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El precio del racismo • Eduardo Porter

La hostilidad racial y la fractura del “sueño americano”.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Un examen profundo de cómo el racismo ha roto el pacto social, erosionado el bien común y dañado las vidas de todos los estadounidenses; un análisis sincero de cómo estas profundas heridas pueden comenzar a sanar.

Si se compara con otras naciones industrializadas, Estados Unidos está perdiendo terreno en casi todos los indicadores de bienestar social. Eduardo Porter sostiene que esto se debe, en gran medida, al problema racial.

En El precio del racismo Porter, periodista veterano del New York Times, muestra cómo la animadversión racial ha paralizado gran parte de las instituciones clave de una sociedad sana, incluyendo los sindicatos, la educación pública y la red de seguridad social, y cómo las profundas consecuencias se hacen cada día más graves. A través de un repaso de la historia reciente –desde el New Deal de Frankin D. Roosvelt, y las reformas de Bill Clinton o Barack Obama, hasta la política divisiva de Donald Trump— Porter argumenta cómo la hostilidad racial ha bloqueado en cada paso la cohesión social, dando lugar a un país que no sólo falla a sus ciudadanos de color, sino a todos, incluidos los blancos.

Análisis riguroso del pasado y llamada de atención para el futuro, en El precio del racismo Eduardo Porter señala también el camino para un futuro esperanzador en el que, en una sociedad cada día más diversa, sea posible construir un nuevo entendimiento de la identidad racial y una sociedad más unida.

Fragmento “El precio del racismo” de Eduardo Porter de Penguin Random House

El precio del racismo | Eduardo Porter

#AdelantosEditoriales


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Veneno racial

A principios del verano de 2015 no habría podido imaginar que el tema migratorio tuviera el poder de llevar a alguien a la Casa Blanca. Según la encuestadora Gallup, sólo 7% de los estadounidenses creía que la inmigración era el desafío más crítico del país, tres de cada cuatro la veían como algo bueno, y sólo un tercio opinaba que debe­ríamos admitir menos migrantes. Ésta era la menor proporción con esa opinión desde los años sesenta y la mitad de lo que fue a media­dos de los noventa, cuando el gobernador de California, Pete Wilson, basó su campaña de reelección en el miedo a una supuesta invasión de indocumentados.

A fin de cuentas, la inmigración ilegal estaba bastante contenida. En 2015 había 1.2 millones de inmigrantes sin autorización menos de los que había en 2007, cuando la implosión de la burbuja inmobi­liaria aniquiló los trabajos en construcción de los que muchos depen­dían. La economía crecía rápidamente tras haber sudado sangre para salir de la gran recesión, el desempleo caía en picada y reducía la po­sible competencia laboral entre trabajadores inmigrantes y nacionales.

Y entonces Donald Trump decide lanzarse como candidato a la presidencia. Jura proteger a la patria de los “violadores y matones” que entran a raudales desde México. Promete construir un muro que selle de una vez por todas la porosa frontera sur. De pronto, el miedo a los inmigrantes en el subconsciente estadounidense lo catapultó a la presidencia. Tal vez cambie al país para siempre.

Hay un parque público a unas cuadras de donde mi hijo Mateo iba a la escuela. Como buen parque de Brooklyn, lleva el nombre de uno de los Beastie Boys: Adam Yauch. Ahí, unos días después de las elecciones aparecieron pintas en los juegos: esvásticas y la porra “Vamos, Trump”.

Soy hijo de madre mexicana y padre blanco nacido en Chicago. Me formé principalmente en México y me considero tan mexicano como estadounidense. En casa procuro hablar español, con la espe­ranza de que Mateo se identifique también con su parte mexicana. Al día siguiente de las elecciones, estábamos en el metro cuando me dijo en susurros: “Papá, a lo mejor ya no deberíamos hablar español en público”.

Este momento en la historia de Estados Unidos se podría leer como una aberración provocada por un empresario y aventurero po­lítico particularmente racista, o explicarse como el producto de unas circunstancias económicas específicas. Ya conocen el argumento: los votantes de clase obrera, frustrados por décadas de estancamiento sa­larial, se volvieron contra la clase cosmopolita que ignoró sus proble­mas demasiado tiempo.

Hay algo de verdad en eso. Muchos de los votantes de Trump acabaron perdiendo con las transformaciones económicas que ha vi­vido el país. Trump ganó entre los votantes blancos sin licenciatura por un margen de 39 puntos porcentuales sobre Hillary Clinton. Los 2 584 condados que el hoy presidente ganó en 2016 generaban tan sólo 36% del producto interno bruto (PIB), según la investigación de Mak Muro y Sifan Liu, del Programa de Políticas Metropolitanas del Brookings Institution. Esos condados conforman la mayoría del Es­tados Unidos rural: son pueblos chicos, despoblados, envejecidos y en aparente estado terminal. En cambio, los 472 condados que votaron por Hillary Clinton representaban 64% de la producción económica nacional. Este patrón asimétrico cuadra con la idea de que ese “no­sotros” a quien abandonó el progreso votó para sacar del poder a los beneficiarios arrogantes de la prosperidad del país.

Pero ésa no es, ni de lejos, toda la verdad. Sería un error históri­co pasar por alto el papel crítico y definitorio de la xenofobia en la elección de los estadounidenses. No fue nada raro ni una falla en el sistema. La mezcla de desdén y resentimiento manifiesto a través de las fronteras religiosas, raciales, étnicas y de ciudadanía que permi­tieron a Trump seducir a 63 millones de votantes ha distorsionado la política de este país desde su nacimiento. Y hoy define lo que somos.

Podemos llamarlo hostilidad racial o simplemente racismo. Desde nuestro pasado esclavista hasta la Guerra Civil y lo que vino después, como la segregación de jure de Jim Crow1 del sur y la segregación de facto en el norte urbano, el impuesto al sufragio para evitar el voto de los negros, las campañas contra el supuesto fraude de estos votan­ tes diseñadas para excluirlos del padrón, las “fronteras étnicas” —para usar un eufemismo— han condicionado los giros en el desarrollo del Estado. Se han interpuesto en la confianza social, han bloqueado la solidaridad y definitivamente nos han empobrecido. Sobre esas in­justicias hemos construido un país excepcional, en el que la riqueza extrema coexiste cómodamente con carencias que no caben en el mundo industrializado.

La elección de Trump puso las barreras étnicas de Estados Uni­ dos bajo el fulgor implacable de los reflectores, pero las preguntas incómodas planteadas por un presidente que compara a los migrantes con violadores que vienen por nuestras mujeres, que prohíbe a los musulmanes entrar al país, que respalda a los supremacistas blancos que marchan con antorchas, prestos para el saludo nazi, han estado largo tiempo al acecho en el profundo entramado de la política es­tadounidense.

La imagen misma de Estados Unidos como crisol —forjada por intelectuales como Ralph Waldo Emerson y Henry James para evo­car una cultura excepcional construida sobre la multiplicidad de experiencias de inmigrantes amalgamadas en una identidad estado­unidense nacional— fue, en última instancia, un concepto muy estre­cho. Tal vez Emerson soñara con un Estados Unidos “asilo de todas las naciones”, en el que africanos, polinesios y gente de origen di­verso contribuyeran a crear una nueva raza, una nueva religión y una nueva literatura que reemplazara el viejo paradigma eurocéntrico. En los hechos, sin embargo, el crisol sólo acogió a los estadounidenses de origen europeo.

La expresión “crisol de culturas” entró al habla vernácula del país por una obra de Israel Zangwill, El crisol, estrenada el 5 de octubre de 1908 en el teatro Columbia de Washington, D. C. Es una versión de Romeo y Julieta en la que, al llegar a Nueva York, dos inmigrantes rusos, él judío y ella cristiana, superan el abismo histórico y cultural entre ellos. “Alemanes y franceses, irlandeses e ingleses, judíos y ru­ sos, ¡todos al crisol! —proclama el personaje principal, David Quixa­no—. Dios está creando al estadounidense.” Se dice que en la premier el presidente Theodore Roosevelt, a quien Zangwill dedicó la pieza, la ovacionó gritando: “¡Qué gran obra!”

Las comunidades nativas de lo que era Estados Unidos antes de que llegaran los europeos no fueron invitadas al crisol. Tampoco los descendientes de los esclavos africanos ni los mexicanos católicos y morenos, a quienes, 70 años antes de la obra de Zangwill, Estados Unidos les había quitado lo que hoy es un tercio de su territorio. En esta aleación ciertamente tampoco había cabida para los inmi­grantes chinos; la Ley de Exclusión China les prohibía la ciudadanía. En 1924, 16 años después del estreno de El crisol, el Congreso aprobó restricciones a la inmigración desde Asia, África y Latinoamérica, que seguirían vigentes hasta 1965.

Durante el último medio siglo, esos pueblos dispares antes exclui­dos acabaron por definir al estadounidense de facto. Como respuesta, los de origen europeo, que durante años se fueron amalgamando en el concepto contemporáneo del blanco no hispano, se deshicieron de la metáfora del crisol para reemplazarla con otro principio rector: a cada quien lo suyo.

Durante años habían cerrado filas con la esperanza de impedir que los no blancos obtuvieran los beneficios de la ciudadanía. Cuan­do la Ley de Derechos Civiles clausuró esa posibilidad, se dispusieron a sabotear el proyecto colectivo del país. Donald Trump tan sólo es un paso natural en ese proceso.

Uno de los rasgos más notorios de la victoria del presidente Trump fue su blancura. Ganó con el voto de los blancos. El de los hombres, con 62% contra 32% que obtuvo Clinton. También el de las mujeres, de 47 contra 45%. Venció a la primera mujer candida­ta presidencial de un partido importante en la historia de Estados Unidos. Abrió una nueva brecha en la política nacional, una división entre la cultura prácticamente blanca y homogénea del pueblo chico estadounidense en lento y continuo proceso de declive económico, y la complicada mezcla de los grandes centros urbanos del país.

La escisión urbano-rural no es más que una vieja herida en un sitio nuevo. En 2016 los blancos rurales votaron en masa para pre­servar todos los privilegios que pudieran a pesar de su estancamiento demográfico. Su voto fue una extensión de su largo esfuerzo, com­partido con los blancos urbanos, por acaparar todos los beneficios que Estados Unidos ofrece.

Pensemos en la Decimocuarta Enmienda, ratificada en 1868 y aún vigente. Es la que declara que la gente nacida en Estados Unidos es automáticamente ciudadana y acreedora a la totalidad de los dere­chos constitucionales. También es la que el presidente Trump quiere derogar. Surgida 11 años después del infame fallo de la Suprema Cor­te en Dred Scott vs. Sandford, que negaba la ciudadanía a los afroame­ ricanos, libres o esclavos, la enmienda no mencionaba la raza, pero, en palabras del historiador Eric Foner, “desafió la discriminación racial en todo el país y amplió el significado de la libertad para todos los estadounidenses”. En cuanto pasó, esa herramienta para la protección de la igualdad de derechos civiles se intentó desplegar al servicio par­ticular de… los carniceros.

Los carniceros de Nueva Orleans no lograron convencer a la Su­prema Corte de que la regulación de mataderos en Luisiana limitaba inconstitucionalmente sus privilegios ciudadanos. De todos modos, ese ridículo despliegue de una enmienda diseñada para proteger a los afroamericanos de que les arrebataran sus derechos fue sólo el inicio de una tendencia, pues el fallo de la Suprema Corte sobre los mata­deros limitó aún más los derechos de los negros. Decretó que la De­cimocuarta Enmienda sólo cubría un estrecho conjunto de derechos federales de ciudadanía, como el habeas corpus. Todo lo demás recaía en la jurisdicción estatal.

Al día de hoy, esa enmienda se ha usado para limitar los derechos de los descendientes de los 4 millones de personas liberadas de la esclavitud con la misma frecuencia que para proteger su lugar como estadounidenses.

En los Casos de los Mataderos, el juez Samuel F. Miller quiso re­ cordarle a todo mundo el propósito de las tres enmiendas —XIII, XIV y XV—, que abolieron la esclavitud, garantizaron la ciudadanía por nacimiento y aseguraron el derecho al voto de todo ciudadano sin importar su raza. “El propósito común a todas, que está en la base de cada una, y sin el cual ninguna habría sido sugerida siquiera”, escribió Miller, fue “la libertad de la raza esclavizada, la seguridad y el esta­blecimiento firme de esa libertad, y la protección del hombre libre y ciudadano recién creado, liberado de la opresión de quienes antes habían ejercido un dominio ilimitado sobre él”.

Pocos lo escucharon. De vez en cuando, la Corte ha desplegado estas enmiendas para cumplir esas metas. El caso más notable fue el fallo, en 1954, de Brown vs. Junta de Educación de Topeka, que declaró ilegal la segregación escolar. Pero la Decimocuarta resultó incapaz de prevenir incluso la discriminación racial más descarada. Tan sólo 30 años después de su aprobación, la Suprema Corte decidió que la doctrina Jim Crow de “separados pero iguales” que apuntalaba la se­gregación racial en el sur no limitaba los derechos ciudadanos de los afroamericanos. Su infame fallo en el caso Plessy vs. Ferguson, de 1896, argumentaba que, de hecho, confinar a los negros en vagones separa­ dos no les atribuía ninguna inferioridad racial. Los blancos también debían quedarse del lado blanco de la raya. La ley de separación apli­caba a ambas razas por igual.

En su fallo de 1978 para Regentes en el caso de la Universidad de California vs. Bakke, la Corte destruyó la idea de que la acción afirma­tiva tenía como objetivo darles un pequeño empujón a los estudian­tes de minorías oprimidas, pues declaró que privaba a un postulante blanco a la escuela de medicina de los derechos que le otorgaba la Enmienda XIV. En 2018 un grupo conservador lanzó una demanda colectiva contra la Universidad de Harvard, con el argumento de que sus esfuerzos por inscribir a estudiantes negros y latinos violaban los derechos a esa misma enmienda de los postulantes asiáticos.

Harvard señaló que, si llegara a eliminar toda consideración de raza y otras variables, su proporción de afroamericanos en el primer año bajaría de 14 a 5%, y la de hispanos, de 14 al 9 por ciento.

“La Suprema Corte parece estar de nuevo lista para desviar la Decimocuarta Enmienda de su propósito original de proteger de la discriminación a los afroamericanos y a la gente de color que es­ tuvo mucho tiempo excluida de los colleges, las universidades y otras oportunidades a causa de su raza y etnia, y de darle las mismas opor­ tunidades”, escribió el profesor Theodore M. Shaw de la Escuela de Leyes en Chapell Hill de la Universidad de Carolina del Norte. En 2019, sorprendentemente, Harvard ganó.

No sólo se ha distorsionado el espíritu de la Decimocuarta En­mienda. Muchos de los logros conseguidos por los afroamericanos gracias al movimiento por los derechos civiles de los años sesenta están siendo mermados sin tregua. La Ley de Derecho al Voto de 1965, apuntalada en la Decimoquinta Enmienda, fue diseñada para proteger ese derecho de los negros contra los tejemanejes que des­ plegaban las autoridades electorales del sur para mantenerlos lejos de las urnas. En 2013 la Suprema Corte decretó que el racismo desca­rado que justificaba dar al Departamento de Justicia la supervisión de las reglas de voto en nueve estados y partes de otros seis ya no era generalizado, y la canceló. Desde entonces, para los negros ha sido mucho más difícil votar.

Tras el fallo del caso Shelby County vs. Holder muchas jurisdiccio­nes han empezado a exigir que los votantes presenten una identifica­ción oficial. Otras han purgado el padrón, casi siempre de votantes no blancos. Han reducido la cantidad de casillas en barrios de minorías pobres y restringido el voto anticipado. Muchas han exigido pruebas documentadas de ciudadanía, que los votantes negros y morenos casi nunca tienen.

El Brennan Center for Justice, en Nueva York, estima que uno de cada nueve estadounidenses no tiene una identificación emitida por el gobierno. Los pobres y los viejos que nacieron en casa y no en hospital, o que tienen errores en actas de nacimiento emitidas hace muchas décadas en lugares lejanos, enfrentan dificultades inimagina­bles para conseguirla. Eric Holder, fiscal general de la administración de Obama, sostiene que los nuevos requisitos de identificación para votar fueron diseñados para cumplir el mismo fin que el del impuesto al sufragio en el sur contemplado en las leyes de Jim Crow: impedir que los negros votaran.

La población blanca también hace cuanto le es posible por man­ tener a los niños no blancos fuera de las escuelas de sus hijos: en las zonas urbanas, separan sus barrios acomodados de los grandes distri­ tos escolares para proteger su exclusividad sin violar la ley. Décadas después de la Ley de Vivienda Justa, en los prósperos barrios y ciuda­des de blancos se siguen empleando normas de uso de suelo contra multifamiliares y viviendas en alquiler, para impedir que en su zona se instalen residentes pobres y no blancos.

Es un cuento viejo. Durante la agonía de la Gran Depresión, el presidente Franklin D. Roosevelt propuso el New Deal —un nuevo acuerdo— como política de seguridad social en forma de seguro colectivo que abarcaría a todos los estadounidenses. La idea arraigaba en un sentido de sacrificio compartido por el bien de todos. Lo que a muchos entusiastas del programa les faltó reconocer fue la estrechez de sus fronteras, claramente circunscritas por la raza. Sus iniciativas y agencias —por ejemplo, las administraciones de Seguridad Social o de Vivienda Federal— excluyeron al no blanco a cada vuelta.

El politólogo Ira Katznelson llamó al New Deal “acción afirmativa para blancos”. Cuando la Ley de Derechos Civiles dio entrada a los no blancos a la carpa protectora, el consenso político que había encaminado al país hacia una socialdemocracia apuntalada por una robusta red de seguridad se desplomó. Impactada por la diversidad en sus calles, la mayoría blanca dio la espalda a las metas del New Deal.

George Wallace, el gobernador de Alabama que bloqueó el in­greso de dos estudiantes afroamericanos a la universidad insignia del estado, lo entendió bien. Desde arriba y abajo de la línea Ma­son-Dixon,2 recibió miles de felicitaciones por haber desafiado la ley federal. “Todos odian a los negros, todos —concluyó—. ¡Gran Dios! ¡Eso es! Todos son sureños.”

Como candidato a la presidencia en 1968, Wallace se dio cuenta de que no podía hacer su campaña abiertamente racista, pero apre­ ciaba el valor de atizar el miedo de los blancos a que los negros se mudaran “a nuestras calles, nuestras escuelas, nuestros barrios”. En White Rage: The Unspoken Truth of Our Racial Divide la historiadora Carol Anderson reporta que en 1966, el 85% de los blancos estaba seguro de que “el avance de los derechos civiles iba a un ritmo de­masiado acelerado”.

Lo que los blancos del crisol no pueden entender es que sus esfuerzos por excluir a morenos y negros de los beneficios de la ciu­ dadanía también a ellos les causa un daño incalculable. Los negros y latinos probablemente sufren más cuando no pueden votar, cuando tienen vedada la entrada a buenas escuelas, cuando les niegan el ac­ ceso a viviendas en barrios de clase media. Pero al dar la espalda a la noción de bienes colectivos como aquellos que necesariamente requieren ser compartidos con sus hermanos de color, los blancos han empobrecido a la sociedad y a la nación. Ellos también están sufriendo las consecuencias.

Estuve en el condado de Harlan, Kentucky, justo antes de las elec­ciones intermedias de 2018; fui a un foro en el ayuntamiento al que asistió el gobernador Matt Bevin. Harlan es legendario en la región carbonífera de los Montes Apalaches, donde, en los años setenta, la Unión de Trabajadores Mineros Unidos hizo una huelga de un año por mejores sueldos y condiciones laborales. De la población, más de 95% es blanca no hispana. Cerca de cuatro de cada 10 viven por de­bajo de la línea de pobreza. El ingreso de un hogar típico es de unos 24 mil dólares al año, menos de la mitad de la media nacional, y en su mayor parte proviene del welfare —conjunto de programas de asisten­cia federal—. Apenas un tercio de los adultos tiene trabajo estable. Es uno de los 11 condados del país donde la asistencia pública es más de la mitad del ingreso de una familia.

Harlan se enfrenta a un futuro de indigencia. La minería de car­bón está en un declive inexorable: hoy sostiene 600 empleos en el condado, muy por debajo de los 2 mil 900 que ofrecía en 1990, y no hay evidencias de otra industria que pueda tomar su lugar. De to­dos modos, cuando el gobernador Bevin despotricó contra el abuso de la seguridad social, los poco más de 60 escandalizados residentes reunidos en el viejo juzgado lo ovacionaron de pie. Y zumbaban de indignación ante la historia que contaba Bevin de un haragán que se la pasaba tirado en el sillón de la casa de su madre, viviendo de la asistencia del gobierno.

Los beneficios de Medicaid conforman alrededor de 17% del ingreso­ personal promedio de los residentes de Harlan. De todas for­mas, los reunidos en el ayuntamiento aplaudieron el plan del gober­nador de imponer requisitos a los miles de beneficiarios de Medicaid físicamente capaces y en edad de trabajar. Para conservarlos debían conseguir empleo, inscribirse en un programa de capacitación o pres­tar servicio comunitario 20 horas a la semana. La corte lo frustró.

Cuando el gobernador reveló su plan, casi la mitad de los 350 mil beneficiarios capaces de trabajar en Kentucky no cumplían con ese requisito. Su administración estimaba que las nuevas reglas elimina­rían a unas 100 mil personas de las listas en un plazo de cinco años. Además, los beneficiarios que cumplieran con los nuevos requisitos y se mantuvieran en el programa tendrían que pagar por el privilegio. El plan de Bevin imponía primas que empezarían con un dólar al mes para familias con ingresos de hasta una cuarta parte del límite federal de pobreza —que en Kentucky, para mi sorpresa, existen—, y subirían hasta 15 dólares para familias con ingresos por arriba de ese umbral. En general, el gobernador estimaba que su propuesta redu­ciría el gasto del estado en Medicaid por 2 mil 400 millones de dó­lares en cinco años.

Bevin tiene algo de agitador, es un favorito del Tea Party que ganó la gubernatura a pesar de la oposición del establishment republi­ cano de Kentucky. Sus propuestas cuadran con el centro dominante del partido.

Hace dos décadas, Kentucky acogió con gusto el último intento nacional de “reforma a la seguridad social”, cuando el derecho de los pobres a la asistencia federal, que data desde el New Deal, fue reempla­zado por un conjunto de subvenciones fijas a los estados, que por ley obtuvieron la libertad de imponer los requerimientos que consideraran convenientes para restringir el padrón de beneficiarios. Kentucky apro­vechó la oportunidad al máximo.

Su índice de pobreza no se ha movido mucho desde entonces. Está justo por encima de 17%, y es el quinto estado más pobre del país. Pero el número de familias que reciben transferencias mone­tarias del programa Asistencia Temporal para Familias Necesitadas (Temporary Assistance for Needy Families, tanf), que sustituyó los programas federales para los pobres, ha caído dos tercios. El programa tanf beneficia a menos de una de cada cinco familias pobres del es­tado, menos de la mitad de lo que cubría cuando fue creado en 1996. Obligadas a sortear varios obstáculos para obtener un beneficio no mayor de 262 dólares al mes para una familia de tres, incluso algunas de las más pobres han decidido que no vale la pena.

Kentucky no es siquiera el estado más cruel. En 16 estados, las transferencias en efectivo contra la pobreza llegan a menos de una de cada 10 familias pobres con hijos. Al igual que Bevin, los gobernado­res republicanos de todo el país se apresuraron a ahorrar en Medicaid, aprovechando que en su oferta, la administración de Trump daría libertad a los estados para experimentar con el programa. De acuerdo con la Fundación Kaiser Family, para el verano de 2019, 16 estados le habían solicitado autorización del gobierno federal para imponer a Medicaid requisitos de trabajo. Doce buscaban copagos y la capa­cidad de limitar beneficios y 15 exigían restricciones adicionales de elegibilidad e inscripción. Sólo algunas cuantas de esas peticiones fueron bloqueadas en la Corte.

Invariablemente, estas propuestas se justifican como mecanismos para fomentar que los estadounidenses pobres consigan empleo y prosperen, libres de las muletas del Estado de bienestar. Pero si se trataba de recortar los programas gubernamentales para aumentar el bienestar de los ciudadanos, la intención no se cumplió. La reforma de seguridad social sí llevó a muchos pobres a conseguir empleo, pero nunca a ganar lo suficiente para sacar a sus familias de la pobreza. La pérdida de los pagos de asistencia prácticamente canceló sus ganan­cias del trabajo. Con poca educación y prácticamente sin acceso a po­sibilidades de capacitación, quedaron atrapados en el mercado laboral de salarios bajos que se ha apropiado de gran parte de la economía estadounidense.

Los esfuerzos por limitar los beneficios de Medicaid son una for­ma de jugar con la vida de la gente. En 2005, justo abajo de la frontera sur de Kentucky, para ahorrar dinero, Tennessee eliminó del servicio a 170 mil personas, casi uno de cada 10 beneficiarios en el estado. Según un estudio, la gente empezó a retrasar sus citas con el médico. Hubo quienes dejaron de ir al doctor por completo. Muchas personas reportaron sufrir más días con mala salud e incapacitadas, y con más frecuencia terminaban en servicios de emergencia, que por ley deben atender a todo el que lo solicite sin importar su capacidad de pago. Otro estudio descubrió que la purga de las listas de Medicaid pro­vocó retrasos de diagnóstico de cáncer de mama y su detección en etapas más avanzadas. Las mujeres que vivían en códigos postales de bajos ingresos tenían 3.3% más probabilidades de recibir un diagnós­tico de cáncer en etapa avanzada que las que vivían en los de ingresos altos. También tenían más probabilidades de morir.

Kentucky es el estado con más muertes por cáncer, y con más hospitalizaciones prevenibles. Ocupa el lugar 45 de 50 en términos de muertes por diabetes, el segundo en muertes por septicemia y el 41 en muertes por enfermedades cardiacas. ¿Qué pasará cuando los enfermos pobres de Kentucky no puedan pagar una cita con el mé­ dico? Una revisión de investigaciones recientes, publicada en Annals of Internal Medicine, concluyó que la probabilidad de morir para los adultos sin seguro médico es entre 3 y 29% más alta que para los que sí lo tienen.Y un estudio de los economistas Katherine Baicker, Ben­ jamin Sommers y Arnold Epstein calculaba que cubrir a 176 adultos más con Medicaid prevendría una muerte al año, en tanto que purgar a miles de personas de sus listas acortaría sus vidas.

No tengo evidencia directa que asocie el racismo con el rechazo que muestran los habitantes de Harlan al gobierno del que dependen tanto. Sólo hay 723 negros y 243 hispanos en todo el condado. Sus 26 mil habitantes blancos no hispanos podrían pasar toda su vida sin ver a alguien de una minoría étnica. Y, sin embargo, este libro propone que la hostilidad racial es, de hecho, lo que bloqueó la construcción de un Estado de bienestar en Estados Unidos.

Apelativos como “reinas del welfare” y otros estereotipos raciales, que por décadas han sido usados por los enemigos políticos de la re­ distribución, se han imbricado en la discusión nacional sobre el papel del gobierno en el país. Amplificados por los medios, repetidos sin cesar por los paladines del gobierno mínimo, terminaron por con­ vencer a los estadounidenses blancos de que las personas de color son indignas aprovechadas de las arcas públicas.

Este punto de vista hizo corto circuito con la noción de que una sociedad saludable inevitablemente debe emplear recursos de los afortunados para dar una mano a los que están en desventaja. Cómo­ dos con su interpretación racial de los males del Estado de bienestar, los votantes blancos marginados por las mismas fuerzas económicas que causaban estragos en muchas comunidades de color no podían darse cuenta de que se estaban disparando en el pie.

La actitud endurecida de la gente de Harlan contra las políticas sociales hace eco de la que mi colega de The New York Times, Binya­ min Appelbaum, registró en el condado de Chisago, Minnesota. Ahí, un tatuador se quejaba de que la gente estaba usando los cheques del gobierno para pagar tatuajes, y según un jubilado del Departamento de Correccionales, “la cuestión principal” que aqueja a la nación es que “este país está lleno de gente que cree que el gobierno le debe algo”.

Nunca hay que cavar muy hondo para dar con el racismo. La des­ confianza racial no está lejos de la superficie. ¿Qué más que la xenofo­bia podría explicar la entusiasta acogida de los votantes de Harlan a los clamores de Trump por “tierra y sangre”? Casi nueve de cada 10 vota­ron por él. Su promesa de construir un muro a lo largo de la frontera con México de alguna manera emocionó a un condado donde sólo 189 personas —0.7% de la población— nacieron en otro país.

Y esto no es exclusivo de Harlan. El 81% de la población de Fremont, Nebraska, es blanca no hispana. Solo 8% nació en otro país. Sin embargo, en 2010 y otra vez en 2014 sus residentes votaron por el decreto municipal más duro del país contra los inmigrantes ilega­les, que prohibía a los caseros alquilarles vivienda, y a los patrones, emplearlos.

A la gente de Fremont la mueve un miedo abstracto: miedo a los hispanos, que a partir de principios del siglo se habían más que triplicado y ya eran el 15% de la población del condado; miedo a la inmensa planta procesadora de pollo construida por Costco, que, según se espera, atraerá a miles de trabajadores no blancos a la zona. También para la gente de Harlan, lo que motiva su aversión a la red de seguridad es la otredad. Tan sólo al otro lado del monte, en la es­cuela Pine Mountain Settlement, conocí a un joven director adjunto, Preston Jones, que me planteó sus contraargumentos sobre el welfare y la inmigración. “Ni siquiera podemos mantener a la gente que ya hay aquí —me dijo—. ¿Cómo vamos a mantener a la gente nueva que llegue?”

El politólogo Rodney Hero, un estudioso atento a los vínculos entre raza y actitudes hacia el gasto público, encontró que la crecien­te distancia social y económica entre blancos y no blancos no sólo erosiona el apoyo al Estado de bienestar. La investigación que realizó con sus colegas Morris Levy y Brian Yeokwang An reveló evidencias sólidas de que la creciente desigualdad de ingresos entre grupos racia­les reduce el gasto local en bienes públicos, como los departamentos de policía y de bomberos. Los contribuyentes blancos son en general más renuentes al gasto público cuando ven que beneficiará a los no blancos, así que, en consecuencia, votan por los candidatos que se oponen a esas erogaciones. Su conclusión: “Estos resultados reafirman y esclarecen la naturaleza y la importancia persistente y fundamental de raza y clase en la sociedad estadounidense y su política y políticas”. Los votantes no necesitan convivir con minorías para desconfiar de ellas. Menos de 4% de la población de Kentucky nació fuera de Estados Unidos. Sin embargo, según el Wesleyan Media Project, en el mes anterior a las elecciones intermedias de 2018, 27% de la propa­ganda política transmitida en Kentucky atizaba el miedo a la inmi­ gración. En una encuesta nacional de 2016 hecha por el Brookings Institution y el Public Religion Research Institute, sólo 22% de los estadounidenses dijo que la inmigración estaba cambiando su comu­nidad local, pero para 39% estaba cambiando en general a toda la sociedad estadounidense.

Igual sucede con las actitudes ante la raza. Sólo 8% de la población de Kentucky es negra, pero su gente se ubica apenas detrás de Virgi­nia Occidental y Misisipi en cuanto a la búsqueda de la palabra nigger en internet. Para el científico de datos Seth Stephens-Davidowitz, ése es un buen indicador de animadversión racial. “La evidencia sugiere poca probabilidad de que los datos de Google sufran de una censura social importante”, escribió. La gente es más honesta en la privacidad de sus búsquedas por internet.

En retrospectiva, la victoria electoral de Trump no debió haber sido tan impactante. Su plataforma basada en resentimientos de clase y raza era justo lo que querían oír los inconformes votantes blancos que constituyen la base republicana. Lo más sorprendente es lo bien que la agenda política del presidente Trump engranó con el largamente establecido proyecto republicano. Desde luego, es probable que sus intentos de prohibir la entrada a gente de países musulmanes y de­portar a más inmigrantes ilegales no cumplieran con los objetivos de los republicanos pronegocios, que tienden a acoger a los inmigrantes como fuerza laboral. Su proteccionismo gratuito también causó ten­siones con los intereses corporativos. Pero en todos los demás frentes su política interna se atenía a los deseos normales de su partido.

La reforma fiscal del presidente Trump en 2017 fue un sueño cumplido para incluso los más fervientes evangelistas contra los im­puestos de la derecha republicana. De acuerdo con estimaciones de la Casa Blanca, hacia finales de 2018 los ingresos federales decrecieron a 16.7% del PIB, un punto porcentual menos que en el último año de la administración de Obama.

En cuanto al gasto, su gobierno no sólo permitió a los estados purgar de beneficiarios las listas de Medicaid, también se ha esforzado en recortar los vales de despensa. En un decreto que firmó en abril de 2018, el presidente ordenó a todas las agencias de gobierno reformar sus programas de bienestar “para fomentar el trabajo y reducir la de­pendencia”, estableciendo, para los estadounidenses no discapacitados en edad laboral, requerimientos de trabajo tan estrictos “como lo permita la ley actual”. La propia Casa Blanca estima que esta nueva medida podría afectar hasta a 34 millones de personas. En última instancia, el presidente está proponiendo una red de seguridad muy estrecha, que resulta inútil para quienes más la necesitan.

La estrategia de Trump conjuga sin problema con la agenda fe­deralista: la demanda de control de los estados sobre las políticas del gobierno que, desde la Reconstrucción, se promovió por todo el sur con la intención de coartar programas federales que pudieran beneficiar a los afroamericanos. “Al separar a la autoridad local de la nacional, el federalismo estadounidense permitía a las comunidades locales invalidar a las mayorías nacionales en cuestiones básicas de ciudadanía —escribieron los politólogos Robert Lieberman y John Lapinski—. Incluso [y sobre todo] en partes del sur donde los negros eran mayoría.”

En términos políticos, Trump debe su victoria al proceso con­ tinuo de clasificación racial que empezó hace más de medio siglo, cuando los demócratas blancos del sur respondieron a la agenda de derechos civiles del presidente Johnson desertando de su partido para hacerse republicanos. Al pasar de los años, ese proceso transformó al GOP (Grand Old Party) en defensor de los privilegios de los blancos, en una organización ansiosa por proteger al país de las demandas de la gente de color. También transformó al sur en un enclave republicano seguro por generaciones.

1.  Las leyes Jim Crow empezaron a ser promulgadas principalmente en los esta­dos del sur, unos 17 años después de la Guerra de Secesión. Bajo el lema “separados pero iguales”, mantenían la segregación racial en las instalaciones públicas y su efec­ to se extendía a casi todos los ámbitos de la vida de los afroamericanos y otros grupos étnicos no blancos como desventajas legales y políticas, económicas, educativas y sociales. [N. del T.]

2  Demarcación entre los estados de Maryland, Pensilvania, Virginia Occidental y Delaware cuando eran colonias británicas y resucitada después de que Pensilvania empezara a abolir la esclavitud. En lenguaje popular la línea Mason-Dixon se usa como símbolo de una frontera cultural entre el norte y el sur de Estados Unidos. [N. del T.]