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Ánima • Antonio Ortuño

Con una mirada dura e irónica, un divertido reflejo de lo que sucede en un ambiente laboral como el cinematográfico.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Pasando de chalán, utilero y asistente a alcanzar el estatus de director de culto, el Gato Vera y sus películas de zombis han crecido hasta convertirse en la némesis de Arturo Letrán, la gran gloria del cine mexicano. Sin embargo, la muerte de su mentor, el Animal Romo, obliga al Gato a hacer un alto y rememorar sus inicios en la industria, entre presupuestos raquíticos, guiones absurdos y rituales para atraer la suerte, pero también las envidias y los odios que bullen detrás de la competencia artística.

Sórdida y profundamente mordaz, Ánima es «un largo y elaborado insulto hacia […] un mundo sin estatuas de dioses ni dinosaurios de plastilina, sino pletórico de creativos de publicidad, jurados de premios y tutores de becas, funcionarios con un largo currículum de ineptitud e inquina, y críticos seudopoderosos para quienes la maquinación, el cochupo, el sobrecito, el agandalle, el complot y la tenebra son tan usuales como la cena y el desayuno».

Con un humor abrasivo y el estilo implacable e irónico que lo ha convertido en uno de los escritores mexicanos más relevantes de los años recientes, Antonio Ortuño retrata el mundillo del cine, con sus excesos y mezquindades, a la par que plantea una reflexión acerca de la irrefrenable vanidad humana y el febril deseo de aplastar a los demás.

Fragmento libro “Ánima” de Antonio Ortuño, editado por Seix Barral, © 2021. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Antonio Ortuño (Zapopan, 1976) ha sido reconocido con el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero (2017) y el Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello (2018) y sus obras se han traducido a media docena de idiomas. Diversos medios en México, América del Sur, España y Alemania han seleccionado sus novelas como libros del año.

Ánima | Antonio Ortuño

#AdelantosEditoriales

 

El universo entero me es adverso

Yo no era aún el Gato Vera, director de películas de zombis, ni Arturo Letrán era el eterno pretendiente al Óscar por esas cintas bobas que luego supo hacer. Eran tiempos simples, de víspera y adviento, y lucíamos como los retratos de un anuario escolar: cabello abundante, pellejo lustroso, un aliento que no era aún veneno manando desde tripas amoratadas y podridas. Había cumplido recién los dieciséis años: el tedio y la deserción escolar me llamaban. Y quiso el destino (fórmula, está, menos fuera de lo que se dice) que una mañana encontrara al tutor perfecto. No muchos hombres consiguen identificar el día en que se volvieron unos canallas. Me siento afortunado.

Fui echado de la escuela por rayar las paredes de un baño. No iba a volver a casa y confesarlo: tomé un camión y lo visité, le pedí empleo. Pareció interesado.

—Lo que vas a hacer podría hacerlo un chango. O una chica guapa. O hasta yo. Pero ni chicas ni changos quieren trabajar quince horas seguidas. Y yo, si disparo la cámara, regreso allá, muevo los muñecos, regreso acá y disparo y regreso y muevo, me tardo el doble.

El estudio de filmación. Una habitación sin ventanas, de techo altísimo; un almacén poblado por cables, mesas atestadas de papeles y latas de cerveza, muros repintados de negro y, por aires y suelos, las luces: reflectores que asaltaban ojos y piel, pendientes de arneses y rieles, sos-tenidos por trípodes, derribados en el suelo a merced de un pisotón casual o malintencionado. Polvo en cada centímetro: apeñuscado por los rincones, extendido por los muros como salpullido, descendiendo cansinamente en los haces de luz, colándose por la nariz y arañando la garganta con uñas insufribles.

El lugar lo dominaba él. Se llamaba Roberto Romo y le decían el Animal. Era chaparro, forzudo y renco. No es que fuera enano, me llegaría a la quijada, pero yo tenía dieciséis años entonces y me evadía, como de costumbre, del sopor de las clases matinales, mientras que él había cumplido veintisiete y no levantaba metro y medio del suelo. El Animal necesitaba un chango que disparara la cámara y allí estaba yo, a punto de devenir mico proficiente.

El sueldo que me ofreció no era pésimo, si consideramos que la ley vedaba que se le diera trabajo a un menor (sin prestación alguna ni seguridad social ni horarios fijos, aunque miles en el país lo aceptaran, de hecho, y murieran calcinados, despellejados o descuartizados en horarios laborales sin que sus patrones mandaran ni una coronita de flores al sepelio) y que la faena podría haber sido consumada decorosamente, como ya se ha indicado, por cualquier antropoide vivo. Todo se limitaba a pulsar el disparador cuando el Animal dijera «ya».

—Le pedí a una amiga que hiciera el trabajo. Pero a su madre le preocupa que un cochino como yo la seduzca. No la dejó.

Rascó sus testículos, para dejar claro que el temor no resultaba hipotético, y escupió en un rincón. A esa costumbre se debía que, allí en donde sus esputos aterrizaban, prosperara una sustancia membranosa que se exaltaba en charcos y manchones y que habría que retirar, en algún término futuro, con espátula y mohín de asco.

—Es por los bronquios irritados. Siempre toso. —Esa era la explicación.

La alternativa era volverse a la biología, el despeje de ecuaciones, los rudimentos del civismo contemporáneo. Sentarme en un banquito de madera y ser un chango me convenía más. El Animal entregó el disparador como quien cede a un extranjero las llaves de la ciudad. Caminó a tumbos hacia el escenario y comenzó a manipular los engendros de plastilina: una muñequita pálida y unas galletas.

—¿Sabes dibujar?

Confesé que no, que apenas sabía manchar los muros con pintura en aerosol; que, a veces, lo hacía ayudado por una plantilla para dar sentido a mis borrones. El Animal quiso verlo y le expliqué brevemente, unas rayas en el cuaderno de física, cómo fabricar un esténcil y llevarlo a un muro. Ni el proceso ni el resultado le interesaron, a juzgar por sus bostezos.

—¿Has escrito algo?

—No.

—¿Lees algo?

—Algo.

—Eres el auxiliar que merezco.

Ni firmamos un contrato ni nos estrechamos las manos. Pasé a ser su esbirro y permanecí en ese puesto, salvo por algunos malos instantes, durante años.

Nadie tiene la obligación de saber cómo se hace la animación en plastilina ahora que es una reliquia, desplazada al asilo de las técnicas obsoletas por la animación computarizada. El Animal era la mayor estrella de la plastilina y el caucho en la ciudad, lo que poco tiempo después equivaldría a ser el último artesano de la goma de chicle del planeta. No hay misterio en el arte que practicaba: se elaboran muñecos y escenarios, se retratan, se les mueve, se les vuelve a retratar. Luego se edita de forma que aparenten movimiento y se intenta cobrarle a algún bendito por el resultado.

El Animal no dejaba pasar un minuto sin vanagloriarse de sus relaciones carnales con toda clase de agencias de publicidad y recitaba su currículo a cada tictac de reloj, quizá para imponer respeto o quizá porque a él mismo le parecía deslumbrante: había elaborado, tic, en poco más de cinco años, tac, avisos para la Feria del Libro, tic, una marca de sopas instantáneas, tac, una firma de rotuladores, tic, y hasta para la cámara de cultivadores de plátano del país, tac.

(El aviso de los plátanos, a consecuencia de la candidez o mala leche del productor, resultó de una obscenidad tan pasmosa que nunca llegó a ser transmitido y tampoco se pagó, lo que vendría a ser el primero de los incontables líos del Animal con la cobranza; el mensaje, por cierto, consistía en una serie de labios femeninos que succionaban plátanos a medio pelar, mientras un locutor declamaba ad nauseam las bondades del fruto: «Rico, nutritivo, sabroso y llenador; rico, nutritivo, sabroso y llenador; rico, nutritivo, sabroso y…»)

Lo que nos proponíamos filmar aquel día, el primero de mis labores de esbirro, era un comercial televisivo para Galletas Moniní: una muñequita de falsa harina bailaba tap y entonaba una cancioncilla en compañía de pastas variopintas. La letra de la copla rezaba: «Date gusto… Moniní… dales gusto… Moniní… dame gusto… Moni-ní… ¡Ay, qué gusto… Moniní!».

Un hombre sensato habría citado en aquel momento al productor y exigido seguridades, o, al menos, dejado constancia de sus reparos ante el cliente. El Animal solo escupió otra masa carnosa al rincón, se limpió las comisuras con la hoja (espantosamente arrugada) del guion visual y regresó al trabajo.

—Que le dé gusto por el culo, si quiere. Lo mismo le voy a cobrar un millón.

Sentía un placer voraz, lo fui sabiendo, al vocalizar la frase «un millón». Quizá por ello su costumbre de afirmar lo siguiente que se le vino a la boca:

—Carajo. Si me dieran un millón, haría la mejor película de la historia.

Nadie iba a extenderle un cheque por la cantidad solicitada, así que resultaba imposible acreditarle falsedad. Yo le creí con la fe que suele concederse, en la adolescencia, a las historias de los tipos mayores. Y quizá eso explique lo que pasó: el Animal narraba peripecias demenciales y yo las creía y repetía. No me pareció extraño, por tanto, que comenzaran a ocurrirme a mí. Dejé de frecuentar las tierras que todos conocemos y entré, sin saberlo, al mundo fantasma.

Conocí al Animal meses antes.

Una mañana, mi hermano informó que había invitado a comer a un amigo de la universidad, un tipo mayor que estudiaba por pasatiempo. Mi madre, que cada día se largaba al trabajo apenas terminaba de cocinar, dejó un plato más en la mesa y se evaporó. Dejó un plato extra, sí, pero la ración guisada era la misma y cuando el invitado apareció hubo necesidad de incautarse la comida de mi hermano y gran parte de la que me habría tocado a mí para que tuviera viandas suficientes que llevarse al buche. Comimos papas fritas y bebimos leche de vainilla mientras él tosía y escupía, se atascaba la carne con frijoles y se lamentaba de que estuviera demasiado salada como para resultar aceptable. No se piense, sin embargo, que el Animal era un miserable. A media tarde le volvió el apetito y pidió pizza para todos.

Su segunda venida, como dicen que será la del Cristo, resultaría menos amistosa.

Antes de estudiar literatura, mi hermano había sido alumno cabal y muchacho prudente. Pero semanas después de matricularse en la universidad ya era un borracho de tiempo completo, amistado con toda clase de tipos peludos que habían decidido ser artistas: sujetos que entonces parecían brillantísimos y que, a la postre, demostrarían haber nacido con talentos apenas equivalentes a los de sus padres —panaderos, abogados, comerciantes—. Pero a esos peludos, a todos los peludos, les había sido deparado envejecer infectados por una desesperación del tipo «ustedes no saben lo trascendental para el espíritu que pude ser» que jamás afligirá a ningún panadero. Tal matiz los dotaba de una melancolía que paliaban abandonándose al alcohol, la promiscuidad y los químicos. Así sucedía durante un tiempo, al menos, antes de que se entregaran, como el resto de los mortales, al salario mínimo y la seguridad social.

No había viernes por la noche que mi hermano pasara en casa. Con el puritanismo (o envidia) de mi adolescencia, hervía de indignación cada vez que aparecía, apestoso a alcohol y recién vomitado, solo para que el alivio de mi madre al encontrárselo vivo la llevara a declarar clausurados los trabajos del congreso nacional de su histeria y perdonarlo. Lo sentaba a la cabecera de la mesa, le servía chilaquiles y café y procuraba sonsacarle alguna verdad de entre la maleza de invenciones con que justificaba sus andanzas.

Una mañana de sábado tardó demasiado como para merecer benevolencia: mi madre, enardecida, se marchó a buscarlo en hospitales y comisarías. Apareció cerca del mediodía, acompañado por el Animal, saboreándose ambos los chilaquiles y el café. Se mostraron contrariados por no encontrarlos servidos.

—Mamá te va a matar. Está en los hospitales, buscándote —dije con mi mejor tono chismoso y pendejo.

—Pues a ver qué muerto se encuentra —farfulló el Animal, que se había echado en un sillón y paseaba la vista por los escotes abiertos de los libreros—. Acá leen pura mierda, ¿eh? —agregó con gentileza.

Mi hermano intervino para defender los títulos increpados y pronto se enzarzaron en un debate estético que me pareció de altísimo nivel y que seguramente fue una bobada. Pero más importante que el altercado fue que el Animal, de improviso, agachó la cabeza en un ángulo chocante (se notaba desde entonces la rigidez de la espalda) y lanzó la zarpa en pos de algo que entrevió en la segunda fila y que solamente yo sabía que se encontraba allí.

Memorial de Alta Magia —leyó—. Esta mierda sí la leo. Mi hermano respondió con una de las mejores muecas de desconcierto que le he visto a nadie en la cara desde los tiempos en que los romanos prendieron al Cristo, lo sometieron a una sesión de interrogatorios judiciales científicos y terminaron por dejarlo clavadito a un palo.

Mi padre nos había abandonado sin legarnos más que una serie de cajones enmohecidos. Reposaban en ellos decenas de volúmenes sobre materias magníficas: ocul-tismo, quiromancia, tarotismo, sexo tántrico, liberalismo económico. Durante años reputé a mi padre como un iluminado, capaz lo mismo de adivinar el futuro financiero del país que de arrojar llamas por las fosas nasales si se encontraba en peligro. Tristemente no solo era incapaz de ello, sino que jamás le habría pasado tal cosa por su cabezota: el lote de libros le fue cedido en prenda de una deuda que no llegó a ser saldada y él, resignado, los almacenó como otra más de sus capitulaciones ante la fortuna.

El Memorial de Alta Magia, hinchado de recetas de improbable consumación (para volverse invisible, por ejemplo, resultaba menester masturbar a un gnomo, con-tener sus emanaciones en un frasquito y, sin perder la seriedad, tragárselas), con aquellas pastas pulverulentas y arruinadas, encandiló al Animal. Sin pedirlo siquiera, y dado que mi hermano negó cualquier conocimiento o interés en su existencia, se lo echó a la mochila y procedió a largarse de casa, ya que no había chilaquiles o café para retenerlo. Aterrado ante la posibilidad de que mi familia indagara en mis intereses sobrenaturales, guardé silencio. Pero odié al Animal y seguí odiándolo cada vez que volvió a asomarse por casa sin dar visos de reintegrar el Memorial de Alta Magia a su rincón.

El productor del comercial de Galletas Moniní apareció, sin advertencia previa, la mañana de un viernes. Calvo, pálido y lonjudo: ropajes y lentes negros y una sonrisa que recordaba el enrejado de una cloaca. Había tomado el primer avión desde la capital y, antes de visitarnos, se había detenido a desayunar en una fonda en la que los huevos con chorizo resultaron tan nauseabundos que lo pusieron de un humor infame. La ira le desbordaba del gañote, en forma de bufidos, cuando apretó el timbre del estudio. No funcionaba. El tipo tuvo que golpear la puerta y esperar veinte minutos.

Es muy posible que antes de echar a perder un comercial de plátanos y prepararse para hacer lo propio con uno de galletas, el productor habría sido una notoriedad en la materia: el gurú de la consigna seductora, el redentor del jingle memorable. Cómo saberlo. A esas alturas, nada en su febril comportamiento llegaba a explicar que alguien sin un kilo de cocaína campanilleándole el hipotálamo depositara su confianza en él.

Escuchamos, finalmente, los gritos y golpes y corrimos a su encuentro. Su risita de cañería nos desarmó. El tipo dio dos brincos, miró con recelo los monstruos alienígenas de goma que decoraban la recepción del estudio y se escurrió con un gruñido que mezclaba acidez estomacal y desasosiego estético. Antes de presentarse, comenzó a maldecir.

—Qué putas es esa mona.

Hasta ese día, el Animal había sido ante mis ojos un huracán, un dios Pan indomable. Qué vergüenza, verlo sometido: su voz, un puro silbido soso, aterrado, extinguiéndose en la brisa.

—Es… la Moniní.

—Sí, pero de qué mierda la hiciste.

—De plastilina.

—Esa mierda no sirve. Hazla de plástico.

—¿Plástico?

—Látex.

El productor no se percató de ello, pero el Animal había perdido diez centímetros en los segundos transcurridos.

Apenas era posible verle la cabeza desde el otro lado del estudio y seguía achaparrándose mientras el invasor daba vueltas en torno al escenario.

—Sobra luz. No quiero que esto parezca Disneylandia. Ni madres. Menos luz, menos. Y látex. Hazme todo esto, pero en látex.

—La plastilina tiene mejor textura —me atreví a sugerir.

El monstruo volvió la oreja y dirigió su dedo hacia mí.

Chillaba.

—¿Qué es eso, cabrón?, ¿qué es eso que habla?

—Es solo el gato —describió el Animal. Tal era el modo, profundamente clasista, en que los naturales de la ciudad de ___________ denominaban a sus empleados: gatos.

—¿El gato?

El Gato.

El Animal no entró en más aclaraciones y optó por concederme el título profesional más impresionante que he recibido en vida.

—Es el Operador de Cámara.

—¿El operador, un niño? No mames. ¿Te lo coges?

El Animal levantó las cejas y le opuso, homérico, su metro y medio.

—No. No voy a hacer nada con plástico ni me cojo al operador ni quiero que muevas las luces.

El reptil adelantó la pata hacia el enano y lo aplastó de un pisotón.

Unas palabras minúsculas surgieron entre el polvo:

—Lo que digo es que hacemos lo que sea. En látex.

Como quieras.

No sabía lo que era el expresionismo alemán hasta la mañana en que fuimos a recoger el rollo revelado de la Moniní y lo proyectamos en el estudio. El Animal tenía un socio, un gigantón rubio llamado Arturo Letrán, quien de cuando en cuando asomaba los mofletes por la filmación y evacuaba algún comentario desalentador sobre lo que veía. Letrán nunca llegó a dirigirme la palabra ni a conocer, supongo, mi nombre: me saludaba con una inclinación de cabeza y sonreía por entre unas barbas pajizas.

Revisamos el comercial dos veces, en silencio. Se mo-vía bien, la Moniní, y hacía transitar con toda propiedad el cucharón entre sus piernas mientras las galletas daban cabriolas a su alrededor. Pero algo no funcionaba: el comercial estaba oscuro, lo que atribuí a una falla del proyector o del propio revelado. Nada: eran las luces, malamente rectificadas por el productor, las causantes del desastre.

Al Animal se le inflamaron las venas del cuello. Daba vueltas como un perro con comezón en el culo y repasaba las imágenes desde ángulos desiguales, hasta que se convenció de que no enceguecía: aquello parecía iluminado por un quinqué.

—Esto es expresionismo alemán. Berlín después de un bombardeo. En lugar de moniní monaná, que la mona cante Lily Marlene —juzgó Arturo al ser interrogado.

—El productor movió las luces. ¿Qué putas hago? —Estás bien pendejo, Animalito —respondió Letrán.