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El continente olvidado • Michael Reid

Una historia de la nueva América Latina.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Ilumina con claridad y mesura una historia sembrada de suspicacias, prejuicios y ciegos ardores ideológicos. Tomas Eloy Martínez

Pocos libros pueden catalogarse realmente como “fundamentales” o “imprescindibles”. Este es uno de ellos. El continente olvidado es una gran crónica política y económica de América Latina, desde México hasta Argentina, que con maestría narrativa e información precisa da cuenta de una historia convulsa, única y apasionante.

También pone en contexto al lector sobre la actualidad del continente, qué está en juego en la región y por qué esto es relevante para la geopolítica mundial. Para el autor, América Latina ha sido a lo largo del siglo XX un perfecto laboratorio de reformas sociales, políticas y financieras, unas con mayor éxito que otras, que confirman el enorme dinamismo de las naciones que integran el área.

Las dificultades que cada una ha tenido desde que se conformaron como naciones independientes para establecer gobiernos democráticos sólidos y prósperos, fenómenos como el caudillismo, el populismo, las dictaduras y también la corrupción, son analizados a profundidad desde sus orígenes hasta el presente, en medio de una realidad global que cambia vertiginosamente.

Para Reid, los desafíos actuales de América Latina son enormes, si bien sus indicadores económicos, sociales y educativos sean mejores que hace varias décadas y este libro permitirá comprenderlos en todas sus dimensiones.

Fragmento del libro El continente Olvidado, de Michael Reid © 2019, Crítica. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El continente olvidado | Michael Reid

#AdelantosEditoriales

El continente olvidado

Una historia de la nueva América Latina

Michael Reid

Capítulo uno

El continente olvidado

Cada vez escuchamos decir con mayor insistencia que el futuro del mundo está en Asia y, particularmente, en China e India. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y posteriores, las desastrosas consecuencias de la invasión de Irak, el amargo fracaso de la Primavera Árabe y el surgimiento del nihilista y brutal Estado Islámico convierten al Medio Oriente y el mundo islámico más amplio en inevitable centro de interés estratégico para Estados Unidos y Europa. A pesar del reciente progreso, las guerras y dictadores, las epidemias y pobreza de África continúan siendo un peso en la conciencia del mundo desarrollado.

Pero, ¿qué sucede con Latinoamérica, la otra gran región del mundo en desarrollo? “Latinoamérica no importa. [...] A la gente hoy le tiene sin cuidado Latinoamérica”, le aseguró Richard Nixon al joven Donald Rumsfeld en 1971, cuando aconsejaba al futuro secretario de Defensa estadounidense qué zonas del mundo evitar si quería una carrera brillante.1 Exceptuando el violento derrocamiento de Salvador Allende en Chile en 1973 —apoyado por la administración Nixon— y la crisis de deuda pública y guerras en Centroamérica en la década de los ochenta, su opinión fue bastante acertada durante las siguientes décadas. Desde luego, el pavoroso colapso de la economía argentina en 2001-2002 atrajo miradas horrorizadas. Los capos de las drogas y la violencia de la guerrilla en Colombia alguna vez ocuparon los titulares. Fidel Castro nunca dejó de ser una curiosidad, tercamente instalado en su isla comunista hasta la vejez. Pero todo ello solo sirvió para subrayar el estatus de Latinoamérica como un continente en gran medida olvidado. No era suficientemente pobre para producir lástima y atraer ayuda ni suficientemente peligroso para justificar cálculos estratégicos, y tampoco con un crecimiento económico tan rápido que les acelerara el pulso a los grandes empresarios.

Luego, repentinamente, se difuminó el velo de olvido que la mayoría de los medios de comunicación europeos y estadounidenses mantenían sobre América Latina. Las elecciones presidenciales en la región llevaron al poder a una cohorte de líderes izquierdistas de diversos tipos, en una “marea rosa” que produjo la sensación de que América Latina se estaba sacudiendo del control de Estados Unidos, bajo el cual se afirmaba que había languidecido por siempre. Gran parte del interés fue catalizado por Hugo Chávez, el voluble y populista presidente de Venezuela, que despertó el temor en algunos círculos y la esperanza en otros de que fuera otro Castro —pero un Castro provisto de petróleo—. Aparentemente siguiendo sus pasos estaban Evo Morales, líder de los cultivadores de coca y socialista, que se convirtió en el primer boliviano descendiente de indígenas andinos en ser elegido a la presidencia de su país, y Rafael Correa en Ecuador, quien se describía a sí mismo como “izquierdista cristiano”. En Brasil, la elección en 2002 de Luiz Inácio Lula da Silva, exlíder sindical nacido en la pobreza, llevó al poder al Partido de los Trabajadores (PT), el partido de izquierda más grande de Latinoamérica. Néstor Kirchner, un hasta entonces desconocido gobernador provincial de la Patagonia, y su combativa esposa, Cristina Fernández, tomaron el control de Argentina, declarándole la guerra al Fondo Monetario Internacional (FMI), las empresas extranjeras y los titulares de los bonos del país. En Chile, Michelle Bachelet, socialista cuyo padre murió tras ser torturado por la policía secreta del general Pinochet y también brevemente presa política, llegó a ser la primera mujer en América Latina elegida presidenta sin deber dicha distinción a un matrimonio con un marido famoso (de hecho, era una mujer separada y con tres hijos). José Mujica, quien como guerrillero tupamaro capturado había pasado diez años en una celda de aislamiento —dos de ellos en el fondo de un pozo con hormigas y ratas por única compañía—, fue elegido presidente de Uruguay en 2009 por el partido de izquierda Frente Amplio. Durante su mandato, continuó viviendo con gran austeridad en su finca de tres habitaciones, conducía un viejo Volkswagen Escarabajo y almorzaba en las anodinas cafeterías de la Avenida 18 de Julio, la principal calle comercial de Montevideo. Atrajo la atención del mundo entero no solo por su modesto estilo de vida, sino también por promover con éxito la legalización de la marihuana en Uruguay.2

En 2008, ocho de las diez repúblicas suramericanas (excluyendo las Guayanas) estaban gobernadas por la izquierda, entendida en su sentido más amplio. Todo parecía indicar que algo estaba sucediendo en la región. Esto llevó a Eric Hobsbawn, historiador británico y comunista impenitente, a afirmar que “hoy, ideológicamente, me siento en casa en Latinoamérica porque es el único rincón del mundo donde la gente aún habla y hace política en el antiguo lenguaje, en el lenguaje del socialismo, comunismo y marxismo de los siglos XIX y XX”.3 Para otros era motivo de preocupación el hecho de que, en pleno siglo XXI, Latinoamérica permaneciera aparentemente atrapada en lo que consideraban arcaicas batallas ideológicas. Pero, en una región notoria por las extremas desigualdades en ingresos y riqueza, basadas no pocas veces en diferencias raciales, muchos vieron los nuevos movimientos izquierdistas como una respuesta largamente esperada al persistente legado del colonialismo ibérico.

Poco después, Latinoamérica comenzó a atraer atención por otro motivo. La vertiginosa industrialización de China y su ingreso a la economía global desataron una demanda sin precedentes de los metales, combustibles y alimentos que la región (y en especial Suramérica) produce en abundancia. Respaldada por el fuerte y sostenido incremento en los precios de las mercancías, gran parte de Latinoamérica se unió al boom de los mercados emergentes. En la cresta de la ola, de 2004 a 2008, la economía de la región —tomada en conjunto— tuvo un crecimiento promedio anual de 5.5 %, la inflación se mantuvo baja y las inversiones extranjeras llegaron a raudales. Fue el momento de mejor desempeño económico en Latinoamérica desde la década de los sesenta. La región navegó sin mayor problema la crisis económica mundial de 2008-2009, sufriendo tan solo una breve desaceleración. Gracias a su recién adquirida fortaleza económica, los gobiernos estuvieron en capacidad de responder no con austeridad sino con políticas fiscales y monetarias “anticíclicas” (expansivas), sin disparar la inflación. El boom económico fue de la mano con un progreso social extraordinariamente rápido. En 2002, 44 % de los latinoamericanos vivía por debajo de la línea de pobreza; en 2012 esa cifra había descendido a 28 %, lo cual significa que cerca de sesenta millones de latinoamericanos habían escapado a su condición de pobres.4 Incluso, la distribución de los ingresos en la región se hizo un poco menos desigual. La clase media se expandió y en algunas definiciones comenzó a sobrepasar en número a los pobres. En definitiva, el decenio de 2003 a 2012 fue la “década de oro” para América Latina.

Debido a su tamaño, Brasil atrajo especial atención entre los inversionistas extranjeros. En 2003, Goldman Sachs —un banco de inversión— publicó un informe en el que subrayaba la creciente importancia para la economía mundial de los BRIC, un nuevo acrónimo en el cual Brasil asume su lugar al lado de Rusia, India y China. Brasil es el quinto país más grande en área y población y la cuarta democracia más grande del mundo. En 2012 se había convertido en la séptima economía más grande del mundo, a la par con Gran Bretaña, y comenzó a ser visto como un país de importancia global en otros aspectos tales como las negociaciones sobre el comercio mundial y los convenios medioambientales. También aspiraba a ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La diplomacia expansiva de Lula le permitió a Brasil hacerse con la Copa Mundial de Fútbol de 2014 y a Río de Janeiro, con los Juegos Olímpicos de 2016. Su elección como sede de estos últimos significó que Brasil finalmente era reconocido como “un país de primera categoría”, declaró Lula.

Los líderes izquierdistas de Latinoamérica proclamaron una nueva era de vínculos “sur-sur” y solidaridad regional, en una actitud de rechazo más o menos explícito a Estados Unidos y lo que ellos denominaban “su hegemonía en la región”. No tenían que insistir tanto: el desastre de Irak y la crisis financiera habían dañado su confianza en sí mismo y sus pretenciones de liderar el mundo. La eterna agonía de la zona euro, los retos de la ampliación y migraciones masivas precipitaron a la Unión Europea (UE) a la introspección y grandes tensiones que, en junio de 2016, culminaron con el brexit (el voto del Reino Unido a favor de abandonar la UE). Entretanto, China se convirtió en el mayor socio comercial de varios países latinoamericanos, incluido Brasil, y en creciente fuente de inversiones y préstamos a sus gobiernos.

Del triunfalismo al estancamiento

Para el momento en que se realizaron los Juegos Olímpicos de Río, el triunfalismo se había evaporado y el ambiente en Brasil y el resto de Latinoamérica era bastante más lúgubre. A partir de 2011, la lentificación y maduración de la economía china hizo que los precios de las mercancías descendieran. En 2016, las economías latinoamericanas —tomadas en conjunto— enfrentaban su sexto año consecutivo de desaceleración. Según el FMI, el PIB de la región se estancó en 2015 y decreció 1 % en 2016.5 Ese promedio escondió variaciones dramáticas. Mientras el boom de las mercancías produjo un crecimiento uniforme en Suramérica, su colapso sacó a la luz la imprudencia y los errores de algunos de los gobiernos de izquierda. En 2016, Venezuela sufría la tasa de inflación más alta del mundo y su economía caía en picada; Brasil se encontraba atrapado en el peor bajón jamás registrado; Argentina estaba atrapada en la estanflación y Ecuador entraba en recesión. En la región, en general, la pobreza comenzó a crecer de nuevo. Por el contrario, el crecimiento continuó —aunque más lentamente— en Chile, Colombia, México y Perú, al igual que en Bolivia.

No sorprende entonces que el ciclo político comenzara a volverse en contra de la izquierda. En las elecciones presidenciales de noviembre de 2015 en Argentina, Mauricio Macri —un empresario de centroderecha— infligió una estrecha derrota al candidato de Cristina Fernández. Chávez murió de cáncer en 2013, precisamente cuando Venezuela estaba pagando el precio socioeconómico de su “socialismo del siglo XXI”. Su sucesor, Nicolás Maduro, carecía de las habilidades políticas de su mentor y, en una elección legislativa en diciembre de 2013, el régimen sufrió su primera derrota electoral a manos de su abigarrada oposición. En febrero de 2016, Morales, quien había ejercido el poder en Bolivia durante una década, perdió en un referendo que eventualmente le habría permitido permanecer en el poder hasta 2025 (aunque después señaló que procuraría anular esa votación). En Brasil, Dilma Rousseff, la sucesora cuidadosamente escogida por Lula, fue acusada de fechorías fiscales; su enjuiciamiento político destitución —que ella denominó “golpe de Estado”, a pesar de haberse cumplido los procedimientos constitucionales— reflejó el colapso de la gobernabilidad causado por su tremenda falta de popularidad y carencia de las habilidades políticas más elementales, la recesión y un escándalo masivo de corrupción que involucró a Petrobras, la empresa petrolera estatal (y en el cual el PT estaba profundamente implicado, aunque no hay evidencia de que ella estuviese involucrada de manera personal). En Chile, Michelle Bachelet —elegida por una mayoría aplastante en 2013 para un segundo período, tras un gobierno de centroderecha— perdió popularidad y fue obligada a reducir un ambicioso —pero, técnicamente imperfecto— programa de reforma social-democrática. En Perú, un presidente de centroizquierda, Ollanta Humala, fue sucedido por Pedro Pablo Kuczynski —un exbanquero de inversión— quien, con poco margen, derrotó a la candidata de centroderecha, Keiko Fujimori. Tan solo Ecuador rechazó la tendencia... escasamente. Correa decidió no presentarse para un cuarto período, pero su candidato, Lenin Moreno, derrotó por un estrecho margen a Guillermo Lasso, un banquero conservador.

Tras el reflujo de la “marea rosa”, hubo una combinación de indignación electoral causada por condiciones económicas más duras, ira contra la corrupción y frustración por el fracaso de los gobiernos de todas las tendencias políticas para proporcionar los mejores servicios públicos que exigían las sociedades de América Latina, menos pobres y más clase media que en el pasado. Fortalecidos por la expansión de los teléfonos inteligentes y las redes sociales en la región, los latinoamericanos salieron a las calles para expresar su rabia. En Brasil, en 2013, pequeñas protestas por el aumento de las tarifas de los autobuses en Sao Paulo se convirtieron en una ola de ira nacional contra los chanchullos de los políticos egoístas, simbolizados por los innecesariamente costosos estadios construidos para el Mundial de Fútbol, yuxtapuestos con la mala calidad del transporte público, los servicios de salud y las escuelas. En México y Honduras hubo protestas masivas contra la corrupción, y otras en Guatemala y Brasil que contribuyeron a la caída de sus presidentes. En Chile, en 2006 y de nuevo en 2011-2012, decenas de miles de estudiantes salieron a las calles en repetidas ocasiones para protestar por el alto costo y la baja calidad de la educación superior. Bachelet intentó aplacarlos prometiendo que la educación universitaria sería “gratuita” (es decir, financiada por los contribuyentes), pero en su segunda presidencia nunca se recuperó de su mal manejo de un escándalo sobre un dudoso proyecto inmobiliario de su hijo y su nuera.

El problema de la corrupción, en especial en la contratación pública, se había vuelto sistemático. Odebrecht, una empresa brasileña que era la mayor constructora de América Latina y estuvo en el centro del escándalo de Petrobras, admitió haber pagado sobornos a políticos y funcionarios en otros nueve países de Latinoamérica: un total de US$ 436 millones entre 2000 y 2015, según documentos publicados por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, como parte del acuerdo de la demanda más grande jamás presentada en virtud de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero. Eso sin contar los US$ 349 millones en sobornos pagados en Brasil.6

Y existía una causa adicional para el descontento de los votantes: la inseguridad crónica de la vida cotidiana en una región donde las bandas criminales llegaron a operar con impunidad en muchos países como consecuencia de fuerzas policiales y un poder judicial ineficaces y a menudo corruptos. Proporcionalmente, América Latina sufrió más asesinatos que cualquier otra parte del mundo (salvo las zonas de guerra). Con solo 8 % de la población mundial, representó alrededor de 37 % del total de homicidios en 2012, con 145.759 personas asesinadas en la región, según la ONU. A pesar del progreso social regional, la tasa de homicidios aumentó en forma inquietante.7 Una encuesta comisionada por el Programa de Desarrollo de la ONU sugirió que casi dos tercios de los latinoamericanos evitan salir de noche por temor a la delincuencia y uno de cada ocho se ha mudado de casa con el fin de sentirse más seguro.8 No es de extrañar que (al menos hasta que la desaceleración económica se impuso) las encuestas señalaran que el crimen había superado las inquietudes económicas como la mayor preocupación de los latinoamericanos. La delincuencia era un problema que pocos gobiernos, ya fueran de izquierda o derecha, habían enfrentado.

La combinación de austeridad y corrupción era políticamente tóxica. Propició la exigencia de una alternancia de poder que es común en las democracias, pero que era algo novedoso en América Latina. De hecho, originalmente, esta combinación y el estado de ánimo contrario a los que estaban en el poder fueron lo que antes había provocado el giro a la izquierda en la región.

Entre el progreso y la tentación populista

En los últimos años de la Guerra Fría, América Latina había experimentado una transformación histórica, con lo que pareció ser el establecimiento definitivo de los gobiernos democráticos. En 1978, aparte del Caribe de habla inglesa, solo tres países de la región eran democracias; en 1994, todos excepto Cuba y México lo eran (y México también lo sería pronto).9 Esta ola democrática arrastró a algunas de las dictaduras más sangrientas y canallas que los países latinoamericanos habían visto en su larga, aunque lejos de ser continua o generalizada, historia de gobiernos autoritarios. Se dio de la mano con una oleada de reformas económicas de libre mercado tras medio siglo de proteccionismo estatal. Conocido como el “Consenso de Washington” o, si se prefiere, “neoliberalismo”, generó mucho optimismo de que América Latina por fin se hubiera embarcado en lo que algunos en los mercados financieros pensaron que sería un camino continuo de crecimiento y desarrollo sostenido.

Esas entusiastas expectativas resultaron ser en exceso optimistas. La historia, como sucede a menudo, tomó un rumbo más complicado. Los frutos iniciales de la reforma económica fueron variados. La inflación, durante tanto tiempo una pesadilla latina, fue controlada. Al principio, el crecimiento repuntó, cuando la inversión extranjera llegó a raudales. Pero fue frenado y, en varios países, revertido cuando se hizo evidente por una serie de desgarradoras crisis financieras que el capital extranjero podía irse tan rápido como había llegado. Entre 1998 y 2002, la región sufrió lo que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (más conocida como Cepal) de las Naciones Unidas llamó “media década perdida” de estancamiento económico. Este decepcionante récord significó que las reformas del libre mercado cayeron en un desprestigio generalizado, aunque a menudo injustamente. En particular, la privatización era detestada, en parte porque se asociaba —en algunos casos— con corrupción o la sustitución de monopolios públicos por privados. Además, las políticas del Consenso de Washington fueron ampliamente culpadas —si bien erróneamente— del colapso económico y financiero de Argentina en 2001. La “media década perdida” no solo allanó el camino para el “giro a la izquierda”, pues el electorado se resintió con los representantes de centroderecha, sino que también trajo consigo la inestabilidad política: ocho presidentes no completaron sus períodos de mandato entre 1997 y 2005.

La llegada de la izquierda al poder suscitó amplias esperanzas de una reforma progresiva. Los líderes de izquierda tenían en común su oposición retórica a lo que llamaron el “neoliberalismo”, un término —a menudo sin sentido— de abuso político que ejerce una influencia nefasta en la región. Con frecuencia se usa simplemente para denunciar una economía capitalista abierta.12 Yo utilizaré el término ‘neoliberal’, en forma mucho más estricta, para referirme a aquellos que creen que la estabilidad macroeconómica, los mercados libres y el libre comercio por sí mismos son suficientes para alcanzar el desarrollo económico, en lugar de ser condiciones necesarias que exigen el complemento de un Estado efectivo.

A pesar de sus muestras de adulatoria solidaridad en frecuentes cumbres regionales, había importantes diferencias entre los distintos presidentes de izquierda. Algunos eran, hablando en términos generales, socialdemócratas latinoamericanos, mientras otros estaban más cerca de la tradición regional de populismo.13 Lula, los presidentes socialistas chilenos —Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet (2006-2010 y 2014-2018)— y el Frente Amplio de Uruguay fueron ejemplos de la primera variante. La segunda la representaron Chávez, los Kirchner, Correa y —en menor medida— Morales. Los del primer grupo eran reformistas; algunos del segundo grupo hablaban de “refundar” los sistemas políticos de sus países. Su actitud hacia las instituciones de la democracia liberal los diferenciaba. Los socialdemócratas representaban partidos políticos más establecidos y llegaron al poder en países con instituciones más fuertes que tendían a respetar. El instinto y la práctica de los populistas, que solían ser outsiders (intrusos) políticos, era concentrar el poder en sus propias manos, para anular los controles al poder ejecutivo y gobernar en forma más plebiscitaria y mayoritaria.14 Pero los líderes y los partidos evolucionaron con el tiempo. Así, Morales, que debió su ascenso a los movimientos sociales autónomos, se volvió más populista estando en el cargo y el PT brasileño buscó doblegar las reglas de la democracia liberal a través de una sistemática financiación ilegal del partido. Cristina Fernández fue más intransigente que su marido (quien murió en 2010). Chávez, un exoficial del ejército que participó en un fallido golpe militar contra un gobierno electo en 1992, pertenecía a la clásica tradición latinoamericana del caudillo populista u hombre fuerte, pero luego —influido por Fidel Castro— viró hacia un estalinismo tropical, mientras se limitaba a preservar solo las apariencias de la democracia.