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Inside out. Mi historia • Demi Moore

Un retrato desgarradoramente honesto de una mujer con una vida tan icónica como corriente.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Durante décadas, el nombre de Demi Moore ha sido sinónimo de celebridad. Sus icónicas películas y sus relaciones personales la han puesto en el punto de mira de la opinión pública y la han llevado a protagonizar todo tipo de titulares. Pero, ni siquiera ser la actriz mejor pagada de Hollywood la ha librado de tener que luchar contra sus propios fantasmas.

En su camino al estrellato y durante muchos de los momentos más importantes de su vida, Demi plantó batalla a sus adicciones, a los problemas de imagen y a los traumas de infancia que la persiguieron durante años. Y aunque la fama la ha acompañado desde entonces, su imagen pública ha sufrido reveses que la han puesto en el ojo del huracán y han hecho peligrar la relación con sus propias hijas. Pero además de una historia sobre la adversidad, este libro es también una historia sobre una tremenda capacidad de resistencia.

Con descarnada sinceridad, Demi Moore habla de las dificultades de tener una carrera en Hollywood y tratar al mismo tiempo de llevar una vida familiar convencional, y revela su tumultuosa relación con su madre y sus matrimonios.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro “Inside out. Mi historia”, memorias de Demi Moore, con autorización editorial de Penguin Random House.

Inside out. Mi historia | Demi Moore

#AdelantosEditoriales

 

Fragmento Inside Out. Mi historia de Demi Moore

Prólogo

Había una pregunta que no dejaba de rondarme: ¿cómo he llegado a esto?

Estaba viviendo en una casa vacía, la misma en la que me había casado, la misma que había tenido que reformar y ampliar porque tenía más hijas que habitaciones. Y estaba sola, totalmente sola. Y a punto de cumplir los cincuenta. El marido que creía el amor de vida me había sido infiel y había dado por acabado nuestro matrimonio. Ni siquiera se molestó en intentar salvarlo. Mis hijas me dejaron de hablar. No me dirigían la palabra, ni llamadas de cumpleaños, ni mensajes para felicitarme la Navidad. Su padre, un amigo en el que confiaba plena y ciegamente, había desaparecido de mi vida. La carrera profesional por la que tanto había luchado desde que me marché del piso de mi madre, con tan solo dieciséis años, parecía haber quedado encallada. O quizás había terminado para siempre. Todo aquello a lo que me sentía unida, incluso mi salud, me había abandonado. Me aquejaban unos dolores de cabeza insoportables y empecé a perder peso a un ritmo preocupante. Me sentía destruida, tanto por dentro como por fuera.

«¿Esta va a ser mi vida? —me preguntaba—. Porque si va a ser así, paso. No sé qué diablos estoy haciendo aquí.»

Me dejaba llevar por la inercia, y hacía lo que creía que debía hacer, como dar de comer a los perros o contestar el teléfono. Era el cumpleaños de un amigo, así que monté una fiestecita en casa e invité a varias personas. Hice lo mismo que los demás: tomé una bocanada de óxido nitroso y, hundida en el sofá de mi comedor, esperé a que me llegara el turno para darle una buena calada al porro. Y eso hice: fumé de esa hierba sintética que habían bautizado como «diablo». El nombre no podía ser más acertado, desde luego.

Lo siguiente que recuerdo es que todo a mi alrededor se volvió borroso, confuso. Me veía a mí misma desde arriba, como si me hubiese desprendido de mi propio cuerpo y hubiese flotado hacia el techo del salón. Me sentía en el epicentro de un torbellino de colores y, por un momento, pensé que tal vez el destino me lo estaba poniendo en bandeja. Tal vez esa era mi oportunidad de terminar por fin con el sufrimiento, la vergüenza y el dolor. Quizás así las migrañas, el desamor, la terrible sensación de fracaso, como madre, como esposa y también como mujer, se evaporarían para siempre.

Sin embargo, la dichosa pregunta seguía atormentándome: ¿cómo he llegado a esto? Después de todos esos golpes de suerte en mi vida. Después de todos los éxitos. Después de todo el esfuerzo que me había costado sobrevivir a mi infancia. Después de un matrimonio que empezó como un cuento de hadas. Después de haber conocido al que creía mi príncipe azul, con quien traté de mostrarme tal como soy. Después de haber logrado reconciliarme con mi cuerpo y de haber dejado de matarlo de hambre y de torturarlo. Después de haber entendido que utilizar la comida como arma para librar una guerra conmigo misma no era la solución. Y, más importante, después de haber criado a tres hijas y de haber hecho todo lo que estaba en mi mano para ser la madre que yo nunca tuve. ¿En serio todo ese sacrificio no había servido para nada?

De repente, aparecí de nuevo en mi cuerpo. Estaba convulsionando en el suelo y oí que alguien gritaba:

—¡Llamad al 911!

—¡No! —chillé, porque sabía lo que ocurriría después: la ambulancia, los paparazzi y la prensa rosa anunciando a bombo y platillo: «Demi Moore, ¡directa al hospital por sobredosis!».

Y eso fue justo lo que pasó, tal y como me temía. Sin embargo, sucedió algo que nunca habría imaginado. Después de haberme pasado la vida huyendo, decidí sentarme y enfrentarme a mí misma. Había hecho muchísimas cosas en cincuenta años, pero había pasado la mayor parte de ese tiempo ausente, sin vivirlo de verdad, sin estar verdaderamente ahí, con miedo a ser tal como era, convencida de que no merecía las cosas buenas que me pasaban y desesperada por tratar de arreglar las malas.

¿Cómo he llegado a esto? Pues bien, esta es mi historia.

1

Por extraño que parezca, aún recuerdo los días que pasé en el hospital en Merced, California, cuando apenas tenía cinco años, como unos días casi mágicos. Allí, tumbada en mi camilla con ese pijama de felpa rosa clarito, esperando la ronda de visitas diaria: médicos, enfermeras, mis padres. Me sentía la mar de cómoda. Me habían ingresado hacía más de dos semanas y estaba decidida a ser la mejor paciente que jamás habían visto. En esa habitación tan limpia y luminosa, todo parecía estar bajo control, pues en el hospital seguía al pie de la letra una serie de rutinas impuestas por adultos de verdad. (En aquella época, todos sentíamos una especie de admiración por los médicos y las enfermeras: todo el mundo los veneraba, por lo que estar en sus manos me hacía sentir una privilegiada.) Todo tenía sentido: me gustaba que mi comportamiento provocara respuestas predecibles.

Me habían diagnosticado nefrosis, una enfermedad que pone en riesgo la vida del paciente y de la que, por aquel entonces, apenas se sabía nada, ya que solo se había estudiado en hombres. En pocas palabras, es una enfermedad degenerativa en la que el sistema de filtrado deja de hacer su trabajo. Recuerdo el día en que se me inflamaron los genitales y cómo reaccionó mi madre al verlo: pánico absoluto. Me aterroricé. Me metió en el coche y me llevó enseguida al hospital, donde me pasé tres meses ingresada.

Mi tía era maestra de cuarto de primaria y les pidió a sus alumnos que me escribieran postales y cartas deseándome una pronta recuperación. Mis padres me entregaron todas las tarjetas esa misma tarde, todas hechas de cartulina y decoradas con dibujitos de colores. Me emocioné al ver todas esas muestras de cariño, sobre todo teniendo en cuenta que esos niños eran mayores que yo y que además no los conocía. Pero cuando levanté la vista de esas notitas repletas de colores vivos y brillantes, vi la cara de mis padres. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no estaban seguros de que pudiera vencer a la enfermedad.

Alargué el brazo, acaricié la mano de mi madre y le dije:

—Todo va a salir bien, mamá.

Ella también era una cría. Tan solo tenía veintitrés años.

Mi madre, Virginia King, se quedó embarazada cuando no era más que una adolescente que pesaba cuarenta y cinco kilos. Todavía estaba estudiando en el instituto, en Roswell, Nuevo México. Sí, era una cría. Fue un parto doloroso que duró nueve horas y en el que, justo antes de que yo llegara al mundo, en el último minuto, ella perdió el conocimiento. Para qué engañarnos, no fue la experiencia ideal para crear un vínculo afectivo entre ambas.

Una parte de mi madre no vivía con los pies en el suelo, por lo que rompía esquemas día sí y día también. Había nacido en una familia pobre, pero no tenía una mentalidad de pobre, ni tampoco actuaba como tal. Quería que tuviéramos lo mejor de lo mejor: las marcas blancas estaban totalmente prohibidas en casa, ni de cereales, ni de mantequilla de cacahuete, ni de detergente. Nada. Era generosa y espléndida, y recibía a todo el mundo con los brazos abiertos. Siempre había sitio para uno más en la mesa. Desprendía seguridad y confianza en sí misma, pero no era autoritaria ni estricta con las normas.

A pesar de ser una niña, no tardé en darme cuenta de que Ginny era distinta. De hecho, no se parecía a las otras madres. Cierro los ojos y todavía la veo llevándonos al colegio en coche, sujetando un cigarrillo con una mano mientras se maquillaba con la otra. Y lo hacía como una auténtica profesional y sin tan siquiera mirarse en el espejo. Tenía un cuerpo envidiable; estaba en plena forma y había trabajado como socorrista en el Bottomless Lakes State Park, cerca de Roswell. Era una mujer tremendamente atractiva: ojos azules, tez pálida y melena oscura. Era muy meticulosa con su aspecto, fuese cual fuese la situación: en nuestra excursión anual a casa de mi abuela, obligaba a mi padre a hacer un alto en el camino para poder ponerse los rulos y así lucir perfecta cuando llegáramos al pueblo. Mi madre hizo un curso de peluquería y estética, pero jamás se dedicó a ello. Tampoco era una experta en moda, pero sabía muy bien cómo debía combinar las prendas y sacarse el mayor partido. Tenía un talento natural, desde luego. Le fascinaba todo lo que parecía glamuroso; de hecho, sacó mi nombre de un producto de belleza.

Mis padres formaban una pareja magnética y sabían divertirse; eran como un imán que atraía a todo tipo de matrimonios. Mi padre, Danny Guynes, que era unos meses mayor que mi madre, tenía ese brillo pícaro y travieso en la mirada que te hacía creer que quería revelarte un secreto. También tenía una boca hermosa, con una dentadura blanca y perfecta que destacaba sobre su piel color oliva: parecía un Tiger Woods latino. Era un seductor nato que adoraba el juego y las apuestas, y con un gran sentido del humor. Era lo opuesto a un tipo aburrido. Era de esa clase de hombres a los que les gusta vivir al límite y que siempre se salen con la suya. Era la personificación del «macho alfa», aunque tendía a compararse con su hermano gemelo, que era mucho más fuerte y más alto que él, y que había decidido alistarse en la Marina norteamericana. A él, en cambio, lo rechazaron porque tenía un ojo vago, igual que yo. Para mí era un rasgo muy especial y muy nuestro: significaba que observábamos el mundo del mismo modo.

Mi padre y su gemelo eran los mayores de nueve hermanos. Su madre, que nació en Puerto Rico, me cuidó durante unos meses, justo después de nacer. Falleció cuando yo tenía dos años. Su padre era medio irlandés, medio galés, además de cocinero en las Fuerzas Aéreas… y un alcohólico empedernido. Se mudó a casa cuando yo tenía un par de años; recuerdo que mi madre no quería dejarme a solas con él en el cuarto de baño. Más tarde, se habló de abuso sexual. Al igual que yo, mi padre se crio en una casa llena de secretos.

Danny terminó el instituto un año antes que Ginny y se matriculó en la Universidad de Pensilvania. Su ausencia hizo que mi madre se volviera insegura, sobre todo cuando se enteró de que iba a tener una nueva «compañera de habitación». Así que hizo lo que seguiría haciendo a lo largo de su relación cada vez que se sentía amenazada: empezó a tontear con otro chico para ponerle celoso. Se encaprichó de Charlie Harmon, un joven bombero muy fornido y corpulento que se había mudado a Nuevo México desde Texas. Llegó incluso a casarse con él, aunque el matrimonio duró muy poco porque el romance consiguió el efecto deseado: a papá le faltó tiempo para volver a casa. Mamá se divorció de Charlie y mis padres se casaron en febrero de 1962. Y yo nací nueve meses después. O eso pensaba yo.

Cuando la gente oye hablar de Roswell, enseguida piensa en alienígenas verdes, pero en mi casa nunca se mencionó la palabra «ovni». El Roswell de mi infancia era un pueblo militar. Teníamos la pista de aterrizaje más grande de Estados Unidos (sirvió como pista de reserva para el transbordador espacial), en la base de las Fuerzas Armadas de Walker, que cerró sus puertas a finales de los sesenta. Aparte de eso, había vergeles de nogales, campos de alfalfa, una tienda de petardos y fuegos artificiales, una empresa cárnica y una fábrica de Levi’s. Podría decirse que estábamos muy unidos a Roswell, que formábamos parte del tejido de la comunidad. Y nuestras familias también se habían entretejido, hasta el punto de que mi prima DeAnna también es mi tía. (Es la sobrina de mi madre y está casada con el menor de los hermanos de mi padre.)

Mamá tenía una hermana pequeña, mucho más pequeña, Charlene, aunque siempre la llamábamos Choc. Era animadora en el instituto. Ginny adoptó el papel de vigilante, y yo me convertí en la mascota del equipo. Hacía cosas como escondernos en el maletero del coche y después llevarnos a un cine al aire libre sin pagar la entrada. Cuando eso pasaba, nos tronchábamos de risa. Tenía la sensación de que era una chica mayor, igual que ellas, y disfrutaba haciendo sus travesuras. Me vestían con un uniforme idéntico al suyo, y Ginny se encargaba de peinarme. En las reuniones y celebraciones del colegio, yo era la gran revelación: salía corriendo con mi conjunto color azul pastel justo al final de la actuación y realizaba el movimiento estrella que me habían enseñado, la pirueta ceremonial del pájaro. Fue mi primer contacto con el mundo de la interpretación, y debo reconocer que disfrutaba de cada segundo de esos breves pero intensos instantes de protagonismo. Y entonces Ginny se sentía la madre más orgullosa y feliz del universo, y eso me encantaba.

Por aquella época, mi padre trabajaba en el Departamento de Publicidad del Roswell Daily Record. Cada mañana, antes de irse, dejaba sobre la mesa un paquete de tabaco y un billete de un dólar, dinero que mi madre se gastaba en una botella gigante de Pepsi que compraba en la tienda de la esquina y que llevaba a cuestas todo el día. Mi padre estaba destinado a triunfar: se dejaba la piel en el trabajo y le fascinaba el juego, quizá demasiado. Se iba de juerga con uno de mis tíos, y siempre que se emborrachaban se metían en algún lío. No podemos olvidar que, al fin y al cabo, tenían poco más de veinte años. Que mi padre volviera a casa a las tantas de la madrugada después de una noche de fiesta y haciendo eses no era algo excepcional. Le encantaba pelear, pero más todavía ver a la gente pelear. Cuando era pequeña, «muy» pequeña, mi padre me solía llevar a combates de boxeo. Debía de tener tres años y tenía que subirme a la silla para ver lo que estaba ocurriendo en el cuadrilátero. Recuerdo preguntarle:

—¿A qué color de pantalón estoy animando?

Asistir a un espectáculo en el que dos hombres se aporrean, ese era nuestro momento de complicidad padre-hija.

Se podría decir que tanto mi padre como mi madre mantenían una relación muy relajada y distendida con la verdad; creo que Danny era muy feliz cuando sentía que podía colarsela a alguien, que podía meterle un gol por la escuadra. Por ejemplo, cuando iba a entregar un cheque para pagar algo, le decía al tipo que estaba en la caja: «Te propongo una apuesta: doble o nada». Era un jugador nato, y siempre trataba de encontrar la manera de salirse con la suya. Por aquel entonces no sabía cómo expresarlo con palabras, pero su temeridad y su insensatez me ponían nerviosa. Siempre tenía los cinco sentidos alerta y prestaba atención a todo lo que ocurría a mi alrededor porque me preocupaba que alguien pudiera enfadarse. Tengo un recuerdo algo difuso de un hombre que se presentó en casa y se puso a aporrear la puerta como un energúmeno; yo debía de tener unos cuatro años y no comprendía qué estaba pasando ni por qué. Me asusté muchísimo, pues era la primera vez que sentí miedo en mi propia casa. Seguramente era alguien que mi padre había timado. O tal vez se había acostado con la esposa de ese tipo, quién sabe.

Justo cuando estaba a punto de cumplir los cinco años nació mi hermano Morgan. Sentí que debía protegerlo desde el primer día. Siempre fui más fuerte que él. Ahora es un hombre hecho y derecho que mide casi dos metros y que está fuerte como un roble, pero de niño era menudo y desvalido. Sus rasgos eran tan finos y delicados que la gente solía confundirlo con una niña. Mi madre lo mimó y le consintió desde bien pequeño:

—¡Dale al bebé lo que quiere!

Esa era su cantinela diaria. Jamás olvidaré el viaje que hicimos hasta Toledo para visitar a mi tía. Se me hizo eterno. Morgan debía de tener dos años y mis padres me pasaron una botella de cerveza desde su asiento delantero para que fuera administrándosela durante el camino, como si fuese un biberón de leche. No hace falta decir que, cuando por fin llegamos al destino y nos bajamos del coche, ya se había sosegado y había dejado de llorar.

No estoy diciendo que fuese la hermana perfecta: después de todo, Morgan me apodó como «Butthole», que significa «ojete» en inglés. (Uno de mis métodos de tortura preferidos era inmovilizarlo en el suelo, tirarme un pedo con la mano puesta en el culo y después plantársela encima de la nariz.) Pero ya desde el principio supe que tenía que estar pendiente de él y que debía cuidarle. A él, pero también a mí, porque nuestros padres no eran precisamente «padres helicóptero». Una vez, cuando Morgan tenía tres o cuatro años, se puso de pie encima del respaldo del sofá para mirar por la ventana y, de repente, empezó a dar saltos. Recuerdo avisar a mi madre.

—¡Se va a caer y se va a hacer daño!

Y, por supuesto, eso fue lo que pasó. Intenté cogerlo, pero era demasiado pequeña. Conseguí amortiguar la caída, pero no pude evitar que se abriera la cabeza con la mesa de centro. Fue como una escena de película: mi madre histérica, saltando y gritando «¡No te muevas!», mientras envolvía con una toalla su cabecita, de la que no dejaba de brotar sangre. Fuimos corriendo al hospital. Se había fracturado el cráneo: dieron puntos en la herida, por lo que, durante muchos meses, pareció el hermano gemelo de Frankenstein.

Poco después de que naciera dejamos Roswell para mudarse a California, la primera de una larga lista de mudanzas que marcarían nuestra infancia. Mi madre se enteró de que mi padre estaba teniendo una aventura, así que hizo lo que su madre le había enseñado a hacer en el caso de que su marido tonteara con otras: alejarlo del «problema». Al parecer, las mujeres de mi familia nunca pensaron que si te llevas a tu marido infiel a otra ciudad, también te llevas el problema y que, por muy lejos que te vayas, siempre seguirá ahí.

Para la mayoría de la gente, una mudanza representa un cambio radical que, en ocasiones, puede incluso dar vértigo. Tener que encontrar un sitio donde vivir; el fastidio y el estrés de volver a establecerse en un lugar; la pérdida de tiempo que supone buscar un nuevo médico y una nueva lavandería y un nuevo supermercado, por no mencionar que debes matricular a tus hijos en un nuevo colegio y aprenderte la ruta del autobús escolar antes del primer día de clase, y así un largo etcétera. Es algo que requiere previsión, preparación y organización.

Pero no en nuestra familia. Mi hermano y yo hemos calculado que, a lo largo de nuestra infancia, nunca estudiamos un año entero en un mismo colegio. No caí en la cuenta de ese pequeño detalle hasta mucho más tarde, cuando comprobé por mí misma que no todo el mundo vivía así. Cuando oigo hablar a gente de que son amigos desde la guardería, me cuesta imaginármelo. Para nosotros una mudanza se había convertido en algo habitual. Todo empezaba con el presentimiento de que se estaba cociendo alguna cosa y, hombro y en ruta, montados en alguno de los coches color tierra que mis padres coleccionaron a lo largo de los años: el Maverick de color óxido, el Pinto marrón, el Ford Falcon beis. Todos eran nuevecitos, excepto el ojito derecho de mi padre, el Chevrolet Bel Air azul celeste del 55. Casi siempre se nos presentaba como algo necesario: papá era tan bueno en lo que hacía (en honor de la verdad debo reconocer que hacía muy bien su trabajo) que lo necesitaban en otro periódico, es decir, en otro pueblo del país. Nuestra obligación era apoyarle. Durante los primeros años, la idea de una mudanza no suponía ningún tipo de esfuerzo o trauma. Lo hacíamos y punto.

Me ingresaron por segunda vez cuando tenía once años. Mis riñones. Y, casualidad o no, fue justo después de uno de los líos amorosos de mi padre. Por supuesto, en aquellos tiempos, no entendía que mi padre estuviese engañando a mi madre, que le estaba siendo infiel, pero una parte de mí todavía se pregunta si mis recaídas eran, en realidad, un reflejo de lo que estaba ocurriendo en casa. Fue un parche temporal, pero, mientras duró, toda la familia reaccionó y asentó la cabeza.

Sé que parece irónico, pero en ese momento las aguas por fin volvieron a su cauce y recuperamos cierta tranquilidad, algo a lo que no estábamos acostumbrados, desde luego. Habíamos regresado a Roswell hacía un par de años y la sensación fue espléndida; fue como volver a casa. Vivíamos en un rancho precioso con tres cuartos de baño. Tenía mi propia habitación, con una cama que parecía la de una princesa, con doseles rosas y un edredón del mismo color a juego. Morgan compartía habitación con el hermano pequeño de mi padre, George. (George llevaba viviendo con nosotros desde que cumplí los cinco años; por muy nómadas y ambulantes que fuesen mis padres, lo habían acogido sin pensárselo dos veces cuando mi abuela materna falleció y mi tío no tuvo adónde ir. Para mí era como un hermano mayor.) Enseguida hicimos buenas migas con los cuatro niños que vivían al otro lado de la calle: nos pasábamos el día en su casa o en la nuestra. Fue la primera vez que nos instalamos durante una larga temporada en el mismo sitio: por fin pude hacer amigos.

Cierto día, mientras volvía a casa de la escuela, sentí un ardor que se iba extendiendo por todo mi cuerpo. Notaba la piel de la tripa y de las mejillas cada vez más y más tensa. Fui corriendo al cuarto de baño y me bajé los pantalones para ver cómo tenía mi «conejito», pero esta vez se me estaba hinchando todo el cuerpo.

En el St. Mary’s Catholic Hospital, en Roswell, estaba rodeada de monjas. Enseguida me acostumbré a esa nueva rutina: medían la cantidad de orina que producía y me sacaban sangre dos veces al día; todavía no se habían inventado esos pequeños catéteres de plástico, así que no tenían más remedio que clavarme una aguja en las venas para cada análisis de sangre. Sin embargo, a pesar de todos esos pinchazos, estaba serena y cómoda porque sabía que estaban cuidando de mí, nada más.

Por casualidad, Morgan tuvo que someterse a una operación de hernia esa misma semana, así que nos pusieron en la misma habitación. Yo era ya toda una experta en la vida de los hospitales y, además, era su hermana mayor: mientras estuviésemos en esa habitación, yo estaba al mando. (A ver, discutíamos sobre qué programa ver en la televisión, y no olvidemos que eso fue antes de los mandos a distancia, así que para cambiar de canal teníamos que avisar a una monja.

A Morgan le importaba un pimiento, pues tenía seis años, pero a mí me preocupaba perder mi estatus como mejor paciente del mundo mundial. La verdad es que cuando le dieron el alta me alegré.)

Mejoré y recuperé mi vida normal. Volví a la escuela, aunque seguía haciéndome análisis de orina cada dos por tres y me mandaban al despacho del director para asegurarse de que no me saltaba el almuerzo. Estaba tan inflada por los esteroides que incluso una compañera de clase me preguntó si era la hermana de Demi. Me sentía especial, pero no como en el hospital, sino más bien abochornada y distinta al resto. Y no quería que la gente me viese así.

Así pues, cuando mis padres nos dijeron que volvíamos a mudarnos, sentí cierto alivio. Años más tarde, descubrí que mi madre había encontrado un pelo púbico pelirrojo en los calzoncillos de mi padre mientras ponía la lavadora; tras una larga discusión, llegaron a la inevitable conclusión de que solo había una salida: mudarse. Esta vez más lejos de lo normal, a la otra punta de Estados Unidos: a Canonsburg, Pensilvania.

Y eso ya eran palabras mayores. Mis padres nos sentaron y nos lo contaron varios días antes, lo cual solo sirvió para que el tema adquiriera todavía más importancia y seriedad. Y en esta ocasión sí contrataron los servicios de una empresa de mudanzas. Recuerdo llenar el camión con nuestras camas, el sofá verde, las perdices de cerámica de mamá y esa mesita de centro con la que Morgan se había golpeado la cabeza. Cuando terminamos de meter todas nuestras cosas en aquel inmenso camión, nos dimos cuenta de que la cabina era demasiado pequeña y de que quizá no cabríamos todos. Mi madre, medio en serio, medio en broma, me propuso que me sentara en el suelo del copiloto, es decir, a sus pies. Acepté la oferta. Me lo pasé en grande ahí abajo: extendí una manta y coloqué una almohada de avión y lo convertí en mi pequeña cueva. Ya era un viaje larguísimo de por sí, pero se hizo todavía más largo por culpa de una ventisca. Mi padre tuvo que parar porque ni siquiera veía la carretera.

Yo estaba acurrucada junto a la calefacción, cómoda y la mar de calentita.

Culturalmente, Canonsburg era muy diferente a Nuevo México o California. Hasta la forma de hablar era distinta. (Mi madre tenía un acento muy marcado y, viviésemos donde viviésemos, nunca lo cambió; Morgan hace una imitación perfecta de su forma de hablar, como cuando pedía un

inside out. mi historia

«b’rito», en lugar de un «burrito»). A mi hermano le costó muchísimo adaptarse, ya que era más introvertido que yo y solía ser el blanco de todos los matones del colegio. Yo, en cambio, era más fuerte y no me dejaba amedrentar por nadie. Mi mecanismo de defensa se ponía en marcha siempre que me encontraba en una situación nueva y, de inmediato, empezaba a comportarme como un detective. ¿Cómo funcionan las cosas aquí? ¿Qué le gusta a la gente? ¿Quiénes son mis aliados potenciales? ¿A qué debería tenerle miedo? ¿Quién manda? Y, por supuesto, la gran pregunta: ¿cómo puedo integrarme? Me estrujaba el cerebro para descifrar el código: cuando por fin averiguaba lo que tenía que hacer, practicaba hasta volverme una experta. Todas esas habilidades me vinieron como anillo al dedo años después.

Nos instalamos en un vecindario de casitas adosadas todavía en construcción, justo en la ladera de una colina con 31 vistas a un lago que se congelaba en invierno, lo que significaba que podíamos patinar sobre hielo. Morgan aprendió

a montar en bici. Yo tenía once años y me encantaba hacer gimnasia rítmica. Y también estaba a punto de alcanzar la pubertad. Me moría de ganas porque me creciera el pecho: cada noche, antes de meterme en la cama, rezaba para que me salieran tetas.

Ya no era una cría, pero mi madre insistía en dejarnos a cargo de una niñera; no confiaba en que fuese capaz de cuidar a Morgan yo solita. La chica que contrató era la hermana mayor de una compañera de clase (vamos a llamarla Corey), que resultó estar más desarrollada y ser mucho más madura y responsable que yo. Cuando vi aparecer a la hermana de Corey por nuestra puerta, me enfadé muchísimo. No quería saber nada de ella. Pero la humillación no quedó ahí; al día siguiente, Corey se dedicó a anunciar a bombo