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El vendedor de silencio • Enrique Serna

«No pedía mucho, carajo, sólo que lo dejaran prostituirse a su modo»

Por
Escrito en OPINIÓN el

A mediados del siglo XX, Carlos Denegri era el líder de opinión más influyente de México. Reportero estrella del diario Excélsior, tenía una red de contactos internacionales envidiada por todos los periodistas. Mimado por el poder, como columnista político sobresalió por su falta de escrúpulos, al grado de que Julio Scherer lo llamó "el mejor y el más vil de los reporteros". Industrializó el "chayote" cuando esa palabra todavía no se usaba en la jerga política. En su Fichero Político, donde fungía como vocero extraoficial de la Presidencia y cobraba todas las menciones, podía difamar a cualquiera con impunidad absoluta.

Según Carlos Monsiváis, un coscorrón en esa columna representaba "una temporada en el infierno" para cualquier aspirante a un cargo público. Aunque ganaba millones por publicar alabanzas, se hizo más rico aún por medio de la extorsión, callándose lo que sabía de sus poderosos clientes. La personalidad pública de Carlos Denegri es indisociable de las atroces vejaciones misóginas que cometió en su vida privada. Era tan prepotente y déspota en el trato con las mujeres como en el periodismo, de modo que su patología fue a la vez íntima y social.

Radiografía del machismo a la mexicana y epitafio de la dictadura perfecta, esta novela es un estudio de carácter incisivo y mordaz, sustentado en un arduo trabajo de investigación, que por momentos linda con la farsa trágica. Enrique Serna vuelve a una de sus vetas narrativas predilectas, la reconstrucción del pasado, para entregarnos un fresco histórico apasionante.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro El vendedor de silencio de Enrique Serna con autorización editorial de Penguin Random House.

Enrique Serna nació en la Ciudad de México en 1959. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El miedo a los animales, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), Ángeles del abismo (Premio de Narrativa Colima), Fruta verde, La sangre erguida (Premio Antonin Artaud) y La doble vida de Jesús. Sus cuentos, reunidos en los libros Amores de segunda mano, El orgasmógrafo y La ternura caníbal, figuran en las principales antologías de narrativa mexicana breve publicadas dentro y fuera del país.

El vendedor de silencio | Enrique Serna

#AdelantosEditoriales

 

El vendedor del silencio de Enrique Serna

II. Encadenados

En las aguas verdosas del nuevo Lago de Chapultepec, una compacta falange de patos se deslizaba en pos de las migajas que los viejos sentados en las bancas les arrojaban desde la orilla. Era una luminosa tarde de julio, con el cielo limpio de niebla y humo, gracias a los fuertes ventarrones que habían soplado desde temprano. Hasta el Popo, generalmente oculto por los gases tóxicos, estiraba el cuello por encima de las nubes en jirones, un buen augurio para sus propósitos de enamorado. Con un vestido de encaje color durazno, la juvenil belleza de Natalia resplandecía como un diáfano amanecer. En los cocteles de alta sociedad, su encanto natural era la envidia de todas las señoras encopetadas. Ni embadurnándose potingues y mascarillas podían imitar la frescura de brisa marina que le brotaba del cuerpo en cada exhalación, en cada aleteo de pestañas. Pero más que la delicadeza de la dama gozaba el trapío de la hembra, la dulce ferocidad de su entrega amorosa. No podía negarle nada, excepto la libertad de volar a otro nido. Vestidos, joyas, un Mustang último modelo, todo lo que ella pidiera se lo entregaba con un pilón, pues ¿acaso no era el exceso la esencia del amor? Con ella cualquier ahorro le hubiera parecido mezquino. Les habían dado la mejor mesa del Restaurante del Lago, frente a uno de los ventanales que daban al espejo de agua, y en la hielera se enfriaba una botella de champaña. Tomó la mano derecha de Natalia y se la besó dedo por dedo con morosa lascivia.

—Hoy cumplimos un año juntos, mi amor, y creo que ya es tiempo de pisar suelo firme.

Sacó del bolsillo lateral de su traje un estuche que abrió con lentitud, para crear un efecto de suspenso. Adentro había un anillo de compromiso con un zafiro engastado. Natalia miró la joya con codicia pero se abstuvo de tomarla.

—No me conformo con ser tu amante, preciosa. ¿Quieres casarte conmigo?

—Todavía no acabo de conocerte, quizá ni siquiera haya empezado.

—Ya conoces mis virtudes y mis defectos. Después de tantos amaneceres juntos no puedo ocultarte nada.

—Tu cercanía no me ha quitado el miedo, Carlos. Tu carácter tiene mil cajones y escondrijos, algunos llenos de serpientes. Ahora mismo temo que destapes esa botella. Quién sabe en qué monstruo te puedas convertir.

—Soy un sinvergüenza, lo admito, pero no creo que una mujer como tú se pueda divertir con un hombre serio y centrado.

—En San Salvador no me divertí mucho que digamos. Denegri se mesó los cabellos, fastidiado por la usura sentimental de las mujeres. Ningún agravio quedaba pagado del todo, en cada corte de caja tenían que hacer un recuento pormenorizado de resquemores, como si cobraran diez veces la misma multa. Shylock con faldas, eso eran todas.

—Por lo del Salvador te pedí disculpas hace tres meses. No es justo que ahora…

—¿Lo ves? Aquí sólo se hace tu voluntad. Tú lo dictaminas todo, hasta cuánto tiempo me debe durar un coraje o una pena

—Natalia se cruzó de brazos, dolida—. Nunca vas a entender que soy una persona sensible y la huella de un maltrato me dura mucho.

—Sólo fueron unos empellones en el cuarto y tú me diste una patada en la espinilla, no te olvides.

—Porque me seguiste como una fiera hasta el elevador, gritando leperadas. No me pidas que te las repita, por favor.

—Me porté como un cretino, es verdad. La Junta de Presidentes me tuvo en tensión varios días, y en el coctel de clausura, los tragos me sentaron mal. Pero fuera de ese incidente no tienes queja de mí.

—¿Y lo de Acapulco qué? Me tachaste de puta sólo porque me viste asoleando en la alberca de nuestro búngalo. Te exhibes como una coneja del Playboy, me gritabas. Y ese día estabas sobrio, para acabarla de joder.

—Mis celos son la mejor prueba de amor que puedo darte. Cualquiera diría que mi propuesta de matrimonio fue una ofensa.

—Te la agradezco —reculó Natalia, con la voz quebrada—. Sé que me quieres, pero a tu manera.

—Creí que te ilusionaba ser mi esposa —lamentó Denegri en tono gemebundo, a medio camino entre el dolor y el rencor—. Como te quejas tanto de que tus niños no viven con nosotros, pensé que…

—Mis hijos están bien donde están. No los mezcles en esto, por favor.

—Pero es que nada nos impide vivir como una familia. Natalia lo escrutó con una mirada lastimera, más propia de una rehén que de una amante. Para evitar que sus hijos presenciaran escenas escabrosas, había exigido que sus pequeñuelos vivieran en Villa Bolívar junto con Pilar, la hija de Carlos, mientras ellos hacían un experimento de convivencia en otra mansión igualmente suntuosa, alquilada en Insurgentes Sur, en el señorial barrio de San Ángel, que ella misma decoró y amuebló con una mano exquisita para elegir antigüedades. Pero esa situación irregular no se podía prolongar demasiado, pues aunque Natalia visitara diariamente a sus hijos, de cualquier modo le reprochaban su desapego. Denegri quería facilitarle la vida y de paso asegurarse de que no saliera huyendo, pues a raíz del pleito en San Salvador había volado a México por su cuenta y luego se había escondido una semana con todo y niños en un hotel de Saltillo, Los Magueyes, donde la localizó con el auxilio de la policía. Era, pues, una amante escapista y volátil como el gran Houdini, a quien sólo podía retener con un contrato matrimonial.

—Yo ya tengo una familia, Carlos, pero no estoy segura de que tú puedas entrar en ella.

Aguantó el descolón sin gesticular, aunque sangraba por dentro.

—¿No me vas a aceptar siquiera el anillo?

—Eso sí —estiró la mano—, lo acepto como un gesto de buena voluntad. Pero todavía es muy pronto para pensar en una boda.

—Por mí no hay problema. En vez de presentarte como esposa voy a decir: les presento a mi barragana.

Natalia soltó una risilla que aligeró la tensión. Nada mejor que una salida humorística para sortear escollos difíciles con el ego ileso. En el terreno de la picardía, del interés compartido, congeniaba mucho mejor con ella que en el campo minado de los compromisos. Quizá debiera gozarla en el presente sin pedirle definiciones, sin estirar demasiado la liga, ir despacito hasta donde ella quisiera llegar. Pero así como Natalia llevaba un registro pormenorizado de sus ofensas, él tampoco podría olvidar su rechazo. En materia de agravios estaban a mano. Curioso intercambio de papeles: ella se comportaba como un donjuán inconquistable y él anhelaba la estabilidad conyugal. ¿Quién le hubiera dicho a los treinta años que acabaría haciendo esos papelones? Destaparon la botella de champaña y el resto de la comida, en vena de comediante, la entretuvo con una charla banal sobre los adulterios de magnates y políticos. Pero por debajo de su frívolo chacoteo lo carcomía un virus moral: soy apenas un personaje incidental en su vida y en cualquier momento puede largarse con otro que le convenga o le guste más. Da la impresión de tolerarme a regañadientes, de jugar con su gatito viejo mientras consigue un cachorro de buena cuna. Dicho en otras palabras: con ella sólo puedo vivir en alerta roja.

Al día siguiente, los teléfonos de su oficina comenzaron a repiquetear desde muy temprano: una riña callejera entre estudiantes del Politécnico y la Universidad había sido salvajemente reprimida por el Ejército, que entró a bayoneta calada en las prepas uno, cinco y dos de la Universidad y en la vocacional cinco del Politécnico. Detenciones masivas, sirenas de ambulancias aullando en la madrugada, soldados pecho tierra en el primer cuadro de la ciudad, un pandemonio prolongado hasta altas horas de la madrugada. Los soldados destrozaron de un bazucazo un grueso portón colonial del Colegio de San Ildefonso, como si combatieran contra guerrilleros urbanos, le informó el reportero de Excélsior Faustino López. Demasiado rigor por una simple trifulca estudiantil, ¿quién estará sacando raja de este conflicto?, se preguntó, acostumbrado por deformación profesional a indagar los resortes secretos del tinglado político. El endurecimiento de la autoridad había comenzado cuatro días antes, el 26 de julio, cuando la policía arremetió con violencia inusitada contra una pequeña manifestación que conmemoraba el aniversario del asalto al Cuartel Moncada. Las actividades subversivas de un puñado de agitadores empecinados en importar la Revolución Cubana no representaban ninguna amenaza para el sistema: la Dirección Federal de Seguridad traía con la rienda corta a esos comunistas imberbes y turulatos. De hecho, los infiltraba a su antojo, de modo que nada podía temer el gobierno de un enemigo tan débil. Una llamada de Fernando M. Garza, el jefe de Comunicación Social de la Presidencia, le despejó el panorama a medias.

—Apelamos a su lealtad en una situación de emergencia, don Carlos. El señor presidente me pidió que hablara con todos los líderes de opinión que simpatizan con su gobierno, para pedirles que respalden las medidas de fuerza que ha tomado para frenar las algaradas estudiantiles. Como usted sabe, en tres meses se inauguran las olimpiadas y el señor presidente no quiere que ningún grupúsculo extremista aproveche ese escaparate para mostrar al mundo una mala imagen de México. Hágale un servicio al país: respalde las acciones del Ejército y adviértale a los enemigos internos y externos que el señor presidente no dará un paso atrás en la defensa del orden público.

—Desde luego, licenciado, ya pensaba escribir sobre eso. No podemos permitir que el mayo francés se repita en México.

—Se me olvidaba un detalle: circula por ahí la versión de que el Ejército destruyó la puerta de San Ildefonso. Falso: los propios estudiantes cometieron ese daño a la nación con bombas molotov. Ya tenemos detenidos a cuatro vándalos confesos. Mi secretaria le enviará hoy mismo sus declaraciones.

Salió a tomar el fresco en el balcón que daba al parque y, recargado en el pretil, encendió un cigarrillo para ordenar las ideas. Había una oleada de revueltas estudiantiles en todo el mundo y hasta cierto punto era inevitable que México sucumbiera al contagio, pero no veía por ningún lado la racionalidad de esa escalada represiva. Si de algo valía su larga experiencia como analista político, el gobierno estaba cometiendo un error. Ciertamente, Díaz Ordaz era un político de línea dura, intolerante desde los inicios de su carrera, cuando Maximino Ávila Camacho, complacido por la dureza con que trataba a los universitarios revoltosos de Puebla, lo apadrinó para que saltara de la política provinciana a la nacional. Pero no siempre se podía gobernar a macanazos: ante ciertos desafíos más valía maña que fuerza. Los estudiantes se crecían al castigo y en cambio, las sobadas de lomo los aplacaban. Querían ser tomados en cuenta por el poder, sentir que papá les hacía caso. Diez años atrás, Ruiz Cortines había resuelto por las buenas una huelga universitaria de final de sexenio, provocada por un aumento a las tarifas de autobuses, recibiendo en Los Pinos a una sociedad de alumnos, que al final de la reunión hasta le echó una porra. Y claro: una semana después de conjurada la huelga, el gobierno se salió con la suya y aumentó la tarifa del transporte público. Ahora, en cambio, resultaba casi sospechosa la torpeza política del gobierno, como si alguien estuviera interesado en agravar el conflicto. La desproporción entre los disturbios y la fuerza empleada para reprimirlos podía desencadenar una fuerte protesta. Bastaba y sobraba con el cuerpo de granaderos para meter en cintura a los bachilleres rijosos. ¿Por qué utilizar de entrada al Ejército, como si hubiera una revolución en ciernes?

Ah, quién tuviera una pluma independiente. De buena gana escribiría un artículo pidiéndole mesura al gobierno. Sin mencionar a Díaz Ordaz, para dejar intacta su majestad, le aconsejaría que no se extralimitara en el uso de la violencia, precisamente porque las olimpiadas estaban cerca. En vez de conjurar peligros, las guerras preventivas podían desatar espirales incontrolables. ¿Quería una capital con barricadas en las calles cuando llegaran los corresponsales extranjeros a cubrir los juegos? Ya proliferaban las cuadrillas de camarógrafos y reporteros de varios países, que venían a realizar reportajes previos a la fiesta deportiva. ¿Cómo impedirles que difundieran noticias adversas a México? Pero ni él era una voz crítica, ni Díaz Ordaz aceptaba que le señalaran errores, aun cuando el disenso fuera respetuoso y viniera de un correligionario. De modo que a joderse: una vez más el muñeco hablaría con la voz del ventrílocuo, en este caso un vozarrón de sargento.

¡YA BASTA!

Las calles de la ciudad no pueden ser convertidas en campos de batalla sin causa, sin bandera y sin razón. ¡Ya basta! Los siete millones de habitantes de esta metrópoli no pueden verse amenazados en sus vidas a consecuencia de innobles desórdenes. Los jóvenes, en quienes descansa la responsabilidad irrenunciable de construir el México del mañana, no deben permitir que se les convierta en dócil rebaño manejado por agitadores profesionales. ¡Ya basta! Los mexicanos todos no podemos continuar siendo testigos de cómo nacionales apátridas actúan al servicio de intereses inconfesables. ¡Ya basta! Los agitadores de izquierda y derecha, los pescadores en río revuelto que medran a costa de la paz social, deben ser sujetados y conducidos en cadenas al único sitio donde son inofensivos: la prisión. ¡Ya basta! No se puede permitir que los heraldos de la anarquía, desde cómodas poltronas, inunden de sangre la patria que les ha dado cobijo. ¡Basta ya de callar y de recibir golpes!

Por la tarde tuvo que asistir, muy a su pesar, pues detestaba las ceremonias oficiales, a la inauguración de la Olimpiada Cultural, a solicitud expresa de Pedro Ramírez Vázquez, el presidente del comité organizador de los juegos. En Paseo de la Reforma, frente al cine Diana, el salón de recepciones del comité ya hervía de invitados estrambóticos, ataviados con trajes regionales (geishas con rostros de porcelana, escoceses con falda, un gaucho de la pampa con polainas, músicos africanos con tatuajes y túnicas multicolores) que venían a presentarse en los teatros y en la televisión como preámbulo al gran encuentro fraternal entre todas las razas y los pueblos del orbe. Abrazo efusivo de Jacobo Zabludovsky, maquillado para salir a cuadro, con su eterna corbata negra. En el arte de aparentar calidez había alcanzado una maestría notable, si bien tenía una sonrisa demasiado tiesa. Le palmoteó las espaldas con la misma impostura viril. No era momento de aclarar paradas. Otro día, cuando pudieran hablarse al chile frente a un vaso de whisky, le pasaría la factura por sus chismes difamatorios. Desde un pequeño templete, Ramírez Vázquez leyó el breve discurso inaugural, con los lugares comunes de rigor en ese tipo de festejos.

—A continuación —dijo Zabludovsky, que fungía como maestro de ceremonias— nos dirigirá unas palabras la licenciada Estela Yáñez Dubois, oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores, la dependencia encargada de coordinar el traslado y el hospedaje de todos los artistas que nos visitan.

Si se largaba en ese momento llamaría demasiado la atención, porque estaba muy cerca del templete, de modo que oyó atornillado en su sitio la breve alocución de Estela, que saludó a las delegaciones extranjeras en nombre del canciller Carrillo Flores. Era ya una mujer madura curtida en las lides diplomáticas y con muchas tablas para hablar en público. Lozana, gallarda, inmune de los estragos del tiempo, la hubiera deseado como antaño si el aplomo de gran señora y la conciencia de su valía no le restaran feminidad. Ni rastro de la coquetería que alguna vez tuvo: la había sacrificado en aras del éxito profesional. ¿Y cuál era su recompensa? Una máscara de yeso y una personalidad encorsetada. Todo con tal de no llevarle las pantuflas al sofá al hombre señalado por el destino para colmarla de dicha. La vanagloria de los altos puestos oficiales y el reflejo narcótico de su propia importancia le importaron más que el amor. Pero ya ni llorar era bueno. Terminado el discurso aún tuvo la cachaza de ir a felicitarla por su excelente dominio de la palabra, en un gesto de buen perdedor, pues sentía encima las miradas de los curiosos, no en balde habían sido en otra época una pareja expuesta a los reflectores. Sí, comisarios de la moral, heme aquí reconociendo el mérito femenino. A pesar de mis roces con ella le tengo estimación y respeto.

Con los nervios le dieron ganas de beber, pero en el rincón del vestíbulo al que fue a refugiarse tras intercambiar algunas frases con Ramírez Vázquez no llegaban meseros con bandejas de tragos. Todos estaban bebiendo, menos él, qué poca madre. Se unió a un corrillo de periodistas, en el que Mario Huacuja y Alfredo Kawage llevaban la voz cantante. Comentaron con alarma la reacción del rector universitario Javier Barros Sierra, que esa mañana había izado a media asta la bandera tricolor en Ciudad Universitaria, en abierto desafío a Díaz Ordaz.

—Se está poniendo con Sansón a las patadas —dijo Huacuja, contrito—. Barros Sierra tiene los días contados.

—Alguien debería quitarle presión a esta olla exprés —opinó Kawage—. A nadie le conviene un desfile de tanques con la olimpiada encima.

Ninguno de los dos, sin embargo, había criticado en sus columnas el empleo del Ejército, pues cualquier desviación de la línea gubernamental podía costarles la chamba. Mientras los oía, intercalando algunos comentarios inocuos, Denegri observaba con el rabillo del ojo a Estela, trenzada en animado palique con el embajador del Reino Unido. Por más que ahora constriñera sus tetas con un sostén de madre carmelita, las seguía teniendo soberbias, reconoció, nostálgico de su edén perdido, y maldijo al demonio que lo incitó a humillarla en el Focolare. Por encima del irreparable daño a su reputación, el asesinato de ese gran amor le había dejado una secuela interminable de sinsabores. Si hubieran roto de una manera civilizada tal vez se la habría sacado del corazón sin dolor. Pero le seguía guardando luto, pues la monstruosidad cometida, paradójicamente, lo había unido más a ella, con el tipo de unión que ata para siempre al criminal con su víctima. La ultrajó porque la quería demasiado, ésa era la terrible verdad. La amaba, sí, la amaría siempre, y ahora mismo sentía ganas de postrarse a sus pies. ¿Pero por qué diablos nadie le daba un trago? Todos bebían jaiboles, menos él. Desde lejos llamó a uno de los meseros, que fingió no escucharlo. Luego intentó detener a otro que pasó a su lado con una bandeja llena de tentadoras bebidas, pero con un oportuno giro, casi majadero, el mesero lo dejó con la mano extendida. Por lo visto tenían la consigna de negarle el alcohol, una precaución explicable, tomando en cuenta que Estela organizaba el evento. Reclamar ese maltrato en voz alta lo exhibiría como un dipsómano incorregible delante de todo el mundo. Sin despedirse de nadie abandonó el salón con el punzante amargor de la sobriedad forzada.

Aunque esa noche llegó a casa de mal humor, le convino amanecer con la mente despejada, pues tenía en puerta un viaje a Miami, donde cubriría para Excélsior la convención del Partido Republicano, y necesitaba adelantar las notas y artículos de tres días. La víspera, en una gira por Guadalajara, el presidente Díaz Ordaz había ofrecido su mano tendida a los estudiantes para resolver el conflicto por la vía del diálogo. Sin esperar línea de Garza, como un perro que se anticipa a los deseos de su amo, lo felicitó en términos ditirámbicos por ofrecer “un ramo de olivo a la juventud rebelde, con la nobleza del estadista que por encima de todo busca el bien supremo de la nación”. En mitad de la escritura, Evelia le pasó una llamada de Bertha Suárez, la esposa del magnate Juan Sánchez Navarro.

—Pues con mucha pena, Carlos, pero ayer tuvimos un problema con Sóstenes Aguilar, el reportero que mandaste a cubrir el baby shower de mi nuera.

—Dime, Bertha, ¿qué pasó?

—El mayordomo lo pescó empinándose una botella de coñac en la cava, y cuando los meseros lo esculcaron descubrieron que tenía la mochila llena de cubiertos de plata.

—Me muero de vergüenza, Bertha, qué barbaridad.

—Por ser de tu equipo le abrimos las puertas de nuestra casa, ya sabes que aquí no entra cualquiera. No quisimos llamar a la policía para no agravar el incidente, pero creo que deberías escoger con más cuidado a tu personal.

—Te lo agradezco de corazón. Sóstenes lleva veinte años trabajando conmigo y hasta hoy fue un reportero cumplido, pero no sé qué diantres le pase. De plano se le botó la canica.

El acusado llegó a la oficina después de mediodía, con la corbata floja y los ojos inyectados, apestando a sudor etílico. Seguramente llegaba directo de la parranda porque ni siquiera se había duchado.

—Vengo a disculparme —dijo muy apenado, pero Denegri ni siquiera lo dejó empezar.

—¡Cállate, imbécil! —lo abofeteó—. Te perdono lo briago, pero no lo ratero. ¡Ve nomás dónde fuiste a enseñar el cobre! Por tu culpa quedé como el culo con una de las familias más distinguidas de México. ¡Estás despedido! ¡Nunca más te quiero ver por aquí!

Lo sacó de su despacho a empellones y pidió a su gerente administrativo, Eduardo García de la Peña, que le preparara el cheque con su finiquito. No quería verlo nunca más, pero cuando estaba terminando el artículo, Sóstenes se coló a su oficina sin tocar la puerta.

—Oígame, jefe, acepto el despido, pero con una indemnización justa. ¿No me va a liquidar conforme a la ley?

—Dale gracias a Dios de que no te meto a la cárcel, cabrón.

—Esto no es legal. Me corresponden tres meses y veinte días por año.

—¿Y encima te pones moños, hijo de la chingada? —Denegri sacó su pistola del escritorio—. ¡Lárgate ya, si no quieres que te meta un plomazo!

Sin arredrarse, los ojos desorbitados y una venita azul hinchada en la frente, Sóstenes dio un paso al frente. Con las manos apoyadas en el escritorio le espetó cara a cara:

—¡Más ratero eres tú que yo! En la campaña de López Mateos le birlaste a la cooperativa de Excélsior un millón de pesos en comisiones por publicidad. De Llano y tú nunca ingresaron ese dinero a la caja del periódico. Somos iguales, nomás que tú robas en grande y yo en pequeño. Llevo la cuenta de todos tus delitos. Tengo pruebas de que le diste protección a Salvador, tu ex guarura, cuando mató a un pistolero de Leobardo Reynoso para salvarte el pellejo. Lo escondiste más de un mes en el rancho, mientras se calmaban las aguas. Y para que lo sepas, yo también me cogí a Noemí. A cada rato le daba para sus tunas cuando salías de viaje…

Llamado de emergencia por Evelia, Eloy irrumpió en la oficina con la pistola desenfundada y derribó a Sóstenes de un cachazo en la nuca. Tendido en la alfombra con el rostro violeta, aún intentaba farfullar injurias. Entre Bertoldo y Eloy lo sacaron a rastras de la oficina y lo subieron al Galaxie. Luego lo fueron a tirar en el Parque de Pilares, en la colonia Del Valle, donde lo recogió la chota. Ninguna de sus amenazas había intimidado a Denegri, pues tenía en la bolsa al jefe de la policía, y si buscaba una caja de resonancia en la prensa, estaba seguro de que nadie publicaría sus denuncias: por un pacto de caballeros, los periodistas de élite se abstenían de arrojar piedras al tejado del vecino, pues todos tenían el suyo de vidrio. Pero de cualquier modo lo afligió descubrir el odio largamente incubado que le profesaba ese Iscariote. Con la vista fija en el teclado de la máquina rememoró su larga relación de trabajo: veinte años de convivencia diaria sin percibir en él signos de rencor. Ni en mil vidas llegaría a conocer todas las máscaras de la envidia. Oportunidades para sobresalir tuvo de sobra. Cuántas veces le aconsejó que estudiara idiomas, que cuidara más su pulcritud, que leyera buena literatura, pero él prefirió refocilarse en el fracaso. A veces daba asco pertenecer a la raza humana.

Viajó a Miami con Natalia, pagando el boleto extra de su bolsillo, pues temía que en sus ausencias algún galán le robara la presa. Quién lo dijera; en otras época aprovechaba la menor oportunidad para separarse de sus esposas y buscar aventurillas en los viajes. Ahora llevaba la torta al banquete para evitar que otro se la comiera en casa. Natalia no parecía propensa a la infidelidad y sin embargo, la diferencia de edades le aconsejaba librarla de tentaciones. En jornadas agotadoras entrevistó a Nelson Rockefeller y a varios congresistas del Partido Republicano, reseñó la votación en donde Nixon fue elegido candidato a la Presidencia y hasta se dio tiempo de escribir una crónica sobre la delincuencia en los barrios negros de la ciudad, mientras Natalia se asoleaba en las playas o salía de compras a las boutiques de Ocean Drive, guapísima en shorts y blusa de tirantes. En México nunca le permitía enseñar demasiado, pero Miami era otra cosa y con el calorón veraniego no podía obligarla a taparse. Cuando dormían en hoteles la deseaba más, como si los fantasmas de los amantes que habían retozado en esas mullidas camas las sobrecargaran de energía sexual. Culminó la breve estancia en Miami con el estupendo promedio de una cópula diaria. Tal vez por eso lo hirió en carne viva que al final de la convención, cuando quiso bajar con Natalia a tomar un Martini seco en el bar del Plaza Hilton, adoptara un odioso papel de prefecta escolar.

—Si quieres, baja a beber solo, pero no te vayas a emborrachar. Luego yo soy la que paga el pato: una semana de insomnios y estreñimientos, y con los nervios deshechos te vuelves una nulidad en la cama.

Era cierto: el achaque de la vejez que más lo humillaba era la impotencia nerviosa. En el umbral de la tercera edad no podía, como antes, curarse las crudas a la usanza española, con cama, coño y coñac. Natalia había presenciado ya penosos berrinches por sus problemas de erección. ¿Pero por qué se los recordaba ahora, después de haberla colmado de placer y semen? ¿Quería desmoralizarlo con una guerra de nervios? Se quedó en el cuarto leyendo y al día siguiente, en el vuelo de regreso, le aplicó la ley del hielo, resentido por su ingratitud. A pesar de tantos excesos gozaba de buena salud y si se alejaba del vicio podía satisfacerla plenamente. Pero no estaba seguro de que Natalia o ninguna otra mujer ameritara el sacrificio de soportar la realidad en frío. Si cedía en ese terreno, rendido a las fuerzas del orden, traicionaría la esencia de su personalidad: la frenética oscilación entre abismos y cumbres. Conflicto insoluble: no quería supeditar su estilo de vida a los ímpetus de una esposa joven, pero tampoco perderla.

De vuelta en México se reunió a comer con Francisco Galindo Ochoa en el Parador de José Luis, para cambiar impresiones sobre la compleja crisis política. Las tensiones habían subido de tono por la negativa de los estudiantes a deponer las protestas, ante la cerrazón de la autoridad a resolver las demandas de su pliego petitorio: libertad a presos políticos, cese del general Luis Cueto, jefe de la policía capitalina, desaparición del cuerpo de granaderos y del delito de disolución social, una fórmula jurídica tradicionalmente usada para reprimir opositores. En el colmo de la insolencia osaron pedir la prueba de la parafina para la mano que les tendió Díaz Ordaz, un insulto imperdonable para el quisquilloso mandamás de Los Pinos. En un reservado a prueba de oídos indiscretos intentaron predecir el efecto de la revuelta juvenil en el asunto que más les importaba: el pleito de callejón por la candidatura presidencial.

—Pues yo creo que este margallate le ha subido los bonos a Echeverría —opinó Galindo, sombrío y cabizbajo, con un leve temblor en la papada colgante—. Desde que empezaron las marchas es el miembro del gabinete más expuesto a los reflectores.

—Pero esos reflectores pueden ser un arma de doble filo —Denegri enarcó las cejas, inconforme—. Si esto se le sale de control, quedará como un inepto. Debió apagar la revuelta desde el principio.

A pesar de su privacidad ambos hablaban en voz queda, amedrentados por la atmósfera de estado de sitio que reinaba en la ciudad. Con jeeps del Ejército patrullando las calles y cientos de judiciales allanando domicilios, aulas y oficinas, la crítica del poder tenía que guardar sigilo.

—¿No habrá dejado crecer el incendio adrede? —conjeturó Galindo, siempre más suspicaz que nadie—. Todo esto puede ser una estrategia para que el presidente lo nombre candidato. En un país convulso, Díaz Ordaz se inclinará seguramente por un guardián del orden.

—Yo en su lugar ya lo hubiera corrido. Su trabajo es prevenir brotes de anarquía, ¿no? Va en camino de convertir las olimpiadas en un matadero.

—El presidente no lo responsabiliza de nada. Está convencido de que hay una conjura internacional para desestabilizarlo. Y no se te olvide que Echeverría maneja la Dirección Federal de Seguridad: lo que diga su policía secreta es una verdad sagrada para Díaz Ordaz.

—Pues yo no sé cómo va a frenar esto. En la manifestación de antier hubo más de cien mil personas —silbó Denegri, asombrado—. Y el apoyo popular a los estudiantes va en aumento porque la brutalidad policiaca les granjea simpatías. Mi única esperanza es que Martínez Manatou le abra los ojos al presidente.

—Lo ha intentado, me consta —Galindo suspiró con desaliento—. Pero Díaz Ordaz cree que la menor concesión al adversario es una señal de flaqueza. Y así ¿quién puede negociar un arreglo?

Una semana después, con boina y lentes negros para guardar el incógnito, Denegri presenció a prudente distancia una marcha de protesta que partió de Zacatenco al Casco de Santo Tomás. La causa común había borrado la rivalidad entre los estudiantes del Politécnico y la Universidad, que marchaban del brazo en un ambiente carnavalesco. ¡Gorilas, violen a su alma máter!, gritaban eufóricos, entre saltos y carreritas. ¡Jo, jo, jo, jo­Chi­Min! ¡Díaz Ordaz: chin, chin, chin! Dos lindas chicas en minifalda llevaban en andas un King Kong de cartón con los brazos en alto y la banda tricolor en el pecho. De improviso los jóvenes habían descubierto que vivían bajo una dictadura y querían echarla abajo con una insurrección pacífica. Pero no sólo se rebelaban contra el gobierno: querían echar abajo el orden establecido, la normalidad, la tutela de los mayores. Con el espíritu iconoclasta de las bandas de rock, su revuelta poco tenía que ver con las ideologías, aunque parecieran simpatizar con el socialismo: era un orgasmo colectivo, un gran aquelarre hormonal sin metas políticas claras. Y a juzgar por los vítores de la gente asomada a las ventanas, el ciudadano común simpatizaba con ellos, aunque no quisiera involucrarse en las zacapelas con los granaderos.

Contagiado de júbilo revolucionario, por un instante sintió reverdecer sus enmohecidos anhelos de libertad y justicia. Un régimen fascistoide sin contrapesos democráticos, una Revolución traicionada y anquilosada tenía que desencadenar tarde o temprano algo así. Los chavos pedían, simplemente, señales creíbles de apertura política, y como no las encontraban querían demoler el monolito corporativo. Su falta de respeto a las instituciones, empezando por la investidura presidencial, empezaba a provocarle un grato cosquilleo parecido a la ebriedad, cuando de pronto los gritos de ¡prensa vendida! le recordaron que esos jóvenes lo lincharían en caso de reconocerlo. Para exponerse menos retrocedió unos pasos y siguió viendo la marcha oculto detrás de un sauce. Pobres criaturas: o le tenían poco aprecio a la vida o no medían con exactitud el talante autoritario del régimen. Con las detenciones de agitadores, las torturas en los separos, la ocupación militar de prepas y vocacionales, el padre intransigente a quien desafiaban apenas les había dado una probadita de su garrote. Aunque lo tacharan de vendido, trataría de advertirles en sus tribunas: bájenle de huevos, chamacos, o se los va a llevar la chingada.

Al día siguiente, a la hora del desayuno, Enrique Loubet le avisó por teléfono que la noche anterior había muerto el venerable Manuel Becerra Acosta y lo estaban velando en la agencia Gayosso de Sullivan. Era una muerte esperada porque el director de Excélsior llevaba enfermo varios meses y a su provecta edad no podía durar mucho. En el velorio le tocó hacer una guardia de honor junto a Julio Scherer, Alberto Ramírez de Aguilar y Ángel Trinidad Ferreira, la plana mayor de la izquierda católica incrustada en el diario. Las miradas que le dirigieron distaban de ser amistosas. Su presencia los incomodó como la de un demonio infiltrado en el concilio vaticano. La entrada de Díaz Ordaz a la capilla ardiente provocó un murmullo de respetuoso pavor. Tras presentar sus condolencias a la viuda y a Manuelito Becerra, el hijo del difunto, el presidente abrazó primero que nadie a Julio Scherer, tuteándolo, y después reparó en él, a quien sólo saludó de mano.

De poco le había servido ser un incondicional del régimen, tal parecía que eso le restaba mérito a los ojos del presidente. Scherer, en cambio, había escrito reportajes en favor de la huelga de los maestros en 1960 y firmó un desplegado pidiendo la liberación de su líder, Othón Salazar, que le valió un fuerte regaño del Skipper. Pero a los ojos de Díaz Ordaz, el prestigio tenía más valor que la lealtad al régimen, quizá porque su gobierno ganaría más lustre con el respaldo de un periodista honorable. Ni hablar, pensó, dentro del burdel de la prensa mexicana, las pupilas vírgenes se cotizan mejor que las veteranas. En el café de la funeraria nadie se atrevía a formular la pregunta que flotaba en el aire: ¿Quién sería el próximo director de Excélsior? Habría planillas y votaciones, pero tomando en cuenta que la cooperativa del diario dependía en gran medida de las dádivas oficiales y se manejaba casi como una dependencia pública, el abrazo y el tuteo del presidente a Scherer equivalían a un espaldarazo consagratorio. De modo que, le gustara o no, debía estar en buenos términos con el Mirlo Blanco.

Cuando estaba en México, los niños de Natalia y su hija Pilar pasaban los fines de semana en la casa de Insurgentes Sur. Procuraba convivir con ellos el mayor tiempo posible, y el sábado, para darles gusto, se llevó a toda la familia al rancho de Texcoco, donde dio una sorpresa a los varones: les había comprado un rifle de diábolos para cada uno. ¿Y a mí no?, se quejó Pilar, que desde el inicio de su romance con Natalia lo veía menos, y por lo tanto, padecía un síndrome de abandono.

—A ti te voy a regalar una muñeca bien grande que habla y camina.

—No, yo también quiero un rifle.

Prometió regalarle uno la próxima vez que la viera.

—¿Cuándo? —con un mohín de enfado, la niña puso las manos en jarras.

Barajó en la mente su tupida agenda de compromisos para la semana próxima. Ni un huequito en medio de viajes, comidas, cocteles, entrevistas.

—Luego te digo.

—Nunca me pelas, tú no me quieres —la niña se alejó sollozando.

Le dolió decepcionarla, y más aún constatar que su educación iba de mal en peor. Adolecía de un autismo alarmante y a veces se quedaba seis o siete horas hipnotizada frente a la tele. Como no había logrado inscribirla en ninguna escuela, pasaba demasiado tiempo en casa y la institutriz se quejaba de su déficit de concentración en el estudio. Si no mejoraba pronto tendría que enviarla al psiquiatra. Cuando Natalia y él apenas llevaban tres meses en la nueva casa, se había escapado de la Villa Bolívar con la idea de irse a vivir con su abuela materna. El delegado de Xochimilco lo llamó para avisarle que unos policías habían encontrado a Pilar deambulando a orillas del Canal de Cuemanco. La pobre se había resfriado y no paraba de estornudar. Nos dijo que es hija suya.

¿Quiere venir por ella? En la delegación ni siquiera se atrevió a regañarla: ¿con qué autoridad moral? Culpable y avergonzado, la llevó a cenar hamburguesas al Tomboy y la apapachó cuanto pudo, sin arrancarle siquiera una sonrisa forzada.

Para consolar a Pilar de su rabieta en el rancho, Natalia se la llevó a buscar catarinas y a cortar florecitas por los pastizales.

Estaba en deuda con ella por haberse ganado el cariño de la niña, que necesitaba con urgencia una madre adoptiva. También él había logrado hacer buenas migas con los hijos de Natalia, porque gracias a Dios, su don de gentes le facilitaba el trato con los niños. Se entendía bastante bien con Ramiro, el mayor, que lo admiraba por sus hazañas de reportero en la Segunda Guerra Mundial, se interesaba vivamente en la charrería y quería saberlo todo sobre el periodismo: ¿Había visto cadáveres cuando era reportero de nota roja? ¿Cómo eran por dentro los barcos de guerra? ¿Cuántos ejemplares imprimía por minuto la rotativa de Excélsior? Fabián, en cambio, no lo tragaba. Era el más apegado a la mamá y resentía la tutela de un extraño al que de pronto debía tratar como padre. Constantemente preguntaba por su verdadero papá, con la obvia intención de poner en aprietos a Natalia. A veces Denegri lograba integrarlo a los juegos de tochito en el rancho, pero por lo general andaba huraño, irritable, excluido por voluntad propia de la alegría colectiva. Quizá debiera darle un buen coscorrón cuando la madre se descuidara.

En el viaje de regreso intentó mitigar el disgusto de Pilar: le preguntó si su maestra ya le había enseñado el gerundio, si salía a jugar con el Rasky en el jardín de Villa Bolívar, si había estrenado el lindo vestido de terciopelo que le regaló en su cumpleaños. A todo respondía con un laconismo gruñón, como si prefiriera la ausencia completa de amor filial que ese vil simulacro. Mientras viviera separado de ella le sería imposible reconquistarla. Por eso intentaba convencer a Natalia de que vivieran todos juntos. Con un poco de buena voluntad podían ser una familia funcional y bien avenida. ¿Pero cómo carajos vencer sus miedos?

Al llegar a casa se encontró el zaguán pintarrajeado con chapopote. Los estudiantes que marcharon esa mañana por Avenida Insurgentes le habían dejado un recuerdito. Más que el acto vandálico, lo dejó atónito el carácter personalizado y directo de la agresión:

Aquí vive un periodista

con alma de granadero,

el marrano chantajista

más corrupto del chiquero.

¿Cómo habían averiguado dónde vivía? ¿Lo habían estado espiando? Reportó de inmediato lo sucedido al jefe de la policía y pidió a Joaquín Cisneros, el secretario particular de Díaz Ordaz, un par de agentes de la Judicial para vigilar su casa, pues temía que los vándalos pasaran de las palabras a los hechos. Por vivir tan cerca de Ciudad Universitaria, explicó, estaba en el centro de las refriegas y temía, sobre todo, por la integridad de sus seres queridos. A raíz del artero ataque ya no pudo ver con benevolencia a los estudiantes. Con semejantes perros no cabía la menor blandura. Y aunque los agentes llegaron esa misma noche, su crispación persistió, agudizada por un neurótico zumbido de orejas. Ni con tranquilizantes pudo dormir bien esa noche. A pesar de la jaqueca, el domingo por la mañana redactó un artículo en el que se pintó como un paladín de la libertad de expresión amenazado por el fanatismo político de las hordas enfurecidas.

La Universidad no es, de manera alguna, un Estado dentro del Estado, ni mucho menos puede cobijar a una caterva de delincuentes, que al servicio de fuerzas oscuras pintarrajean fachadas, incendian camiones y siembran la anarquía por doquier. Pese a la tolerancia del gobierno, que ha intentado orientar el descontento juvenil por los cauces legales, si no cesan los desmanes, la autoridad no tendrá más remedio que ordenar al Ejército la toma de Ciudad Universitaria, con el beneplácito de toda la gente bien nacida. ¿Buscan eso los promotores del caos?

La mayoría de los desmanes, bien lo sabía, eran obra de porros infiltrados en el movimiento, que el regente Corona del Rosal manejaba desde la sombra. Pero como ahora se habían metido directamente con él, se apropió del discurso oficial como si reflejara su convicción más profunda. Que tomaran cuanto antes los planteles de la Universidad. O mejor aún, que los convirtieran en cárceles para enjaular a los revoltosos. Mandó a Bertoldo a Excélsior con el nuevo artículo y pidió al jefe de Información, Ángel Trinidad Ferreira, que en vista de las circunstancias lo publicara al día siguiente, en lugar del artículo que había entregado antes, una loa a Martínez Domínguez, el presidente del PRI, por haber salido airoso en su comida con corresponsales extranjeros acreditados en México. Bajaba a comer, atraído por el suculento olor a chiles rellenos que había preparado Natalia, cuando lo llamaron por teléfono. Era el médico de guardia del Hospital de Xoco:

—Su hijo Carlos María de Guadalupe sufrió un accidente. Venga pronto porque está muy grave.

Nomás eso le faltaba. Las desgracias y los problemas siempre venían en tropel. Ordenó a Bertoldo que manejara de prisa hacia el hospital, culpabilizado por haber suspendido sus visitas a Carlos durante meses. La última vez que se vieron, en febrero o marzo, lo llevó al Holiday on Ice, un espectáculo que habría embelesado a cualquier otro adolescente, pero a él sólo le arrancó bostezos. Predispuesto en su contra por la insidia materna, Carlitos era un firme candidato al parricidio. ¿Así quién podía encariñarse con él? Pero le gustara o no era su único hijo varón, y no podía dejarlo tirado en una camilla. Llegó antes que Milagros a la antesala de la sección de urgencias, donde tres golfillos de barrio, tartamudos de ansiedad, se arrebataron la palabra para explicar el percance: al explorar con ellos una obra en construcción, Carlos había jalado una cuerda y le cayó en la cabeza una enorme polea de acero. Tras la polea se vino abajo una viga que de milagro no lo aplastó.

—¿Cómo se les ocurre meterse a una obra, idiotas?

Los muchachos oyeron su regaño sin chistar, pálidos de vergüenza. Tenían las mejillas corrugadas por el acné y a los catorce años ya se atrevían a fumar delante de los mayores. Era evidente que temían por la vida de su amigo. No pudo hablar por el momento con el médico de guardia, la doctora Labrada, porque estaba en el quirófano, operando de emergencia a Carlitos. Lamentó en silencio que la vida de su hijo estuviera en manos de una mujer. Si operaban como manejaban, muerte segura. Era una broma macabra de la fortuna que la vida del pobre Carlitos dependiera de una mechuda. Insistió con la enfermera de la recepción: quería llevar a su hijo al hospital de Neurología, para que lo atendieran los mejores especialistas, pero la mujer le pidió paciencia; debía esperar sentado hasta el fin de la operación. Media hora después llegó Milagros, su ex mujer, con el vientre abultado y el pelo grasiento de la gente alérgica al baño. Se había descuidado mucho desde la última vez que la vio.

—¿Se puede saber a qué te dedicas mientras tu hijito allana obras en construcción con una pandilla de malvivientes?

—Estaba en el súper.

—¿Y por qué lo dejas andar solo en la calle?

—Lo castigué sin salir por haber reprobado cinco materias, pero él se brinca por la barda del patio.

—¿Ya ves lo que pasa por mimarlo tanto? ¿Cuántas veces te he dicho que ese niño necesita disciplina?

—¿De veras? —Milagros sonrió con sorna—. ¿Y por qué no te lo llevas a vivir contigo? Lo vas a disciplinar muy bien cuando te vea gatear en tus borracheras.

—Basta de rencores —se impacientó Denegri—. Con tal de hacerme daño a mí lo estás perjudicando a él, ¿no te das cuenta?

—Nadie lo ha dañado tanto como tú: este niño anda mal desde que le quemaste la cara.

—Otra vez la burra al trigo. No quieras eludir tus culpas gritando: al ladrón, al ladrón. La responsable de este accidente eres tú.

Para evitar un escándalo en la antesala y de paso decir la última palabra en la discusión, Denegri salió a fumar un cigarro en la acera de Avenida Cuauhtémoc, exasperado de tanta inquina. Milagros seguía dolida, claro. Las mujeres asnas nunca entenderían que el amor pasional era una conflagración de alto riesgo. Querían tener lo mejor de dos mundos: la pasión y la seguridad, el vértigo de lo prohibido y el seguro de vida. Sí, Chucha, cómo no ¿y su paleta de que la querían? Milagros era la esposa que más tiempo le había durado: diez larguísimos años. Pero, claro, ella hubiera querido apergollarlo per saecula saeculorum. Cuando se conocieron estaba infelizmente casada con un ingeniero civil de modesto peculio. Había dejado a sus dos hijos para irse con él, y aunque jamás la presionó para tomar esa decisión, ella la utilizaba como arma de chantaje cuando quería obtener algo. Encontré estos condones en la guantera de tu coche, por lo menos disimula cuando te vayas de putas. Haz favor de recoger las colillas cuando tomes con tus amigos en el salón de billar. ¿Para esto abandoné a mi familia? ¿Para casarme con un borracho que no me tiene la menor consideración? Imposible acallar sus reproches, ni la mayor dicha conyugal podía compensarla por el sacrificio de haber renunciado a su prole. Con tanta presión encima, ¿qué pareja podía sostenerse? A fuerza de reclamos consiguió lo contrario de lo que buscaba: radicalizarlo en su machismo defensivo. ¡Basta de lloriqueos, imbécil! Conmigo has viajado por todo el mundo, vives como marquesa, te rozas con celebridades a las que jamás hubieras tratado si te hubieras quedado con tus hijitos en ese mugroso departamento. Pero eso no te basta, estás insatisfecha con tu vida, ¿verdad, cretina? Quieres más ternura, más consideración, más respeto. Pues te voy a dar pura verga, ¿me oyes? ¡Pura verga!

Volvió a la antesala con el ánimo fortalecido por una inyección de amor propio. Cuando por fin salió del quirófano, la doctora Labrada, una cincuentona enjuta, de pelo corto y cara lavada, con un tenue bigotillo de marimacha, les dijo, cariacontecida, que el traumatismo craneoencefálico había lesionado el tejido meníngeo. El edema cerebral iría cediendo con la administración de diuréticos, pero los resultados de la operación eran impredecibles. Todo dependía de cómo evolucionara el paciente en las próximas horas.

—¿No habría manera de trasladarlo a Neurología? —insistió Denegri.

—Por ahora tiene que guardar absoluto reposo, después ya veremos.

Sólo pudo entrar a verlo un minuto en la sala de terapia intensiva. Con la cabeza rapada, Carlitos era su vivo retrato. Verse al espejo le recordó las pillerías que había cometido a la misma edad. Sus destinos estaban entrelazados y de algún modo él también había jalado esa cuerda, quizá por una pulsión suicida. Lo tomó de la mano, flácida como un guante, sobrecogido por un escalofrío. Perder a su único hijo varón sería un fracaso personal del que tal vez no podría reponerse. Junto con el miedo a un desenlace trágico lo invadió una vergüenza aguda, similar a la que sintió en la juventud temprana, cuando se proclamó poeta. Nada podía herir más a un creador que la caída en desgracia de sus engendros. La Divina Providencia debía de estar muy disgustada con él para encajarle una puñalada tras otra, pues de una cosa estaba seguro: los vándalos universitarios obedecían a la misma voluntad suprema que había machacado la cabeza de su hijo. En la calle, de salida, le cerraron el paso tres albañiles encabezados por un anciano de pelo entrecano, con sombrero y paliacate al cuello.

—Melquíades Frausto, para servirle. Soy el velador de la obra donde ocurrió el accidente —se descubrió la cabeza en señal de respeto—. La viga que tiró su hijo rompió una pared y alguien tiene que pagar los daños. Si no, el ingeniero me los cobra.

—Venga mañana a mi oficina —Denegri le dio una tarjeta—. Allá le hago un cheque.

Melquíades leyó la tarjeta con recelo.

—Con todo respeto, señor, nos tiene que pagar ahora. El ingeniero viene mañana.

—Pues entonces dele mi tarjeta el ingeniero —Denegri lo fulminó con la mirada—. Tengo un hijo moribundo ¿y lo único que le importa es cobrarme?

—Lo siento, pero usted tiene que responder por el chamaco —insistió el velador y los otros dos albañiles bloquearon la puerta del coche, como para cortarle la retirada.

Montoneros de cagada. Si Eloy estuviera presente le habría pedido que los ahuyentara a punta de pistola, pero tanto él como Bertoldo descansaban los domingos. Por fortuna llevaba setecientos pesos en la cartera y el velador se conformó con la mitad. Pero esa nueva humillación le caló más hondo, por venir de la chusma resentida. En ese país contrahecho y enfermo nadie terminaba nunca de pagar su deuda social. Ni un filántropo como él, que sostenía con limosnas a decenas de huérfanos, estaba a salvo de que un igualado lo acorralara en una banqueta para extorsionarlo. En el Galaxie dio un largo sorbo a la anforita de whisky. La necesitaba desesperadamente para sofocar su motín de angustias. Había salido a la calle tan de prisa que no le dijo a Natalia adónde iba. Bien hecho. La indefensión de un hombre frente a una mujer tenía algo de obsceno. Por un prurito de orgullo no quería mostrarle su lado vulnerable, aunque una confidencia lacrimosa tal vez lo ayudara a capear el temporal. Prefería sobreponerse a la tragedia con el pecho descubierto, como el día que entró a caballo en la clínica donde murió el viejo. Sí, el hombre superior tenía que plantarle cara a la muerte sin espantarse de sus rugidos. Cuando llegó a casa, a las cinco de la tarde, tras haberse bebido el ánfora entera, ya había transformado su aflicción en enojo, un enojo expansivo que se proyectaba hacia el exterior y por un efecto de búmeran volvía a sus entrañas, convertido en hiel. Fue directo al carrito de las bebidas y se sirvió medio vaso de whisky. Preocupada por su larga ausencia, al bajar a encontrarlo en la sala Natalia le preguntó dónde había estado.

—Fui a visitar a Panchito Zendejas —mintió, apoltronado en la sala y le ofreció de beber—. ¿No gustas?

—¿En domingo?

—Sí, ¿qué tiene de malo?

—¿Ya comiste?

—No, ni tengo hambre.

Natalia no quiso acompañarlo a beber y en señal de repudio hizo un largo mutis.

—¿Te molesta que beba? —Natalia guardó silencio—. En Miami te hice caso, pero ahora no. Digamos que ya me liberé de tu yugo. Any problem?

—Te veo muy raro. ¿Tuviste algún disgusto?

—Claro que no, simplemente quiero seguir tomando, aunque sea domingo —Denegri esbozó una sonrisa torva—. Nunca he tenido miedo a salirme de lo normal, ni rijo mi vida por los horarios del rebaño, como algunas personitas obtusas que yo conozco.

—Siquiera deberías comer algo —Natalia ignoró su provoca­

ción—. Los chiles me quedaron riquísimos.

Pese a la cautela pacifista de Natalia, estaba tan susceptible que su gesto de buena fe le pareció una insolente bofetada con guante blanco.

—¡Comeré cuando me dé la gana! —arrojó contra la pared la botella vacía de whisky—. ¡Estoy harto de tener encima a una mamá regañona!

—¿Qué te pasa, idiota? —Natalia no pudo contenerse más—. Si te dolió la pinta del zaguán, no te desquites conmigo.

Blasa, la sirvienta de reciente ingreso que se quedaba de guardia los domingos, cuando las otras dos tenían día libre, llegó atraída por el ruido de vidrios rotos, armada con escoba y recogedor. Era una zapoteca recién llegada a la capital, cumplida y callada, que había presenciado ya ese tipo de escenas. Por solidaridad, Natalia quiso ayudarle a recoger los vidrios.

—¡Deja eso ahí o te rompo la cabeza! —Denegri la jaló del brazo—. Para eso le pago a la gata.

Blasa fingió sordera y siguió trabajando sin inmutarse. La parsimonia de sus movimientos parecía calculada para subrayar la brutalidad del patrón que la sojuzgaba. Complacido de su obediencia, y más aún, de ser odiado por partida doble, Denegri se dirigió al carrito de las bebidas, donde abrió otra botella de Glenfiddich. De vuelta al sillón notó en los labios entreabiertos de Natalia un halagüeño temblor de miedo. Así quería tenerla: paralizada, sumisa, con la rabia coagulada en el gaznate.

—Échate una copa conmigo, ¿o qué, me vas a dejar beber solo?

—Está bien, pero sólo una. Y te advierto que si te pones pesado me voy.

Le sirvió un buen fajazo de coñac, su bebida favorita, esperando que le diera batería para rato. Pero no podía dejar impune un ultimátum tan insolente, que lo rebajaba a la categoría de mamarracho, y se puso a disertar en voz alta sobre la incapacidad femenina para realizar cualquier tarea importante o trascendental. A decir verdad, algunas damas no carecían de inteligencia, pero arrastraban desde el origen de la especie la cadena del sentimentalismo, de la sensiblería ramplona que aprovechaban hasta el hartazgo los escritores de melodramas. Su otro punto flaco era la vanidad. Pobrecitas, cuántas horas se pasaban frente al espejo. De esa debilidad se valían los hombres para manipularlas y someterlas. Cuanto más las envanecía su hermosura, más bajo caían en la escala zoológica, y para que nunca pudieran superarse, los hombres las colmaban de alabanzas o las pastoreaban como reses en los concursos de belleza.

—Nada rebaja más a un ser humano que los piropos —concluyó—. Y a ustedes las educan para creer que son adoradas al recibirlos.

—¿Por eso me los dices tú?

—Hablo de las mujeres en general, no de ti en particular. Pero si te queda el saco, póntelo.

—Ay, Carlos, cuando bebes te pones insoportable. ¿Ves por qué no podemos vivir en familia? No voy a exponer a mis hijos a esto.

Denegri se tragó el reclamo sin mover un músculo facial.

¿Había escuchado bien? ¿De modo que Natalia, engreída y empoderada, quería negarle el derecho de hablar libremente en la intimidad del hogar? Ni madres, mamita, él aceptaba la censura en la prensa, no en sus dominios. Y como su regaño lo rebajaba a la categoría de niño malcriado, se levantó a buscar discos, atrincherado en un hosco silencio. De camino a la consola tropezó con el aparador que exhibía su colección de figuras prehispánicas en piedra y barro: ídolos, vasijas, efigies de macehuales, tlatoanis y caballeros águila que había ido acumulando en sus viajes por la república. Sacó la estatuilla de un noble zapoteco y la contempló con una mueca de burla, recordando a los tres albañiles que lo habían extorsionado esa tarde. Feos como el pecado, los hijos de puta, pensó. Una frustración de siglos en las comisuras de sus labios. Y cuántas ganas tienen de volver a mandar en la tierra que les robaron. Con ellos las treguas pueden durar siglos, pero adentro llevan el gen de la barbarie y cuando se agote su enorme aguante, su postración milenaria, nada nos salvará del regreso al canibalismo.

—Bartolomé de las Casas se equivocó: los indios no están hechos a imagen y semejanza de Dios. Adoraban monstruos porque en el fondo lo son —sacó de la repisa una estatuilla sedente de Mictlantecuhtli, el dios de la muerte—. Da pavor el odio reconcentrado en esa carita. Se parece mucho a Díaz Ordaz, ¿a poco no? Idénticos en cuerpo y alma. Un adefesio con poder enloquece tarde o temprano y pronto veremos las consecuencias: el retorno a los sacrificios humanos.

—Si hablas tan mal en privado del presidente, ¿por qué lo elogias en público?

—¡Mis asuntos profesionales no te incumben! —iracundo, Denegri arrojó contra la pared el ídolo, que cayó al suelo sin cabeza—. ¡No te permito que me digas cómo debo escribir! Te encanta gastar mi dinero, ¿verdad? Pues entonces no patees el pesebre. Toda la riqueza sale de una cloaca, no sólo la mía.

—¡A mí no me vas a tratar así! —Natalia se puso de pie, convulsa de rabia—. Emborráchate sólo, que nadie te aguanta. Mañana mismo me largo de aquí. ¡Eres la peor alimaña que he conocido en mi vida!

Corrió escaleras arriba y su fuerte portazo cimbró las ventanas de toda la casa. Aunque Denegri ardía de furia, le pareció indigno correr tras ella. No la buscaría lloroso y contrito, ninguna necesidad tenía de esclavizarse a un buen culo. Desahogó su ira destrozando una por una todas las esculturas prehispánicas, como Cortés en el teocali de Cholula, hasta caer exhausto en un sofá, con la camisa bañada en sudor. Ninguna barragana jodida le iba a tronar los dedos. Mientras Blasa, en sigilo, barría los destrozos, sus cavilaciones lo llevaron a una encrucijada oscura, a la que se asomó con miedo. Había un aire de familia entre la desenvoltura de Estela el día del coctel y la convicción con que Natalia lo había mandado al carajo. Al exhibir sus tablas diplomáticas en una pasarela internacional de altos vuelos, Estela le había dicho sin palabras: “¿Te das cuenta? Puedo vivir perfectamente sin ti”. Ahora Natalia seguía sus pasos y daba también el grito de independencia. Muy seguras de sí mismas las dos cabronas, muy echadas para adelante. Qué admirable resultaba por contraste la lealtad de Milagros, una esposa de la vieja guardia, resignada a todos los oprobios con tal de conservar al marido. Natalia, en cambio, había rechazado ya su oferta de matrimonio, y ahora le asestaba el puntillazo: la ruptura elegida por ella, púdrete solo con tus millones. Basta de miramientos con esa perra. Basta ya de callar y recibir golpes, arriba el heroico cuerpo de granaderos.

Corrió escaleras arriba y en la repisa del pasillo tomó un viejo casco blindado de los que usaba la infantería aliada en la Segunda Guerra Mundial, un recuerdo de sus andanzas londinenses bajo el fuego de la Luftwaffe. Como lo suponía, Natalia se había encerrado por dentro. Tomó vuelo y de un violento costalazo destrozó la chapa. Helada de espanto, Natalia sólo atinó a meterse debajo de la cobija, como si quisiera escapar de una pesadilla, pero él se le montó a horcajadas y le descubrió la cabeza.

—¡De mí no te vas a burlar, perra maldita! —gruñó y con el filo del casco le dio un tremendo golpe en la nariz—. ¡Vamos a terminar cuando yo lo decida, no cuando a ti se te antoje!

La hemorragia nasal que tiñó las sábanas disminuyó bruscamente su rabia. De pronto ya no recordaba para qué había entrado a ese cuarto. Un apagón de la conciencia había borrado su fechoría. Junto con el súbito ataque de amnesia le sobrevino un vahído que lo tiró de la cama. Las piernas no le respondían, el corazón que debería irrigarlas latía muy lejos, en un cuerpo ajeno. No reconocía los contornos de su alma entenebrecida. ¿De verdad era él quien le había pegado a Natalia?

Al día siguiente lo despertó el ruido de la ducha. Natalia se estaba bañando y él ignoraba por qué había dormido en el suelo, al pie de la cama. Ya eran la diez de la mañana y él ahí echadote, qué barbaridad, los lunes eran su día de trabajo más ajetreado. Cuando Natalia, hinchada de la cara, con algodones en las fosas nasales, lo acusó de ser una bestia sanguinaria y se puso a guardar ropa en la maleta, comprendió que no había soñado su atrocidad: la prueba era el casco de acero con manchas de sangre tirado en la alfombra. Natalia se negaba a oír sus excusas y le advirtió que esta vez no intentara buscarla, pues si daba con ella estaría protegida por hombres armados. Quizá tuviera roto el tabique nasal, hasta el agua de la ducha le dolía.

—Muy machito con las mujeres pero muy cobarde con los políticos. A ellos no los rozas ni con la yema del dedo, ¿verdad, maricón?

De pronto sonó el teléfono y Natalia contestó. La doctora Labrada, creyendo que era la madre de Carlitos, le dio el parte médico: el muchacho había despertado y podían ir a verlo cuando quisieran.

—¿Por qué no me habías dicho que operaron a tu hijo?

—No me gusta hacer tangos —se justificó Denegri—. Además tú ni lo conoces. Ayer me avisaron del accidente y salí volando al hospital.

—Con razón te pusiste tan loco.

Gracias a un espontáneo brote de llanto, Denegri le confirmó que había estado expuesto a una terrible presión. Conmovida, Natalia le acarició el cabello y lo acogió en su regazo.

—Por Dios, Carlos. ¿Cuándo vas a cambiar? Esto no puede seguir así. Yo te quiero, mi amor, pero es un peligro vivir contigo.

—Tienes razón, necesito un tratamiento para desintoxicarme. Yo en mis cinco no soy así, te lo juro.

—Deberías volver con el doctor Gaxiola. ¿No dices que te sentó muy bien?

—Buena idea, necesito apoyo profesional.

Para darle celeridad al asunto, salió a hojear la libreta de teléfonos en la mesita del pasillo.

—Buenos días, señorita, habla Carlos Denegri. —dijo en voz alta, para que Natalia lo escuchara—. Sí, soy su paciente pero llevo mucho tiempo sin visitarlo, más de diez años… ¿Cuándo puede recibirme?…

De vuelta al cuarto dijo que tenía cita con Gaxiola para el miércoles a las seis. Natalia lo premió con un beso en la boca y procedió a deshacer la maleta. Cayó redondita en su engaño, pues había fingido la llamada mientras presionaba el interruptor.