terciopelo azul de medianoche bastante sobria, en contraste con la opulencia de las sedas translúcidas y los brocados en oro tan en boga entre los nobles venecianos. Tenía la sonrisa despreocupada de quien busca un fácil acercamiento hablando de cualquier minucia.

—Giuliano de Medici, ¡es usted un joven incorregible! Se ha escapado sigilosamente del banquete que el dux ha ofrecido en su honor. A fe mía, creía que sería para llegar a un encuentro galante. Pero no, lo encuentro aquí solo, mirando el canal, todo melancólico. ¿A qué se debe?

—Necesitaba un poco de aire fresco. Hace demasiado calor en el salón —respondió vagamente.

—¿De verdad? ¿No será más bien que está tratando de escapar de los tentáculos de aquellos que quieren manipularlo? El reverendísimo patriarca parecía ansioso por engancharlo. Querrá pedirle una entrevista privada, podría apostarlo. A nombre del Santo Padre.

—Tal vez —dijo Giuliano evasivo.

—¿Sabe lo que se murmura por ahí? Que Sixto IV muere de ganas de que usted se case con su sobrina Agostina, la hermana de Girolamo Riario. Dicen también que su hermano Lorenzo no es contrario a ese proyecto en absoluto, porque lograría para Florencia una alianza con Génova y las otras ciudades de Cinque Terre. Pero usted, joven, no se ve muy entusiasmado. No tiene el rostro radiante de quien está a punto de contraer nupcias.

—¿Acaso debería? Nunca he visto a esa doncella en mi vida. Eso no era falso, pero a juzgar por el retrato que le habían enviado, Agostina Riario no poseía ninguno de los atractivos femeninos capaces de avivar los deseos de un hombre joven. Menuda, de nariz aguileña e incluso un poco jorobada. Sin embargo, ciertos agentes aduaneros que frecuentaban Liguria aseguraban que en realidad el pintor había sido magnánimo; la damisela en cuestión era más bien bajita, morena de piel y tenía además complexión de labradora. ¡Podría pasar por una campesina sarracena!

La cara de disgusto de Giuliano hizo innecesarios mayores detalles. Complacido con esa admisión tácita, Correr se percató de que era momento de llevar a cabo su maniobra.

—Me he dado cuenta de que mi hija Laudomia le tiene afecto. ¿Sabe que ella lo vio pasar por la calle y me insistió mucho en que encontrara el modo de invitarlo? Creo que ha perdido la cabeza por usted. Si está de acuerdo, puedo hablar con el dux al respecto. Todos sabemos que una alianza con Venecia puede resultar muy útil para la Signoria y su hermano Lorenzo. ¿Acaso no ha venido aquí para sondear el terreno? Mi hija le conviene, Giuliano. Siempre que el compromiso entre usted y la señorita Riario no sea ya un hecho, por supuesto… No, no lo es. ¿O estoy equivocado?

—Nada irrevocable, excelencia. En realidad, mi hermano no ve con buenos ojos un vínculo entre nosotros los Medici y Girolamo Riario. No deja de ser el sobrino del papa, es cierto, pero no goza de buena reputación.

Ante tales palabras, Marco Correr estalló en una gran carcajada. —¿Buena reputación? ¡Por favor, pero si ese Girolamo Riario es uno de los peores sinvergüenzas que conozco! ¡Solo un cínico como Sixto IV podría tenerlo a su lado en la curia y presumirlo como si fuera el orgullo de la Santa Iglesia Romana!

Correr no exageraba. Ambicioso, arrogante, desvergonzado y ni siquiera tan inteligente, Riario tenía como única cualidad una apariencia atractiva que le conseguía el amor de las mujeres, ya fueran viudas, solteras o casadas; de ahí, su gran fama de mujeriego, que ciertamente no beneficiaba a Su Santidad el papa, su tío. A pesar de todo, Sixto IV lo idolatraba y era incapaz de mantenerlo bajo control. Acosado por su sobrino, que quería subir de rango a toda costa, el pontífice le había comprado el título de conde a un alto precio. Al no ser suficiente para satisfacer la avaricia del joven, Sixto IV se vio presionado a pedir para él la mano de doña Caterina Sforza, hija natural del duque de Milán, y hasta llegó a comprar la ciudad de Imola para que Girolamo pudiera convertirse en señor. Pero ni eso le bastaba. Nunca era suficiente.

—Piénselo, Giuliano. Y, sobre todo, haga entrar en razón a su hermano. Ustedes los Medici necesitan adquirir prestigio en este momento para consolidar su ascenso dentro de la Signoria, especialmente después de que Lorenzo tuvo la brillante idea de casarse con una mujer de la casa Orsini. Su familia ha alcanzado ya un rango principesco y, a estas alturas, ¿qué pasará si ahora se emparentan con una joven de oscuros orígenes? Antes de que Sixto IV se convirtiera en papa, Girolamo Riario vivía al día como escribano. No sería el mejor pariente, ¿verdad? Nosotros los Correr, en cambio, pertenecemos al patriciado veneciano más antiguo e ilustre. Hemos tenido varios dux en la familia y muchas relaciones que pueden resultarles útiles. Y finalmente, algo que nunca está de más, poseemos una gran fortuna.

Los ojillos de Correr brillaban como el oro cuya fascinación evocaba. A Giuliano le pareció más prudente moderar su euforia: no quería arriesgarse a que Correr se creara falsas expectativas y mucho menos que creyera que podía cantar victoria, sin antes discutir la propuesta con Lorenzo.

—Tal vez nunca me case, excelencia. Después de todo, se supone que Lorenzo continúa con la estirpe. Y la vida de soltero no me desagrada en absoluto.

Ligeramente decepcionado, Correr adoptó un semblante sarcástico y un poco malicioso.

—¡Pero no me diga! Entonces los rumores son ciertos. Su hermano Lorenzo vuelve a la carga para encontrarle un lugar en la curia. Una posición muy prestigiosa, dicen. Tal vez hasta en el Sacro Colegio…

Los ojos de Giuliano se abrieron de par en par. La sonrisa aparentemente frívola de Correr hacía suponer que sabía más de lo que era prudente y oportuno.

—No es ningún secreto, hijo —dijo el veneciano, anticipando cualquier pregunta.

Entonces le extendió la transcripción de una carta que monseñor Gentile Becchi, alguna vez tutor de Lorenzo, había escrito un mes antes. Era una carta confidencial, pero el dux de la Serenísima tenía fieles informantes en la curia romana que no le quitaban el ojo de encima a quienes fuera necesario, para luego reportar cada detalle que pudiera considerarse de interés.

Giuliano agarró el papel con una mano furiosa y lo miró. Monseñor Becchi parecía apremiado por una urgencia sincera. Y su tono indicaba alarma.

Mi querido Lorenzo:

Ayer recibí nuevamente la visita del cardenal Ammannati, quien, como sabes, los tiene en alta estima a ti y a toda tu familia. En mi calidad de tutor, pero sobre todo por el afecto que te tengo, creo que debes prestar la máxima atención a este problema.

El eminentísimo padre volvió a preguntarme si aún eres de la opinión de que tu hermano Giuliano deba tomar los votos para que luego, a su debido tiempo, pueda recibir la sagrada púrpura. Él sabe que te interesa mucho llegar a ver un cardenal de la casa Medici en el Sacro Colegio, y fue en otro tiempo también un gran deseo que Co-simo no pudo cumplir. Ammannati no está en contra y, si sigues sus consejos, lo consultará con el papa.

El primer punto sobre el que debes reflexionar es que Giuliano es un joven que no está preparado en términos de doctrina. Es de costumbres muy libertinas, licencioso y despilfarrador. Convertirlo de inmediato en cardenal parecería poco conveniente; por ende, no tiene caso elevarlo enseguida a un honor tan alto. No tiene nada de sacerdote y ninguno de los cardenales se acostumbraría a verlo vestido de púrpura, sentado en el consistorio. Será necesario educarlo y pulirlo, y para ello tendrá que usar el roquete eclesiástico y deberá recibir órdenes menores. Un par de años como protonotario apostólico le enseñarán a hablar, pensar y comportarse adecuadamente en la curia romana. No es necesario que sea consagrado sacerdote; por el contrario, es apropiado que siga siendo clérigo, porque será más fácil, en caso de que mueras a manos de tus enemigos, hacer que recupere su condición laical para que pueda reemplazarte y tome en sus manos el mando de la familia Medici.

Sé que mis palabras te lastimarán, pero este es el único medio que tengo para ayudarte. Todos los días, mientras camino, escucho serpientes despiadadas siseando en las sombras contra ustedes los Medici.

Me gustaría detenerlas, pero no puedo. Ni siquiera Ammannati, que se encuentra muy por encima de mí, puede hacer nada. En el Vaticano, la complicidad no es un delito, mientras que el silencio a menudo se considera un deber. De manera que te suplico que, por favor, no ignores mis advertencias.

Con gran estima y afecto,

Gentile Becchi

Giuliano arrugó la hoja en un arrebato de ira incontenible. ¡Al diablo con Lorenzo y sus complots!

Detestaba la idea de quedar sepultado en la curia, ya fuera por el bien de la patria, la gloria de la familia o la prosperidad del banco de los Medici. Quería vivir su vida, una que prometía ser espléndida y llena de alegrías mundanas. Acariciaba la posibilidad de casarse con una mujer noble de alguna poderosa ciudad italiana, y Venecia era una excelente opción, dada la nueva orientación que estaba tomando la política. También tenía mucho que ofrecer en lo que a mujeres respecta: Falier, Foscari, Gradenigo, Barbaro, Marcello, Vendramin… y decenas de otras familias patricias, todas muy ricas y con al menos una hija para casarla lo mejor posible. Por eso Giuliano había emprendido ese viaje en secreto acuerdo con el dux, después de meses de negociaciones realizadas personalmente con la discreción que lo distinguía. A Lorenzo, esa potencial unión no podría desagradarle, pues haría que las relaciones diplomáticas entre Florencia y la Serenísima fueran mucho más cordiales. Parecía atraído por la idea, por eso había autorizado el viaje de Giuliano, dándole una generosa cantidad de dinero para gastar y mantener alta la reputación de los Medici. Sin embargo, por debajo de la mesa, evidentemente, tejía su propia tela con un diseño muy distinto; se obstinaba en tener un cardenal Medici a cualquier costo, usando el destino de su único hermano como si no fuera más que una pieza de ajedrez.

Hablaré con Lorenzo sobre su propuesta, excelencia —dijo con firmeza—. Si él está de acuerdo, su hija Laudomia será la mujer más admirada de Florencia. Y una esposa feliz.

Marco Correr rió de buena gana y luego le dio una calurosa palmada en el hombro.

—¡No le pido mucho, Giuliano! ¿También quiere convertirse en un santurrón como él? Dicen que después de la boda con esa noble romana pudo por fin sentar cabeza y que ahora es una persona muy recta. Parece estar tan obstinado con la fidelidad conyugal como lo estaba con su papel de seductor libertino cuando era soltero… ¿Pero será realmente cierto?

Giuliano puso la mejor sonrisa posible en tales circunstancias. No estaba claro, por la forma en que hablaba Correr, si consideraba la lealtad de Lorenzo como una espléndida virtud o como una debilidad que lo ridiculizaba.

—Es totalmente cierto, que yo sepa —respondió. —¡Admirable! ¿Entonces es Clarice Orsini tan hermosa?

—La belleza solo tiene que ver en parte. Mi cuñada tiene una personalidad especial. Cuando pesca algo no lo suelta. No hay escapatoria.

—¡Qué retrato tan singular! Al oírlo, uno se preguntaría si su cuñada es encantadora o más bien una bruja.

Giuliano se rio entre dientes como dictaba la decencia. Despre-ciaba las fanfarronerías, así como a aquellos que tenían la pésima costumbre de alardear sobre asuntos privados, o peor aún, lavar en la plaza la ropa sucia de casa, pero si hubiera tenido que describir a su cuñada, habría elegido exactamente esas dos palabras.

Al principio, no fueron fáciles para Clarice sus inicios en el Palacio Medici. Al llegar con sus numerosas cajas de ropa interior fina y cofres de joyas, como corresponde a la dote de una novia de la casa de los Orsini, se lo confiscaron de inmediato porque los intendentes de los Medici tenían que examinar, cotizar y registrar cada objeto, hasta los broches con los que se cierran los vestidos. Además, doña Lucrezia tenía mucho poder en la casa y lo usaba de forma despótica; gestionaba cada aspecto de la vida familiar y tenía la perniciosa convicción de que era su derecho, e incluso un deber, dar órdenes a la nuera, quien no podía más que obedecer.

Clarice se sentía casi prisionera en esa casa que rebosaba de riqueza, tanto en el mobiliario como en el decorado, pero esa ostentación era solo para mantener el prestigio dinástico, un señuelo brillante para encandilar con prestigiosos títulos a los embajadores e invitados de paso por esas salas. En la vida cotidiana los Medici economizaban en todo y la viuda de Piero di Cosimo a veces demostraba una avaricia de usurera que Clarice encontraba repugnante. Por ejemplo, comía carne de ternera solo si se la regalaba algún terrateniente de fincas que quisiera obtener algún favor político de su hijo; comprarla estaba fuera de toda discusión, ¡era demasiado cara! A Clarice le resultaba difícil creer que Piero realmente hubiera muerto de gota. ¿Cómo pudo ser, si tenía al lado a esa especie de arpía que le racionaba la carne?

Lenta y hábilmente, Clarice fue encontrando la manera de hacerse valer, apoyándose en Giuliano y empujando a Lorenzo a confiar más en su hermano menor, quien, a pesar de su corta edad, tenía habilidades de agudeza y delicadeza política en abundancia.

Giuliano estaba inmensamente agradecido por ello. Por lo tanto, pensó que era precisamente a ella, a Clarice, a quien podía pedirle ayuda para hacer que Lorenzo olvidara, de una vez por todas, la odiosa idea de sacrificar a su único hermano con tal de satisfacer las ambiciones curiales de la familia.

—Me casaré con su hija —dijo convencido—. Tengo un aliado en la familia que puede hacer que Lorenzo entre en razón.

Ante esas palabras, Correr mostró una expresión de duda. —Siempre y cuando ese aliado no sea su tío Tommaso Soderini —murmuró—. Es un hombre excepcional. ¿Cuántos pueden jactarse de haber sido elegidos cuatro veces para el cargo de gonfaloniero? Todos lo estiman. Es recibido con los brazos abiertos en cualquier corte de Italia. Aun así, su hermano lo redujo a un silencioso observador. Dicen que Lorenzo le tenía envidia.

Giuliano tragó bilis. Lamentablemente, Marco Correr no hablaba falto de razón. Estaba bien informado sobre los hechos florentinos y tenía el don perverso de saber cómo echar sal en la herida sin perder la elegancia.

Desde la muerte de Piero el Gotoso, Lorenzo, entonces poco más que un niño, se había convertido en el jefe de la familia Medici; obviamente también heredó el papel político que había sido de su padre hasta unos días antes. Consciente de la carga que a partir de entonces pesaba sobre sus hombros, puso manos a la obra para dar a las instituciones de Florencia la impronta de su voluntad y una dirección más conforme a las ambiciones de los Medici. Nada nuevo bajo el sol; sin embargo, lo había hecho saliéndose un poco de lo establecido, es decir, violando esa línea invisible trazada por Cosimo y Piero, ambos hombres cautelosos. Cosimo solía supervisar todas las decisiones y dirigía los resultados, porque contaba con un gran número de seguidores que estaban interesados en concederle todos sus deseos, pero en todo caso eran votantes formales con plena libertad de decisión, dueños de sí mismos y de su voto, independientes. Piero había seguido los pasos de su padre: ninguno de los dos actuó nunca violando las antiguas tradiciones republicanas.

—Tiene razón, Correr —dijo Giuliano admitiendo la esto-cada—. Le debemos todo a nuestro tío Tommaso. Lorenzo fue muy desagradecido con él.

El veneciano asintió con aire pensativo. Sabía bien que Soderini había sido un colaborador cercano de Cosimo y, después de su muerte, un fiel consejero de su hijo Piero. Nunca había mostrado señales de deslealtad hacia la familia Medici. En el momento decisivo que siguió a la repentina muerte de Piero, reunió rápidamente a los principales partidarios de los Medici, los convenció de que juraran lealtad y de que brindaran su apoyo de inmediato al joven heredero de tan solo veinte años. Muchos aceptaron sin siquiera conocer a Lorenzo, sin tener mayor certeza acerca de su temperamento ni de sus intenciones; confiaron en el buen juicio de Soderini, quien serviría de garante y que, como era natural, se encargaría de guiar al muchacho que de forma prematura debía tomar las riendas del destino de la familia Medici y de la ciudad.

A ojos de todos, Soderini perpetuaba ese buen gobierno que antes estuviera garantizado por Cosimo, quien usó la violencia y el exilio con gran moderación, solo cuando fue estrictamente necesario. Una vez muerto Piero, todo aquello se prolongaría en el futuro gracias a Lorenzo. Estaban convencidos de ello, pero por desgracia el joven se había dejado guiar dócilmente por la prudencia de su anciano tío solo por un breve tiempo, justo el suficiente para que votaran por él, para poner un pie en la Signoria y comprender cómo manejar las riendas del poder. Pronto comenzó a dar señales de impaciencia, sin importarle que su comportamiento pudiera parecer arrogante e ingrato; comenzó por desafiar a Soderini y a disminuir sistemáticamente su autoridad y funciones, hasta que al final logró excluirlo de todo. Ayudándose de sus propias amistades, todas descendientes de las familias más prominentes, Lorenzo había logrado minar la alta estima con la que Soderini contaba entre la gente. Esparció pequeñas calumnias y chismes poco consistentes aquí y allá: un lento juego de aniquilación llevado a cabo con pocos escrúpulos y mucha astucia terminó por cansar al anciano diplomático, quien, como un hombre de una sola pieza, prefirió retirarse voluntariamente. Eso disgustó a muchos de los ciudadanos influyentes.

—Su hermano se enorgullece de haber enderezado a Soderini… por así decirlo. Ahora el antiguo tutor prefiere guardar silencio cuando habla su sobrino.

—Lorenzo es testarudo. Él siempre quiere hacer lo que desea —minimizó Giuliano.

—¿Y lo ve apropiado? Usted es joven, Giuliano, pero tiene el juicio suficiente para entender que la política es un juego riesgoso. Soderini los protegió a ambos, fungió como árbitro entre ustedes los Medici y las volubles grandes familias de Florencia. Al contener la bravuconería de su hermano, mantuvo a sus rivales a raya. Estaban a salvo de sorpresas desagradables bajo el manto protector de su prestigio. Y ahora, ¿qué pasará?—¿Qué debería pasar?

—¡Solo Dios sabe, hijo! Llegan a las costas de la Serenísima mercancías, al igual que muchos de sus conciudadanos que ya no encuentran tan saludable el aire de Florencia. Corren rumores de descontento. Parece que su hermano mantiene en el Palacio Medici un cuerpo diplomático distinto al de la Signoria y mucho mejor informado.

—La información es esencial para los negocios. A menudo recibimos despachos de muchos agentes de nuestras filiales disgregadas por toda Europa.

—¿Solo despachos comerciales? —preguntó irónicamente—. Me parece que su hermano recibe embajadores de varios Estados que le piden favores o su mediación. Él los satisface pródigamente, así puede tener conocimiento de hechos importantes y confidenciales incluso antes de que la Signoria reciba noticias oficiales. También dicen que, si algún asunto involucra directamente a Lorenzo de Medici, el Consejo de los Cien lo trata a puerta cerrada, en sesiones separadas. La mayoría de los priores deben abandonar la sala mientras discuten, porque el voto estará en manos de unos pocos ciudadanos bien elegidos entre los amigos de su familia, o al menos entre aquellos que tienen la reputación de no ser hostiles hacia ustedes. Giuliano, usted debe saber una cosa, y que le sirva de advertencia: ¡fuera de Florencia es difícil, o tal vez imposible, distinguir si un acto depende de las decisiones del gobierno o si lo dicta la voluntad de quienes viven en el Palacio Medici!

Mientras hablaba, el tono de Correr se había vuelto de pronto vibrante y desesperado, perdiendo toda la alegría inicial. El vene-ciano parecía extremadamente interesado en asegurar una alianza matrimonial con los Medici y, a juzgar por su expresión, temía que el proyecto estuviera en grave peligro.