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Ciudad de historias • Alberto Barranco

Ciudad de México, odisea de siglos. La grandeza mexicana, La región más transparente, Ojerosa y pintada.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Crisol de encuentros entre lo majestuoso, lo insólito, lo entrañable y lo mágico. El desfile de la gran urbe: mansiones de leyenda, quintas solariegas, callejones oscuros, barrios. Lugares que se han ido para siempre; otros que perdurarán eternamente.

Estas crónicas se pasean por sus calles y avenidas, del cuento de hadas de la Casa Requena al desfile de alhajas de los viejos teatros; de los bailes de Don Porfirio a las aventuras eróticas del Dr. Atl y Nahui Ollin en el Convento de la Merced; del globo de Cantolla al responso fúnebre del tranvía de mulitas. Allá el banquete del Centenario; acá las tortas.

Allá la casona encantada, inmortalizada por Luis Buñuel; acá el dolor del alma de las radionovelas, acá los cafés de chinos; por allá la huella indeleble de incontables personajes: el charrito Pemex, la Bandida, el payaso Bell, Chucho el Roto, Nicolás Zúñiga y Miranda, El Santo...

Ciudad de México. Ciudad de historias.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro Ciudad de historias de Alberto Barranco con autorización editorial de Penguin Random House.

Alberto Barranco Chavarría,cronista de la Ciudad de México, fue pionero en llevar la crónica a la radio, conduciendo 12 años el programa Leyenda Urbana en Radio Red; desde hace 10 años conduce el programa de televisión Leyenda Urbana, transmitido por ADN 40. Sus textos sobre la gran urbe han aparecido en diarios y revistas desde hace 30 años.

Ciudad de historias | Alberto Barranco

#AdelantosEditoriales


Ciudad de historias

Alberto Barranco

Eterno Azcapotzalco

Dueños unos: las compañías de cazadores de la reina; los batallones de Murcia y Castilla; un escuadrón de fieles del Potosí; y la división de vanguardia del ejército realista de operaciones, de la Hacienda de San Antonio de Clavería. Dueños otros: las compañías de cazadores de los cuerpos de Celaya, Guadalajara y Santo Domingo, de las de Cristo y Careaga; la chispa encendida en Tacuba había de incendiar, inevitablemente, Azcapotzalco.

Olvidada la escaramuza de la tarde previa entre un puñado de unos y otros, en la obsesión de devorar las dos leguas que los separaban de la capital, mientras un escuadrón trigarante, al mando de Felipe Ceballos, salía de madrugada a reconocer el camino, otro realista, encabezado por Francisco Buceli, decidió realizar ejercicios militares...

El destino los alcanzaría en el puente que libraba una acequia del camino entre Tacuba y Azcapotzalco.

Y si al principio, oscuro aún el quién vive, eran sables; a la mitad de la mañana, agotadas las carabinas, jadeantes las granadas, retumbaba, indómito, el fragor de los cañones. Y los refuerzos. Mientras el coronel Anastasio Bustamante y Quintanar movilizaban la mitad de su caballería y un tercio de su infantería, el coronel Manuel de la Concha desplazaba a marchas forzadas, desde Tacubaya, los batallones de Órdenes, del infante Carlos y la caballería de Sierra Gorda.

De acuerdo con los fieles a la causa de la Corona española, debieron abandonar su posición al trabarse el más aguerrido de sus cañones por una bala de mayor calibre. De acuerdo con los fieles a la causa acaudillada por Agustín de Iturbide, fue una formidable carga la que obligó a la retirada.

El hecho es que a las ocho de la noche la batalla se libraba frente a los viejos muros del convento dominico de Azcapotzalco, entonces conocido como “Escapuzalco”, apuntalada la causa realista con un cañón parapetado en el cementerio de la iglesia, cuyo fuego no respetaba paredes de casas, corrales, azoteas.

Finalmente, agotadas las municiones insurgentes, reforzadas las posiciones realistas, el coronel Bustamante ordenaría tocar retirada... aunque cuidándose de no dejar su principal cañón en manos del enemigo.

El intento, empero, resultaría infructuoso.

Fallidas las lazadas de los dragones, muerto en su heroico intento el intrépido Encarnación Ortiz, conocido como “El Pachón”, fracasada la carga suicida del capitán Máximo Martínez, el arma se quedaría en el campo enemigo en calidad de trofeo por el triunfo que se adjudicaban los realistas, por más que el orgullo de los trigarantes era haberlos forzado a retroceder.

De acuerdo con el parte de quienes se quedaron, habían logrado entre 650 y 700 bajas del enemigo, aunque reconocían haber perdido a su vez 150 hombres, entre ellos su capitán de artillería.

De acuerdo con el parte de quienes se fueron, habían logrado entre 500 y 600 bajas al enemigo, aunque reconocían haber perdido 100 hombres, destacaba entre los heridos el ayudante del coronel Bustamante, Nicolás Acosta.

Lo cierto es que ninguno de los dos votaba por la certeza.

No puedo asegurar a Vuestra Excelencia —señalaba el informe del coronel Manuel de la Concha al virrey Juan O’Donojú—, la pérdida que a estos miserables les causaría el infernal fuego que sostuvieron nuestros intrépidos y valientes soldados durante el tiempo que permaneció aquél sin interrupción, porque la localidad del terreno, la aproximación mutua y la noche nada clara hasta el fin del combate, imposibilitaron que yo diga, ni aun con corta diferencia, lo que podría ser; pero el tiempo y los mismos que quieren ser independientes acreditarán al reino entero que la considerable baja que han tenido entre muertos, heridos y desertores proviene de que la causa que quieren defender es injusta...

De aquello que fue quedó una placa en el atrio de la iglesia utilizada como testigo: “19 de agosto de 1821. En este sitio tuvo lugar la última acción de armas para terminar la guerra de Independencia”.

La batalla de Azcapotzalco.

Lo cierto es que a la caída del virreinato, la historia de la capital del imperio tepaneca, que dominara el valle de México durante  más de un siglo (entre 1250 y 1430), era vieja. Viejas las piedras del convento edificado en 1565, viejas las paredes de la iglesia, abierta al público el 8 de octubre de 1702.

Viejas las haciendas.

Muerto el 22 de diciembre de 1783, Juan Domingo de Bustamante, forjador de San Antonio de Clavería, cuyos linderos alcanzaban el Valle de Guadalupe y el Estado de México, el casco de paredes almenadas y balcones gigantes pasaría a poder de los marqueses de Sierra Nevada, quienes mandarían labrar su escudo de armas sobre el frontón curvo del portón principal.

Y aunque la leyenda señala que la de Santa Mónica fue un regalo de Hernán Cortés a la Malinche, en realidad su primera dueña fue la señora Marina de la Caballería, viuda de Alonso de Estrada, a cuya muerte se fraccionaría en dos partes iguales la propiedad, para pasar, en 1573, a manos de la orden de los agustinos, quienes le pondrían el nombre, en honor de la madre de su patrono, el obispo de Hipona.

Finalmente, tras una larga cadena de compras y ventas, llegaría a manos de José González Calderón, caballero profeso de la Orden de Santiago, cónsul y prior del Real Tribunal del Consulado y, entre otros títulos, diputado comisionado para la fábrica de la casa de dementes en el Convento de San Hipólito, quien reconstruiría el señorial casco.

En su auge, allá a la mitad del siglo xix, Azcapotzalco contaba además con las haciendas de Cristo, San Bartolomé, San Antonio Tula, Cahualtongo y Careaga.

De acuerdo con el decreto del 18 de noviembre de 1824, la Municipalidad de Azcapotzalco contaba además con los ranchos de Ameleo, San Rafael, San Marcos, El Rosario, Pantaco, San Isidro, San Lucas, Acaletengo y Azpeitia, en paralelo a los barrios la Concepción, San Simón, San Martín, Santo Domingo, Los Reyes, Santa Catarina, Santa Bárbara, San Andrés, San Marcos, San Juan Mexicanos, San Juan Tlilhuaca, Xocoyahualco, Santa Cruz del Monte, San Mateo, San Pedro, San Bartolomé, San Francisco, Santa Apolonia, Santa Lucía, Santiago, San Miguel Ahuizutla, Santa Cruz Acayuca, Nextengo, San Lucas, San Bernabé, Santa María, San Sebastián y Santo Tomás.

El tranvía que en 1913 llegaba al “lugar de hormigas”, de acuerdo con la etimología de su nombre, salía del zócalo y cruzaba en su fase final la calle del ingeniero Joaquín Ramos, pasando las de Zaragoza, Allende, La Libertad y Totoquihuatzin, para doblar a la derecha por Real de la Colonia del Imparcial, atravesar Clavería y la Gacetilla, y alcanzar el Palacio, la calle Juárez y la Avenida Ángel Zimbrón, cerrando la corrida en Los Reyes.

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Establecidos  durante  su primera expansión,  allá por 1528 cuando gobernaba la provincia fray Vicente de Santa María, los dominicos están integrados a la historia de Azcapotzalco. Si fray Lorenzo de la Asunción —de quien se dice que permanecía horas enteras en su celda, arrodillado o leyendo sentado sobre el suelo, sin haber jamás bebido vino ni vestido con lienzo; es decir, sin haber abandonado su hábito de jerga sobre el cuerpo desnudo—, defendió a los naturales contra la crueldad de los encomenderos de apellidos Delgadillo y Maldonado, fray Domingo de Betanzos promovería la enseñanza de la lengua castellana, además de crear escuelas de enseñanza media, en tanto fray Tomás de San Juan impulsaría la evangelización. La conseja señala que, estando en trance de muerte, se le apareció el demonio al religioso, quien asustado apeló a la imagen de la Virgen que colgaba en la pared de su celda y así logró su intervención. “No temas —le dijo—, levántate y predica mi rosario, que yo te favoreceré”.

Del arraigo de esta forma de rezar habla la bellísima capilla anexa a la iglesia del convento, erigida en honor de Nuestra Señora del Rosario, con su retablo churrigueresco cuajado de esculturas y relieves, ya festones, guirnaldas o cabezas de serafines; sus hornacinas se convierten en altares, y sus cuadros, firmados en su mayoría por el célebre Juan Correa, muestran escenas de la vida de María.

Este altar —reclama una añeja inscripción—, lo dedicaron Don Hipólito de Ocampo y Don Tomás Paredes en el año de

1738, en el crucero de esta capilla, y se le trasladó por determinación de la archicofradía del Santísimo Rosario en el mes de septiembre  de 1779 años.

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Más allá de su célebre paseo de ahuehuetes de San Juan Ahuehuetitla, al que de vez en vez acudía el presidente Porfirio Díaz, y de la leyenda de los brujos o “tlahuepuches” de San Juan Tlilhuaca, que en realidad eran grandes herbolarios, Azcapotzalco tiene un viejo sello: la imagen del Señor de Santiago Nextengo, ubicada en la iglesia del mismo nombre, que le diera escenario a la película  Allá en el rancho grande.

Remitida hasta 1546, en que los indígenas la llevaban en andas a la parroquia y a todos los pueblos, en reclamo o agradecimiento por innumerables milagros, la representación de Jesús Nazareno, cuya altura se acerca a los dos metros, sería restaurada en 1906 tras ser golpeada  por una rama de alguno de los tres sabinos del atrio de la iglesia.

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Hasta el amanecer del siglo la tradición obligaba a contratar a mujeres ancianas, conocidas como cihuatlanque, para concertar los matrimonios. El procedimiento era simple: si los padres de la novia aceptaban la posibilidad, las viejas llegaban a medianoche con regalos que la muchacha rehusaba invariablemente, para recibirlos al día siguiente, corregidos y aumentados, como signo de que las puertas de la casa estaban abiertas para la petición de mano. Los novios quedaban obligados, tras la ceremonia religiosa, a hacer penitencia de cuatro días antes de tener derecho de acudir al tálamo.

La Casa de la Malinche

Estrujada por el viento fugitivo en la agonía de la tarde, la ventana de cedro labrado golpeaba interminable, ya la pared de calicanto, ya su propio resguardo, en tanto las cenzontles cantaban su pánico al encuentro de los espesos huertos del Convento de Santo Domingo.

Rotas las cuentas de pétalos de rosa del rosario, rojas las sábanas de seda china, alba la mueca de la muerte, la señora está en su alcoba.

Atendido por dos de los pajes de la casa, el abad del monasterio de monjes mercedarios aplicaba atento, cauto, delicado, los aceites del sacramento en las palmas, en las plantas, en la frente de la vieja dama de la Corte del rey de España, cuyo último suspiro adivinaban los coros, los pregoneros, las plegarias, las campanas.

Abotagado el cuerpo de sangrías y de llagas, oscura la alcoba, vieja la cama, la voz se apagó irremisiblemente.

Murió doña Marina.

La habitación, la casa de corte austero, sin oropeles, está aún en la calle de Cuba números 97 y 98.

Aunque el cronista Luis González Obregón garantizó haber revisado una a una las escrituras de las casas de la entonces calle de Medinas, sin encontrar referencia alguna con la Malinche o su esposo, Juan Jaramillo, concede que la morada de ambos debió estar cerca de Santo Domingo.

Lo cierto es que la arteria se dejó de llamar Real, su nombre original, para adoptar el nombre de Juan Jaramillo, y volverse luego de Alfonso Ramírez de Vargas, y más tarde de Medinas.

Y el caso, además, es que el acta de propiedad, fechada el

5 de junio de 1528, señala que pertenece un español acaudalado llamado Juan de la Torre, y se asienta que se ubicaba en la calle de Santo Domingo, “linde de la otra parte con la calle Real, donde vive Juan Jaramillo”.

Y el caso, finalmente, es que en su testamento la señora Beatriz de Andrade, segunda esposa de Juan Jaramillo, le deja a su sobrino, Lucas de Lara, la casa que le heredó su marido.

La mansión era de dos pisos. Su portón, al igual que sus ventanas, era de cedro labrado, adornado con grandes clavos de plata.

En el espacio de cuatro salas, siete alcobas y tres cuartos “de estar” había lugar para jardines y caballerizas.

Ahora que Hernán Cortés se llevó a vivir originalmente a la

Malinche a Coyoacán, muy cerca de las casas reales.

La casa, construida por el cacique Juan de Guzmán Ixtolinque, presumiblemente servía de prisión en la inauguración de la Nueva España.

Ubicada frente a la Plaza de la Conchita, exactamente en la esquina de Higuera y Vallarta, la añeja construcción de fachada adornada con hojarascas de argamasa, cuya planta superior tiene en calidad de centinelas dos gárgolas de piedra, ha vivido signada como Casa de la Malinche.

La casona, propiedad hoy de la pintora Rina Lazo, está ahí, guardando entre sus paredes el secreto de la muerte de la primera esposa de Hernán Cortés, Catalina Xuárez Marcaida.

Casada a la fuerza con el soldado Juan Jaramillo, doña Marina se fue a vivir primero a una modesta construcción a la vera del Convento de Jesús María; es decir, al costado oriente de la Catedral.

De ahí se mudaría el matrimonio a una casona de dos pisos derribada en 1947, en lo que hoy sería el Callejón del 57, con entrada por Donceles.

Casa de la Acequia

Integrados a las piedras viejas, los ecos cantan de vez en vez sus recuerdos: el choque de la fatigada carga de plata al fragor del empedrado. El monótono grito de los serenos. El susurro de las sedas. El jadeo del peladaje huyendo de la bola. Cuatro siglos de historia: de un girón del esplendor de la ciudad imperial de México-Tenochtitlan al arrogante paso del virreinato. La Independencia. La Revolución.

Ahí cruzó su infancia el maestro Daniel Cosío Villegas, aquel de los artículos incendiarios con la exigencia de hacer pública la vida pública. Ahí sesionó, solemne y engolado, el Ateneo Cultural Alfonso Reyes. Ahí se cobijó la escandalosa tertulia gastronómica del club El Molcajete. Ahí se asentó, al grito de “este año sí se cae Franco”, el Ateneo Español.

Ahí encontró refugio la tradición invencible de la Librería

Madero.

La Casa de la Acequia Real de Isabel la Católica y San Jerónimo, motejada como Casa de los Filósofos, por cuyo patio aún corre un pedacito del agua que alcanzaba las Casas Nuevas de Moctezuma, el palacio del tlatoani, con el Templo Mayor, ombligo de la grandeza mexica.

Sobre la página amarillenta del virreinato, está aún una hornacina al resguardo de una virgen-madre con su hijo en brazos, labrada en piedra; la larga habitación donde se almacenaban granos transportados en canales desde Coyoacán y Xochimilco.

Ahí vivió, en el siglo xvi, Juan Monsón, el escribiente real que edificara el puente que durante 50 años llevó su nombre y a cuya vera se tejieron decenas de leyendas.

Adquirida la casona al siglo siguiente por el conde de Santa María de Guadalupe y Peñasco; al morir intestado, la propiedad pasaría a ser casa de recogimiento de mujeres abandonadas que quedaban viudas o se marchitaban en la soltería.

En sus añejas lozas correría su infancia, al amanecer del siglo xx, Daniel Cosío Villegas, el fundador de la librería del Fondo de Cultura Económica, el forjador de la Escuela Nacional de Economía.

Años después, devastada la república española por el fascismo, la casona serviría de ágora a los refugiados, cuyas discusiones, cuyas digresiones, llenarían cinco tomos.

En la misma ruta llegaría la inolvidable tertulia de la Librería Madero, con sus toneladas de libros viejos, raros, exquisitos. Fundada  en 1950 en la por siglos calle de San Francisco por dos españoles, Tomás Espresate y Enrique Naval, con una oferta de obra importada de Argentina, Francia e Inglaterra, para llegar a las ediciones más codiciadas de historia de México, literatura y arte, la tienda se volvería referente para coleccionistas, intelectuales, cronistas e historiadores.

Ahí sesionaban, fuera de la orden del día, los editores de la revista El Espectador. La charla erudita de Luis Villoro, las teorías políticas de Víctor Flores Olea.

Y de pronto, el murmullo se volvía gritería a la llegada del poeta español León Felipe, José Moreno Valle, Alejandro Gómez Arias, Max Aub, Enrique González Pedrero, Augusto Monterroso, Jesús Reyes Heroles.

Del cuento más pequeño del mundo a la teoría política, pasando por la poesía: “Para enterrar a los muertos cualquiera puede/ menos un sepulturero”.

Traspasada la librería al amanecer de los años ochenta a

Ana María Cama, madre del maestro  Vicente Rojo, en 1988 llegaría a su dueño actual: Enrique Fuentes, con su extraña magia para conseguir ediciones agotadas.

Casa Requena

Carcomidos los mosaicos venecianos, oxidados los barandales de hierro forjado, derrumbada gran parte de la fachada, la ruina cobija leyendas, entre girones de miseria, rostros mugrientos de ojos atónitos, olor a tíner, pilas de basura, migajas de colchones de borra y trapos desgarrados.

En las vueltas de la vida, en los azares del destino, en la ruleta de la fortuna, el hilacho de piedras de la Santa Veracruz 43 fue, al ocaso del siglo xix y amanecer del xx, la mansión más lujosa de México.

Obra maestra del art nouveau, la casona abrigó las mejores creaciones del maestro Ramón P. Canto y de Enrique Ruelas, el principal exponente de la corriente surgida en París en reacción a la industrialización del arte.

El encanto era inagotable: pinturas, biombos, ángeles escondidos en el estucado del techo, flores plasmadas en las paredes, en los muebles, en las puertas.

De pronto, una primorosa cama de cabecera y piecera de medio círculo recrea escenas de Caperucita Roja, el cuento inmortal de Perrault. Y otro, idéntico, agota las figuras de pavorreales.

La tapicería llegó de París. Las alfombras se importaron de Austria. El comedor de caoba se labró en tres años. Y la sala de música. Y las flores. Y los jarrones. Y las vajillas.

La Casa Requena le decía el asombro, aunque algunos la llamaban “La Santa”.

Adquirida en 1895 por José Luis Requena, abogado, político y minero al tiempo, cuya mayor veta, “La Esperanza”, lo volvió millonario y aspirante a la vicepresidencia de México, en mancuerna con Félix Díaz, lo envió al exilio en el “he dicho” del dictador Victoriano Huerta.

Poeta en sus ratos libres, el señor Requena heredaría esta vocación a uno de sus hijos, Pedro Requena Legarreta, cuya prematura muerte cortaría una obra festinada por Juan José Tablada, Antonio Castro Leal, Amado Nervo y el peruano José Santos Chocano. El dueño de la casona sería profeta:

La casa de mis sueños está callada y triste esperaba con ansia tu llamado a mi puerta y pasaron los años y aún se encuentra desierta.

A la llegada del esplendor la casa ya era vieja. En los anales se ubica un contrato de compra-venta que data de 1730, ubicándose como referencia el Puente de Los Gallos, hoy la calle Valerio Trujano.

La construcción original era de dos pisos, con espacio para un corral y dos caballerizas. Había sala-recibidor, sala de dos recámaras, pasadizos y un colosal comedor, además de zotehuela.

A la muerte de José Luis Requena en 1943, quien recreaba las tardes con una orquesta familiar de mandolinas y violines, la casona pasaría a ser propiedad de una de sus hijas, quien la habitaría hasta 1967.

Abandonada, la Casa Requena se volvería fantasma de un esplendor sólo reconocible en fotografías. De las telarañas, del polvo, del olvido y las goteras, la actriz Patricia Morán, esposa del gobernador de Chihuahua y pariente de los Requena, rescataría los muebles para refugiarlos en la Quinta Gameros, de la capital de la entidad federativa más grande del país.

La ruina serviría de refugio a 42 familias mazahuas, desalojadas en octubre de 2005 al derrumbarse parte de la estructura.

El cascarón deshilachado, saqueado, lapidado, se trocaría en cueva de viciosos.

Las vueltas que da la vida.

Rey del Pulque

Estampa clásica del Jockey Club de la calle de San Francisco, figura imprescindible en las fiestas de caridad de doña Carmelita, invitado especial a los bailes del Castillo de Chapultepec, pocos, muy pocos, se atrevían a prescindir del “Don” al dirigirse al caballero de levita negra y sombrero de copa: don Ignacio Torres Adalid.

Le decían “El Rey del Pulque”.

El imperio alcanzaba la Hacienda de San Antonio Ometusco, la de San Bartolomé del Monte y dos docenas más, remodelados los cascos por el arquitecto más famoso de su tiempo: Antonio Rivas Mercado, artífice de la columna de la Independencia y constructor del Teatro Juárez de Guanajuato. Del Estado de México a Hidalgo y Tlaxcala, vía la Compañía Expendedora de Pulque.

El monopolio para el abasto de las 817 pulquerías  de la capital. Diez por colonia, 15 por barrio… a veces dos por calle.

Dicen que amaba tanto los magueyes que cuando uno de ellos se enfermaba, personalmente le aplicaba el cataplasma.

Dicen que su primera propiedad, 12 mil 500 hectáreas,  la pagó de contado: 280 mil pesos oro.

Los domingos, las trojes de las haciendas de la capital se abrían a las fiestas. Ahí brillaban las sobrinas de don Ignacio, Alicia y Antonieta Rivas Mercado. Entrada, tres pesos.

Las niñas escuchaban las historias de horror de la prima de Torres Adalid, Refugio Prados, en la casona, viva aún, de la hoy Avenida Juárez 18, entre cuyos laberintos, víctima de un accidente, muriera su tía, Juana Rivas Mercado.

La luz empezó a languidecer cuando don Ignacio Torres Adalid le apostó al gobierno espurio del dictador Victoriano Huerta. A la caída de éste llegaría el exilio. El carguero alemán Dresde lo llevó a La Habana, en cuyo Hotel Campoamor lo alcanzaría la muerte.

Encargada la administración de las extensas propiedades del hombre que usaba doble bastón de puño de oro para caminar, víctima de una enfermedad aún no conocida: la poliomielitis, a su cuñado, Juan Rivas Mercado, lo instruiría para dedicar gran parte de su fortuna a la filantropía. La huella, escuelas, asilos, orfanatorios, están aún vivos en el estado de Tlaxcala.

Y la casa de Avenida Juárez, construida por el arquitecto Antonio Rivas Mercado, testigo de la larga epopeya de la edificación del Palacio de Bellas Artes, de la despedida nostálgica del Kiosco Morisco y la llegada del Hemiciclo a Benito Juárez, ostenta aún el escudo familiar en su portada.

El eco de los caballos de crestas negras del elegante carruaje aún rebota en lo que fuera la cochera. Y las tertulias a doble piano. Y la cantera rosa. Y los hierros forjados.

El esplendor de la aristocracia pulquera que bailaba danzón para escándalo de la otra aristocracia, la de los apellidos franceses, a la que denostaría el maestro de América, José Vasconcelos, en un memorable artículo.

El epígrafe lo escribiría el autor de Santa, Federico Gamboa:

Era de suyo caritativo y generoso. Mantenía sin humillaciones a incontables familias y menesterosos (viudas sin sostén o huérfanos sin amparo).

Los centavos que peleaba con fiereza en los tribunales contra inquilinos morosos, medieros tramposos o pulqueros sinvergüenzas, los convertía en pesos duros para dárselos a los necesitados.

Casa del Poeta

Testigo de languideces y recuerdos, estuche de reliquias, baúl de tempestades internas, la vieja casona de la colonia Roma está intacta: la cama de cabecera de latón, el Sagrado Corazón de Jesús, el escritorio desvencijado, los libros desparpajados, la pluma de ganso ávida de canto.

La casa de los espíritus: Josefa de los Ríos, “Fuensanta” en la inspiración; Margarita Quijano; María Nevares; Eloísa, sólo Eloísa:

Y pensar que pudimos enlazar nuestras manos y alcanzar con un beso la comunión de fértiles veranos.

Ahí, en Avenida Jalisco 73, hoy Álvaro Obregón, vivió en un cuarto los últimos tres años de su efímero paso por la vida el poeta Ramón López Velarde. De ahí salía a su diario periplo por la calle de Madero (“No hay una de las 24 horas del día en que no conozca mis pisadas”). Ahí nació la “Suave Patria”, que lo elevara a poeta nacional. El recuento, el recuerdo de la idiosincrasia, la tierra, el jacal, el águila, la lotería, el santo olor de la panadería… La vereda se alargaba al Panteón Francés de la Piedad, a la vera del río. Ahí su segunda musa: Margarita Quijano, 10 años mayor que él, al recuento de las tumbas. El lugar, decía, donde uno siente más intensa la vida.

López Velarde llegó a la capital en 1914. Seminarista desertado, abogado, burócrata, el caudal se derrochó en la letra. Las crónicas, las críticas literarias, los artículos políticos cruzaron de El Regional, de Guadalajara,  al diario católico La Nación, El Eco de San Luis, Revista de Revistas.

Esta última editaría su primer libro de poemas: La Sangre devota. En El Maestro, hebdomadario  auspiciado por José Vasconcelos, se publicaría por primera vez la “Suave Patria”, el canto al primer centenario de la consumación de la Independencia.

La aventura de Jerez de García Salinas a Aguascalientes, San Luis Potosí y la ciudad de México, la cortaría la Decena Trágica y la frustración de no encontrar eco para una colocación en el gobierno de su amigo, Francisco Ignacio Madero.

En la agitación de febrero de 1913, el poeta de inevitable levita negra con tonos verduscos al fragor de mil batallas, sufrió el robo de su reloj. Era la calle de Madero. Era el cinema Palacio. Era un tumulto de partidarios de Félix Díaz.

La segunda vez el poeta encontraría la otra cara de la ciudad. La tertulia del Café París. La larga charla con José Juan Tablada. La capilla de San Felipe de Jesús de la iglesia de San Francisco. Las avenidas de la Alameda, la Plaza de Guardiola, el viejo San Juan de Letrán. Y los lupanares.

Aunque el certificado de defunción, fechado el 19 de junio de 1921, habla de bronconeumonía, adquirida en una noche de teatro y tenaz tormenta sin abrigo de protección, el susurro habla de sífilis.

El verso lo ungía como uno de los señalados por la diosa

Venus. Una noche generosa.

Así, nada más.

El poeta había cumplido apenas 33 años.

La oración fúnebre la desgranó Alonso Quijano. La fosa se cavó en su Panteón Francés de la Piedad, para luego cruzar a la Rotonda de las Personas Ilustres en 1963. El epitafio en la punta del túmulo tiene sólo tres palabras: “Honor al poeta”.

Declarada monumento histórico por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, la casona, propiedad entonces de la familia Kalach, sería expropiada en 1989 para convertirla  en el Museo Ramón López Velarde.

La casa del poeta.

El aire huele a musas.

La inspiración se toca con los dedos.