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Hernán Cortés o nuestra voluntad de no ser • Antonio Cordero

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Escrito en OPINIÓN el

¿Por qué inculcamos devoción a otros héroes, casi todos falsificados, que tienen los defectos de Cortés, pero carecen de sus cualidades…?

El problema radica en que cinco siglos después seguimos adorando en nuestro altar colectivo de muertos a una serie de antepasados, casi todos víctimas, todos derrotados y martirizados.

Y atrás de ese altar se encuentran unas pocas imágenes cubiertas con un velo, son los personajes victoriosos que no queremos ver, no les damos crédito porque en el fondo creemos que, si lo hacemos, traicionamos a aquellos con los que nos identificamos, como si al cubrirlos desaparecieran de nuestra sangre sus genes.

Quitemos ese velo.

El autor manifiesta que no pretende exponer una visión apologética del conquistador, pero sí compensatoria, ante la falta del ánimo reivindicatorio.

Hernán Cortés es el personaje histórico más importante para México asegura Marco Antonio Cordero Galindo, autor del libro Hernán Cortés o nuestra voluntad de no ser, que llega a su segunda edición corregida y aumentada a cargo de Editorial Colofón.

Se trata de un ensayo en el que el abogado ejerce su derecho a disentir con quien sigue pensando que la Conquista fue mala y Hernán Cortés un sangriento conquistador.  

Nos recuerda que en 2019 se cumplieron quinientos años del inicio del proceso histórico ocurrido entre 1519 y 1521. Y en 2021, se conmemorarán quinientos de su culminación. Reconoce que hablar de Cortés es causar polémica y su propósito con este libro es provocar aún más. “No responder, sino hacernos preguntas que nos obliguen a escudriñar”.

Cordero asegura que se adentró a la historia como un viajero, como un ciudadano observador. La historia se escribe de manera retroactiva, indica en la introducción de su ensayo. “Hoy lejos de las circunstancias que determinaron la versión de los hechos concretos de una época, podemos tranquilamente hacer una lectura más objetiva de lo que realmente pasó, sin pesos emocionales ni juicios racionales cargados de intención”.

¿Qué papel juega aquí la historia? Considerando que Hernán Cortés o nuestra voluntad de no ser no es una biografía o relato de sus acciones, asevera que la verdadera utilidad de la historia no es para conocer lo que sucedió en el pasado, sino para hacer lo que se debe hacer en el presente.

El autor propone que la historia no es sino un recuento, una opinión de lo que sucedió según la visión de quien lo escribe. Analiza, continúa el jurista, los “hechos”, pero también los “efectos” para preservar los buenos y reinterpretar los perjudiciales.

Somos resultado del mestizaje, pero no lo exponemos, afirma. Se trata de un texto, que intenta concientizar sobre las consecuencias de olvidar a Cortés. Y replantear lo que pensamos de nosotros mismos, expresa.

Apasionado de la historia, especialmente de la Conquista de México, considera que, en el aspecto psicológico, el conquistado no es el vencido, es un estado mental.

En Hernán Cortés o nuestra voluntad de no ser, prologado por Alejandro Carrillo Castro, se expone que debemos cerrar un ciclo doloroso, para abrir una etapa de aceptación que nos conduzca a la serenidad, al futuro y resolver nuestro pasado.

Fragmento del libro "Hernán Cortés o nuestra voluntad de no ser" de Antonio Cordero. Cortesía otorgada bajo el permiso de Editorial Colofón.

Hernán Cortés o nuestra voluntad de no ser | Antonio Cordero

#AdelantosEditoriales

 

Desconocimiento público

Consecuencias

Si la utilización de los personajes históricos convertidos en símbolo es, como vimos anteriormente, de uso internacional, hagamos aquí un paralelismo de las trayectorias de dos de ellos con muchas semejanzas, pero opuestos destinos según la suerte que decidimos dar sus legatarios.

Todos sabemos quién fue Napoleón Bonaparte, la cantidad de aportaciones que deja a Francia la posiciona como la primera potencia mundial de su época y marca la culminación de la gloria y esplendor francés. En proporción (aquí va un atrevimiento), el legado de Napoleón es mínimo comparado al de Cortés en México. Pero allá, no obstante la reacción adversa para Francia de sus enemigos por tanta ofensiva napoleónica, sus conciudadanos le reconocen los triunfos militares, las reformas legales, el urbanismo de la ciudad más grandiosa del mundo, los museos más completos y redituables de Europa, entre muchas otras cosas. Los franceses le reservan el mausoleo más impresionante del continente y el féretro del tamaño del ego del personaje, pero también de sus acciones. ¿Y cuál es la señal que mandan a los ciudadanos de su país y del mundo? No importa donde haya nacido, Napoleón es francés por derecho propio, por su legado y por el orgullo que emana del maestro que cuenta su historia. Lo juzgan como a las montañas, de lejos se vislumbra su forma grande, a distancia se desvanecen sus pequeñeces. Se le honra por lo bueno sin olvidar lo malo, y no al contrario. Y Francia ya era Francia cuando el corso llegó. No los unificó, ni les dio lengua o religión, ya eran nación.

Nosotros tenemos recluido al principal constructor del país en una pequeña urna, de una descuidada iglesia, de un olvidado hospital. ¿Cómo le explicamos a nuestros estudiantes y al visitante extranjero nuestro proceder?

Si no sentimos a Cortés nuestro porque no nació en México, sigamos entonces con el símil napoleónico. Bonaparte no nació en Francia. Es de Ajaccio, Córcega, isla del mediterráneo bajo dominio francés en esos años. Despectivamente lo tildaban de extranjero, de isleño. No tenía un apellido francés ni cultura francesa, más bien italiana. Sin embargo, los franceses, inteligentemente, sin importarles su origen, se lo apropiaron en su totalidad. Será por siempre francés, y además será el principal símbolo de grandeza y referente de victoria de aquel país.

El gobernante extranjero que pone desde entonces un ojo en Francia, nunca más se olvidará que en todo pequeño ciudadano criado en esa nación, puede habitar un Napoleón.

Sin embargo nosotros...

¿Por qué inculcamos devoción a otros héroes casi todos falsificados que tienen los defectos de Cortés, pero carecen de sus cualidades? Respuesta: porque de todos nuestros miedos sociales, el más fuerte es el miedo al éxito y nublamos el éxito a quien lo logra. Pero esa falta de aceptación de nuestra paternidad verdadera es la fuente principal de nuestros complejos colectivos. Nuestra cultura no castiga los pecados de omisión, pero sí juzga severamente los resultados de la acción. Por eso somos irrespetuosos con todas nuestras prohibiciones. Es el reino de lo absurdo, de lo surreal. Nuestra historia es un recuento de acciones tergiversadas que inventamos y luego terminamos creyéndonos.

El grito de “independencia” política nacional, a cargo de un cura, ocupa el primer lugar del catálogo de nuestras contradicciones, no menciona la palabra “México” o “independencia”, pero sí el nombre del monarca español de turno, Fernando VII, en el peor momento de su deplorable reinado. (Esta tradición, más allá de sus anomalías originales, es una celebración genuina digna de preservar).

¿Quiénes han sido beneficiarios de este estado de mentalidad colectiva? Respuesta: en el exterior, quienes se dieron cuenta a tiempo de nuestras deficiencias y las aprovecharon para explotarnos y quitarnos. La culpa es nuestra. Adentro, quienes han mantenido y solapado ese estado de cosas y obtenido ventajas ignominiosas. Responsables somos todos los que no hemos hecho nada por cambiarlo.

Identificado por lo menos en un sentido el problema, empecemos a corregir por lo que entra por los ojos: lo público.

El día que podamos colocar y respetar un monumento al principal impulsor de nuestra nacionalidad, encontraremos nuestra otredad, lo que nos falta. Nos sentiremos mejor. Será tarde, pero un error resarcido es un acierto doblemente satisfactorio. Habremos revocado la pena de desmemoria y limitación a la que nos sentenciamos nosotros mismos como pueblo, y liberado la responsabilidad que cargamos por haber olvidado, en los rincones más oscuros durante 500 años, los restos de nuestro principal benefactor. ¿Cómo tenernos y exigirnos respeto si no remediamos nuestras faltas? Conocernos tiene sus ventajas, preguntémosle a Sócrates. Reconocer a los otros es mejor. Reconocer a los grandes en nosotros, nos engrandece. Ser es, “reconoSER”.

Lo que urge con esta aceptación no es el rescate de Cortés, éste es sólo la figura que escogimos como blanco y el pretexto de nuestras inseguridades, sino recuperar nuestro Yo emprendedor, seguro de sí mismo, exigente, talentoso y auténtico, en contraposición a nuestro Yo resignado.

¿Hemos visto en las glorietas del Paseo de la Reforma, en la emblemática avenida, la más visitada, algún monumento a alguien que no sea mártir, víctima, asesino o derrotado? Preferimos poner un ser alado... Desde luego, no debemos perder de vista nuestro pasado prehispánico, resaltar sus virtudes y reconocer a quienes lucharon por ellas, estas cuestiones están salvadas, y si no lo estuvieran, serían materia de este análisis. Pero si tan solo al desconocer nuestro pasado hispano, reconociéramos con sinceridad el indígena, seríamos por lo menos cincuenta por ciento congruentes, pero no sucede así. Lo vanagloriamos de dientes para afuera, lo consideramos políticamente correcto, pero en el fondo se descubre un desdén también por ese lado.

Eso sí, le reservamos a Cristóbal Colón, descubridor fortuito de América, un espacio privilegiado en esa misma avenida, el corredor de nuestros desaciertos y olvidos. Al que fue hábil beneficiario de información de otros, no tuvo la certeza de hacia dónde iba, nunca supo bien adónde llegó, exigió como si lo hubiera sabido siempre; en lo personal aportó poco, aunque con audacia y codicia; redujo a la esclavitud a los indios del Caribe y no le interesó nunca formar o reformar una nación; nosotros nombramos en su honor calles, colegios, avenidas, glorietas y plazas (lo de Colombia fueron los sudamericanos).

Hernán Cortés es nuestro; buscó y encontró la civilización más fuerte que había en América; la conquistó con la certeza y trascendencia de lo que estaba haciendo, aportó y transformó todo lo ya mencionado y no conocemos un solo lugar de importancia que lleve su nombre. El Mar de Cortés es el único honor que se nos olvidó disputarle. “Cortesia” bien podría llamarse este país.

Hidalgo, Morelos, Guerrero, Quintana Roo, Juárez, Allende, todos éstos, sin meternos en detalles para no perdernos, muy por debajo de la talla de nuestro héroe, tienen justamente su estado o ciudad. ¿Alguien sabe quién fue Guzmán? Tiene una ciudad.

Tenemos el parque Lincoln, monumentos a Churchill, Bolívar, Artigas, San Martín, Gandhi... ¡Bienvenidos!, ejemplos de hombres universales (sin contar desde luego las que tenemos de dictadores como Tito o el líder Azeri Aliyev), referentes para los ciudadanos. ¿Pero el nuestro? ¿Ellos son admirables, nosotros no? Lo vemos ajeno, hagámoslo nuestro otra vez.

Los estadounidenses lo tienen claro, ayudaron a debilitar la figura de Cortés en nosotros, pero vaya que ellos la utilizan y hasta la hacen suya; en el Friso de la historia americana en la Rotonda del Capitolio en Washington, se ilustra simbólicamente el providencial y manifiesto sino de su nación con el triunfo de Cortés y la “capitulación voluntaria” de Moctezuma (representando a todos los nativos americanos) y aceptando su destino. Prefiero no calificar esta apropiación, pero sí mencionarla como ejemplo de que lo útil, siempre lo es, aunque sea ajeno, y si es propio y no se reconoce, más allá de la ceguera, indica insensibilidad.

Si no exponemos (poner afuera) a nuestros ganadores ¿cómo podremos entonces honrar nuestra parte exitosa? Mandamos la señal incorrecta. No debemos escoger una parte de nuestra historia o de lo que somos, simplemente tomar en cuenta todo lo que somos. Queremos que nuestros niños sean sinceros y triunfadores, pero en los hechos les enseñamos lo contrario. Ni siquiera el talento de Diego Rivera pudo contrarrestar los prejuicios que heredó como mexicano. Plasma en las paredes del Palacio Nacional la versión más ignorante de la Conquista ¡Error! Después ningún habitante del palacio ha ordenado un metro cuadrado de contramural conciliatorio.

Como muestra de lo que queremos pero no somos, nombramos a nuestra plaza mayor “Plaza de la Constitución”, en honor a la de Cádiz, pero aparentando honrar las leyes que no respetamos y sabiendo que el mejor jurista no es el que conoce las normas, sino el que domina sus vicios, por eso considero que el nombre popular con el que la bautizamos es muy ingenioso, porque refleja cómo nos vemos: “Zócalo”, basamento, cimiento de una futura construcción. Y eso somos, una parte tronchada del resto que le falta. Tenemos la base para el monumento que podemos ser. Esa gran plaza, el espacio público por excelencia, el ágora mexicano, debería llevar el nombre de quien sugirió su trazo original, que por cierto en un principio se opuso a su ubicación por respetar el testimonio azteca, después cedió ante el criterio eclesiástico de borrar por completo el antecedente arquitectónico-religioso, pero convencido de que el arte y la ciencia de construir ciudades son políticos, y como afirma Octavio Paz, una civilización es ante todo un urbanismo.

“Plaza Hernán Cortés”, y en la placa: creador de la nacionalidad mexicana. Esto no lo veremos pronto en nuestra capital, pero sí dejo mención que en Perú, existe una estatua de Pizarro en una de sus plazas principales.

Sería un homenaje a alguien real, no importa que conviva con nuestros personajes de la mitología patria, tan útil a la historia oficialista estancada y estancadora. Por lo menos un busto que mostrar en la calle a nuestros hijos como lo hacen los ciudadanos de otros países con los próceres que construyeron las bases de su nación. Y desde luego, uno equivalente a Malintzin, esa gran señora poseedora de enormes virtudes que podrían representar los valores femeninos (y masculinos) que toda República que se respete debe honrar. Un Malinalco elevado a nivel de estado.

A tal grado hemos llegado en nuestro intento de desdibujarnos, que somos el único país de habla hispana en el que casi no existen personas llamadas Hernán. Pero la memoria se defiende con fuerza. Aunque desconozcamos el nombre propio en nuestra irremediable voluntad de no ser, el patronímico (patro-nomen, el nombre del padre. Apellido) no sólo subsiste, sino que es el más abundante en el directorio mexicano: Hernández, un recordatorio inconsciente, casi un reconocimiento del nombre que nos empeñamos en olvidar. Es la inmanencia de la justicia.

(En castellano el sufijo ez, significa “hijo de”: Martinez, hijo de Martín; Alvarez, hijo de Alvar o Álvaro. ¿A quién olvidamos los mexicanos? A Hernándo, pero ahí están los que más son, los Hernández, en latente espera a reconocer. México Hernández).

La ingratitud no es sólo nacional ni civil, rebasa fronteras físicas y religiosas. No encontramos en el Vaticano ningún reconocimiento a quien arrastró tantas almas al catolicismo. En cambio, no hay monumentos más suntuosos que los erigidos a los Papas guerreros y a aquéllos que detentaron el poder con más riquezas ¡dentro de la misma basílica de San Pedro! Tampoco se encuentra en los sitios de verdadera importancia, un gesto que recuerde a algún misionero pobre, para aquél que hace “iglesia”, nada. La conclusión del recorrido vaticano es de grandeza arquitectónica y pobreza espiritual.

La opción que tenemos no es opción, es una necesidad; rescatar la figura de Cortés y con él todo lo que representa en nosotros mismos y colocarlo en el Panteón de nuestros héroes con el pedestal que se merece.

No debemos permitirnos más nuestra ignorancia. Si se ha dado el caso que en el propio Hospital de Jesús, personas que aparentan cierta información, escupen al busto de bronce del Conquistador, algo está muy mal. Urge equilibrar nuestras emociones; suplir nuestras carencias con congruencias.

En descargo de tanta animadversión, podemos decir que así como los regalos tienen la calidad de quien los da, los personajes históricos tienen la importancia de quien los reconoce. En la historia de México son muy pocos los que lo hacen con nuestro hombre, pero sin duda son los mejor calificados: el Conde de Revillagigedo, que se percató de la importancia del símbolo; Fray Servando Teresa de Mier, que hizo una oración fúnebre tan impactante del personaje, (en una de las nueve veces en que se trasladaron de lugar los restos del Conquistador), que las autoridades virreinales “perdieron” el escrito. Don Lucas Alamán, un rescatable del siglo XIX, autor de una de sus primeras biografías y quien protege sus restos por años. Vicente Riva Palacio, entendiendo claramente el proceso histórico de la figura cortesiana. En el siglo XX, el gran José Vasconcelos insiste que la fecha más importante del calendario nacional debería ser el día que Cortés funda el primer ayuntamiento de la Villa Rica de la Vera Cruz o cuando el 26 de julio de 1519, desmantela (con el apoyo de sus capitanes) las naves, porque ahí “se forja en definitiva la historia del país”. José Luis Martínez, que escribe una exhaustiva biografía del Conquistador; el irónico e inteligente Fuentes Mares. Basave, quien más profundiza en lo mexicano. El ingeniero José López Portillo y Weber, que insiste en la síntesis que somos. Don Miguel León-Portilla, pocas opiniones tan autorizadas como la suya, porque después de exponer como nadie la visión de los que no ganan, reconoce en el vencedor sus dotes humanas y todas sus dimensiones ajenas a las de conquistador, como la de descubridor, resaltando las perdurables consecuencias y aportaciones de sus hechos; Juan Miralles, “inventor de México”, le nombra con razón. Sus biógrafos extranjeros: el estadounidense Prescott, los franceses como Jean Descola, que describe la América precolombina y las primeras actuaciones de los conquistadores, y el mencionado Christian Duverger, que no esconde su inclinación por el extremeño. Los británicos, principales promotores del desprestigio español durante su esplendor, en compensación resultan después los mayores admiradores de su cultura. Los más agudos hispanófilos nacen en los nebulosos paisajes de Gran Bretaña, como si en el brillante sol de la península ibérica descubrieran de pronto la sombra que por siglos le impusieron: el inglés Hugh Thomas nos entrega la narración más completa de la Conquista de México, y el irlandés Ian Gibson nos deja un catálogo sentido de la creación literaria hispana en América. El español Salvador de Madariaga, con su inmejorable prosa, pasa del recuento mesurado de los hechos a la entusiasta devoción por el estudiado, curioso fenómeno el de la “cortesización” en que incurren la mayoría de sus investigadores. Madariaga decía: “creo haber sido Cortés el hombre de acción que ha rayado a mayor altura en toda la historia de euro américa”. O destacados admiradores, como el empresario y humanista Adolfo Prieto, español de México, que asemeja al personaje con “un árbol hispano cuyas raíces laboraban en lo hondo del suelo español y cuya fronda y fruto daban sombra y vigor a México; Cortés abarcaba todo lo humano como su reino natural”. Y aquella genial poetisa jalisciense en el colmo de la admiración femenina por el Conquistador, que se jactaba que ella sólo se persignaba ante la imagen de la Virgen de Zapopan, o ante la efigie de Hernán Cortés.