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Desinformación y guerra política • Thomas Rid

Historia de un siglo de falsificaciones y engaños.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Un análisis sobre el papel del fraude en el pasado y en la actualidad.

Vivimos en una época de engaños. Las agencias de espionaje de todo el mundo dedican una gran cantidad de recursos a hackear, filtrar y falsificar datos, a menudo con el objetivo de minar nuestra confianza en la información y debilitar la base misma de la democracia. Thomas Rid, reconocido experto en tecnología y seguridad nacional, fue uno de los primeros en dar la voz de alarma sobre la interferencia en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. Pero, por muy astutas que hayan llegado a ser estas medidas adoptadas por las agencias de espionaje, no son nada nuevo.

En este asombroso viaje por un siglo de guerra psicológica secreta, Rid saca a la luz algunas de las operaciones más significativas de la historia, rastrea el aumento de las filtraciones y muestra cómo los espías comenzaron a explotar la cultura emergente de Internet mucho antes del caso WikiLeaks.

Desinformación y guerra política nos conduce, como si de una visita guiada se tratara, por lo más profundo de un vasto salón de espejos, antiguos y nuevos, apuntando a un futuro de polarización diseñada, pero también nos ofrece las herramientas para superar este engaño.

Fragmento del libro “Desinformación y guerra política” (Crítica), © 2020, Thomas Rid. © 2021 Traducción: Yolanda Fontal. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Desinformación y guerra política | Thomas Rid

#AdelantosEditoriales

 

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Confianza

En marzo de 1988, Robert Gates, el subdirector de la Agencia Central de Inteligencia, quedó para desayunar con un escritor de la Institución Hoover, el centro de investigación conservador de la Universidad de Stanford. El escritor, un amigo de Gates, había visto recientemente una curiosa nota a pie de página en un grueso libro que estaba leyendo. La nota mencionaba un estudio de la CIA poco conocido y nunca publicado sobre la «Confianza», una misteriosa organización soviética que existió, o se creyó que existió, durante cinco años en la década de 1920. Walter Pforzheimer, el conservador y pionero de la Colección Histórica de Inteligencia de la Agencia, había encargado el estudio a dos veteranos agentes de la CIA especializados en los servicios secretos rusos y lo terminaron en marzo de 1967. El personal de historia de la CIA preparó una cuidadosa carta de respuesta. Gates le dijo a su amigo de Stanford que Confianza había desempeñado «un papel moderadamente útil en la formación de varios empleados de la Agencia en determinadas técnicas de inteligencia soviéticas». Se trataba de un artero eufemismo.

La Operación Confianza es una de las conspiraciones más espectaculares y osadas de la historia de los servicios secretos. Incluye espías comunistas revolucionarios, insurgentes de la realeza exiliados, amoríos, chantajes, ejecuciones simuladas y reales, un libro falso, y a la mayoría de las agencias de inteligencia de Europa que existían en el período de entreguerras. Y lo que es más significativo: la campaña, que duró más de cinco años, propició la creación de la primera unidad dedicada a la desinformación. Tuvo tanto éxito, que incluso su principio y su fin siguen siendo objeto de controversia.

La fuente más fidedigna y detallada sobre Confianza es el magnífico análisis publicado en 1988 por la CIA, que no existía en los años veinte y, por tanto, no tenía intereses particulares. En 1997, los servicios de inteligencia exterior rusos, los descendientes directos de los cerebros de la Checa que diseñaron la Operatsiya Trest, publicaron su propio informe sobre la campaña, algo menos detallado y menos ponderado, y realizado supuestamente a partir de treinta y ocho volúmenes de documentos de los archivos de la seguridad del Estado de Rusia. Las historias contadas por las dos agencias de espionaje enfrentadas coinciden en muchos detalles importantes.

En 1921, la guerra civil había provocado una emigración masiva de rusos conservadores y anticomunistas. Más de un millón de personas abandonaron su patria llevando consigo una visión romántica de la vida en la Rusia imperial. Los «blancos», como se los solía llamar, conservaron a muchos de sus líderes, sus organizaciones militares y de inteligencia, e incluso algunas de sus armas, junto con lo más importante: una visión contrarrevolucionaria del futuro de Rusia. Muchos de los grupos de emigrados más agresivos deseaban reinstaurar la monarquía. El nuevo Gobierno soviético calculó que la cifra de emigrados rusos diseminados por Europa y Asia ascendía a entre un millón y medio y dos millones. También editaban sus propias publicaciones periódicas: más de una decena en todo el mundo en 1921 y más de cuarenta durante los años veinte solo en París.

En julio de 1921, Lenin alertó en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista de que los emigrados publicaban sus propios periódicos, estaban bien organizados y conspiraban, y que «el enemigo [había] aprendido». Lenin avisó a sus camaradas comunistas de que «iban a hacer todo lo posible y a aprovechar hábilmente cualquier oportunidad para atacar de un modo u otro a la Rusia soviética y destruirla». En realidad, la vida en el exilio era dura. La situación de los emigrados monárquicos era desesperada y vivían sumidos en un temor constante a la traición, la detención, la ejecución y la pobreza. El gran duque de Rusia, el heredero al trono, tuvo que desengarzar y vender una a una las piedras del collar de diamantes de su esposa para poder pagar el alquiler de un pequeño castillo a las afueras de París.

Al mando de la legendaria policía secreta bolchevique con Lenin se encontraba una personalidad emblemática, Félix «de Hierro» Edmúndovich Dzerzhinski. A la organización de Dzerzhinski se la conocería como la Checa. Posteriormente, durante la guerra fría, los agentes de inteligencia de todo el bloque oriental mencionaban con orgullo su herencia «chequista». Dzerzhinski, alto y muy delgado, era un revolucionario combativo. Había estado recluido durante años en las cárceles zaristas, donde los guardias le habían golpeado con tanta brutalidad, que más adelante llevaría oculta la mandíbula completamente desfigurada bajo una espesa perilla. Desde su oficina en la Lubianka, el icónico cuartel general de ladrillos amarillos de la Checa, el irritable Dzerzhinski aplastaba sin piedad las actividades contrarrevolucionarias dentro de Rusia y en el extranjero.

Dzerzhinski encargó a sus mejores agentes subvertir a los líderes políticos blancos. A cargo de la ofensiva estaba Artur Artuzov, el jefe del departamento de contrainteligencia. Artuzov, ingeniero metalúrgico de formación e hijo de un fabricante de quesos italosuizo, era un bolchevique duro y fornido con una gran habilidad para detectar las debilidades de sus enemigos.

No era fácil encontrar una oportunidad, pero en noviembre de 1921 unos espías bolcheviques interceptaron una fatídica carta en Estonia (que todavía no estaba bajo control soviético). La carta, enviada por un futuro oficial insurgente desde Tallin al Consejo Monárquico Supremo en Berlín, contenía un informe sobre una reunión conspirativa celebrada en la capital estonia, donde los monárquicos rusos locales se habían reunido con un activista afincado en Moscú. Alexander Yakushev, de cuarenta y cinco años, era hijo de un profesor y él mismo también lo parecía, con su monóculo sobre la nariz, entradas y una pequeña perilla. Era un aristócrata, un administrador famoso por su eficiencia, encantador y mujeriego; de hecho, la CIA señaló que su viaje desde Moscú a Tallin estuvo relacionado con una aventura amorosa. Yakushev había sido funcionario con el zar y seguía siéndolo con los bolcheviques, como alto funcionario responsable de las vías navegables en el Ministerio de Ferrocarriles. Ahora Artuzov tenía en su poder una carta en la que los insurgentes blancos elogiaban a Yakushev. «Piensa como nosotros. Es lo que necesitamos. Afirma que su opinión es la de las mejores personas de Rusia», escribieron los insurgentes.

La misiva continuaba explicando la opinión de Yakushev sobre la futura contrarrevolución: «El gobierno no lo crearán los emigrados, sino quienes estén en Rusia», afirmaba con énfasis. Yakushev también había dicho a los blancos en Estonia que ya existían organizaciones contrarrevolucionarias activas en Rusia y que incluso se habían infiltrado en la administración bolchevique. A continuación, el aristocrático Yakushev restaba importancia a los emigrados en Europa diciendo, según cita la carta: «En el futuro serán bienvenidos en Rusia, pero queda descartado importar un gobierno desde el extranjero. Los emigrados no conocen Rusia. Tienen que venir, quedarse y adaptarse a las nuevas condiciones».

Y proseguía: «La organización monárquica en Moscú dará instrucciones a las organizaciones en Occidente, y no al revés». Incluso lanzaba la idea de una monarquía «soviética».

La carta interceptada inspiró a Artuzov. La extraordinaria misiva exponía las «contradicciones», por utilizar la terminología preferida más tarde por los especialistas en medidas activas, en el seno de la causa monárquica. Le explicó a Dzerzhinski que los propios activistas rusos blancos prácticamente habían facilitado un plan de acción a la Checa sobre cómo subvertir el movimiento ruso blanco y lo señalaba una frase subrayada: «El gobierno no lo crearán los emigrados, sino quienes estén en Rusia». Artuzov llamó entonces la atención de Dzerzhinski sobre la segunda parte de la carta, en la que el escritor afincado en Estonia elogiaba el intelecto, los contactos y la perspicacia suprema de Yakushev. En vista de su credibilidad y de su encanto, Yakushev sería el activo perfecto.

«Yakushev es una persona muy interesante. Tenemos que averiguar cuanto sea posible sobre él, sobre lo profundas que son sus convicciones monárquicas», dijo Dzerzhinski. Dzerzhinski tenía una relación personal con Yakushev; habían trabajado juntos en un asunto relacionado con el transporte en 1920, el año anterior, y Dzerzhinski pensó que era posible convencerle para que cambiara de bando. Propuso crear una falsa organización monárquica para entablar un «juego operativo» con el Consejo Monárquico Supremo de Berlín y otras organizaciones de emigrados. Pero primero la Checa tenía que detener a Yakushev, entregarlo y aprovechar su credibilidad para lograr que los insurgentes rusos blancos en el extranjero cayeran en la complacencia o regresaran a Rusia, donde podrían ser arrestados.

A Artuzov se le ocurrió enseguida un ingenioso plan para interrogar a Yakushev. (En su informe, los analistas de la CIA parecían estar muy impresionados con este plan y lo comentaban extensamente.) El confiado Yakushev regresó a Moscú, donde la Checa le había organizado una asignación temporal en Irkutsk, Siberia. Solo el trayecto de ida en tren duraría casi una semana. No obstante, el viaje no era más que una tapadera. Mientras Yakushev se dirigía a la estación de tren para partir hacia Irkutsk, la policía secreta lo detuvo y lo llevó a la Lubianka. Le dijeron que se preparara para un exhaustivo interrogatorio y que no se preocupara por su familia, a la que se informaría mediante un telegrama de que había contraído la fiebre tifoidea en Siberia y tenía que permanecer un tiempo allí.

El propio Artuzov se encargó del interrogatorio. Durante las tres primeras semanas, le preguntó a Yakushev por su carrera en tiempos del zar. Artuzov incrementó hábilmente la presión con este tipo de preguntas, al tiempo que impedía que Yakushev averiguara de qué iba todo aquello. El interrogatorio pronto se desvió a las aventuras extramaritales de Yakushev y a su dudosa moral. Entonces Artuzov lo interrumpió durante una semana para dejar que a Yakushev le carcomieran las dudas y el arrepentimiento. En la siguiente sesión, Artuzov quiso asustar a Yakushev. Le dijo a su víctima que la Checa estaba al tanto de que se había reunido en 1917 con un infame espía británico, Sydney Reilly. La Checa sabía que había hablado con Reilly acerca del futuro de Rusia y que Yakushev había expresado su voluntad de vender Rusia a los británicos. Artuzov incluso reveló que el encuentro para conspirar se produjo en el camerino de una bailarina. ¿Qué clase de patriotismo era ese?, preguntó Artuzov. ¿Cómo se podía defender semejante traición a la madre patria?

Artuzov dejó a Yakushev solo durante otra semana para que esta vez le carcomiera un miedo mortal. A su regreso, llevaron a Yakushev a una oficina más agradable y bien amueblada. Artuzov le hizo algunas preguntas fáciles e intrascendentes para que el agotado Yakushev se sintiera algo más cómodo. Y entonces vino el golpe de gracia: ¿de qué había hablado Yakushev con el emigrado blanco en Tallin? Yakushev negó haber visitado a nadie en Tallin. El momento fue tenso. Artuzov abrió entonces la puerta y entró en la habitación una de las amantes de Yakushev, la prima del monárquico con el que se había reunido en Estonia, quien confirmó que este había realizado el viaje. Después de que la mujer saliera de la habitación, Artuzov le entregó la carta original interceptada en la que se describían, con todo detalle, las conversaciones conspiratorias que había mantenido en Tallin. En ese momento, Yakushev se desmayó.

Cuando se recompuso, comprendió que podían ejecutarle en cualquier momento. Comenzó a poner por escrito todo lo que sabía sobre la resistencia monárquica. Al cabo de unos días, volvieron a llevarle a ver a Artuzov, su interrogador. Artuzov le dijo que la Checa había examinado detenidamente su caso y había llegado a la conclusión de que no era un completo traidor; después de todo, había desaconsejado a los emigrados el uso del terrorismo. Le enviaron a casa y le dijeron que retomara su trabajo, pero antes, en un último encuentro con Artuzov y Dzerzhinski, el jefe del espionaje le hizo una oferta. La policía secreta apoyaría la creación de una falsa organización monárquica base en Moscú y Yakushev sería su líder. «Dispondrá de agentes para las unidades militares y políticas, su base estará en San Petersburgo y Moscú, y viajará a Europa para reunirse con “personas afines”», le dijo Dzerzhinski. Dio por sentado que Yakushev sabía lo que estaba pasando, pero, no obstante, se lo explicó claramente, ya que la idea era muy osada: «Todo esto será un plan secreto, nuestro plan con su participación, con el nombre en clave de “Confianza”».

Dzerzhinski empezó a tratar a Yakushev con respeto. «No espero de usted, Alexander Alexandrovich, una respuesta inmediata —dijo, utilizando una forma de dirigirse a él amable pero formal, muy común en Rusia—. Vaya a casa y piense en ello detenidamente.»

Poco después, la Checa creó, con la colaboración de Yakushev, su falsa organización monárquica con cuatrocientos miembros inexistentes. Recibió el nombre oficial de Organización Monárquica de Rusia Central, o MOTsR por sus siglas en ruso. Las fuentes históricas no son concluyentes sobre la cuestión de si el núcleo de la MOTsR ya existía en Moscú (como suponía el estudio de la CIA) o si Dzerzhinski creó la falsa organización desde cero (como afirmaba en una historia oficial el SVR, el servicio ruso de inteligencia extranjera después de la guerra fría). En cualquier caso, por entonces la Checa trabajaba para crear el espejismo de que existía una insurgencia monárquica en la URSS. El juego operativo de Dzerzhinski estaba en marcha.

El 14 de noviembre de 1922, Yakushev emprendió el primer viaje a Berlín en su nuevo papel con el propósito de establecer contacto con el Consejo Monárquico Supremo. Según las instrucciones que había recibido, tenía que dejar claro a los monárquicos rusos en Berlín que consideraba al gran duque Nicolás Nikoláyevich, el nieto del zar Nicolás I afincado en París, el único dirigente aceptable en la Rusia postsoviética. La nueva monarquía debía restaurar la vieja sin realizar un solo cambio. Uno de los principales cometidos de Yakushev era contactar con el gran duque en persona para así aumentar su prestigio y credibilidad en la comunidad de emigrados.

La reunión de Yakushev con representantes del Consejo Supremo fue todo un éxito. Encantador, elocuente y seguro de sí mismo, habló con mucha autoridad. Los agentes de la Checa le habían dicho que el Consejo Monárquico Supremo no disponía de buena información sobre la verdadera situación en Rusia, por lo que Yakushev les contó a los emigrados que Rusia estaba empezando a despertar de la espantosa pesadilla que era la revolución bolchevique. Les dijo que las fuerzas anticomunistas estaban reforzando su posición incluso dentro de la administración, que la organización Confianza estaba en mejores condiciones para recopilar información sobre el futuro de la restauración monárquica y trasladársela a los emigrados desde Moscú y que no sería prudente poner en peligro sus esfuerzos interfiriendo desde el extranjero. Su sangre fría era asombrosa. El Consejo Supremo parecía convencido.

El viaje a Berlín fortaleció la confianza en sí mismo de Yakushev. No estaba muy impresionado con los líderes emigrados que había conocido y se consideraba muy superior a ellos. Pensaba que ninguno tenía el carisma necesario para promover una contrarrevolución y dirigir un nuevo Gobierno en la URSS. Los historiadores de la CIA concluían en un perspicaz análisis psicológico que la visita de Yakushev a Berlín «le dejó con la honda convicción de que, para bien o para mal, el futuro de Rusia estaba en manos de los bolcheviques». El antiguo funcionario zarista estaba ahora dispuesto a consagrarse al «juego operativo» chequista y ya no se iba a sentir culpable por seguirles la corriente.

En el verano de 1923, Yakushev regresó a Berlín, que era uno de los focos de actividad de los emigrados. Había concertado una reunión con un grupo de expatriados más belicista y extremista que giraba en torno al carismático y visionario Pyotr Wrangel, un noble alemán del Báltico y uno de los últimos comandantes del ejército blanco en las últimas etapas de la guerra civil. Wrangel, con experiencia en combate, se rodeaba de oficiales del ejército. Cuando Yakushev se reunió con los hombres de Wrangel, causó una excelente impresión a los monárquicos: sentado en el sofá enfrente de ellos tenían a un caballero decente, no al bolchevique bruto que algunos habían esperado. Yakushev estaba tranquilo, no habló ni en voz baja ni en voz alta, quizá incluso con una pizca de indiferencia, y no gesticuló. Irradiaba una sosegada confianza en sí mismo.

Yakushev advirtió a los monárquicos de Berlín de que debían ir poco a poco, de que tenían que conservar sus fuerzas para el día de la restauración y esperar hasta que los bolcheviques estuvieran listos para desmoronarse desde dentro, en lugar de ponerlo todo en peligro con ataques prematuros o atentados terroristas. Añadió que el futuro Gobierno ruso estaría formado por quienes lucharan por él desde dentro. Sin embargo, el jefe de inteligencia de Wrangel se mostró escéptico y empezó a acosar a Yakushev con preguntas difíciles: ¿Cómo podía producir toda esa actividad monárquica entre agentes de la Checa? Yakushev dijo que los emigrados llevaban fuera demasiado tiempo y ya no estaban bien informados sobre las condiciones en la URSS. La reunión terminó enseguida y no todo el mundo se mostró convencido. Sin embargo, una persona en particular sí se tomó en serio a Yakushev y quedaron plantadas las semillas que darían su fruto dos años y medio más tarde.

La Operación Confianza tenía otro objetivo principal, además de engañar a los monárquicos: mentir a los servicios de inteligencia occidentales, concretamente sobre la capacidad militar de una URSS todavía joven y frágil. Esta medida activa militar era especialmente urgente, ya que la reorganizada Checa, que para entonces se llamaba Directorio Político del Estado (GPU, por sus siglas en ruso), al parecer había sabido por sus espías en el extranjero que se habían puesto en marcha los preparativos para una nueva intervención contra la Unión Soviética. Tras regresar de Berlín, Yakushev recibió el encargo de establecer contactos con una serie de servicios de inteligencia extranjeros.

Unos de los primeros de la lista fueron los de Estonia, pequeños pero bien conectados. Yakushev enviaba cartas desde la MOTsR al Consejo Monárquico Supremo a través de la misión estonia en Moscú. El GPU sospechaba que los espías estonios estaban interceptando y leyendo esas cartas, que enviaban en sus propias valijas diplomáticas. Los hombres de Dzerzhinski creían que una vez que los estonios hubieran abierto con vapor y leído detenidamente las misivas, intentarían establecer contacto con la MOTsR, siempre y cuando, claro está, las cartas contuvieran información de interés para los servicios de inteligencia. Así pues, Yakushev, con un poco de ayuda del GPU, incluyó en las cartas material cuidadosamente manipulado sobre el Ejército Rojo. Los estonios picaron el anzuelo. «En ese momento comenzó la transferencia de material de desinformación a los servicios de inteligencia estonios», recordaba la historia oficial de los servicios secretos rusos.

El 11 de enero de 1923, vio la luz del día una notable novedad institucional: Artuzov creó una oficina para la dezinformatsiya o desinformación. El volumen del material engañoso transmitido a través de estos canales de inteligencia fue lo bastante grande como para propiciar una novedad burocrática en la inteligencia exterior rusa. Al parecer, el GPU se coordinó con el Consejo Militar Revolucionario, la máxima autoridad militar de Rusia, para crear una oficina especial que «preparara desinformación para los servicios de inteligencia militar occidentales». El objetivo era, según un participante del GPU, «disuadir la intervención militar de las potencias occidentales». La oficina de deza del GPU elaboraría actas falsas del Politburó, memorandos e informes militares engañosos para exagerar la capacidad soviética. La nueva oficina fue autorizada por el Comité Central del partido y al principio colocó artículos falsos en la prensa oficial soviética. Uno de los ayudantes de Artuzov se jactó más tarde en un informe de la eficacia de la desinformación militar, que otorgaba al Ejército Rojo una asombrosa capacidad fantasma: afirmaba haber «proporcionado al personal de todos los Estados de Europa Central» estadísticas manipuladas sobre la fuerza militar.

Los asuntos de Confianza llevarían a Yakushev a Tallin, Riga, Helsinki, Varsovia, Berlín y París. En agosto de 1923, Yakushev realizó el viaje más importante para reunirse con Nicolás Nikoláyevich Románov, el gran duque de Rusia, en París. Nicolás era un hombre ascético y devoto con porte imperial, sus dos metros de altura, y la encarnación de las virtudes militares. Vivía prácticamente aislado en Choigny, el castillo que había alquilado a unos treinta kilómetros de París. Con Yakushev viajaba un exgeneral monárquico, Nikolái Potapov (que ahora era un general bolchevique leal y, en realidad, uno de los fundadores del Ejército Rojo). El encuentro duró tres horas, en las que Yakushev soltó su perorata: que el comunismo, incluso el socialismo, habían perdido prestigio en Rusia; que la Rusia eterna estaba resucitando; y que la MOTsR, de regreso en el país, era el agente del cambio. Los emigrados se enfrentaban a una situación peligrosa: si ayudaban a las potencias extranjeras a intervenir en Rusia y explotarla, entonces los patriotas rusos, que odiaban la injerencia, cerrarían filas en torno al Gobierno bolchevique. Era mejor sentarse a esperar y apoyar a los monárquicos que estaban sobre el terreno en Moscú. Yakushev informó de que el gran duque estaba plenamente convencido y había dicho: «No solo estoy de acuerdo, sino que no dejaré de consultarle, no daré un paso sin usted, y no solo ahora, también en el futuro le pediré siempre consejo».

Para mediados de 1924, la organización Confianza había entablado relaciones con los servicios de inteligencia finlandeses. A fin de hacer que el traslado de documentos y personas fuera más creíble, Confianza controlaba una «garita» en la frontera entre la Unión Soviética y Finlandia. Estas «garitas» eran cruces fronterizos remotos custodiados por guardias aparentemente leales que permitían a los agentes y mensajeros de Confianza (en realidad, oficiales de los servicios de inteligencia soviéticos) entrar y salir de la Unión Soviética. Para entonces, los falsos monárquicos de Moscú también habían establecido relaciones laborales con los servicios secretos estonios, polacos y británicos. Los cerebros rusos comprendieron que estas agencias de inteligencia más pequeñas, con sus propios intereses y deseosas de entablar buenas relaciones laborales, estaban dispuestas a transmitir lo que consideraban información valiosa a sus contrapartes occidentales, mucho más poderosas. Un oficial de inteligencia polaco que analizó la Operación Confianza explicó más tarde la lógica que operaba en las agencias de espionaje que cooperaban de tan buena gana con la MOTsR: «¿Por qué gestionar nuevas cadenas, por qué llevar a cabo actividades clandestinas peligrosas, por qué gastar grandes sumas de dinero cuando casi cada semana llegaban de Moscú valijas diplomáticas con sobres pulcramente cerrados que contenían las respuestas a casi todas sus preguntas?», preguntaba el oficial polaco.

Uno de los proyectos especiales de Dzerzhinski, en particular, hizo que Confianza fuera famosa en la cultura popular: el asesinato de Sydney Reilly, un excéntrico exagente de los servicios secretos británicos y un antibolchevique especialmente fervoroso. En la primavera de 1925, Dzerzhinski ideó un plan que consistía en utilizar Confianza para atraer a Reilly a Rusia y ejecutarlo.

En mayo, Reilly recibió una carta críptica de un contacto de confianza de la MOTsR, que le llegó a través de un agente del MI6 en Tallin. El mensaje aludía a «grandes posibilidades de negocio en Rusia que, con toda probabilidad, tendrían una enorme influencia en los mercados europeos». La nota en una enigmática clave estaba pensada para convencer a Reilly de que la contrarrevolución era inminente y este mordió el anzuelo. Reilly acordó con los emigrados blancos de París viajar a Rusia vía Helsinki en septiembre de 1925. El propio Yakushev acudió a Helsinki, cruzando por una de las «garitas» falsamente clandestinas de la frontera entre Rusia y Finlandia, para reunirse allí con él. Reilly, tras algunas dudas iniciales, accedió a realizar un viaje a Rusia de tres días, primero a Leningrado y después en tren a Moscú, para reunirse con los dirigentes de Confianza. La seguridad del Estado rusa detuvo a Reilly en Moscú cuando regresaba a la estación.

Los hombres de Dzerzhinski sabían que la noticia de la detención de Reilly iba a dañar la credibilidad de Confianza entre los emigrados, tal vez de manera irrevocable. Así pues, para proteger la reputación de la MOTsR en el extranjero, Artuzov propuso una tapadera. En lugar de Reilly, uno de los ayudantes de más confianza de Artuzov regresó a la «garita» en la frontera entre la Unión Soviética y Finlandia. Allí, entrada la noche del 28 de septiembre o a primera hora de la madrugada, los servicios de inteligencia soviéticos organizaron un falso tiroteo. A la mañana siguiente llegó un camión y retiró los tres «cadáveres». Todo ello fue cuidadosamente escenificado para hacer creer a los guardas finlandeses que Reilly y dos agentes de la MOTsR habían sido asesinados al intentar cruzar la frontera. Un diario leningradense del partido, Krasnaya Gazeta, anunció la muerte de Reilly, pero los periódicos soviéticos carecían de credibilidad. Se dispararon los rumores de que la MOTsR era, en realidad, una organización fachada comunista.

La organización Confianza puso en marcha casi de inmediato otro plan para reparar el daño causado a su reputación. La oportunidad se presentó en la persona de Vasily Shulgin. Shulgin había sido un miembro conservador de la Duma y un personaje político prominente en tiempos del zar, un acérrimo monárquico y un rico terrateniente, y ahora era un escritor emigrado respetado y popular. Tenía unos ojos curiosos y juveniles, un bigote poblado que parecía sonreír, con las puntas hacia arriba. Su hijo, un joven soldado, había desaparecido en medio del caos de la guerra civil en Crimea en el verano de 1920; Yakushev sabía que al escritor le consumía el deseo de encontrar a su hijo desaparecido. Los dos hombres se habían visto en Berlín en 1923. Yakushev invitó al periodista a viajar a la URSS y le prometió que Confianza haría todo lo posible para encontrar a su hijo desaparecido. Shulgin, pese a ser consciente del riesgo que corría, aceptó.

En el otoño de 1925, partió de París a Varsovia. Justo antes de Nochebuena, la noche del 22 de diciembre, Shulgin entró «ilegalmente» en la URSS. El periodista cruzó por una de las «garitas» falsas cerca de Stolbtsy, en la frontera entre la Unión Soviética y Polonia. Primero visitó Minsk y después Kiev, Moscú y la nueva Leningrado (rebautizada el año anterior). Shulgin estuvo acompañado en todo momento de aparentes monárquicos que se ocupaban con sumo cuidado de organizar su viaje.

En Moscú le recibió Yakushev, quien le presentó a los líderes de la MOTsR. La organización fachada del OGPU (el GPU se había vuelto a reorganizar) escenificó una atmósfera conspirativa para su visitante. Le dijeron a Shulgin que era tan conocido en Rusia, que tenía que disfrazarse. Todo esto «le causó una gran impresión», según recordaba la historia oficial de los servicios de inteligencia rusos. Las razones del OGPU para justificar la farsa eran complicadas: Dzerzhinski quería hacer creer a Shulgin que la vida real en Rusia volvía a ser vibrante, que los emigrados no estaban al corriente de lo que sucedía realmente en la URSS y que el bolchevismo estaba siendo socavado desde dentro. Los intentos de encontrar a su hijo, genuinos o no, fueron infructuosos. Shulgin ya podía dar por zanjado el asunto. Cuando los organizadores del viaje se percataron de que la artimaña estaba funcionando y de que a Shulgin le causaba una impresión favorable lo que veía en la Unión Soviética, decidieron dar un paso más. El talento literario de Shulgin era bien conocido, así que Yakushev le propuso que escribiera un diario en forma de libro en el que narrara su viaje.

Inicialmente Shulgin no tenía planes de escribir un libro sobre su viaje a Rusia, un viaje que consideraba que había sido «ilegal», organizado por monárquicos insurgentes y con un gran riesgo para su seguridad personal y para la causa general. «Al principio me negué categóricamente a describir mi viaje ilegal. Temía defraudar a mis “amigos” de Confianza», recordaba Shulgin más tarde. Pero Yakushev sostenía que era importante difundir la verdad sobre el país. Los monárquicos en Rusia propusieron que escribiera libremente un primer borrador del manuscrito en el extranjero y después lo censurara la MOTsR en Moscú por razones de seguridad, de modo que no tuviera que preocuparse de perjudicar a la insurgencia. Shulgin volvió a aceptar. En febrero de 1926 partió de Rusia hacia París, se puso manos a la obra y poco después remitió un manuscrito a Moscú. «Dzerzhinski y Artuzov fueron los primeros lectores del manuscrito del libro de Shulgin», según la historia oficial del SVR.