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Breves respuestas a las grandes preguntas • Stephen Hawking

Las últimas reflexiones sobre las preguntas más importantes del universo se incluyen en este trabajo póstumo, brillante y revolucionario.

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Escrito en OPINIÓN el

Stephen Hawking fue reconocido como una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo y una figura de inspiración después de desafiar su diagnóstico de ELA a la edad de veintiún años.

Es conocido tanto por sus avances en física teórica como por su capacidad para hacer accesibles para todos conceptos complejos y destacó por su travieso sentido del humor.

En el momento de su muerte, Hawking estaba trabajando en un proyecto final: un libro que compilaba sus respuestas a las «grandes» preguntas que a menudo se le planteaban: preguntas que iban más allá del campo académico.

Fragmento del libro Breves respuestas a las grandes preguntas (Paidós), © 2018, Stephen Hawking. © 2018 Traducción: David Jou Mirabent. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Stephen Hawking | Físico, cosmólogo y divulgador científico británico. Sus trabajos más importantes hasta la fecha han consistido en aportar, junto con Roger Penrose, teoremas respecto a las singularidades espaciotemporales en el marco de la relatividad general, y la predicción teórica de que los agujeros negros emitirían radiación, lo que se conoce hoy en día como radiación de Hawking (o a veces radiación Bekenstein-Hawking).

Breves respuestas a las grandes preguntasStephen Hawking

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POR QUÉ DEBEMOS HACERNOS LAS GRANDES PREGUNTAS

La gente siempre ha querido respuestas a las grandes preguntas. ¿De dónde venimos? ¿Cómo comenzó el universo? ¿Qué sentido y qué intencionalidad hay tras todo eso? ¿Hay alguien ahí afuera? Las antiguas narraciones sobre la creación nos parecen ahora menos relevantes y creíbles. Han sido reemplazadas por una variedad de lo que solo se puede considerar supersticiones, que van desde el New Age hasta Star Trek. Pero la ciencia real puede ser mucho más extraña, y mucho más satisfactoria, que la ciencia ficción.

Soy un científico. Y un científico con una profunda fascinación por la física, la cosmología, el universo y el futuro de la humanidad. Mis padres me educaron para tener una curiosidad inquebrantable y, al igual que mi padre, para investigar y tratar de responder a las muchas preguntas que la ciencia nos plantea. He pasado la vida viajando por el universo, en el interior de mi mente. Mediante la física teórica, he tratado de responder algunas de las grandes preguntas. En determinado momento, creí que vería el final de la física, tal como la conocemos, pero ahora creo que la maravilla de descubrir continuará mucho después de que me haya ido. Estamos cerca de algunas de esas respuestas, pero todavía no las tenemos.

El problema es que la mayoría de la gente cree que la ciencia real es demasiado difícil y complicada para que la puedan entender. No creo, sin embargo, que este sea el caso. Investigar sobre las leyes fundamentales que rigen el universo requeriría una dedicación de tiempo que la mayoría de la gente no tiene; el mundo pronto se detendría si todos intentáramos hacer física teórica. Pero la mayoría de las personas puede comprender y apreciar las ideas básicas, si son presentadas de forma clara sin ecuaciones, cosa que creo que es posible y que he disfrutado tratando de hacer a lo largo de mi vida.

Ha sido una época gloriosa para vivir e investigar en física teórica. Nuestra imagen del universo ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años, y me siento feliz si he contribuido en algo a ello. Una de las grandes revelaciones de la era espacial ha sido la perspectiva que nos ha proporcionado sobre la humanidad. Cuando contemplamos la Tierra desde el espacio, nos vemos a nosotros mismos como un todo. Vemos nuestra unidad y no nuestras divisiones. Es una imagen simple con un mensaje cautivador: un solo planeta, una sola especie humana.

Quiero sumar mi voz a la de aquellos que reclaman una acción inmediata sobre los desafíos clave de nuestra comunidad global. Espero que en el futuro, incluso cuando yo ya no esté, las personas con poder puedan mostrar creatividad, valor y liderazgo. Dejémoslas po-nerse al nivel del desafío de los objetivos de desarrollo sostenible, y actuar no por su propio interés sino por el interés común. Soy muy consciente de cuán precioso es el valor del tiempo. Aprovechemos cada momento. Actuemos ahora mismo.

Ya he escrito anteriormente sobre mi vida, pero cuando pienso en mi fascinación de siempre por las grandes preguntas creo que vale la pena repetir algunas de mis experiencias tempranas.

Nací exactamente trescientos años después de la muerte de Galileo, y me gustaría creer que esa coincidencia ha influido en cómo ha sido mi vida científica. Sin embargo, estimo que otros 200?000 bebés nacieron aquel mismo día. No sé si alguno de ellos se interesó posteriormente por la astronomía.

Crecí en una casa victoriana alta y estrecha en Highgate, en Londres, que mis padres compraron a bajo precio durante la Segunda Guerra Mundial, cuan-do todos pensaban que Londres iba a quedar arrasada por los bombardeos. De hecho, un cohete V2 fue a caer a una casa poco más allá de la nuestra. En ese momento yo estaba lejos, con mi madre y mi hermana, y afortunadamente mi padre no resultó herido. Durante años, en el sitio de la bomba quedó un gran espacio vacío, en el que solía jugar con mi amigo Howard. Investigamos los resultados de la explosión con la misma curiosidad que ha impulsado mi vida entera.

En 1950, el lugar de trabajo de mi padre se trasladó al extremo norte de Londres, al nuevo Instituto Nacional de Investigación Médica recién construido en Mill Hill, por lo que mi familia se mudó a sus cercanías, a la ciudad catedralicia de Saint Albans. Me enviaron a la escuela para niñas, que a pesar de su nombre admitía niños de hasta 10 años de edad. Más tarde fui a la escuela de Saint Albans. Nunca estuve entre los mejores promedios del grupo —era? un grupo muy brillante—, pero mis compañeros me pusieron el apodo de Einstein, así que presumiblemente vieron en mí signos de algo mejor. Cuando tenía 12 años, uno de mis amigos le apostó a otro una bolsa de dulces a que nunca llegaría a nada.

En Saint Albans tenía seis o siete amigos íntimos, y recuerdo haber mantenido con ellos largas discusiones y debates sobre todo, desde modelos controlados por radio hasta la religión. Uno de nuestros grandes temas de discusión era el origen del universo, y si hace falta un Dios para crearlo y ponerlo en marcha. Había oído que la luz de las galaxias distantes se desplazaba hacia el extremo rojo del espectro y se suponía que esto indicaba que el universo se estaba expandiendo. Pero estaba seguro de que debía de haber alguna otra explicación para ese desplazamiento hacia el rojo. ¿Tal vez la luz se cansaba y enrojecía en su camino hacia nosotros? Un universo esencialmente inmutable y eterno me parecía mucho más natural. (Fue solo años más tarde, tras el descubrimiento de la radiación cósmica de fondo de microondas, transcurridos ya dos años de mi investigación de doctorado, que reconocí que me había equivocado).

Siempre estuve muy interesado en el funcionamiento de las cosas, y solía desarmarlas para ver cómo funcionaban, pero no era tan bueno para volver a armar-las. Mis habilidades prácticas nunca igualaron a mis cualidades teóricas. Mi padre alentó mi interés por la ciencia e insistía en que yo fuera a Oxford o Cambridge. Él mismo había ido al University College de Oxford, así que pensó que debería presentarme allí. En aquel momento, el University College no tenía ningún catedrático de matemáticas, así que no me quedaba otra opción que pedir una beca en ciencias naturales. Me sorprendió conseguirla.

La actitud predominante en Oxford en aquel momento era muy antitrabajo. Se suponía que debías ser brillante sin esfuerzo, o aceptar tus limitaciones y resignarte a una baja calificación. Yo lo tomé como una invitación a trabajar muy poco. No me siento orgulloso de ello, solo estoy describiendo mi actitud en aquel tiempo, compartida por la mayoría de mis compañeros. Uno de los resultados de mi enfermedad fue cambiar todo aquello. Cuando te enfrentas a la posibilidad de una muerte temprana, te das cuenta de que hay muchas cosas que quieres hacer antes de que tu vida termine.

Como había trabajado tan poco, planeé pasar el examen final evitando las preguntas que requiriesen algún conocimiento de los hechos, centrándome en problemas de física teórica. Pero la noche anterior no dormí, y en el examen no me fue muy bien. Estaba en la frontera entre una alta calificación y una buena, y tuve que ser entrevistado por los examinadores para determinar cuál me asignarían. En la entrevista me preguntaron por mis planes futuros. Respondí que quería hacer investigación. Si me concedían una alta calificación, iría a Cambridge. Si solo me daban una buena calificación, me quedaría en Oxford. Me dieron un sobresaliente.

En las largas vacaciones posteriores a mi examen final, la universidad ofreció una serie de pequeñas becas de viaje. Pensé que mis posibilidades de obtener una serían mayores cuanto más lejos me propusiera ir, y dije que quería ir a Irán. Partí en el verano de 1962, en tren hasta Estambul, luego a Erzurum en el este de Turquía, luego a Tabriz, Teherán, Isfahán, Shiraz y Persépolis, la capital de los antiguos reyes persas. De regreso a casa, mi compañero de viaje, Richard Chiin, y yo quedamos atrapados en el gran terremoto de Bouin-Zahra, de 7.1 grados en la escala Richter, que mató a más de 12?000 personas. Debí de haber estado cerca del epicentro, pero no lo sabía porque estaba enfermo y en un autobús que iba dando tumbos por las carreteras iraníes, que entonces tenían muchos baches.

Pasamos los siguientes días en Tabriz, mientras me recuperaba de una grave disentería y de una costilla que me rompí al ser arrojado contra el asiento de enfrente en el autobús, desconociendo todavía la magnitud del desastre, porque no hablábamos farsi. Hasta que llegamos a Estambul no supimos qué había pasado. Envié una postal a mis padres, que habían estado esperando ansiosamente diez días, porque la última vez que nos comunicamos yo estaba saliendo de Teherán hacia la región del desastre en el día del terremoto. A pesar del sismo, tengo muy buenos recuerdos de mis días en Irán. Una curiosidad intensa por el mundo puede ponernos en peligro, pero para mí esta fue probablemente la única vez en mi vida que esto ha sido cierto.

En octubre de 1962, cuando llegué a Cambridge, al Departamento de Matemáticas y Física Teórica, tenía 20 años. Había solicitado trabajar con Fred Hoyle, el astrónomo británico más famoso de la época. Digo astrónomo porque entonces la cosmología apenas era reconocida como un campo legítimo de investigación. Sin embargo, Hoyle ya tenía suficientes alumnos, así que con gran decepción mía fui asignado a Dennis Sciama, de quien no había oído hablar. Pero de hecho fue bueno no haber sido alumno de Hoyle, porque me habría arrastrado a tener que defender su teoría del estado estacionario, cosa que hubiera resultado más difícil de negociar que el Brexit. Comencé mi trabajo leyendo viejos libros de texto sobre relatividad general, atraído como siempre por las preguntas más importantes.

Como algunos de ustedes pueden haber visto en la película en la que Eddie Redmayne interpreta una versión particularmente favorecedora de mí, en mi tercer año en Oxford noté que parecía ir volviéndome más torpe. Me caí una o dos veces sin poder entender por qué, y noté que ya no podía remar apropiadamente. Se hizo evidente que algo no iba del todo bien, y no me gustó nada que un médico me dijera que dejara la cerveza.

El invierno después de llegar a Cambridge fue muy frío. Estaba en casa por las vacaciones de Navidad cuando mi madre me convenció de ir a patinar al lago de Saint Albans, aunque yo sabía que no estaba preparado para eso. Me caí y tuve grandes dificultades para reincorporarme. Mi madre se dio cuenta de que algo estaba mal y me llevó al médico.

Pasé semanas en el hospital de St Bartholomew, donde me hicieron muchas pruebas. Era 1962, y las pruebas fueron algo más primitivas de lo que son ahora. Me tomaron una muestra de músculo del brazo, me clavaron electrodos y en la columna vertebral me inyectaron un fluido opaco a las radiaciones, que los doctores observaron con Rayos X cómo subía y bajaba al inclinar la cama. En realidad, nunca me dijeron qué era lo que fallaba, pero adiviné lo suficiente como para concluir que era algo bastante grave, así que no lo quería preguntar. Deduje de las conversaciones de los doctores que, fuera lo que fuera «eso», solo empeoraría y no había nada que pudieran hacer, excepto darme vitaminas. De hecho, el doctor que realizó las pruebas se desentendió de mí y nunca lo volví a ver. Se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer por mí.

En algún momento, debí de enterarme de que el diagnóstico era esclerosis lateral amiotrófica (ela), un tipo de enfermedad motora neuronal en que las células nerviosas del cerebro y de la médula espinal se atrofian y luego se cicatrizan o se endurecen. También me enteré de que las personas con esta enfermedad pierden gradualmente la capacidad de controlar sus movimientos, de hablar, de comer y finalmente de respirar.

Mi enfermedad parecía progresar rápidamente. Como es comprensible, me deprimí, ya que no veía qué sentido tenía continuar investigando en mi doctorado si ni siquiera sabía si llegaría a vivir lo suficiente para terminarlo. Pero la progresión se ralentizó y sentí un renovado entusiasmo por mi trabajo. Después de que mis expectativas se hubieran reducido a cero, cada nuevo día se convirtió en una propina y empecé a apreciar todo lo que tenía. Mientras hay vida, hay esperanza.

Y, por supuesto, también había una chica llamada Jane, a quien había conocido en una fiesta. Estaba muy decidida a que juntos pudiéramos luchar contra mi condición. Su confianza me esperanzó. Comprometerme con ella levantó mi ánimo y me di cuenta de que si nos casábamos debería conseguir un trabajo y terminar mi doctorado. Y como siempre, las grandes preguntas me estaban impulsando. Comencé a trabajar duro y lo disfruté.