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Auge y caída de los dinosaurios • Steve Brusatte

La nueva historia de un mundo perdido.

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Escrito en OPINIÓN el

La historia de los dinosaurios como jamás te la han contado.

Tiranosaurios primitivos del tamaño de un ser humano, bestias carnívoras de dimensiones descomunales, misteriosos reptiles emplumados...

Los dinosaurios, las criaturas más formidables de la Tierra, se desvanecieron hace ya sesenta y seis millones de años, pero siguen siendo uno de los misterios más intrigantes de todos los tiempos.

En Auge y caída de los dinosaurios, la joven estrella de la paleontología Steve Brusatte repasa la evolución de estos extraordinarios seres mientras nos hace partícipes de sus apasionantes expediciones alrededor del mundo y sus recientes descubrimientos, que ponen en entredicho todo cuanto creíamos saber sobre la evolución de los dinosaurios.

Desde los inicios del Triásico hasta su repentina y catastrófica extinción al final del Cretácico, esta electrizante obra redefine la historia de un mundo perdido y desentierra los enigmáticos orígenes, la enorme diversidad y el apasionante legado de unas criaturas legendarias.

Apadrinado por la Scientific American, éste no es otro libro más sobre saurios extinguidos, sino la prueba definitiva de que la saga continúa.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro “Auge y caída de los dinosaurios” de Steve Brusatte con autorización editorial de Penguin Random House.

Steve Brusatte es una joven promesa de la paleontología, además de biólogo evolutivo. Actualmente colabora con la Universidad de Edimburgo, aunque completó sus estudios en la Universidad de Chicago y se doctoró en la Universidad de Columbia...

Auge y caída de los dinosaurios | Steve Brusatte

#AdelantosEditoriales.


Fragmento Auge y caída de los dinosaurios de Steve Brusatte

La nueva historia de un mundo perdido

Pocas horas antes de que rayara el alba, en una fría mañana de noviembre de 2014, me apeé de un taxi y entré en la estación central de ferrocarril de Beijing. Aferraba el billete mientras me abría paso a través de un enjambre de miles de trabajadores que cogían el tren a primera hora de la mañana; mis nervios iban en aumento a medida que la hora de partida del tren se acercaba. No tenía ni idea de adónde ir. Solo, únicamente con unas pocas palabras de chino en mi vocabulario, todo lo que podía hacer era intentar casar los caracteres pictográficos del billete con los signos de los andenes. Como un depredador a la caza, solo tenía ojos para mi objetivo; subí y bajé rápidamente en los ascensores y pasé por delante de los quioscos y los antros de noodles sin detenerme. La maleta, cargada con cámaras, un trípode y otro equipo científico, se deslizaba detrás de mí, arrollando pies y golpeando tobillos. Gritos de enfado parecían llegarme de todas direcciones. Pero no me detuve.

Para entonces estaba sudando a través de mi acolchada chaqueta de invierno, y respiraba con dificultad por el aire viciado. Un motor se puso en marcha en algún lugar frente a mí y sonó un silbato. Un tren estaba a punto de partir. Me tambaleé al bajar la escalera de hormigón que conducía a las vías y, con gran alivio, reconocí los signos. ¡Por fin! Este era mi tren, el que saldría disparado en dirección nordeste hasta Jinzhou, una ciudad del tamaño de Chicago en la antigua Manchuria, a unos cientos de kilómetros de la frontera con Corea del Norte.

Durante las cuatro horas siguientes, intenté ponerme cómodo mientras franqueábamos, a paso de tortuga, las fábricas de cemento y los maizales envueltos en la bruma. Eché alguna cabezada ocasional, pero no fui capaz de dormir profundamente. Estaba demasiado excitado. Al final del viaje me esperaba un misterio, un fósil con el que se había topado un granjero mientras recogía la cosecha. Yo había visto algunas fotos borrosas que me había enviado mi buen amigo y colega Junchang Lü, uno de los más famosos cazadores de dinosaurios de China. Ambos coincidimos en que parecía importante, quizá incluso uno de esos fósiles que son como el santo grial: una nueva especie, conservada de manera tan inmaculada que se puede apreciar, tal cual, el aspecto que tenía cuando aún respiraba, cuando era una criatura viva, decenas de millones de años en el pasado. Pero teníamos que verlo por nosotros mismos para estar seguros.

Cuando bajé del tren en Jinzhou, ya con Junchang, nos recibió un grupo de dignatarios locales, que tomaron nuestras maletas y nos acomodaron en sendos SUV de color negro. Nos llevaron zumbando al museo municipal, un edificio sorprendentemente anodino a las afueras de la ciudad. Con la seriedad de una cumbre política de alto nivel, nos condujeron a lo largo de un largo corredor iluminado con lámparas de neón parpadeantes hasta una sala lateral, con un par de escritorios y sillas. En equilibrio sobre una pequeña mesa se hallaba un bloque de roca tan pesado que parecía que las patas empezaban a ceder. Uno de nuestros acompañantes habló en chino a Junchang, que se volvió hacia mí e hizo un leve gesto de asentimiento.

«Vamos allá», dijo en su inglés de acento particular, una combinación de la cadencia china con la que creció y el hablar arrastrando las palabras propio de Texas que asimiló cuando estudió un posgrado en Estados Unidos.

Ambos nos pusimos de pie a la vez y nos acercamos a la mesa. Podía sentir las miradas de todo el mundo, así como un silencio inquietante que llenaba la sala, a medida que nos aproximábamos al tesoro.

Ante mí se hallaba uno de los fósiles más hermosos que hubiera visto. Era un esqueleto del tamaño aproximado de una mula, con los huesos del color pardo del chocolate resaltando sobre el gris apagado de la caliza que los rodeaba. Un dinosaurio, a buen seguro, con unos dientes como cuchillos carniceros, unas garras puntiagudas y una larga cola que no dejaban ninguna duda de que se trataba de un pariente cercano del villano Velociraptor de Jurassic Park.

Pero no era un dinosaurio ordinario. Los huesos eran livianos y huecos; las patas, largas y delgadas como las de una garza; su esqueleto esbelto era la marca distintiva de un animal activo, dinámico y veloz. Y allí no solo había huesos, sino que, además, todo el cuerpo estaba cubierto de plumas; unas plumas espesas que parecían pelo sobre la cabeza y el cuello, unas largas plumas ramificadas en la cola, y grandes plumas con cañones en los brazos, dispuestas en línea y superpuestas unas sobre otras para formar unas alas.

Este dinosaurio parecía un ave.

Aproximadamente un año después, Junchang y yo describimos este esqueleto como una nueva especie, a la que denominamos Zhenyuanlong suni. Es uno de los cerca de quince nuevos dinosaurios que he identificado a lo largo de la última década, a medida que forjaba una carrera en paleontología que me ha llevado desde mis raíces en el medio oeste de Estados Unidos hasta un empleo en la universidad en Escocia, con muchas paradas en todo el mundo para encontrar y estudiar dinosaurios.

Zhenyuanlong es diferente a los dinosaurios que descubrí en el colegio, antes de convertirme en científico. A mí me enseñaron que los dinosaurios eran bestias gigantes con escamas y estúpidas, tan poco adaptadas a su ambiente que no podían hacer otra cosa que moverse con pesadez mientras pasaba el tiempo, a la espera de extinguirse. Fracasos evolutivos. Callejones sin salida en la historia de la vida. Bestias primitivas que campaban a sus anchas mucho antes de que los humanos entraran en escena, en un mundo primigenio que era tan diferente del de hoy que bien pudiera haber sido un planeta extraterrestre. Los dinosaurios eran curiosidades que se podían ver en los museos, monstruos de película que se aparecían en nuestras pesadillas u objetos de la fascinación infantil, absolutamente irrelevantes para nosotros en la actualidad y poco merecedores de ningún estudio serio.


Zhenyuanlong

Pero estos estereotipos son absurdamente erróneos. Han sido desmontados a lo largo de las últimas décadas, a medida que una nueva generación ha recolectado fósiles de dinosaurios a un ritmo sin precedentes. En la actualidad, se encuentra una nueva especie de dinosaurio cada semana, por término medio, sea en los desiertos de Argentina o en los páramos helados de Alaska. Entendamos bien esto, un nuevo dinosaurio… cada… semana. Esto supone unas cincuenta especies nuevas al año, Zhenyuanlong entre ellas. Y no se reduce todo a nuevos descubrimientos, sino también a las nuevas maneras de estudiarlos: tecnologías punteras que ayudan a los paleontólogos a entender la biología y la evolución de los dinosaurios de maneras que nuestros predecesores habrían considerado inimaginables. Se utilizan TAC para estudiar el cerebro y los sentidos de los dinosaurios, los modelos informáticos nos dicen cómo se desplazaban, y los microscopios de alta resolución pueden revelar incluso de qué color eran algunos de ellos. La lista no tiene fin.

Ha sido para mí un gran privilegio formar parte de este entusiasmo, como uno de los muchos paleontólogos jóvenes de todo el globo, hombres y mujeres de entornos diversos, que llegaron a la mayoría de edad en la época de Jurassic Park. Constituimos un buen grupo de investigadores de entre veinte y pocos y treinta y pocos años que trabajamos juntos y con nuestros mentores de la generación precedente. Con cada nuevo descubrimiento, cada nuevo estudio, aprendemos un poco más acerca de los dinosaurios y de su historia evolutiva.

Este es el relato que voy a contar en este libro: la historia épica sobre de dónde procedían los dinosaurios, sobre cómo llegaron a ser dominantes, cómo algunos de ellos alcanzaron un tamaño colosal, cómo otros desarrollaron plumas y alas y se transformaron en aves y, después, desapareció el resto de ellos, allanando en último término el camino para el mundo moderno, y para nosotros. Al hacerlo quiero transmitir cómo hemos ensamblado dicho relato mediante las pistas fósiles que tenemos, así como ofrecer una perspectiva de cómo es ser un paleontólogo cuya ocupación es ir a la caza de dinosaurios.

Pero, por encima de todo, quiero demostrar que los dinosaurios no eran ni alienígenas ni fallos evolutivos, y que ciertamente no son irrelevantes. Tuvieron un éxito notable, medraron durante más de 150 millones de años y dieron lugar a algunos de los animales más asombrosos que hayan vivido jamás… entre los que se incluyen las aves y unas diez mil especies de dinosaurios modernos. Su hogar era nuestro hogar, el mismo planeta Tierra, sometido a cambios climáticos y ambientales tan caprichosos como los que afrontamos nosotros o con los que quizá tendremos que habérnoslas en el futuro. Evolucionaron al unísono con un mundo siempre cambiante, un mundo sometido a monstruosas erupciones volcánicas e impactos de asteroides, y un mundo en el que los continentes se desplazaban, los niveles del mar fluctuaban constantemente y las temperaturas subían y bajaban sin orden ni concierto. Se adaptaron a su entorno a la perfección, pero al final la mayoría de ellos se extinguió al no poder superar una crisis repentina. Sin duda hay aquí una lección para todos nosotros.

Por encima de todo, el auge y caída de los dinosaurios es un relato increíble, de una época en la que bestias colosales y otras criaturas fantásticas daban forma al mundo. Caminaron sobre el mismo suelo que hay bajo nuestros pies, y sus fósiles se hallan hoy en día sepultados en rocas; son las pistas que cuentan su vida. Para mí, se trata de una de las mayores narraciones en la historia de nuestro planeta.

Steve Brusatte

Edimburgo, Escocia

18 de mayo de 2017

«¡Bingo!», exclamó mi amigo Grzegorz Niedzwiedzki mientras señalaba una separación, estrecha como la hoja de un cuchillo, entre una banda delgada de pizarra y una capa más gruesa de una roca más basta, situada directamente encima de aquella. La cantera que estábamos explorando, cerca de la minúscula aldea de Zachelmie, había sido antiguamente una fuente de apreciada caliza, pero hacía ya tiempo que estaba abandonada. El paisaje circundante estaba lleno de chimeneas deterioradas y otros restos del pasado industrial del área central de Polonia. Los mapas indicaban de forma engañosa que nos hallábamos en la sierra de Santa Cruz, un triste retazo de colinas antaño imponentes, pero que hoy están aplanadas por millones de años de erosión. El cielo estaba gris, los mosquitos picaban, el calor rebotaba desde el suelo de la cantera y las únicas otras personas que vimos eran una pareja de excursionistas extraviados que debían de haber tomado un desvío trágicamente equivocado.

«Esto es la extinción —dijo Grzegorz con una amplia sonrisa que le arrugaba una barba incipiente, fruto de varios días de trabajo de campo sin afeitarse—. Abajo hay muchas huellas de grandes reptiles y de sus primos mamíferos, pero después desaparecen. Y arriba, no se ve nada durante un rato y, después, dinosaurios.»

Podía parecer que estábamos contemplando unas rocas en una cantera cubierta de vegetación, pero lo que estábamos observando realmente era una revolución. Las rocas registran la historia; cuentan relatos de un pasado muy antiguo, de mucho antes de que los humanos caminaran sobre la Tierra. Y la narración que teníamos ante nosotros, escrita en la piedra, era la leche. Ese cambio en las rocas, quizá solo detectable para los ojos muy preparados de un científico, documenta uno de los momentos más increíbles de la historia de la Tierra. Una breve ocasión en la que el mundo cambió, un punto de inflexión que tuvo lugar hace unos 252 millones de años, antes de nosotros, antes de los mamuts lanudos, antes de los dinosaurios, pero que todavía reverbera en la actualidad. Si en aquel entonces las cosas se hubieran desarrollado de forma algo diferente, quién sabe qué aspecto tendría el mundo moderno… Es como preguntarse qué podría haber ocurrido si no hubieran asesinado al archiduque.

Si hubiéramos estado en este mismo lugar hace 252 millones de años, durante una porción de tiempo que los geólogos denominan «periodo pérmico», nuestro entorno apenas habría sido reconocible. No habría fábricas en ruinas ni otras señales de vida humana. No habría aves en el cielo ni ratones echándose a la carrera bajo nuestros pies, ni matorrales floridos que nos arañaran, ni mosquitos que se alimentaran de nuestros cortes. Todas estas cosas evolucionarían más tarde. Pero seguro que habríamos estado sudando, porque hacía calor y había una humedad insoportable, probablemente más insufrible que Miami en pleno verano. Ríos enfurecidos drenarían la sierra de Santa Cruz, que entonces sí que era un conjunto de montañas de verdad, con puntiagudas cumbres nevadas que se introducían cientos de metros entre las nubes. Los ríos serpentearían a través de enormes bosques de coníferas primitivas, parientes de los pinos y enebros actuales, para desaguar en una gran cuenca que flanqueaba las colinas, tachonada de lagos que crecían en la estación de las lluvias, pero que se secaban cuando terminaban los monzones.

Estos lagos eran la fuente de vida del ecosistema local, abrevaderos que proporcionaban un oasis frente al fuerte calor y al viento. Hasta allí acudía toda suerte de animales, pero no como los que conocemos. Había salamandras viscosas más grandes que un perro, que deambulaban cerca de la orilla y ocasionalmente capturaban algún pez que se cruzaba en su camino. Unas bestias corpulentas llamadas «pareiasaurios» anadeaban a cuatro patas; su piel con protuberancias, su complexión pesada en la parte delantera y su aspecto tosco en general los hacían parecer una línea de ataque apabullante de formas reptilianas. Unos bichos pequeños y gordos llamados «dicinodontes» hurgaban en el fango igual que los cerdos y empleaban sus aguzados colmillos para extraer sabrosas raíces. Señoreando sobre todos ellos estaban los gorgonopsios, monstruos del tamaño de osos que reinaban en la cumbre de la cadena trófica con sus caninos como sables, que rajaban las entrañas de los pareiasaurios y la carne de los dicinodontes. Este extravagante elenco dominaba el mundo justo antes de los dinosaurios.

Llegado un punto, la Tierra empezó a retumbar a gran profundidad. No habríamos podido notarlo en la superficie, al menos cuando empezó, hace unos 252 millones de años. Ocurría a 80 kilómetros, quizá a 170 kilómetros bajo tierra, en el manto, la capa intermedia del bocadillo corteza-manto-núcleo de la estructura de la Tierra. El manto es roca sólida tan caliente y sometida a una presión tan intensa que, a lo largo de largos tramos del tiempo geológico, puede fluir como un blandiblú extraviscoso. De hecho, el manto tiene corrientes, como un río. Estas corrientes son las que impulsan el sistema de cinta transportadora de la tectónica de placas, las fuerzas que fragmentan la delgada corteza externa en unas placas que en el transcurso del tiempo se desplazan unas con respecto a otras. No tendríamos montañas ni océanos ni superficie habitable sin las corrientes del manto. Sin embargo, de vez en cuando, una de las corrientes se descontrola. Una serie de penachos calientes de roca líquida se desgajan y empiezan a abrirse paso hacia arriba, hacia la superficie, para finalmente estallar a través de los volcanes. Se los denomina «puntos calientes». Son raros, pero Yellowstone es un ejemplo actual de un punto caliente activo. La entrada continua de calor procedente de las profundidades de la Tierra es lo que hace funcionar al old Faithful y a los demás géiseres.

Esto mismo ocurría a finales del periodo pérmico, pero a una escala continental. Debajo de Siberia empezó a formarse un enorme punto caliente. Las corrientes de roca líquida se abrieron paso a través del manto hasta la corteza, salieron de los volcanes e inundaron completamente la región. No se trataba de volcanes ordinarios como aquellos con los que estamos más familiarizados, esos montículos en forma de cono que permanecen inactivos durante décadas y después explotan de vez en cuando, expulsando un montón de cenizas y lava, como el monte Saint Helens o el pinatubo. No entraban en erupción con el vigor de esos artilugios impulsados con vinagre y bicarbonato que muchos de nosotros preparamos como experimentos en las ferias de ciencia. No, estos volcanes no eran más que grandes grietas en el suelo, a veces de varios kilómetros de longitud, que vomitaban lava continuamente, año tras año, década tras década, siglo tras siglo. Las del final del pérmico duraron unos cuantos cientos de miles de años, quizá incluso algunos millones de años. Hubo algunos estallidos eruptivos muy grandes y periodos más tranquilos de flujo más lento. En resumidas cuentas, expulsaron suficiente lava para anegar varios millones de kilómetros cuadrados del norte y del centro de Asia. Aún hoy en día, más de 250 millones de años después, las negras rocas basálticas que se formaron cuando esta lava se hubo endurecido cubren cerca de un millón y medio de kilómetros cuadrados en Siberia, casi la misma superficie terrestre que Europa occidental.

Imagínese el lector un continente abrasado por la lava, el desastre apocalíptico de una mala película de serie B. baste decir que todos los pareiasaurios, dicinodontes y gorgonopsios que vivían en cualquier lugar cercano al código de área de Siberia desaparecieron. Pero fue peor que eso. Cuando los volcanes entran en erupción, no expulsan solo lava, sino también calor, polvo y gases nocivos, que, a diferencia de la primera, pueden afectar al planeta entero. Al final del pérmico, fueron los agentes reales de muerte e iniciaron una cascada de destrucción que duraría millones de años y que, en el proceso, cambiaría el mundo de manera irrevocable.

El polvo salió disparado a la atmósfera, contaminó las corrientes de aire a gran altitud y se extendió por todo el mundo, tapando la luz del sol e impidiendo que las plantas fotosintetizaran. Los bosques de coníferas, antaño exuberantes, desaparecieron, de manera que los pareiasaurios y los dicinodontes se vieron sin plantas de las que alimentarse, con lo que los gorgonopsios también acabaron quedándose sin carne con la que nutrirse. Las cadenas tróficas empezaron a desmoronarse. Parte del polvo cayó a través de la atmósfera, mezclado con gotas de agua, en forma de lluvia ácida, lo que exacerbó la situación de deterioro del suelo. A medida que más plantas perecían, el paisaje se iba haciendo infértil e inestable, lo que condujo a una erosión masiva cuando las avalanchas de barro eliminaron trechos enteros de bosques en putrefacción. Esta es la razón por la que las finas pizarras de la cantera de Zachelmie, un tipo de roca que indica ambientes calmados y tranquilos, dieron paso de repente a las rocas más bastas y llenas de pedruscos tan características de las corrientes de movimiento rápido y de las tormentas corrosivas. Se propagaron grandes incendios por una tierra llena de cicatrices, lo que hizo aún más difícil la supervivencia de plantas y animales.

Pero estos fueron solo los efectos a corto plazo, lo que ocurrió pasados días, semanas y meses después de que una intrusión de lava particularmente grande surgiera de las fisuras siberianas. Los efectos a largo plazo fueron incluso más mortíferos. Con la lava se liberaron nubes asfixiantes de dióxido de carbono. Como sabemos muy bien en la actualidad, el dióxido de carbono es un potente gas de efecto invernadero, que absorbe radiación en la atmósfera y la reenvía a la superficie, caldeando la Tierra. El dióxido de carbono expulsado por las erupciones siberianas no hizo subir el termostato solo unos pocos grados; provocó un efecto invernadero desbocado que hizo hervir el planeta. Pero también hubo otras consecuencias. Aunque buena parte del dióxido de carbono fue a la atmósfera, otra cantidad considerable se disolvió en el océano. Esto provocó una cadena de reacciones químicas que hicieron que el agua oceánica fuese más ácida; una mala cosa, en particular para los organismos marinos con conchas y caparazones de fácil disolución. Por eso no nos bañamos en vinagre. Además, dicha reacción en cadena hace desaparecer una gran cantidad de oxígeno de los océanos, otro problema serio para quien viva en el agua o cerca de ella.

Las descripciones de desastres y catástrofes podrían seguir a lo largo de páginas, pero el resumen es que el final del pérmico fue una muy mala época para estar vivo, pues se dio el mayor episodio de mortandad en masa de la historia de nuestro planeta. Desapareció alrededor del 90 por ciento de todas las especies. Los paleontólogos tienen un término específico para un acontecimiento como este, en el que un número enorme de plantas y animales mueren en todo el mundo en un periodo breve: el de «extinción en masa». Ha habido cinco extinciones en masa particularmente graves en los últimos 500 millones de años. La que tuvo lugar hace 66 millones de años, al final del Cretácico, que se saldó con la desaparición de los dinosaurios, es seguramente la más famosa. Más adelante volveremos a ella; pero, por horrible que fuera, no fue en absoluto tan devastadora como la que tuvo lugar al final del pérmico. Aquel momento en el tiempo, hace 252 millones de años, cuya crónica se recoge en el rápido cambio de pizar ras a rocas guijar rosas en la cantera polaca, fue lo más cerca que estuvo la vida de ser eliminada por completo.

Después las cosas mejoraron. Siempre lo hacen. La vida es resiliente, y algunas especies son siempre capaces de superar incluso las peores catástrofes. Los volcanes siguieron en erupción durante algunos millones de años y, llegado un momento, se detuvieron, cuando el punto caliente perdió fuerza. Al cesar el azote de la lava, el polvo y el dióxido de carbono, los ecosistemas se estabilizaron gradualmente. Las plantas empezaron a crecer de nuevo y se diversificaron. Proporcionaron nuevo alimento a los herbívoros, que a su vez aportaron carne a los carnívoros. Las redes tróficas se restablecieron. Esta recuperación tardó al menos cinco millones de años en producirse y, cuando se consumó, las cosas mejoraron, pero pasaron a ser muy diferentes. Los gorgonopsios, pareiasaurios y afines que habían dominado anteriormente ya no acecharían las riberas lacustres de polonia ni de ninguna otra región, mientras que los intrépidos supervivientes tenían toda la Tierra para ellos. Un mundo en gran parte vacío, una frontera no colonizada. El pérmico había asistido a la transición hacia el siguiente intervalo de tiempo geológico, el Triásico, y las cosas no volverían nunca a ser iguales. Los dinosaurios estaban a punto de hacer su aparición.

Cuando era un joven paleontólogo, deseaba comprender exactamente cómo había cambiado el mundo como resultado de la extinción del final del pérmico. ¿Qué formas habían perecido y cuáles habían sobrevivido? ¿Y por qué? ¿Con qué rapidez se habían recuperado los ecosistemas? ¿Qué nuevos tipos de organismos nunca imaginados antes habían aparecido de las tinieblas postapocalípticas? ¿Qué aspectos del mundo moderno se habían forjado por vez primera en las lavas del pérmico?

Solo hay una manera de empezar a dar respuesta a estas preguntas. Hay que salir y encontrar fósiles. Si se ha cometido un asesinato, un detective empieza con el estudio del cadáver y de la escena del crimen, y busca huellas, cabello, fibras de ropa u otras pistas para contar el relato de lo que ha acontecido, y así llegar hasta el culpable. Las pistas de los paleontólogos son los fósiles. Son la moneda de nuestro campo, los únicos registros de cómo vivieron y evolucionaron aquellos organismos que llevan muchísimo tiempo extinguidos.

Un fósil es cualquier señal de vida antigua, y se presenta en muchas formas. Los fósiles más conocidos son huesos, dientes y conchas; las partes duras que forman el esqueleto de un animal. Después de quedar enterrados en arena o fango, estos fragmentos son sustituidos gradualmente por minerales y se transforman en roca, dejando un fósil. A veces, los objetos blandos como hojas o bacterias también se fosilizan, a menudo al dejar impresiones sobre la roca. Lo mismo ocurre a veces con las partes blandas de animales, como piel, plumas o incluso músculos y órganos internos. Pero para dar con estos fósiles hemos de tener mucha suerte; los animales han de quedar enterrados tan rápidamente que no haya tiempo para que estos tejidos frágiles se descompongan o para que los devoren los depredadores.

Lo que acabo de describir es lo que llamamos un «fósil corporal», una parte real de una planta o un animal que se convierte en piedra. Pero existe otro tipo, lo que se conoce como «fósil de rastro», que registra la presencia o el comportamiento de un organismo o conserva algo que un organismo produjo. El mejor ejemplo es una huella; otros son madrigueras, marcas de mordeduras, coprolitos (excrementos fosilizados) y huevos y nidos. Estos fósiles llegan a ser particularmente valiosos, porque pueden decirnos cómo los animales extintos interactuaban entre sí y con su ambiente; cómo se desplazaban, qué comían, dónde vivían y cómo se reproducían.

Los fósiles que a mí me interesan en particular pertenecen a los dinosaurios y a los animales que había inmediatamente antes que ellos. Los primeros vivieron durante tres periodos de la historia geológica: el Triásico, el Jurásico y el Cretácico, que colectivamente constituyen la era mesozoica. El periodo pérmico (cuando aquel extraño y maravilloso elenco de criaturas retozaba a lo largo de los lagos polacos) se sitúa inmediatamente antes del Triásico. A menudo pensamos en los dinosaurios como animales antiguos, pero en realidad son unos relativamente recién llegados a la historia de la vida.

La Tierra se formó hace unos 4.500 millones de años, y las primeras bacterias microscópicas evolucionaron unos cuantos cientos de millones de años después. Durante unos 2.000 millones de años, fue un mundo bacteriano. No había plantas ni animales, nada que pudiera verse fácilmente a simple vista, si acaso hubiéramos estado allí. Y entonces, en algún momento hace unos 1.800 millones de años, estas células sencillas desarrollaron la capacidad de agruparse en organismos mayores y más complejos. Una edad de hielo global (que cubrió de glaciares casi todo el planeta, hasta los mismos trópicos) vino y se fue, y en el desenlace hicieron aparición los primeros animales. Al principio eran simples, sacos blandos y viscosos como esponjas y medusas, hasta que se desarrollaron conchas y esqueletos. Hace unos 540 millones de años, durante el periodo Cámbrico, estas formas con esqueletos eclosionaron en múltiples variaciones, se hicieron abundantísimas, empezaron a comerse unas a otras y dieron lugar a la constitución de ecosistemas complejos en los océanos. En algunos de estos animales se formaron esqueletos hechos de huesos; fueron los primeros vertebrados, que tenían el aspecto de unos piscardos pequeños y endebles. Pero también ellos continuaron diversificándose y, llegado un punto, algunos vieron sus aletas transformadas en patas, desarrollaron dedos y emergieron a tierra hace unos 390 millones de años. Estos fueron los primeros tetrápodos, y entre sus descendientes se incluyen todos los vertebrados que viven en la actualidad en tierra: ranas y salamandras, cocodrilos y serpientes, y, más tarde, dinosaurios y nosotros.

Conocemos esta historia gracias a los fósiles; miles de esqueletos, dientes, huellas y huevos encontrados en todo el mundo por generaciones de paleontólogos. Vivimos obsesionados con encontrar fósiles, y se nos conoce por nuestros esfuerzos considerables (y a veces estúpidos) para descubrir nuevos restos. Pueden estar en un pozo de caliza en Polonia o quizá en un despeñadero detrás de un supermercado, en un montón de pedruscos de desecho de una obra o en las paredes de roca de un vertedero maloliente. Si hay fósiles que encontrar, entonces siempre habrá un paleontólogo intrépido (o estúpido) que se enfrentará al calor, al frío, a la lluvia, a la nieve, a la humedad, al polvo, al viento, a lugares pestilentes o a las zonas de guerra que encuentre en el camino.

Esta es la razón por la que empecé a ir a Polonia. La primera visita fue en el verano de 2008, cuando tenía veinticuatro años y acababa de terminar el máster e iba a empezar el doctorado; fui a estudiar algunos nuevos e intrigantes fósiles de reptiles que se habían encontrado unos años antes en Silesia, un segmento del sudoeste de Polonia que durante años se disputaron polacos, alemanes y checos. Los fósiles se guardaban en un museo en Varsovia, como tesoros del Estado polaco. Recuerdo el alboroto mientras me acercaba a la estación central de la capital, en un tren con retraso procedente de Berlín; las sombras nocturnas cubrían la espantosa arquitectura de la era de Stalin en una ciudad reconstruida a partir de las ruinas de la guerra.

Al bajar del tren, eché un vistazo a la muchedumbre. Se suponía que tenía que haber alguien que sostuviera un cartel con mi nombre. Había organizado la visita mediante una serie de mensajes formales de correo electrónico con un profesor polaco veterano que había encargado a uno de sus estudiantes de posgrado que me fuera a buscar a la estación y me guiara hasta el pequeño cuarto de huéspedes del instituto polaco de paleobiología en el que me alojaría, solo unos pocos pisos por encima de donde se guardaban los fósiles. No tenía ni idea de a quién tenía que buscar y, puesto que el tren había llegado con más de una hora de retraso, imaginé que el estudiante ya se habría esfumado, de vuelta al laboratorio, abandonándome a mi suerte para desplazarme por una ciudad desconocida, en pleno crepúsculo, sin más palabras en polaco que las del glosario de mi guía turística.

Justo cuando empezaba a entrarme el pánico, vi una hoja de papel blanco ondeando al viento, con mi nombre garabateado apresuradamente en él. La sostenía un hombre joven, con un corte al rape, al estilo militar, en el que empezaban a insinuarse entradas, como en el mío. Tenía unos ojos oscuros y entornados. Una fina barba de varios días le cubría la cara, y la tez parecía algo más morena que la de la mayoría de los polacos que yo conocía, casi bronceada. Había algo vagamente siniestro en él, pero se disipó al instante, en cuanto me reconoció mientras me acercaba. Rompió en una amplia sonrisa, me cogió el equipaje y me estrechó con firmeza la mano. «Bienvenido a Polonia. Me llamo Grzegorz. ¿Te parece que vayamos a cenar algo?»

Ambos estábamos cansados, yo del largo viaje en tren, Grzegorz de trabajar todo el día en la descripción de un nuevo lote de huesos fósiles que él y su equipo de estudiantes acababan de encontrar en el sudeste de Polonia unas semanas antes, de ahí el bronceado de campo que mostraba. Con todo, terminamos tomando unas cuantas cervezas y hablando de fósiles durante horas. Era un tipo con un entusiasmo por los dinosaurios tan franco como el mío, y rebosaba de ideas iconoclastas acerca de lo que había ocurrido tras la extinción del final del pérmico.