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El peligro de estar cuerda • Rosa Montero

Una apasionada defensa del valor de ser diferente.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Partiendo de su experiencia personal y de la lectura de numerosos libros de psicología, neurociencia, literatura y memorias de grandes autores de distintas disciplinas creativas, Rosa Montero nos ofrece un estudio apasionante sobre los vínculos entre la creatividad y la inestabilidad mental. Y lo hace compartiendo con el lector numerosas curiosidades asombrosas sobre cómo funciona nuestro cerebro al crear, desmenuzando todos los aspectos que influyen en la creatividad, y montándolos ante los ojos del lector mientras escribe, como un detective dispuesto a resolver las piezas dispersas de una investigación.

Ensayo y ficción se dan la mano en esta exploración sobre los vínculos entre la creatividad y la locura, y así el lector asistirá en directo al mismo proceso de la creación, descubrirá la teoría de "la tormenta perfecta", esto es, que en el estallido creativo confluyen una serie de factores irrepetibles, químicos y situacionales, y compartirá la experiencia personal de cómo Rosa Montero vivió en directo, y durante años, muy cerca de la locura.

El peligro de estar cuerda habla de que "las hadas" nos dan un don, y nos hacen pagar un precio por él; los normales no pagamos ese duro precio, pero corremos el riesgo de morir de tedio, en lugar de morir de amor. «Como en todo, la clave está en el equilibrio entre el porcentaje de desapego y el de sentimiento, en lograr cierta armonía entre el yo que sufre y el yo que controla», dice la propia autora.

Fragmento del libro “El peligro de estar cuerda” de Rosa Montero de Seix Barral. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Rosa Montero | Estudió Periodismo y Psicología y trabajó para diversos medios de comunicación (Hermano Lobo, Posible, Fotogramas, etc.). Actualmente colabora en el diario El País. En 1978 ganó el Premio Mundo de entrevistas, en 1980 el Nacional de Periodismo y en 2005 obtuvo el Rodríguez Santamaría de Periodismo en reconocimiento a su trayectoria profesional. Recientemente se le ha otorgado el Doctorado Honoris Causa por la universidad de Puerto Rico.

El peligro de estar cuerda | Rosa Montero

#AdelantosEditoriales


CHUPANDO COBRE

Siempre he sabido que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza. A los seis o siete años, todos los días, antes de dormir, le pedía a mi madre que escondiera un pequeño adorno que había en casa, un horroroso calderito de cobre, el típico objeto de tienda de suvenires baratos o quizá incluso el regalo de un restaurante. Y se lo pedía no porque me incomodara la fealdad del cacharro, lo cual hubiera resultado un poco extraño pero en cierto modo distinguido, sino porque había leído en alguna parte que el cobre era venenoso, y temía levantarme sonámbula en mitad de la noche y ponerme a darle lametazos al caldero. No sé bien cómo se me pudo ocurrir semejante idea (con el agravante de que jamás he sido sonámbula), pero ya entonces hasta a mí me parecía un poco rara. Lo cual no evitó que pudiera visualizarme con toda claridad chupando el metal, y que, aterrada, durante cierto tiempo le pidiera a mi madre que porfavorporfavor no dejara de esconder el objeto en algún lugar recóndito, a ser posible un sitio distinto cada vez, para que me fuera imposible encontrarlo. Mi imaginación, como se ve, siempre ha galopado por su cuenta. Y mi divina madre asentía muy seria y prometía guardarlo bien guardado. Entendía a los niños de una manera mágica, y además ahora pienso que es probable que a ella le hubieran ocurrido cosas semejantes de pequeña. Porque también tenía una cabeza voladora.

Para colmo, cuando me hice adulta me enteré de que el cobre no es venenoso. O sea, no tan venenoso. Puede intoxicar, desde luego, pero en grandes y prolongadas dosis, y los primeros síntomas apenas son una diarrea y náuseas. Hubiera podido chuperretear el maldito caldero durante largo rato sin que ocurriera nada. Esto es algo que sucede muy a menudo: vas haciéndote mayor y un día de repente te enteras de que algo en lo que creíste firmemente en la infancia era una falsedad o una tontería. La vida es una constante reescritura del ayer. Una deconstrucción de la niñez.

Una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro, contra lo que la palabra parece indicar. De hecho, lo verdaderamente raro es ser normal. Una investigación del Departamento de Psicología de la Universidad de Yale (Estados Unidos), publicada en 2018, afirma algo que a poco que se piense es una obviedad: que la normalidad no existe. Porque el concepto de lo normal es una construcción estadística que se deriva de lo más frecuente. En primer lugar, que un rasgo sea menos frecuente no implica una anormalidad patológica, como, por ejemplo, ser zurdo (solo hay entre un 10 y un 17 % de zurdos en el mundo); pero es que, además, como el modelo ideal de individuo normal está confeccionado con la media estadística de una pluralidad de registros, no debe de haber ni una sola persona en el planeta que atine un pleno en el conjunto de valores. Todos guardamos en el fondo de nuestro corazón alguna divergencia. Todos somos rarunos, aunque, eso sí, algunos más que otros.

Yo incluso diría que ser un poco más raro de lo habitual tampoco es infrecuente. De hecho, ocurre a menudo entre los creadores, dicho sea con minúsculas; entre los artistas de todo pelo, sean buenos o malos. De eso precisamente va este libro. De la relación entre la creatividad y cierta extravagancia. De si la creación tiene algo que ver con la alucinación. O de si ser artista te hace más proclive al desequilibrio mental, como se ha sospechado desde el principio de los tiempos: «Ningún genio fue grande sin un toque de locura», decía Séneca. O Diderot: «¡Cuán parecidos son el genio y la locura!». Y por genio, insisto, hay que entender todo tipo de individuo creativo, sea de la calidad que sea, porque estoy convencida de que el peor artista y el más sublime comparten la misma estructura mental básica. Ya lo señaló la formidable (y depresiva) Clarice Lispector: «La vocación es diferente del talento. Se puede tener vocación y no tener talento. Es decir, se puede ser llamado sin saber cómo ir».

Volviendo a la abundancia de manías entre los creadores, y por mencionar a modo de aperitivo tan solo unas cuantas, diré que Kafka, además de masticar cada bocado treinta y dos veces, hacía gimnasia desnudo con la ventana abierta y un frío pelón; Sócrates llevaba siempre la misma ropa, caminaba descalzo y bailaba solo; Proust se metió un día en la cama y no volvió a salir (y lo mismo hicieron, entre muchos otros, Valle-Inclán y el uruguayo Juan Carlos Onetti); Agatha Christie escribía en la bañera; Rousseau era masoquista y exhibicionista; Freud tenía miedo a los trenes; Hitchcock, a los huevos; Napoleón, a los gatos; y la joven escritora colombiana Amalia Andrade, de quien he recogido los tres últimos ejemplos de fobias, temía en la niñez que le crecieran árboles dentro del cuerpo por haberse tragado una semilla (lo encuentro bastante parecido a lamer cobre). Rudyard Kipling solo podía escribir con tinta muy negra, hasta el punto de que el negro azulado ya le parecía «una aberración». Schiller metía manzanas echadas a perder en el cajón de su mesa, porque para escribir necesitaba oler la podredumbre. En su vejez, Isak Dinesen comía únicamente ostras y uvas blancas con algún espárrago; Stefan Zweig era un obsesivo coleccionista de autógrafos y enviaba tres o cuatro cartas al día a sus personalidades favoritas para pedirles la firma ... Por no hablar de Dalí, que siempre fue el rey de las extravagancias.

Pero yo creo que hay muchas otras personas que, aunque no se hayan dedicado de manera profesional al arte, son igual de imaginativas y de maniáticas. Recuerdo a la amiga de unos amigos, una mujer que parecía extraordinariamente serena y sensata; un día me explicó que siempre recogía los recortes de sus uñas y los guardaba en pequeñas cajas de cerillas, y que, cuando se divorció, le mandó una de esas cajas al exmarido. La historia me resultó tan chocante que la incluí en un artículo que publiqué en el diario El País sobre comportamientos peculiares, y para mi sorpresa me

escribieron varios lectores que hacían lo mismo. Las rarezas abundan.

Por eso estoy segura de que mucha gente se ha debido de sentir identificada con la primera frase de este libro. Personas que se percibieron distintas e incluso inadecuadas desde niñas. Y es que no solo estamos hablando de manías más o menos inofensivas, como, por ejemplo, arrancarse y comerse los pellejos de los dedos (se llama dermatilomanía y yo la tengo), sino también de ese vasto, impreciso, temido y tenebroso territorio interior que solemos denominar locura. Un nombre poco atinado y retumbante.

Más de trescientos millones de personas sufren depresión en el planeta y lo peor es que la incidencia parece ir en aumento (el número total de los afectados subió un 18?% entre 2005 y 2015). Cerca de 800.000 personas se suicidan cada año (en España, casi 4.000). El 1?% de los humanos desarrollará alguna forma de esquizofrenia a lo largo de su vida y el 12,5?% de los problemas de salud mundiales se deben a enfermedades psíquicas, una cifra mayor que la del cáncer o las dolencias cardiovasculares. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada cuatro personas que hay en la Tierra padecerá en algún momento de su existencia un trastorno mental. Son cifras impactantes, pero aún son peores las que se refieren al estado psíquico de los artistas, y en especial de los escritores, que al parecer nos llevamos la palma en chifladuras. Sí, ya sé que cuando hablamos de creadores dementes todos pensamos de manera instantánea en la sanguinolenta oreja de Van Gogh, pero diversos expertos coinciden en señalar que los artistas plásticos sufren menos desequilibrios y los músicos muy pocos, mientras que quienes nos dedicamos a juntar palabras tendemos más al descalabro mental. Según un célebre estudio de la psiquiatra Nancy Andreasen, de la Universidad de Iowa (Estados Unidos), los escritores tienen hasta cuatro veces más posibilidades de sufrir un trastorno bipolar y hasta tres veces más de padecer depresiones que la gente no creativa. Eso sí, también atribuye a los autores unas altas dosis de fogosidad, entusiasmo y energía, por paradójico que esto parezca (atención al dato: es importante y volveremos a ello). Otros investigadores, como Jamison y Schildkraut, sostienen que entre el 40 y el 50 % de los literatos y artistas creativos sufren algún trastorno de ánimo. Es como jugar a la ruleta con una bola emplomada: tienes muchas posibilidades de que te toque.

A mí ya me tocó. Formo parte de la estadística general, de ese 25 % de personas que sufrirán algún problema mental a lo largo de su vida, y también, por consiguiente, de la estadística particular de los escritores chiflados. He sufrido ataques de pánico desde los diecisiete hasta los treinta años, no todo el tiempo, por fortuna, porque hubieran sido bastante inhabilitantes, sino articulados en torno a tres periodos, cada uno de un año o año y pico de duración: el primero, como digo, a los diecisiete; otro, a los veintiuno; el último, a los veintinueve. Lo mío, en fin, no es la depresión, sino la angustia. Pero cuando dices que has sufrido crisis de angustia, la gente que no ha navegado por ese mar oscuro no entiende de lo que hablas. Creen que te refieres a estar estresada, a preocuparte demasiado por algo, a reconcomerte la cabeza. Veo cómo me miran y piensan: ah, vaya, eso también me ha sucedido a mí alguna vez. Pero no, no les ha sucedido. Un ataque de pánico es otra cosa. Es una dimensión desconocida, un viaje a otro planeta. El trastorno psíquico es un súbito e inesperado rayo que te fulmina. Su devastadora llegada tiene cierta semejanza con los accidentes domésticos graves. Imaginemos, por ejemplo, un resbalón y una caída en el baño que te quiebra la espalda: un segundo antes, tu vida era normal y vertical, indolora y secuencial, venía del pasado y se proyectaba hacia tu pequeño y próximo futuro (ducharte, vestirte e ir a trabajar, o bien lavarte los dientes y meterte en la cama), y un segundo después, sin preverlo ni pensarlo, resulta que te encuentras horizontal y rota, atónita, indefensa, lacerada por un dolor indecible, borrada de tu vida y de tu realidad por mucho tiempo, o incluso para siempre, si la lesión es importante. Pues bien, de esa misma manera se abate sobre ti la crisis mental. Parece venir de fuera y te secuestra.

La primera vez yo me encontraba a solas en el comedor de la casa familiar; debían de ser las once de la noche y estaba mirando sin mucho interés la televisión, quizá porque no tenía ganas de terminar de recoger la mesa, como era mi obligación. Mi padre debía de estar acostándose; mi madre, en la cocina; mi hermano mayor, a saber dónde. Y entonces sucedió: la habitación empezó a alejarse de mí, el mundo entero se achicó y se marchó al otro lado de un túnel negro, como si yo estuviera mirando la realidad a través de un telescopio. Y junto con la anomalía visual llegó el terror, una ola de pánico indecible, un miedo puro y duro de una intensidad que jamás había experimentado antes y que además no tenía ninguna causa aparente. «Lo peor era la sensación de terror constante sin tener ni idea de a qué tenía miedo», dice el psicólogo Andrew Solomon sobre una depresión que padeció. Yo tampoco sabía por qué estaba asustada, pero me sentía a punto de morir de espanto. El cuerpo me temblaba con violencia y los dientes castañeteaban, y para colmo unos segundos después se sumó otro miedo, este sí ya con causa: el convencimiento de estar loca. Pues de qué otra manera se podía entender lo que me estaba pasando.

Virginia Woolf sufrió su primera crisis mental a los trece años. Iba caminando por un sendero y se topó con un pequeño charco: «Por alguna razón que fui incapaz de averiguar, todo de repente fue irreal y quedé en suspenso, no podía saltar el charco [...]. El mundo entero se volvió irreal». Ese mismo día, por la noche, mientras se estaba bañando con su hermana Vanessa, sucedió de nuevo: «El horror volvió, no dije nada, no podía explicarlo, ni siquiera a Nessa, que se estaba frotando con la esponja al otro lado de la bañera». Virginia habitaba en el penoso territorio de la psicosis; en sus crisis, escuchaba a los pájaros cantar en griego clásico y creía ver agazapado entre los arbustos de su jardín al rey Eduardo diciendo marranadas; fue hospitalizada repetidas veces e intentó suicidarse en varias ocasiones, la primera tirándose por una ventana que resultó demasiado baja, luego tomando veronal y la última y definitiva, a los cincuenta y nueve años, llenándose los bolsillos de piedras y ahogándose en el río Ouse. Quiero decir que, para mi fortuna, mis trastornos mentales son infinitamente menos graves que los suyos. Y, aun así, la descripción de ese momento fundacional, del instante en que el mundo cambió para no volver a ser nunca jamás igual, de la irrupción de la negrura, es extraordinariamente parecida a lo que yo viví. La sensación de que algo te asalta desde el exterior, como si un gigante te hubiera dado una patada que te arrojara fuera de la vida; la incomprensión de lo que está pasando; la incapacidad para poner palabras a lo indecible; la pérdida de contacto con la realidad (atención a esto último: volveremos sobre ello y es esencial). Sé muy bien de lo que habla Virginia. Yo también estuve allí.

Al principio crees que no vas a regresar jamás a la normalidad, que vas a estar atrapada para siempre en esa torturada dimensión de pesadilla, pero en realidad las crisis de pánico duran unos cuantos minutos y luego se van disolviendo. No del todo, desde luego. Siempre te queda el miedo al miedo (terror absoluto a volver a caer por el agujero) y una vaga sensación de enajenación e irrealidad que se pega a ti como un sudario. En las épocas peores no te atreves a ir a reuniones sociales, a salir a la calle o a conducir por si se repite; no soportas ver la televisión o ir al cine porque la falta de fiabilidad del mundo parece incrementarse. Por supuesto, vuelves a tener otros ataques, en mi caso cada vez más espaciados, y al cabo de año o año y medio más o menos recuperas tu vida. Hasta el siguiente periodo de oscuridad. En la España de entonces, y en mi modesta clase social, ni mis padres ni yo pensamos en acudir a un psiquiatra. He superado los tres periodos de crisis de pánico a pelo, sin tomar un solo ansiolítico, cosa que lamento (¡viva la química!). Eso sí, tras mis primeros terrores decidí cursar la carrera de Psicología en la universidad para intentar entender qué me pasaba. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que esto es lo que hacen la mayoría de los psicólogos y una buena parte de los psiquiatras: meterse en la profesión porque creen que están chiflados. Lo cual no tiene por qué ser negativo, porque aporta una empatía única con los pacientes.

Y es que, si no has estado allí, no puedes ni siquiera imaginar de lo que hablo. Mi madre, con su percepción extrasensorial, me aconsejó no tomar café, cosa que, a falta de ansiolíticos, sigue pareciéndome una medida razonable. Ensalzo su percepción porque ella intuyó lo que me pasaba sin que yo dijera nada, ya que, como ha dejado claro Virginia Woolf, cuando sufres un trastorno mental, lo primero que te es arrebatado es la palabra. Y con esto llegamos al núcleo abrasador de lo que llamamos locura. Estar loco es, sobre todo, estar solo.