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Ciudad de odios • Fernando del Collado

Instantáneas de furia, crimen e intolerancia.

Por
Escrito en OPINIÓN el

El odio es un habitante más de la Ciudad de México, uno poderoso y omnipresente. Viaja en metro, se mete en la vida privada, quema y destroza. Se ensaña con lo diverso, con lo diferente.

En esta obra se compendian decenas de crímenes de odio.

Producto de una década de investigación, Fernando del Collado reconstruye, con ternura y valentía, buena parte de los casos que evidencian el rostro intolerante y homófobo del odio. Relata el sinsentido de más de cien asesinatos.

En un ejercicio inédito entre el periodismo y la literatura, aparecen las vidas segadas, la desolación de las parejas, los amigos y las familias, el silencio de la sociedad indolente. El amor quebrado.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro Ciudad de odios de Fernando del Collado con autorización editorial de Penguin Random House.

Fernando del Collado es periodista y profesor. Actualmente realiza y conduce el programa Tragaluz, en Milenio TV, y da clases en la Maestría en Periodismo Político de la Escuela Carlos Septién. Ha colaborado en medios como El País, Reforma, San Diego Union Tribune, El Universal y la agencia DPA. 

Ciudad de odios | Fernando del Collado

@megustaleermex | #AdelantosEditoriales

Fragmento Ciudad de odios

Instantánea de furias, crimen e intolerancia

De Fernando del Collado

Benjamín se sacude el escalofrío. Está temblando. Fuma. Se ha sentado en una banca de la alameda Central. Ha regresado a este sitio luego de cuatro años. de aquí partió con Miguel Ángel al departamento que compartían en la colonia Portales. De aquí el encuentro  con los chacales. Para algo debió sobrevivir. Para algo se libró del degüello. ¿Cuál es la señal? la mano temblorosa. Otra calada fuerte, profunda, al delicado sin filtro. ¿Qué debe hacer con todos estos recuerdos, miedos, fantasmas?

Y entonces se echó por la escalinata de la estación Hidalgo, en la entrada del metro que está en la alameda Central y la calle doctor Mora. Va bajando las escaleras con lentitud, con la mano derecha sujetada al barandal. Apesadumbrada. Nariz enrojecida. Indicios de color rosáceo en los alrededores del iris de ambos ojos. El pañuelo hecho bola en el puño izquierdo. Se le ha ido la tarde sentada en la banca que mira de frente al Café Trevi. Desde ahí ha visto a varios hombres ingresar a la cafetería, más de uno con anteojos oscuros, tipos maduros. Igual ha mirado entrar a un par de jóvenes inquietos, observando hacia todos lados como tratando de no ser vistos. El muchacho de cabello negro alisado, con camiseta blanca de tirantes y pantalón entallado de mezclilla, le pareció que tenía una lozanía exultante. Se le vino encima la imagen de su hijo Fabián. Inesperadamente  se vio luchando por contener una lágrima. Hacía una tarde templada, con algo de vientos frescos. Se dirige a Balderas. Atravesará el puente subterráneo de la estación que la llevará al pasillo central para tomar el andén con dirección a Universidad. Seguirá con pesadumbre. Caminará hasta el final del andén para abordar el convoy por la última puerta del vagón.

Maclovio Valera, desmedrado, pálido, se sujeta con la mano derecha a la parte más alta del tubo. En la otra mano, la izquierda, sostiene una bolsa de plástico con papeles en su interior. Todos, resultados de análisis médicos. Examen de sangre para saber el número de glóbulos rojos y su velocidad, conteos de reticulocitos, niveles de folato, vitamina B12 y más. Viste pantalón beige claro y algo destejido, satinado por el uso. Una leve mancha, una gota esparcida en forma de crepúsculo solar, se percibe en la parte baja de la bragueta. El cuello de la camisa de cuadros apenas se asoma por el suéter de color verde militar igual de sucio y raído que él mismo. Acaba de abordar el metro en la estación Centro Médico. Tiene 38 años de edad pero cualquiera le sumaría otros 10 o hasta 15 años más. Se le fue la vida refunfuñando. Maldiciendo. Amargándose la existencia. Este 26 de noviembre habrán transcurrido 10 años de cuando vio a su hermano terminar con la vida del maricón del barrio. Ángel Salgado, su nombre. La burla de casi todos los vecinos de la Calle 32, en la colonia Ignacio Zaragoza. Lo apuñaló a filo limpio con un cuchillo para deshuesar pollos. En plena calle. A la puesta del sol, con los vítores y los gritos del vecindario que con bravuconas maneras y briosos ánimos lo conminaban a matarlo como en una pelea de gallos. Él también se ve a sí mismo gritando en ese festín colectivo. Y se amarga. Le viene ese sentimiento muy profundo,  de pena, porque no ha podido saber nada de su hermano desde que huyó hacia estados Unidos. Todavía no se lo explica, Ángel Salgado se lo había buscado. Habrían de ver cómo se le insinuó a su hermano. ¡Pinche puto!

Los viandantes en el metro son gente de todas raleas que se aglomeran, se rozan, copulan, se soslayan, se avergüenzan, se aniquilan. Los viandantes en el metro se apilan sin convivir. Sólo se juntan. Nos juntamos. Frenéticamente. Espectrales. Los hay quienes imponen el silencio como una barrera. El ademán hosco. El rechazo brusco. La mirada, el rencor. Ahí se les ve. A todas horas. Se miran. Nos miran. Los miramos. Impunes. La vida, se ha dicho, es eso que pasa de vagón en vagón, de estación en estación. El metro es un corazón muerto y de rostro azorado. Véase: Fabián tiene los ojos de tono pardo avellana. liborio, entre castaño y verde, envueltos en unas pestañas espesas que maneja con intención: las baja lentamente cuando quiere pedir algo. Las mueve con sequedad cuando intenta atemorizar. El iris de armando, negro brilloso, flota sobre un fondo de córnea amarillento. Mira con encarnizada rabia. Ahí están. Fantasmales. En el metro. Son cientos. Miles. Amontonados. Se trasladan. Viven. Vivieron como sin haber vivido. No cuentan, no son ni serán parte de su tiempo ni de ninguna época por venir. Son cualquier tiempo. Se han ido muriendo sin haber tenido existencia. Ni la tendrán. Van caminando de prisa por los andenes, empujándose, pegándose contra las paredes y contra sí mismos; miran de reojo, esquivos. Ojerizas. Algunos han salido de sus casas donde cocían su tristeza con silencios. Otros van hacia ellas para hacer lo propio. Ya se ha escrito: forman parte de la legión de sombras, tan cargadas de dignidad como carentes de importancia.

Abordó en la estación Villa de Cortés. Va para el pueblo de Tecámac. Hace lo de siempre. Transborda en Hidalgo hasta llegar a Indios Verdes. Y de ahí todavía le faltan como unos 50 minutos de recorrido en autobús hasta su destino si no hay contratiempo por accidente de tráfico o desvío por remodelación de obras. Es muy raro que la carretera a Pachuca no presente algún embotellamiento o altercado. Más de dos horas de traslado de la casa al trabajo. Cuatro horas de ida y vuelta. Todos los días. Menos los domingos. Serán 15 o 16 años con el mismo trayecto. De Tecámac a la Ciudad de México. A todo se acostumbra uno. El cuerpo, el alma, la mente como que se amoldan a ese ritmo de vida. Hace tres años, cuando tuvo esos vómitos y presencia de sangre en las heces que la obligaron a reposar en casa durante más de dos semanas, fue cuando pudo medir de forma distinta el transcurso del tiempo. Muy alejado, distante del ritmo del cuerpo. Era como si los días, de pronto, tuvieran más horas o como si la noche fuera más corta y toda ella no supiera en qué ocuparse, hacia dónde moverse, en qué entretener sus manos y su cabeza. Todo un manojo de nervios. De ahí que no le guste cambiar su rutina. Eso lo tiene claro. Agripina Gómez ha dedicado más de la mitad de su vida a trabajar en la limpieza de casas; detenerse sería como suicidarse. Sólo una vez pensó en dejarlo todo. En agosto. Hace 10 años, cuando trabajaba en la calle Hortalizas, número 84, de la colonia ejidos de la Magdalena Mixhuca y encontró a su “patrón” sobre la cama con las manos amarradas por atrás con un cable de los que sirven para la extensión de energía. Color naranja. El cuerpo boca arriba y con los ojos desorbitados.  Tensas las facciones. Los pies atados férreamente con un pañuelo. Alguna fuerza brutal había estrangulado al profesor normalista de acuerdo con las primeras observaciones que hizo el comandante enrique Castañón al revisar el cadáver y observar el caos circundante. Ella pensó de inmediato en Toño. No se le ocurrió alguien más. Y no sabía de más señas, salvo que le decían Toño. Podría ser Antonio, pero no estaba segura. En Tecámac hay un Toniño a quien igual llaman Toño. Así se lo dijo al comandante. Por supuesto que ella no lo había matado. Así que no había más sospechosos que Toño, taxista de oficio, corpulento y alto, quien solía visitar a su “patrón” casi todas las mañanas. Al menos seguro los martes y los jueves que ella acudía al domicilio para hacer la limpieza. Ahí los veía nada más al llegar. Nunca se lo dijeron directamente, pero no es tonta. Esas sonrisas. Ese trato obsequioso. Ese “¡maestro!” muy como acaramelado. Ese “¿dígame, Toño?” muy amoroso. Además, las sábanas, la ropa interior, el papel higiénico, los kleenex usados. No todo puede ocultarse. El comandante, perspicaz, dedujo que eso era un crimen pasional. Agripina venía llegando de Tecámac. A las nueve de la mañana. Ya llevaba más de dos horas de traslado de su pueblo hacia la Magdalena Mixhuca.

Se dirige a la estación Hospital General. Atrás ha quedado Centro Médico. Las lámparas de neón en las paredes del túnel alumbran por breves intervalos el interior del vagón al desplazarse de una estación a otra. La luz, fulgurante y blanca, se trasluce por los cristales. Los destellos, intermitentes, se alternan segundo a segundo. Así. Palpitantes. Tienen su propio ritmo. Como el tic tac de los relojes. Eso le está pareciendo, un sonido que arrulla. Como el bisbiseo de una nana mientras acuna al bebé. Suave. Tranquila. Dulce. Es curioso. De pronto cree haberse quedado  completamente solo. Como si fuera el único pasajero de este vagón. O como si todos, de la misma forma, se quedaran en total silencio para escuchar ese sonido. Dejarse adormecer. Hipnotizados. Su imagen se refleja en las ventanas. Y junto a su propia refracción, de pie, está la figura de otro viajero también con las manos sujetadas de lo alto del barandal. Arrullados. Por un instante, al verse así, le pareció que ambos eran reses expuestas en ganchos de un refrigerador de carnicería. Fue un segundo. Una desviación. Ha vuelto al sonido. Al cobijo de la luz y de ese murmullo del roce de vías con el tren. Ahí está él, su silueta, su reflejo. A la altura del cuello, al otro pasajero se le asoma una camisa de cuadros desflecada y cubierta por un suéter color verde militar, raído y desaliñado como quien lo viste. Ya luce mayor. Quizá 50 años. O más. No se sabe. Va vacío de alma. Viejo. Él, por el contrario, se mira joven, radiante. Con ese esplendor de cuerpo, de buena madera, “bien montado”, como escuchaba decir en las peñas taurinas a quienes entraban muy echados para adelante, fibrosos, sólidos, de pasos firmes y bien dotados. Los que van de toreros. O con tanates de torero. Como él. Víctor. El que percibe un silencio sepulcral en este momento, el que se mira proyectado en los cristales. El que, de pronto, ha creído haberse quedado completamente solo. O que todos los pasajeros han hecho mutis. Él, Víctor, iba de modelo en ese tiempo de toros, corridas y villamelones. En esos días de visitas a las Tortas Jorge, la taberna del barrio de Narvarte con sus banderillas, capotes de paseo y cabezas de toros decorando las paredes. En la esquina de diagonal San Antonio y doctor Vértiz. Muy cerca de la calle Pestalozzi. De esos tiempos de la afición por la familia rivera agüero, de los legendarios Fermines, Los Curro Rivera. Los creadores del célebre pase en redondo conocido como circurret. De esos viriles, como las loas taurinas obligan, con investiduras de matadores. A saber, con porte, altura, mirada intensa y un rictus de valentía marcado en la frente. Olé. Como este Víctor de ojos grandes, negros y almendrados. Bello. Más olés. De éste que iba de modelo y que ahora se ve reflejado en los cristales del vagón mientras transita por un túnel de una estación a otra. El mismo de esos tiempos de roces y tactos. De rondas con toreros. De ese tiempo de arrullos. De sus 20 años. En la calle Pestalozzi. De varias noches, meses, viviendo con uno de los Rivera. Otro Fermín. De los Curros. De esos tiempos apasionados. Obsesivos. Dominantes. Ocultos como amantes avergonzados en el departamento.  De esas riñas, de esos golpes, esa furia. De esa rabia desenfrenada. Del rugido. De escucharse rebramar, como ciervo herido y en celo. Del estrangulamiento con cincho ya vencido por los golpes. De un mensaje críptico, catártico, antes de emprender la huida. Del recado escrito en el espejo y con lápiz labial: “Por tu infidelidad me voy contigo”. De esos años de arrullo. Curioso. De pronto, una sensación. Le ha parecido que se ha quedado completamente solo. Como si fuera el único pasajero de este vagón.

Han caído en la cuenta, espantados, de que padecen anisonogamia. Tienen que ocultar esa “alteración” que los ha hecho populares en el barrio de Tepito. El término populares no debería ser el correcto. ¿Señalados? Quizá. Decir populares en ese barrio también es inexacto. Si acaso han sido populares en un perímetro no mayor a 20 calles que rodean la escuela secundaria técnica número 7. Y más exactamente, han sido “señalados” en la calle Miguel Domínguez, de la colonia Morelos, del populoso barrio de Tepito. Uno, el maestro, de la materia de física, de tercer grado. José Fernando  García. Cerca de los 40 años. A los ojos de todos, el engatusador, el manipulador. El mayor. Hace al menos nueve años creyó haber sido lo más sincero que era capaz de ser. Le dijo, por ejemplo, que le atraían los niños desde que él también era un crío y que conocía socialmente lo que se dice de eso. Le dijo, por ejemplo, que sabía lo que era vivir con esa atracción que por desconocimiento  la sociedad condena.  le dijo, por ejemplo, que sabe bien lo que es sentirse aislado, deprimido por no querer ni tener a dónde acudir a pedir ayuda o por miedo a ser juzgado. Ese temor de enfrentarse a algo que no escogió tener en su vida pero que es su vida. El otro, Rodolfo Pérez, su alumno. De 14 años. El adolescente. Clases en el tercer grado. Con el “señalamiento” de que le agradan los que son mayores que él. Que siente atracción física por ellos. Como que le gustaría ver su cuerpo, oler su sexo y todo eso. Como que es algo feo que le atormenta. Pero como que le encanta estar con él, convivir a todas horas. Como que es muy amable con él y con todos los compañeros de la secundaria, aunque como que sólo lo observa a él, a nadie más, de fijo, directo. Como cuando se sienta en las primeras filas de su clase y lo mira insinuante. Como que quiere dejarse tocar, penetrar. Como que eso es lo que siente. De eso hablan. Sobre los sentimientos de odio a sí mismos y de no tener esperanza frente a algo que les han enseñado que es dañino. De eso han caído en cuenta, ahora que acordaron  verse en la estación Guerrero para dirigirse a la Morelos. Pero no tardarán en cansarse de hacer tantas consideraciones y de reflexionar. Se detendrán  unos minutos sobre el andén a mirar de frente el mural del héroe Vicente Guerrero, el águila, los volcanes y la bandera nacional, dibujos estridentes, esperpénticos. Lo querrán tocar sólo por sentir la textura de los cientos de pequeños azulejos que lo conforman. Los dos, por un instante, se sentirán iguales en edad. Ya se dirigirán a la estación Morelos. En el trayecto, el menor le dirá que acaba de terminar de leer Siddhartha y que le devolverá ese libro. El mayor le sonreirá y lo invitará, nuevamente, a su departamento  de la calle Miguel Domínguez, número 39. Su madre, quizá, se preocuparía porque no llegaría a dormir. Luego, la anisonogamia los consumirá tranquilamente. Podrían incluso suicidarse. Se lo piensan bien y deciden que, de cualquier forma, no tendrán un final airoso. Seguirán señalados con lo populares que se han vuelto en el barrio de Tepito. Han pensado que de ellos dos se escribirá, por ejemplo, que estaban recostados uno junto al otro en el sillón con impactos de bala en la sien.

Salió de la estación Hidalgo por la calle que va directo a la alameda Central. Se ha sentado en una de las bancas que miran de frente al Museo Mural Diego Rivera. A su lado derecho, la escultura de tres manos enormes que sostienen un asta. Benjamín lastre ha encendido un delicado y echa una larga bocanada de humo. Anda nostálgico. Ha vuelto a soñar a Miguel Ángel Ordoñez. Lo ha visto desangrarse del cuello a borbotones.  La sangre salpicando a grandes chorros la cama e inundando  la habitación. No han faltado los detalles, los golpes contusos de manos callosas desfigurando la nariz, impactando el pómulo, la punta de la navaja picando los ojos, cercenándolos. Sangre. Más sangre. Los rostros enrojecidos de los chacales escupiéndole en la cara, vociferando, ladrando palabras de rabia. Atándolos de pies y manos, inmovilizándolos, aterrados. El viejo Miguel Ángel ahogado en llanto, gritando, orinando de miedo. Más sangre, puntapiés, escupitajos. Benjamín aprisionado como un tetrapléjico sin poder  hacer nada. Aullando de dolor. Siente. Lo revive. Se mira a sí mismo siendo golpeado igual, con la misma furia con la que despotrican  contra Miguel Ángel. Se sacude el escalofrío. Con la mano temblorosa da otra calada profunda  al delicado. Ha venido hasta esta plaza y se ha sentado en esta banca colocada a un costado de la alameda Central. De aquí se encaminaron, juntos, al departamento  que compartían  en la colonia Portales, en la calle Monrovia, número 802. De aquí el encuentro con los chacales. Benjamín recuerda, sopesa, mira desde la banca de un lado a otro. Detiene su vista en la calle doctor Mora. El Café Trevi. Para algo debió sobrevivir. Para algo se libró del degüello. Cuál es la señal. La mano temblorosa. Otra calada fuerte, profunda. Ha venido y no sabe aún qué lo mueve a estar aquí. Miguel no aparecerá. Está muerto hace cuatro años. Los chacales, rabiosos, libres. Quizás están por aquí. En este momento. Rondando, cazando. Cuál es la señal. Qué debe hacer con todo esto. Con la imagen del rostro sangrante y aterrorizado de Miguel Ángel. Está por terminar el delicado. Le tiemblan las manos. Benjamín lastre lleva una vida de perro, una vida que, bien mirada, ni merece la pena vivirla. Llora. Está llorando. Quizá debieron también matarlo, degollarlo. No debió sobrevivir. Para qué.

El robusto agente Juan Gutiérrez, de la 54 agencia investigadora del Ministerio Público, se acaba de cruzar en los pasillos de transbordo  de la estación Hidalgo con un hombre que de algo le parece conocido. Viene absorto en eso. Tratando de recordar de dónde lo conoce. Se miraron el uno al otro mientras se cruzaban en direcciones opuestas. El hombre le soltó una mueca mitad sonrisa, mitad gesto de terror. Apenas unos segundos. Nada. Un destello tan humano como desconocido. Después se esfumó entre el hervidero de usuarios. El agente Juan Gutiérrez volteó a verlo mecánicamente y le pareció que se dirigía con dirección a Cuatro Caminos. Al mirarlo por la espalda, el hombre dejaba ver el cabello negro azabache y enredado,  como marcado por el uso de la almohada después de dormir. A la altura del lóbulo de la oreja izquierda le pareció ver una delgada postilla de sangre. Experimentó un escalofrío. Al entrar al vagón, el agente notó, de golpe, que le dolían un poco las sienes. Notó también, o se le figuró, que le temblaba muy ligeramente la mano derecha. Una alteración poco usual en alguien acostumbrado a manos de hierro. Dónde lo ha visto. El agente remueve, agita, rastrea los archivos de imágenes almacenadas en su memoria. Miles, cientos de muecas, sonrisas, ojos, miradas.

¡Ya lo tiene! es Julio Armenta. Nada fuera de lo común en los crímenes de los “raros”, los puñales. Como otros: amordazado, acuchillado y terminado de asfixiar con el primer cable de luz negro brillante a la mano. Con el pantalón hasta las rodillas, violentado por el culo, enrollado en cobijas y abandonado  a su suerte en la habitación de su casa. En un departamento de interés social en la calle de laurel, número 10, en el barrio de Pantitlán. Nada extraordinario  para el agente Juan Gutiérrez, acostumbrado  a clasificarlos como crímenes pasionales. Así, por ser “raros”, por maricones. Ahora viene absorto. Revolviendo la memoria. Qué le llamó la atención. Por qué el escalofrío. Al agente le revienta la imagen de esa Biblia ensangrentada y arrojada a un costado del cadáver. Hace ocho años. En Pantitlán. En esa Biblia, en la Sagrada escritura, en el antiguo Testamento, subrayado, remarcado con fijeza y con el color rojo de la furia, el capítulo 20, versículo 13, del levítico: “Si alguien se acuesta con un hombre como si se acostara con una mujer, se condenará a muerte a los dos, y serán responsables de su propia muerte, pues cometieron un acto infame”. ***