Main logo

Gatopardismo mexicano • Juan Antonio Cepeda

La infame historia de nuestra corrupción.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Gatopardismo mexicano es un ensayo donde convergen de manera magistral el periodismo, la historiografía y el análisis político para explicar los orígenes de la corrupción en México, así como su largo trayecto como razón de ser y práctica cotidiana de la vida pública.

Este libro parte del convencimiento de que el combate a la corrupción puede ser una política pública real, sin simulaciones; de que podemos aspirar a un Estado de derecho donde la rendición de cuentas forme parte estructural de nuestras instituciones. Sin embargo, dice, el gatopardismo —aquel acto de cambiar todo para que las cosas sigan igual— es el obstáculo más urgente de derribar.

Desde la Colonia y las tropelías de Hernán Cortés, hasta nuestros muy aciagos días de señores de las ligas, casas blancas, estafas maestras y presidentes impresentables, Juan Antonio Cepeda —especialista en corrupción y Estado de derecho— reconstruye el rompecabezas histórico, social, político y cultural de la corrupción en México para mostrar cómo hemos sido proclives a perpetuarla. Pero que hayamos privilegiado el gatopardismo por encima de una transformación genuina, nos dice, no significa que estemos condenados a padecerlo por siempre.

Fragmento del libro “Gatopardismo mexicano” de Juan Antonio Cepeda. Editado por Debate. Cortesía de publicación de Penguin Random House.

Gatopardismo mexicano | Juan Antonio Cepeda

#AdelantosEditoriales

 

Advertencia al lector

El libro que tiene en las manos hace referencia a un sinnúmero de presuntos actos de corrupción a lo largo de la historia de México, desde la Colonia hasta nuestros días: los últimos meses del sexenio de Enrique Peña Nieto y el inicio del periodo del presidente Andrés Manuel López Obrador. El énfasis en la cualidad de presunción de cada uno de estos relatos de corrupción es deliberado. En México, por desgracia, no existe un Estado de derecho saludable que permita juzgar legalmente de manera adecuada: resulta imposible saber cuándo se trata de un acto ilegal, cuándo de un ardid por motivos políticos y cuándo de una denuncia sin fundamento real. Aun cuando existan contundentes pruebas, incluso libros enteros dedicados a investigaciones exhaustivas, aunque el escándalo sea evidente, nunca pasa nada, nunca se ha juzgado un acto de corrupción como tal. En no pocas ocasiones acontece al revés: se incinera en leña verde a gente inocente por calumniosos ataques a su integridad, se siembran falsas pruebas o se crean conflictos de interés con el afán de descarrilar la carrera de alguien por el poder político.

En este libro no aparecerá la palabra presunto. No aparecerá porque estaría asumiendo que en nuestro país se garantiza la cabal rendición de cuentas de quienes detentan el poder público. Esto no sucede así. La impunidad es la impronta del Estado mexicano.

Prólogo

El sapo de la corrupción

Jesús Silva-Herzog Márquez

Ya decía Gabriel Zaid, en clave swiftiana, que a México le estaba reservada una gloria intelectual. Fundar la ciencia de la corrupción. No existe en el planeta un pueblo como el nuestro para desentrañar sus misterios. Proponía un nombre: dexiología, palabra derivada de la voz griega dexis, mordida. El más profundo de nuestros críticos advertía que aquí “tenemos la materia prima fundamental, que son los hechos investigables; tenemos talento para la práctica; tenemos interés en la teorización, como lo demuestra la abundante dexiología popular. Hay que dar el paso siguiente”. Había que fundar esa ciencia integrando múltiples saberes. Reconstruir la historia de la corrupción, hacer su antropología, contabilizar su impacto económico. Identificar las reglas que están hechas para ser rotas. Hacer el psicoanálisis de la esquizofrenia de quien se enriquece en su puesto predicando exactamente lo contrario. Todo eso que se entiende sin necesidad de libros habrá que convertirlo en saber científico.

El trabajo de Juan Antonio Cepeda es una contribución valiosísima a ese saber. Como lo pedía Zaid en aquel ensayo clásico, el adiposo cuerpo del soborno no puede ser examinado con una pinza. El dexiólogo necesita utilizar una multitud de instrumentos: ser historiador y economista; tener un ojo en la experiencia local y conocer de la experiencia de otros lados; entender de leyes y ser sensible a los significados culturales. Comprender la anécdota sin ahogarse en ella.

Desde el título, este libro subraya la perseverancia de la corrupción. Pueden ir y venir gobiernos, el poder puede cambiar de manos, puede ofrecerse la revolución y el reino de la corrupción permanece intocado. Puede abrirse o cerrarse la economía, puede asentarse o corroerse el pluralismo y la corrupción persiste. ¿Cómo es que se mantiene a pesar de todos los cambios de la política y de la economía? El régimen de la extorsión es como aquel sapo del cuento de Juan José Arreola que se menciona de paso en el libro. Cuando llega el invierno, el sapo se sumerge en el lodo como si fuera una crisálida. En primavera, con las primeras lluvias, despierta, pero no para convertirse en mariposa, sino para ser más él mismo. Ninguna transformación se ha operado en su cuerpo. Y así, después de haber vencido los fríos, el sapo despierta pesado por la humedad, inflado de savia rencorosa, más sapo que nunca. No lo alteran el paso de las estaciones ni el cambio del clima. El sapo persevera en su condición. De esa resistencia nos habla Juan Antonio Cepeda en este libro indispensable. En la corrupción está la gran continuidad histórica de México. Puede cambiar todo, pero la corrupción, ingeniosa, maleable, astuta y cínica, resiste. Más que un problema, un régimen.

Si para el clásico, el principio de la república es el respeto a la ley, el de nuestro régimen es la simulación, el encubrimiento. La historia de nuestra corrupción es una maraña hecha de rutinas ocultas y escándalos indignantes. Es también una sucesión de intervenciones ineficaces. Al agravio, la gesticulación. Que la captura del pez gordo será ejemplar; que el látigo de los votos será un potente disuasivo; que una complejísima arquitectura de reglas e instituciones arrinconará a la corrupción; que el aura de un puro que pontifica limpiará la casa de arriba abajo.

El libro que el lector tiene en sus manos extiende analíticamente esa red que nos asfixia. Se entretejen con claridad, concepto, historia, mecánica. Se hace un buen catálogo de fracasos y se aportan lecciones pertinentes. No hay aquí bala de plata que mate al vampiro, pero tampoco una convocatoria a la derrota. La corrupción habrá sido historia, pero no tiene por qué ser destino.

Introducción

convéngase que la emoción histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz.

Alfonso Reyes

Sueño con un país donde el combate a la corrupción sea una política pública real, sin simulaciones. Quiero aspirar a que en el corto plazo contemos con un verdadero Estado de derecho en el que la rendición de cuentas sea una práctica cotidiana y una razón de ser de la vida pública, pero reconozco también que los orígenes de la corrupción en México son históricos, culturales, racionales, económicos, jurídicos e, incluso, circunstanciales y azarosos en algún punto. Aun así, no deberíamos estar condenados a padecerla.

El gatopardismo es el obstáculo más urgente de derribar. Mientras el ejercicio del poder utilice la noción de cambio como una mera simulación, mientras todo cambie para que no cambie nada, el poder seguirá usufructuando a sus anchas de los recursos públicos para beneficio privado. Desde la Colonia y las tropelías de Hernán Cortés hasta nuestros muy aciagos días de casas blancas, estafas maestras, señores de las ligas y presidentes impresentables, pasando por numerosos revolucionarios y un tanto más de contrarrevolucionarios truhanes y rufianes, nuestra cultura mestiza ha preferido el gatopardismo a una transformación genuina.

Cuando hablamos de corrupción, en el momento en que nos detenemos a pensar y repensar los mecanismos y las tecnologías para combatirla, es muy probable que después de llevar a cabo un diagnóstico más o menos formal, más o menos acucioso, más o menos académico o intuitivo, determinemos cuando menos tres estrategias generales para combatirla: la construcción de instituciones y leyes, la prédica con el ejemplo y el diseño e implementación de un sistema de valores éticos y morales. En cualquiera de los tres casos, o con una combinación de ellos, todos en mayor o menor medida estaríamos de acuerdo en que serían los más factibles. Quizá en los detalles y en las especificidades podríamos debatir, podríamos convenir que una u otra regla, uno u otro ejemplo es mejor. Pero, a grandes rasgos, coincidiríamos en estos tres pilares enmarcados en un contexto de democracia. La guerra contra la corrupción puede ser tan sofisticada como nuestra creatividad y conocimiento nos lo permitan. Sin embargo, ningún sistema anticorrupción resiste la simulación. Peor aún, es incapaz sustancialmente de resistir el gatopardismo. Quisiera pensar que no hay más que poner límites al poder desde los mecanismos de la democracia para finiquitar de una vez por todas el lastre de la corrupción, que ha impedido a México crecer en todos los sentidos posibles. Confieso que me gustaría, pero no es suficiente. La enfermedad que vive México a causa de la corrupción es tan compleja que las recetas se quedan cortas.

En este libro me adentraré en el fenómeno de que todo puede cambiar para que no cambie nada. El gatopardismo mexicano ha impedido erigir un régimen político bajo los pilares correctos.

En La hora de la estrella, la grandiosa escritora brasileña Clarice Lispector escribe que, mientras tenga preguntas y no respuestas, seguirá escribiendo. Esa es la motivación principal de esta pesquisa. Confieso, con un poco de tranquilidad y enorme conciencia de causa, que en el tema de la corrupción existen más preguntas que respuestas.

Hace más de dos milenios que el término ha sido materia de reflexión, estudio y especulación de filósofos y científicos, de políticos e historiadores; sin embargo, el siglo xxi confirma que el esfuerzo es insuficiente: para confinar a la muerte a este flagelo hay que seguir haciendo preguntas porque las respuestas se quedan cortas. Combatir la corrupción es un asunto que requiere creatividad, innovación, reflexión formal y rigurosa e imaginación. Nuestro gatopardismo en lo que respecta a la corrupción se alimenta de la dificultad para entender el fenómeno, diagnosticarlo adecuadamente, medirlo, evidenciarlo, implementar las políticas públicas correctas, medir su impacto y desempeño, volver a hacer el diagnóstico, corregir las falencias y potenciar las virtudes, y así sucesivamente hasta lograr un algoritmo exitoso.

El propósito intelectual de este libro es reconstruir el rompecabezas histórico, social, político y cultural de la corrupción en México para mostrar cómo hemos sido proclives a mantener la corrupción y a que se manifieste de tanto en tanto una suerte de gatopardismo en el que los grupos de poder en oposición buscan cambiar el statu quo para instaurarse en el gobierno, pero, paradójicamente, sin cambiar nada en realidad.

IDEAS PARA GUARDAR EN EL BOLSILLO MIENTRAS ESCRIBO EL LIBRO, MIENTRAS USTED LO LEE

La corrupción en México es un fenómeno que no permite reducirse a simplezas. No somos corruptos solo por una fatalidad cultural. La corrupción no es el resultado del neoliberalismo de los últimos 30 años. La corrupción no se elimina por decreto. No traemos en el adn un gen corrupto. A la corrupción la cruzan varias dimensiones que de alguna u otra manera la explican. Es una práctica racional que maximiza beneficios económicos; es una maña cultural que nos promete más que la honestidad; es un problema atávico que tiene siglos echando raíces; es una identidad lingüística que seguimos porque es sabiduría popular; es el corolario de leyes torcidas que privatizan el poder y recursos públicos. La corrupción está conformada también de usos y costumbres. Es un fenómeno social, cultural, económico, político y legal, pero con un origen en común: no nos pertenece por antonomasia, es una imposición, a veces consciente y a veces inconsciente, por parte del Estado. De cierta manera, estamos secuestrados por un Estado corrupto y sus tecnologías de poder. Esta condición que nos viene de fuera y se nos incorpora a través del placer o el dolor no significa eximirnos de la responsabilidad de nuestros actos de corrupción, sino que debería alertarnos del monstruo al que enfrentamos. No se trata de la voluntad del líder o la personal sin más para derrotar el flagelo. Requerimos un sistema integral, coordinado, colectivo, que haga frente al Estado.

Cuando se habla de la corrupción en México estamos frente a un problema común a todos que requiere ser referido en primera persona del plural. Nuestra corrupción. Aquella que nos envuelve a través de la imposición o del placer. A veces nos obligan a pagar un soborno contra nuestra voluntad. A veces lo hacemos mientras nos sentimos triunfadores. Así oscila nuestra corrupción, siempre como una opción, en muchas ocasiones como la primera y más obvia de las alternativas.

Me parece imprescindible, al abordar esta problemática, dejar de hablar de la corrupción de los mexicanos, como si nos exculpáramos de ella, como si nos fuera ajena. Dejemos de hablar de ella como el tropiezo ajeno. Pareciera que uno siempre está exento, porque es pulcro y honesto: la suciedad de allá fuera no me mancha, por eso estoy en condición de criticarla y de ofrecer soluciones. Me parece muy sano acercarse al fenómeno como lo que es, un problema que nos pertenece a todos y que solo así podremos defendernos de él.

De las varias aristas que moldean la acendrada corrupción en nuestro país, la gubernamental tiene alcances inimaginables. El ­abuso del poder público para beneficio personal de quienes lo detentan pervive a través —­literalmente—­de los siglos. El libro que comparto aquí se concentra en gran medida en contar y tratar de entender el devenir de la historia de cómo el poder público ha sido privatizado por cinco siglos, desde las primeras manifestaciones de un Estado impuesto por los españoles hasta nuestros días. Me interesa explorar esta vertiente porque es quizá la más visible, quizá la más perniciosa y muy probablemente la que más daño ha hecho al bienestar de nuestra nación.

La corrupción del poder público tiene dos caras de una misma moneda. Por un lado, la más visible y obvia: el ejercicio abusivo de los encargos en el gobierno, que se ejemplifican en diferentes niveles: desde la mordida en una ventanilla de atención al público hasta el despiadado robo de las arcas del erario por parte de funcionarios influyentes. Y por el otro, el de la simulación, tan o más perjudicial para la salud de la república. El gatopardismo como representación política de la pervivencia de la corrupción: cambiar todo para que no cambie nada. Usualmente, en las épocas en las que se descaran los corruptos, florece una narrativa enjundiosa que pretende cambiar el pasado reciente de manera radical, esgrimida por actores políticos opositores que aspiran a sustituir a quienes detentan el poder en ese momento. El discurso es uno de cambio, pero, en el fondo, la corrupción se mantiene igual. Lo único que se modifica son los equilibrios de poder. Si revisamos la historia, vemos que ha habido varios momentos estelares de gatopardismo que han convocado inequívocamente a la pervivencia del suelo fértil para la corrupción.

Primera parte

LA INFAME HISTORIA DE NUESTRA CORRUPCIÓN: ORÍGENES, CONTEXTO Y EVOLUCIÓN

1

De la Colonia al siglo XX

…pero hacía mucho tiempo que los representantes de la monarquía española no venían a buscar a los agüeros del combate; sino a esquilmar a los pueblos sin encontrar resistencia.

Ignacio Ramírez, El Nigromante

EL MEXICANO EN EL ESPEJO

Simular es inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar inadvertido, sin renunciar a su ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo.

Octavio Paz

En México se han hecho tentativas por encontrar la esencia del mexicano, la identidad de lo mexicano. Octavio Paz escribió El laberinto de la soledad y luego su reedición con el apéndice Posdata. Samuel Ramos ejercitó la reflexión desde el psicoanálisis y la filosofía en El perfil del hombre y la cultura en México. Alfonso Reyes —­a quien Jorge Luis Borges consideraba “infinitamente superior a Ortega y Gasset” y “uno de los mayores escritores de las diversas literaturas­ cuyo instrumento­ es la lengua española”—­buscó asir un perfil del mexicano y de lo mexicano; ensayos como Visión de Anáhuac, México en una nuez y Reflexiones sobre lo mexicano dan cuenta de su estudio del tema.

De los tres autores podemos extraer algunas consideraciones que incluso ya se han vuelto parte de la explicación cotidiana acerca de nosotros mismos. La alegoría de ser hijos de la Malinche —­hijos de la chingada—­, en Paz, o el sentimiento de inferioridad, según Ramos, son argumentos que de cuando en cuando uno que otro mexicano busca esgrimir para hablar de sí mismo y de sus compatriotas. De Reyes nos quedamos siempre con la idea de un mexicano reluciente, brillante, un ser que no acaba de ser porque sigue oprimido por las carencias que, una vez resueltas, darán paso a su verdadera esencia.

También podemos voltear hacia otros igual de importantes, igual de empeñosos en su afán de entender el ser mexicano. Antonio Caso veía incompleta la psicología del pueblo mexicano “porque el alma colectiva de los mexicanos no ha cuajado aún en formas o aspectos característicos y definitivos”. Para él, el mexicano tenía defectos­ inmanentes al origen étnico, el mestizaje parecía haber resultado en la pervivencia de lo malo de los españoles y de los indígenas: los defectos y los vicios. Pero aspiraba a un destino superior por medio de conceptos como la caridad, en contraposición al egoísmo y la individualidad. Caso era un antipositivista y antimodernista, tenía aprecio por una metafísica más cercana al idealismo y al hegelianismo, de ahí su idea del pueblo mexicano como una especie de destino: el mexicano como un proyecto, una latencia. José Vasconcelos, de la misma generación y de las mismas ideas revolucionarias que Caso, también abrazó la “raza cósmica” como un proceso. Para él, lo mexicano pertenece a una raza más amplia, iberoamericana, que también es un proyecto en formación, una raza futura, una síntesis hegeliana animada en la vida diaria por la libertad de espíritu que ejerce el pueblo.

De alguna u otra manera, cada uno de estos autores ha tenido razones para pensar al mexicano desde su propia idiosincrasia y perspectiva intelectual; es interesante lo que dicen, pero también lo que omiten. La corrupción no es un tema fundamental en sus reflexiones, y sin embargo, creo que sería útil intentar vernos en un espejo así para saber qué somos, cómo somos y cuál es el futuro que podemos construirnos. O quizá lo tenían en mente, y cuando hablaban de vicios y defectos rozaban ligeramente el concepto de corrupción. En Octavio Paz podemos encontrar una variante reveladora: para él, la corrupción no es intrínseca a lo mexicano, sino que se ­encuentra fuera, en el Estado; en particular, la sitúa en el Estado postrevolucionario. En su Ogro filantrópico escribe a propósito del tránsito del Estado débil, en términos políticos, a uno más poderoso: “Bajo la dictadura del general [Porfirio] Díaz el Estado mexicano empezó a salir de la pobreza. Los gobiernos que sucedieron a Díaz, pasada la etapa violenta de la Revolución, impulsaron el proceso de enriquecimiento y muy pronto, con Calles, el gobierno mexicano inició una carrera de gran empresario. Hoy es el capitalista más poderoso del país, aunque, como todos sabemos, no es ni el más eficiente ni el más honrado”.

En este sentido, el Estado corrupto es quizá la punta de lanza para poder entender un poco mejor cuál es la relación entre los mexicanos y la corrupción. Bajo mi óptica, los mexicanos no son corruptos por naturaleza, no les viene de su cultura ni de su sociedad, no es su historia personal ni colectiva; es la cultura, la sociedad y la historia de una entidad más abstracta, más desprendida de nosotros, más poderosa y coercitiva: el Estado. Desde la Colonia ­hasta nuestros días, el Estado mexicano —­en ocasiones más fuerte que otras—­siempre ha optado por amenazar la honestidad, la probidad. La corrupción es para nosotros una condición que nos dan, porque no nos viene dada. Nos la imponen: es una fatalidad y somos muy conscientes de ello. El gran proyecto liberal de la Reforma es quizá el único corchete de excepción, justamente por ser un Estado más pequeño, menos opresor.

Para Enrique Krauze “la corrupción no era una falla moral inherente al mexicano. Era y es universal”. Estoy de acuerdo con la primera aseveración y, de alguna manera, confluye con mi postura al respecto. En cuanto a la segunda, no coincido del todo. Es cierto, corrupción hay en todo el mundo, nadie se exime. Los países más desarrollados, con sistemas de justicia y Estados de derecho bien consolidados, tienen casos de corrupción de pequeña y gran escala. Pero si esta universalidad fuera igual, seguramente­ veríamos indicadores similares para todo el mundo en los ejercicios globales de percepción sobre corrupción, y eso no es así. México, desde que existen estos instrumentos, ha sido mal evaluado consistentemente.

Si revisamos algunos de estos ejercicios podremos entender un poco más la idea de que los mexicanos son, por un lado, perfectamente conscientes de la corrupción existente en el país y, por el otro, saben de la fatalidad del fenómeno.

Es deseable hacerse la pregunta por la corrupción desde una perspectiva ontológica y desde otra fenomenológica: la naturaleza y la apariencia de lo corrupto. La historia ha sido pródiga en manifestaciones de abuso de poder para fines privados.

Hace no mucho tiempo, el expresidente Enrique Peña Nieto tuvo el desatino político e intelectual de asegurar que la corrupción en México es un problema cultural. La molestia de los ciudadanos no se desató por esta frase, sino por el mensajero, envuelto en diversos escándalos por el uso del poder público con fines privados durante su gestión como presidente y previamente como gobernador del Estado de México, el más densamente poblado del país, quien argüía cínicamente que él y sus actos no eran obra y responsabilidad suya a causa de su ambición por enriquecerse como servidor público. Como ejemplo menciono solo uno de ellos, el de mayor impacto negativo frente a México y el ­mundo entero: la “casa blanca”.

La desafortunada frase de Peña Nieto es una desvergüenza intelectual porque debió reconocer, motu proprio, que en realidad se trata de un fenómeno multifactorial, donde los genes sociales juegan un papel al igual que las sumas y restas que un individuo hace de manera racional al decidir corromperse, como también las condiciones políticas y económicas de una comunidad.

Para Enrique Krauze, la corrupción “no es un rasgo cultural antiguo e idiosincrático, sino un proceso histórico relativamente reciente, susceptible de ser controlado y, en gran medida, superado”. Estoy de acuerdo con su optimista corolario de que es un fenómeno que tiene solución. No me atrevería, por otro lado, a asegurar que pueden rastrearse los orígenes de las prácticas corruptas actuales en la Colonia, el siglo XIX o en la Revolución de 1910. Este debate se lo dejo a los historiadores. Lo que sí deseo es hacer un recuento breve de la historia de la corrupción en México. Me concentraré de manera esquemática en varios periodos, unos en los que la corrupción era el pan de cada día y otros, los menos, en los que hubo importantes políticas para abatirla de la cotidianidad nacional. De la Colonia al siglo XXI, pasando por el porfiriato, la Revolución mexicana, la burocracia del periodo de Miguel Alemán, el neoliberalismo de finales del siglo XX, queda claro que el país ha padecido actos de cohecho, nepotismo, tráfico de influencias, y un largo etcétera. Me detendré en los pocos lapsos donde se buscó, de una u otra manera, enfrentar la corrupción: las reformas borbónicas, la Reforma liberal del siglo xix y los sexenios de Adolfo Ruiz Cortines, Miguel de la Madrid y Vicente Fox. (Advertencia: no por ser periodos de moralización contra actos que contravienen el servicio público fueron exitosos o, en su defecto, buscaron siquiera obtener resultados más allá del discurso y la simulación, fenómeno más que predecible en la media nacional.)

LA COLONIA Y EL VIRREINATO

Tras el encuentro de América y Europa en la llamada Conquista, legítima o ilegítima —­un debate que hoy en día, después de cumplirse 500 años de aquella historia, está más vivo que nunca—­, se fue delineando una estructura social, política y económica basada en la vinculación de una porción muy amplia del “nuevo continente” a la Península. Para el Imperio español, gestado desde finales del siglo XV y durante los años del reinado de Felipe II, aquel hombre taciturno de la “Armada Invencible” y el castillo negro de El Escorial, implicó la creación de diversas organizaciones e instituciones. No eran lo mismo la administración europea y los virreinatos de las Indias. Existe una discusión entre historiadores acerca de si la monarquía española era ya un Estado moderno, con estructuras burocrático-administrativas como las conocemos hoy en día, o si se trataba de un régimen feudal, constituido por estructuras nobiliarias sin organigramas administrativos. Pero no es mi interés abordar tal tema. Me concentraré en la España de los siglos XVI, XVII y XVIII y sus territorios de ultramar como un Estado moderno, basado en instituciones funcionales, un sistema de justicia estable y una burocracia cuyo propósito era la eficiencia y eficacia en el tratamiento de los asuntos gubernamentales. Incluso, siguiendo las conclusiones a las que ha llegado Horst Pietschmann, la organización burocrática y administrativa que describe a los Estados modernos europeos —­de los pioneros Luis XI, Enrique VII y los Reyes Católicos—­fue llevada a su estado más puro en América. El propio Pietschmann aporta elementos valiosos para entender la Colonia como un modelo original de Estado moderno, y con esto en mente nos da pauta para observar las conductas de este tipo durante aquellos años:

La expansión trasatlántica de las monarquías ibéricas desde finales del siglo xv se ve acompañada por otro fenómeno histórico de enorme trascendencia universal: el surgimiento del Estado moderno. Sin insistir mayormente en los problemas de interpretación en torno a este fe­nómeno, se puede afirmar que sus rasgos más importantes fueron el reglamento del ejercicio del poder y de la vida social en general por un complejo sistema de normas jurídicas emanadas del príncipe como encarnación del supremo poder estatal y la administración y aplicación de estas normas legislativas por un cuerpo de funcionarios al ­servicio del monarca, cuerpo que se va perfilando ya desde siglos anteriores y que durante el siglo XVI tomó un enorme incremento numérico.

Es en los Estados modernos donde podemos encontrar la corrupción como la conocemos hoy en día. El abuso del poder público que se otorga a un burócrata para representar los intereses del Estado, y que termina utilizando para llevar agua a su molino, para satisfacer intereses privados, no se puede dar en regímenes en los que el Estado se representa a sí mismo, donde el monarca es el poder: de él emana el poder y él mismo lo ejerce para su beneficio. En la Colonia podemos encontrar las primeras historias de corrupción.

Para aquellos que no lo tengan tan claro, la América de la Corona española de Castilla —­de mediados del siglo XVI a principios del XIX—­estaba dividida en virreinatos: el de la Nueva España (en el que quiero concentrarme, porque involucra a México), el del Perú, el de Nueva Granada y el del Río de la Plata. Un factor que caracteriza desde aquellos tiempos el sistema político y social de nuestro país es la existencia de autoridades gubernamentales con el total control del territorio. Los virreinatos son el origen más primitivo de nuestro sistema político actual.