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El futuro es nuestro • Carlos Illades

Historia de la izquierda en México

Por
Escrito en OPINIÓN el

Clandestina o institucional, partidista o alternativa, sindicalista o académica, revolucionaria o reformista, la izquierda ha sido parte fundamental de la vida en México, tanto por el intercambio de ideas como por la búsqueda de transformación duradera.

Desde el socialismo decimonónico afincado en América Latina hasta la pugna de los partidos actuales, pasando por el comunismo, la guerrilla y las organizaciones de la sociedad civil, representa una carrera variopinta en la que sin embargo se pueden identificar una serie de estaciones clave que definen sus raíces, su evolución constante y un futuro tan esperanzador como incierto.

Contra quienes afirman que la corrupción ha vuelto indistinguibles todas las expresiones políticas de la edad moderna, Carlos Illades presenta en la izquierda mexicana una corriente política singular con una identidad propia definida y, más aún, inconfundible.

La lectura de su historia permite identificar no sólo su arduo camino, sino quizá también vislumbrar el futuro que busca siempre reclamar como hogar propiciatorio.

Fragmento del libro El futuro es nuestro, de  Carlos Illades, proporcionado por Editorial Océano para su publicación en La Silla Rota.

Carlos Illades (1959) es profesor titular del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa, investigador nacional nivel 3 del SNI y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha recibido el Premio de investigación de la Academia Mexicana de Ciencias, el Premio Marcos y Celia Maus, el Edmundo O’Gorman y el Gastón García Cantú. Es autor de catorce libros.

El futuro es nuestro | Carlos Illades

#AdelantosEditoriales


EL FUTURO ES NUESTRO

Carlos Illades

Prefacio

Crece la presunción que distinguir entre izquierda y derecha carece de sentido dado que comparten un conjunto de políticas cuando gobiernan. Como los partidos son corruptos, piensan otros, todos son iguales. Sin descartar la abultada evidencia que sustenta dichas aseveraciones, esbozar en esos términos la reflexión acerca de la política oscurece más que aclara el análisis. Si todos son lo mismo, optar por uno u otro no es más que una forma rebuscada de perder el tiempo. Y escribir sobre ello, una especulación ociosa. Debajo de estas ideas subyace el supuesto de que ningún cambio es posible (al menos que signifique empeorar), lo que se traduce en el reforzamiento del statu quo, además de retraer al ciudadano común de la deliberación pública. También alienta la convicción de que la auténtica transformación es exógena al sistema político, que el verdadero cambio germina en otros espacios, lo cual tampoco deja de ser cierto. De todos modos, fuera o dentro de la política institucional izquierda y derecha son opciones diferenciadas e incluso antagónicas.

Este volumen argumenta que todavía podemos concebir a la izquierda como una corriente política singular que, no obstante haber mudado a lo largo del tiempo, posee un perfil ideológico y una práctica política característicos, esto es, tiene una identidad propia. Desde un principio, la izquierda se trazó el objetivo de resolver la “cuestión social”, el gran problema planteado por la sociedad industrial. Es cierto que la pobreza de las clases subalternas venía de antiguo, la novedad del mundo fabril residía en que mientras aumentaban como nunca antes la capacidad productiva y la riqueza, crecían la pobreza y el desempleo también como nunca. Todo menos natural pareció esta ecuación a la naciente izquierda, algo había de hacerse para reducir los costos sociales del progreso material. La asociación fue la alternativa mejor calificada, antes que la revolución social se impusiera en el imaginario del cambio como la opción más realista. De cualquier manera, no era en la restauración de un pasado perdido o en la prolongación de un presente insatisfactorio en el que anclaba la perspectiva de izquierda, era el futuro quien le servía de asidero. Y en efecto lo era. Antes que nadie, esta fuerza política reivindicó derechos que ahora son universales: el sufragio para las clases populares, la regulación de la jornada laboral, la igualdad entre los sexos, la autodeterminación de los pueblos y un largo etcétera.

Además de esto, la izquierda se ha caracterizado por aliarse con los movimientos sociales y pertenecer a redes internacionales. El comunismo y la socialdemocracia tuvieron como objetivo prioritario intervenir en el movimiento obrero y ganar al proletariado fabril a su causa. El anarquismo hizo otro tanto a través del anarcosindicalismo y de la intervención directa en las insurrecciones agrarias de corte comunalista. Hoy día las izquierdas emergentes mantienen vínculos con los movimientos sociales o buscan conseguirlos. Comunistas, socialdemócratas y anarquistas iniciaron la globalización de las izquierdas constituyendo organizaciones internacionales. Ello les permitió difundir la literatura política, transmitir experiencias e incorporar a los militantes a realidades distintas a las de sus países de origen. Por añadidura, esta práctica reforzó la coherencia ideológica de estas corrientes, y favoreció el cosmopolitismo intelectual y político de sus miembros.

Ahora bien, no todas las izquierdas comparten las mismas estrategias políticas. Anarquistas y comunistas han sido partidarios de la lucha revolucionaria basada en la insurrección popular, si bien es cierto que para los anarquistas ésta tiene una naturaleza espontánea, mientras que para los comunistas es fundamental una organización que la active. Con el eurocomunismo, la estrategia política de éstos viró en dirección de la participación electoral. A este respecto, los socialdemócratas han sido consistentes al utilizar los mecanismos de la democracia representativa. Otras izquierdas prefirieron actuar fuera de la política formal y optaron por la lucha armada o concentrando su acción en organizaciones de la sociedad civil, lo cual no excluye la combinación de ambas formas de intervención política.

El lector encontrará en estas páginas una reconstrucción histórica de la trayectoria de la izquierda mexicana a lo largo de 150 años, desde su primera organización en 1871 hasta el presente, que procura trazar las líneas de continuidad en su ideario y luchas. Pretende también explicar la respuesta de la izquierda a las principales coyunturas históricas y a los movimientos sociales de cada periodo, lo que obliga a hablar de las líneas de fuga y de las diferencias. Junto con una escala temporal de larga duración, el volumen enmarca a la izquierda dentro del plano global e intenta reconocer puntos de contacto posibles con otras izquierdas. Por último, el libro es sintético, lo que exige una economía expositiva y obviar detalles secundarios. Para subsanar las posibles lagunas, abundar en los acontecimientos relatados u ofrecer explicaciones alternativas, incorpora una bibliografía selecta al final. Mi gratitud a Rogelio Villarreal por su amable disposición a publicarlo.

Chapultepec, diciembre de 2017

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Por qué la izquierda

La izquierda tiene una historia larga que inicia con la Revolución francesa. El 14 de julio de 1789 la Asamblea Nacional acotó en el proyecto constitucional la prerrogativa del veto del monarca, anteponiendo a la voluntad real la soberanía popular. Por la circunstancia de que los promotores de la iniciativa estaban sentados aquel día a la izquierda del presidente del órgano legislativo, en adelante esa posición simbolizaría el rechazo al statu quo. Fue después que la izquierda adoptó la solución de la llamada “cuestión social” como objetivo de su acción política, adjetivándose socialista.

La tematización de la cuestión social es previa a la existencia de la izquierda. Utopía (1516), de Tomás Moro, fincó la reproducción social en el trabajo, y la felicidad colectiva, en la abolición de la propiedad privada, la distribución equitativa y justa de los bienes, combatiendo un orden “en el que lo mejor pertenece a los peores… en que unos cuantos se reparten todos los bienes, disfrutando de todas las comodidades, mientras la mayoría vive en la miseria”. Los radicales de la Revolución inglesa del siglo xvii también pretendieron acabar con la propiedad privada y aspiraron a la autosuficiencia económica, dentro de una vida comunitaria basada en el respeto del individuo. Entrado el siglo xviii, Diderot instó a los revolucionarios estadunidenses a que en el nuevo mundo que pretendían construir evitaran “una división de la riqueza demasiado desigual, lo que resulta en un pequeño número de ciudadanos opulentos y una multitud de ciudadanos que viven en la miseria, de donde proviene la arrogancia de unos y la humillación de otros”. Rousseau estaba cierto de que la riqueza de pocos descansaba en la miseria de muchos, en tanto que Goethe destacó la presencia de “masas que recíprocamente se enfrentan en el mundo”, en una discordia permanente. Adam Smith asumía que los buenos salarios elevaban la productividad de la mano de obra, en tanto que Condorcet y Paine consideraron a la educación pública y la seguridad social instrumentos idóneos para reducir la desigualdad social.

La Revolución industrial fue laboratorio del movimiento obrero y del primer socialismo. Con el desarrollo tecnológico, el artesanado perdió la independencia viéndose obligado a proletarizarse, los oficios se degradaron al perderse los controles gremiales sobre su aprendizaje, aumentó la competencia por el empleo al incorporarse mujeres, niños e inmigrantes al mercado de trabajo. Entretanto, las máquinas desplazaron a los trabajadores calificados. La rebelión luddita de 1811-1816 —llamada así por que hacía referencia a un mítico Ned Ludd— destruyó telares mecánicos como protesta ante la pérdida del empleo a la vez que tentativa fallida de desembarcar la revolución en costas inglesas. En 1830 los trabajadores agrícolas destrozaron en el sur de Inglaterra trilladoras mecánicas e incendiaron graneros en nombre del Capitán Swing, dejando mensajes amenazantes a los propietarios. Y, al finalizar esta década y comenzar la siguiente, Las Hijas de Rebeca, en Gales y el sur de la isla británica, mostraron violentamente su descontento con el cobro de peajes considerados injustos. La horca y deportaciones a Australia (Swing) y Tasmania (Rebeca) conformaron la didáctica del escarmiento empleada por la monarquía.

La Revolución francesa había otorgado derechos políticos a las clases propietarias o “ciudadanos activos”, mas no a las clases populares o “ciudadanos pasivos”. Y la “Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano”, del 26 de agosto de 1789, dejó intacta la esclavitud en las colonias. Esto ocurrió en paralelo a la anulación de los derechos de asociación, reunión, coalición y huelga de los trabajadores, de acuerdo con la Ley Chepalier del 14 de junio de 1791. Para 1830 proletario era en Francia un individuo carente tanto de propiedad como de derechos políticos. Los trabajadores tuvieron que luchar para obtener el voto. Éste fue el objetivo fundamental del movimiento cartista, conocido con ese nombre porque en 1838 la Asociación Obrera de Londres circuló la Carta del pueblo. El documento demandaba el sufragio universal masculino, el voto secreto, la apertura de la representación política a las clases trabajadoras, además de que los parlamentarios devengaran un sueldo a fin de permitir el acceso de estas clases a la política. Después de 10 años de lucha, el movimiento se diluyó sin alcanzar sus objetivos fundamentales, mientras en la vecina Francia el derecho a huelga fue reconocido en 1864 y la sindicalización en 1884.

Frente al desasosiego trabajador provocado por la Revolución industrial comenzaron a configurarse alternativas para reorientar el curso pautado por el desarrollo tecnológico y la libre concurrencia económica. El cooperativismo de Robert Owen (1771-1858) fue la primera ideología del movimiento obrero, y soldó el vínculo entre la izquierda y la cuestión social que definirá al socialismo. El empresario galés trató de prevenir las crisis económicas y el desempleo (atribuibles para él a la reducción de la demanda de bienes) manteniendo los salarios altos incluso en tiempos de estrechez. Como alternativa al utilitarismo —fundamento filosófico de la economía neoclásica que ponderaba el beneficio máximo y la competencia por encima de cualquier consideración de carácter moral— Owen propuso un sistema asociativo basado en la cooperación dentro del cual se sumaran los pequeños capitales de los trabajadores y parte de las ganancias se distribuyeran entre los socios de acuerdo con el aporte de cada uno, empleándose la otra porción de las utilidades para capitalizar la empresa. En el modelo cooperativo la solidaridad prima sobre la competencia y el bien común es resultado del esfuerzo colectivo. De esta manera, la asociación, como principio organizativo de la producción y del disfrute de los bienes, se incorporó al ideario de la izquierda. Y el editor, pensador y político parisino Pierre Leroux (1797-1871) fue quien llamó socialismo a este cuerpo de ideas.

El socialismo forma parte de la tríada ideológica dominante en la modernidad; liberalismo y conservadurismo la completan. Para el liberalismo el fundamento de la libertad está en la propiedad privada, pues es la que provee al individuo de autonomía indispensable para la realización personal. En el origen, que se remonta al siglo xvii con John Locke, el liberalismo fue una reacción de la burguesía en ascenso contra el poder absoluto del monarca por lo que, apoyándose en la doctrina del derecho natural, procuró potenciar al individuo frente al Estado. Esta relación debería ser directa, sin la interferencia de corporaciones o agregados colectivos que la obstaculizaran. Esa premisa, de entrada, lo haría confrontarse con el socialismo, además de su hostilidad hacia las clases populares que el liberalismo consideraba no aptas para participar en la deliberación pública. El liberalismo vindicó la representación política, pugnó por el sufragio censitario —por lo que en principio no aceptó la democracia— y consideró a la ley como instrumento del orden y garantía de la libertad.

El conservadurismo creció en las entrañas de la Santa Alianza, constituida por los absolutismos europeos tras la derrota napoleónica en Waterloo. En pocas palabras éste constituye una reacción a la Revolución francesa en general, y al movimiento popular de 1793 que dio vida a la primera Comuna de París, en particular. Por tanto, no sorprende que el conservadurismo cimentara su propuesta política en el orden. De acuerdo con el conservadurismo, la sociedad y el Estado deben tener jerarquías apuntaladas por la tradición. Para éste, la libertad y la democracia condujeron al gobierno del populacho, instaurando un igualitarismo que liquidó la libertad individual. El conservadurismo es aristocrático y lo perturba la movilidad social. En consecuencia, reniega de la clase media (identificada en el siglo xix con la burguesía), que fincó su ascenso social en la riqueza y el mérito, y de las clases populares, promotoras del desorden y la violencia dada su ausencia de valores.

La fraternidad es el postulado de la Revolución francesa que el primer socialismo trató de realizar. Una sociedad autorregulada de productores libremente asociados, la justicia distributiva, la igualdad de género y racial, la armonía del hombre con la naturaleza y el progreso como fin de la especie, constituían los fundamentos de la sociedad ideal esbozada por aquél. Para el socialismo romántico el convencimiento era el único método de acción permisible y la regeneración social era solamente asequible mediante la asociación, entendida ésta como la conformación más racional y organizada de la vida colectiva. El primer socialismo creía posible la concordia entre las clases productivas, dado que su conflicto fundamental era con la aristocracia, la Iglesia y los capitalistas. El socialismo romántico rechazó la política —actividad profesional encomendada a una casta o clase parasitaria— aspirando a que la esfera económico-social fuera quien decidiera acerca de lo público. Henri de Saint-Simon (1760-1825) priorizó la técnica para incrementar el desarrollo industrial, en tanto que Charles Fourier (1772-1837) destacó las relaciones humanas en su sistema de atracción pasional. Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) postuló los mecanismos de financiamiento que hicieran posible una sociedad armónica e igualitaria. Felicité de Lamennais (1782-1854) puso atención tanto en la libertad religiosa como en la extensión de los derechos políticos a las clases populares, para obtener mediante la democracia la emancipación económica y social. Louis Auguste Blanqui (1805-1881) privilegió la estrategia insurreccional para que un grupo disciplinado y compacto asaltara el poder político. Y Flora Tristán (1803-1844) no dejó de ver la relación estrecha entre la opresión de la clase trabajadora y la del género femenino.

Ya en la década de 1830 se habían constituido en Andalucía los primeros grupos de seguidores de Fourier, teniendo a la cabeza a Joaquín Abreu y Orta (1782-1851), quien lo conoció a él y a Victor Considerant en 1833. Dos años después, con el pseudónimo de “Proletario”, Abreu publicaba sus primeros artículos políticos en El Grito de Carteya. Más adelante, Fernando Garrido Tortosa (1821-1883) y Federico Carlos Beltrán del Rey entraron en contacto con Abreu y con la escuela societaria francesa, creada por Fourier y continuada por su discípulo Considerant. Abreu y Garrido expurgaron las fantasías de la doctrina de Fourier para formular una propuesta política creíble y difundirla a un público más amplio. Abreu separó la ciencia social, que conducía a la armonía, de la cosmogonía fourierista, para eludir la reacción católica. Entretanto el socialista murciano adicionó a la doctrina societaria de Fourier elementos de Owen y Proudhon, de manera tal que dividió la historia en cuatro etapas que conducían hacia el perfeccionamiento moral de la humanidad (esclavitud, servidumbre, proletariado y fase societaria). En esta última, todos los trabajadores serían propietarios por medio de la asociación.

El socialismo europeo frecuentemente miró hacia América. El conde de Saint-Simon participó en la independencia de las Trece Colonias y en 1783, antes de su regreso al Viejo Continente, propuso al virrey de la Nueva España crear un canal interoceánico con el propósito de comunicar a Europa con Asia, mientras que Fourier envió un volumen de sus obras al doctor Gaspar Rodríguez de Francia, el longevo dictador paraguayo. A principios del siglo xix, el químico e industrial Jean-François Clouet y el matemático François-Guillaume Coëssin trataron de formar una “república de hombres libres” en Guyana. La escritora socialista y feminista francesa Flora Tristán estuvo en Perú entre 1833 y 1834, en tanto que el geógrafo belga Élisée Reclus (1830-1905) viajó a Colombia en 1855, donde elaboró un proyecto que integraba bajo una entidad comunal a trabajadores asiáticos, indígenas y europeos. Los franceses Jean-Baptiste Eugène Tandonnet y Amédée Florent Jacques se instalaron en el Río de la Plata, mientras Louis Léger Vauthier y Benoît Jules Mure lo hacían en Brasil.

François-Nöel [Gracchus] Babeuf (1760-1797) encabezó la “Conjura de los Iguales” en 1795-1796, tentativa insurreccional que pretendía derrocar al Directorio —Ejecutivo instalado en 1795 tras la ejecución de Robespierre—, hacer vigente la Constitución de 1793 —que reconocía los derechos del hombre y el ciudadano, la libertad económica, el sufragio universal y la república—, transformar la propiedad privada en una comunidad de bienes y de trabajos para alcanzar la dicha común y “la igualdad de los disfrutes”, además de proclamar la “ley agraria” que redistribuyera la tierra entre los campesinos. Descubierta la conspiración, aprehendieron a Babeuf, para después guillotinarlo. Filippo Buonarroti (1761-1837), también parte del Comité de Insurrectos a cargo de la revolución babuvista, dio a conocer en 1828 durante su exilio en Bruselas la historia de la Conjura de los Iguales. Con el babuvismo “el comunismo, hasta entonces un sueño utópico, se erigía en sistema ideológico: con la Conjura de los Iguales entraba en la historia política”.

Viaje a Icaria (1842), de Étienne Cabet (1788-1856), desarrolló los principios comunistas bajo la forma de una utopía literaria donde se eliminaban el dinero y la propiedad privada, había un gobierno democrático y un sistema parlamentario inspirados en la Convención revolucionaria francesa y la Constitución estadunidense. El método para propagar la doctrina cabetiana se basaba en el convencimiento, asumiendo que la exposición de las bondades del comunismo y su evidente superioridad sobre el egoísmo burgués persuadiría al resto de la sociedad de la ventaja de adoptarlo. Después el abogado galo trató de llevarlo a la práctica en Nauvoo, Illinois. Los cabetianos fueron los primeros en recibir el apelativo de “comunistas”.

Con la presencia del exilio alemán en Europa occidental, el comunismo tendrá en los principados germanos su patria adoptiva. Wilhelm Weitling (1808-1871), un sastre autodidacta que enseñaba lenguas clásicas, participó en la Liga de los Proscritos de 1834, escindiéndose de ésta para formar la Liga de los Justos en 1837. Era ésta una sociedad semisecreta republicana que seguía las ideas de Babeuf fundiéndolas con un cristianismo apocalíptico. Se adhirieron a la organización trabajadores alemanes exiliados en Londres, París, Bruselas y Ginebra. El sastre alemán era antimilitarista y partidario del internacionalismo obrero. También creía que la revolución la realizarían los grupos más desfavorecidos de la sociedad, parias y presidiarios que no tenían nada que perder, pero disponían de una gran voluntad de luchar. Weitling escribió El hombre tal como es y tal como debería ser (1839), Garantías de la armonía y de la libertad (1842) y El Evangelio del pobre pecador (1843). El sastre alemán conoció a Karl Marx (1818-1883) en Bruselas en 1846. El encuentro fue ríspido a pesar de que Marx había celebrado en su momento la edición de Garantías de la armonía y de la libertad como “el debut magnífico y brillante de la clase obrera alemana”. Después de escucharlo un rato, Marx lo interpeló: “¿Con qué argumentos defiende usted su acción social revolucionaria y sobre qué bases se propone establecerla?”. Weitling respondió de una manera confusa y evasiva, por lo que el colérico Marx golpeó la mesa y exclamó “La ignorancia nunca ha servido para nada”. Ya no hubo más.

Marx y Friedrich Engels (1820-1895) se conocieron en Colonia en 1842. Entonces Marx dirigía la Gaceta Renana de la que Engels era colaborador, pero fue en París en el otoño de 1844 cuando trabaron una relación personal de por vida. Para ese momento, el joven heredero de Ermen & Engels ya había reunido los materiales para comenzar a escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra, publicado a principios de junio de 1845 en Leipzig. Entretanto, Marx comenzaba a fraguar la crítica de la economía política y consumaba su ruptura con la izquierda hegeliana. Dos años más adelante, participan ambos en el congreso de la Liga de los Justos celebrado en Londres. El cónclave revolucionario decide adoptar el “comunismo crítico”, reorganizarse y modificar sus estatutos, de manera tal que en el verano de 1847 cambia su nombre por el de Liga de los Comunistas. Un segundo congreso de la organización a finales de aquel año invita a Marx y Engels a redactar un manifiesto que expusiera los postulados, finalidades y política de la Liga. El texto final, prácticamente redactado en su totalidad por Marx en Bruselas, lo imprimió en Londres la Workers’ Educational Association en febrero de 1848. El Manifiesto comunista evitó emplear el adjetivo socialista, por considerarlo desgastado y desacreditado por algunas corrientes: prefirió el de comunista. Pero el cambio iba más allá del nombre modificando también la naturaleza del proyecto político, ya que el nuevo vocablo enfatizaba el rechazo de la propiedad privada de los medios de producción y dirigía la acción del sujeto revolucionario —el proletariado fabril— a la subversión radical del orden social existente, remplazándolo “por una asociación en la cual el libre desarrollo de cada cual será la condición para el libre desarrollo de todos”. El que sería el documento político más difundido de la historia pasó sin pena ni gloria transcurridos los primeros 20 años de su publicación. Para “mediados de la década de 1860 —apunta Eric Hobsbawm— casi nada de lo que Marx había escrito en el pasado estaba en el mercado”.

A mediados de siglo ya estaba configurado el núcleo doctrinal del socialismo, para ese momento prácticamente indiferenciable de lo que conocemos por izquierda. Sus distintas corrientes coincidían en resolver la cuestión social mediante un orden asociativo de individuos libres que empatan la realización personal con el beneficio colectivo. Esto sería posible siempre y cuando todas las partes del cuerpo social evolucionaran armónicamente, cooperaran entre sí y antepusieran el bien común a la ganancia individual. De esta manera, la desigualdad entre las clases se reduciría (socialismo romántico) o desaparecería (comunismo) pero, en cualquier caso, todos los seres humanos podrían disfrutar de los satisfactores materiales y espirituales socialmente producidos. Fuera mediante la propiedad privada de los medios de producción —aunque colectivizada por la suma de los pequeños capitales individuales (socialismo romántico)— o mediante la abolición de ésta (comunismo), el reparto del producto se realizaría con base en el aporte de cada uno (socialismo romántico) o en las necesidades (comunismo), pero siempre con fundamento en el trabajo. En un caso, la “justicia distributiva” —como la denominaba Fourier— pautaría la distribución del producto; en el modo comunista, sería la equidad (cuando se agregue la socialdemocracia al panorama socialista la redistribución de la riqueza correrá a cargo del Estado). Solidaridad, cooperación y fraternidad son los soportes éticos de la propuesta socialista que, en sus distintas versiones (salvo la social- demócrata), apunta a la reducción de las funciones estatales, particularmente a su facultad coercitiva.

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