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AMLO y la 4T • Hernán Gómez Bruera

Una radiografía para escépticos.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Si atendiéramos sólo a la oposición partidista, a la comentocracia que campea por los medios o a los sectores más virulentos de las redes sociales, creeríamos que la opinión sobre Andrés Manuel López Obrador está dividida en dos bloques homogéneos de rechazo categórico o aceptación incondicional.

No obstante, hay otra manera de entender el fenómeno. Desde una postura de simpatía crítica, el autor de este libro transita por la trayectoria política de López Obrador, los puntos más altos de su gestión en la Presidencia (como el combate frontal a la corrupción y a los grupos de interés, los programas sociales o las políticas laborales) y aborda su relación de diálogo y enfrentamiento con los representantes del poder económico, los medios de comunicación, los organismos autónomos y las organizaciones de la sociedad civil.


El lector escéptico podrá encontrar el retrato de un hombre de claroscuros, complejo y pragmático, y de un movimiento sustentado en una variedad de agrupaciones sociales y alianzas políticas. Una lectura indispensable para conocer nuestra actualidad nacional y formarse una opinión más allá de los lugares comunes.

AMLO y la 4T. Una radiografía para escépticos de Hernán Gómez Bruera, editorial Océano.

AMLO y la 4T | Hernán Gómez Bruera

#AdelantosEditoriales


Introducción

Vivimos un momento de cambios cuya naturaleza y justa dimensión difícilmente se pueden comprender y sopesar cuando estamos inmersos en ellos. No es sencillo hablar del baile cuando aún no acaba la pieza. Más aún, cuando la cantidad de noticias y acontecimientos que ocurren a diario han resultado a tal punto abrumadores y el cúmulo de información avasallante. ¿Cómo encontrarle sentido a todo eso que se hace llamar Cuarta Transformación o 4T? Comprender qué es —con todo y la enorme pretensión que conlleva esa denominación tan ambiciosa y grandilocuente— implica un reto intelectual y político. Por un lado, pareciera que es pronto todavía para separar la retórica de los hechos, los enunciados declarativos de la realidad concreta y las políticas públicas formuladas en el papel frente a lo que de facto se está instrumentando. Por otro lado, ya existen varios elementos para hacer un balance en la medida en que se ha sentado una parte importante de lo que podría considerarse como las bases del sexenio obradorista. Hoy tenemos una idea mucho más clara de cómo funciona el modo obradorista de gobernar y lo que podemos esperar de este presidente que nos habla todos los días; se han aprobado varias reformas constitucionales y legales importantes y se ha producido una significativa reforma del gasto público; tenemos además una noción de dónde están las prioridades de esta presidencia.

Dentro de las muchas incertidumbres que tenemos hay algunas certezas. Una de ellas, por ejemplo, es que hay un pasado reciente al que muchos mexicanos no queremos volver. Sin embargo, durante estos primeros dos años no siempre ha sido claro dilucidar hacia dónde vamos. Todos los días y de manera vertiginosa se suceden anuncios, propuestas e iniciativas de ley; se abren nuevos frentes de conflicto —algunos justificables y necesarios, otros inexplicables y desconcertantes—, sin que logremos muchas veces dotar de sentido a todo ello ni entender su propósito último, el eje aglutinador, el elemento que une los distintos puntos. Por momentos no ha sido claro cuál es la narrativa y la estrategia de fondo. Por eso a veces, como escribió el poeta Rafael Bielsa, nos ha parecido estar en uno de esos momentos en que las sociedades nadan de espaldas y de noche. Donde alcanzamos a ver lo que estamos dejando atrás, pero no hacia dónde nos dirigimos, a dónde queremos llegar.

Por eso, considero que hoy lo más importante no son las respuestas, sino saber hacernos nuevas preguntas. En este punto, dudo que la vieja comentocracia —como me refiero en este libro a los intelectuales de la transición y a los formadores de opinión y periodistas de los medios de comunicación hegemónicos, con quienes he debatido y espero seguir debatiendo a través de estas páginas— haya intentado hacerlo. Que hayan procurado acercarse a la comprensión del fenómeno social y político que estamos viviendo, ya no con cierta humildad, sino con genuina curiosidad de entender, antes que de sentenciar; con capacidad de pensar por fuera de sus ideas preconcebidas e incluso liberarse de su propia pejefobia, eso que en alguno de mis artículos definí como el rechazo clasista y elitista a que un sujeto que viene de la marginalidad social y la representa ocupe o pretenda ocupar un espacio de poder que se considera reservado a las élites, más aún, a que estas personas conformen una nueva élite gobernante. Ese rechazo a que un “rústico pueblerino” que nació en una localidad perdida en Macuspana, cuya madre vendía abarrotes en una panga; alguien que se come las eses, no habla idiomas, ni tiene posgrados en el extranjero, sea presidente de la República.

En efecto, al grueso de los comentócratas —se ubiquen o no entre los pejefóbicos— le ha faltado interés y capacidad para comprender a López Obrador, su movimiento, su agenda y su gobierno, incluso tratar de acercarse a un territorio que normalmente desconoce. Hasta ahora, sus aproximaciones han partido de un juicio implacable y severo, a tal punto dominado por sus pasiones y sus fobias, sus intereses personales y de grupo, que han oscurecido, e incluso contaminado, cualquier intento por comprender la Cuarta Transformación desde sus propios valores, objetivos y preocupaciones. Por eso la han llevado al banquillo de los acusados, condenándola a partir de lo que ellos creen que debería ser, no de lo que ésta se ha planteado ser a partir de sus preocupaciones y lógica intrínseca.

El juicio de esa vieja comentocracia estuvo ahí mucho antes de la elección de 2018, cuando buena parte de sus exponentes ya tenían una opinión muy formada en torno al candidato y futuro mandatario. Sabemos que pasara lo que pasara su visión no iba a cambiar. Para ellos, López Obrador simplemente no estaba preparado para ser presidente y no debía serlo bajo ninguna circunstancia. Y en el caso trágico de que llegara al poder, necesariamente debía rodearse de la opinión y el consejo de ellos, los especialistas y “expertos”, para poder gobernar “como se debe”. Por eso, quizás, a diferencia del trato que en el pasado dieron a los políticos del viejo régimen, cuando procuraba tener opiniones más o menos ecuánimes, la opinocracia mayoritaria sistemáticamente ha resaltado y exagerado los defectos de AMLO, y en cambio ha subestimado sus virtudes y minimizado sus fortalezas. Por lo anterior, tal vez, el grueso de las observaciones y análisis que nos ha ofrecido —desde sus tuits más casuales hasta los libros más estructurados, pasando por un cúmulo de columnas, ensayos y artículos de opinión— tienden a decir lo mismo, incluso a repetir frases igualmente trilladas que, desde hace tiempo, han dejado de aportar sustancia al análisis y al debate. Como puede apreciarse en el capítulo que les dedico en este libro y en los distintos momentos en que hago referencia a ellos, si acaso lo que varía es el tono, la forma o el estilo: los hay cultos y refinados o vulgares y desinformados, pero en esencia el fondo es el mismo.

Cualquier pretensión de llegar a conclusiones precipitadas sobre el gobierno de López Obrador o de tener la última palabra capaz de explicar a la 4T resultaría pretencioso, arrogante y en última instancia inútil. Lo que acaso se puede hacer —y es lo que busca este libro— es ofrecer algunas claves y líneas para motivar una reflexión distinta a la que se nos ha acostumbrado, a sabiendas de que eventualmente habrá que revisar todo lo escrito para analizarlo desde una nueva perspectiva y elaborarlo con mayor amplitud. En ese intento no prometo ni pretendo ofrecer “objetividad”: ni creo en su existencia ni aspiro a ella, porque estoy consciente de que todos somos subjetivos en tanto somos sujetos. El periodista o el analista que se vende como neutral se engaña a sí mismo y engaña a quienes lo leen, ven o escuchan. Pienso, en todo caso, que resulta más honesto y edificante esclarecer desde qué lugar se habla y con qué motivación, e intentar acaso ser ecuánimes.

No soy parte orgánica de la 4T, pero me considero un simpatizante crítico del obradorismo y, reitero, desde ese lugar hago mis reflexiones. López Obrador no es y nunca ha sido el tipo de líder que más admiro. Encuentro en él algunas debilidades que me inquietan, como su obstinación, su incapacidad para rectificar y reconocer errores (al menos públicamente); su aparente dificultad para escuchar voces discrepantes incluso dentro de sus propias filas; su tendencia a rodearse de figuras incondicionales que le profesan una suerte de obediencia ciega; la forma en que simplifica temas complejos; la manera de tomar decisiones a rajatabla sin admitir matices o excepciones; su personalidad autoritaria (que no implica que busque el retroceso democrático que sus críticos le atribuyen), o su aparente dificultad para distinguir entre los conflictos y batallas necesarias, que vale la pena dar, de las rencillas innecesarias y poco edificantes en que a menudo se ve inmerso y que sólo enturbian la discusión pública.

Voté por él en 2018 consciente de lo que era y es: la opción de centro-izquierda posible en el espectro político nacional. Lo hice a sabiendas de que algunos de sus aparentes defectos podrían convertirse en virtudes, dado el contexto social y político de un país necesitado de una terapia de shock, capaz de sacudir de su complacencia privilegiada a las élites económicas, políticas e intelectuales; de que, en política electoral, pocas veces tenemos la opción de sufragar por el candidato que cumple todas nuestras expectativas. Porque en las democracias realmente existentes elegimos la mejor alternativa dentro de las presentes o la menos peor de las opciones disponibles. En esa lógica, el 1 de junio de 2018 escribí un artículo en El Universal en el que ofrecí ocho razones para votar por López Obrador. Las enumero a continuación y y hago una revisión posterior:

1. Es monotemático en el combate a la corrupción. Ha mostrado ser honesto y vivir de forma austera, mucho más que el resto de la clase política. Su estrategia para luchar contra la corrupción puede parecer simplista, pero no hay duda sobre el énfasis en separar el poder económico del poder político. A la distancia, la lucha contra la corrupción ha seguido siendo el monotema de López Obrador. Se ha avanzado en la separación del poder económico del poder político, aunque esa batalla no ha estado libre de contradicciones. La austeridad republicana ha sido la marca de esta gestión, e incluso se ha exagerado en ella. Uno de sus grandes logros tiene que ver con rescatar la autoridad del Estado frente a algunos grupos de interés que lo tenían capturado, lo cual constituye un asunto central en la lucha contra la corrupción, e incluso en una agenda de profundización de la democracia a favor de las mayorías y las minorías más desfavorecidas.

2. Politiza las desigualdades. Hay quien acusa a AMLO de dividir a la sociedad entre ricos y pobres. Lo que en realidad divide a nuestra sociedad son las enormes desigualdades que padecemos. Lo que hace este candidato es colocar el tema sobre la mesa. Y no sólo habla del asunto —eso hoy lo hace cualquiera—: también moviliza emociones y voluntades en torno a esta cuestión. Aunque es poco lo que se ha avanzado en reducir las desigualdades,­ no creo haberme equivocado en esta apreciación. Es poco lo que se ha avanzado en reducir la distribución del ingreso, aunque el incremento en el salario mínimo y los programas sociales han permitido elevar el ingreso de los más pobres. Hoy tenemos una administración más comprometida con las mayorías y obligada a justificar sus políticas en esos términos, y discutimos mucho más de clasismo y racismo, y la sanción social frente a quienes practican estas formas de discriminación es mayor, lo que además de ser una contribución del obradorismo es un logro de la propia sociedad.

3. Representa una oportunidad histórica para una opción de centro-izquierda: no la opción radical que algunos quisieran, sino la izquierda posible. En efecto, AMLO representa una oportunidad para que una opción de izquierda pudiera llegar al poder por la vía democrática en México y completar así el ciclo de las alternancias de nuestro proceso de transición democrática. Voté por él porque pensaba que, con todos sus defectos, era uno de los pocos políticos capaces de conducir un gobierno guiado por una noción de justicia social, hablarle al mexicano promedio y —con todo y sus desaciertos— representar los intereses populares tan largamente postergados. La suya es una izquierda que a grandes rasgos podemos llamar nacionalista y populista, pero singularmente austera. En ese sentido, no dejará satisfechos a quienes quisieran una izquierda socialista o socialdemócrata. Por lo que hace al carácter de izquierda de la actual administración, no debemos llamarnos a engaño: al igual que bajo otros gobiernos que han llegado al poder con el signo de la izquierda, las políticas que han impulsado no siempre lo son. En última instancia, no estamos ante una mera elección ideológica, sino frente a decisiones que se adoptan desde el pragmatismo. El obradorismo representa una amplia coalición de intereses y, en esa misma lógica, su gobierno combina un conjunto de políticas de izquierda, centro y derecha.

4. Es auténtico y habla un lenguaje sencillo. Su personalidad puede o no gustar, pero no hay duda sobre su autenticidad. Eso lo distingue de la clase política tradicional, acostumbrada a la mala actuación y a la falsedad, en un país en el que la tecnocracia ha expropiado el lenguaje de la política para excluir de ella al pueblo llano. Pienso que la apreciación se mantiene, a pesar de que —al calor del entusiasmo electoral— probablemente entonces destaqué más los aspectos positivos de su personalidad. El modo obradorista de gobernar se caracteriza por un desprecio a los tecnócratas y los “leguleyos”. Aunque por un lado implica un cambio refrescante frente a los usos y costumbres de la vieja política, al aportar sobriedad y simplicidad en el lenguaje y reducir la distancia entre gobernantes y gobernados, también tiene una carga de desaseo, improvisación, descuido frente a las leyes y menosprecio a la técnica, necesarias unas y otra en ciertos ámbitos de la administración. Cuidar el Estado de derecho, en particular, es una tarea fundamental de un presidente de la República.

5. A diferencia del político promedio, no teme al conflicto. Esa cualidad importa porque una política que se quiere transformadora requiere administrar ciertas dosis de conflicto y disenso democrático real. Así lo pensaba entonces y así lo pienso ahora. Contra quienes creen que toda polarización es necesariamente negativa o del grueso de los políticos que piensan que el conflicto debe evitarse a como dé lugar, en este libro explico por qué debemos repensar esas ideas que en el fondo conllevan una alta dosis de conservadurismo. La reflexión, sin embargo, lleva también a preguntarse si la polarización puede crecer sin medida, cosa que se analiza en este libro.

6. No viene de la pobreza, pero al haber nacido en una familia de clase media baja, en un pequeño pueblo sin servicios básicos, está lejos de representar el perfil de la élite que ha gobernado este país. Es evidente que esto último ha estado muy presente a lo largo de su mandato. No cabe duda de que hay una agenda a favor de los sectores marginados que se ha traducido en una política social orientada hacia la universalidad, tanto en el acceso a ciertos programas sociales como a la salud, rubros hoy reconocidos en la Constitución como un derecho, además de un incremento importante en el valor real del salario mínimo. Aun así, el avance en los programas sociales no es todo lo ambicioso que debiera ser bajo un gobierno de izquierda y ameritaría un esfuerzo mayor en el contexto de la pandemia.

7. Es disruptivo y osado en sus planteamientos y estilo personal de ejercer la autoridad. Formará el primer gabinete paritario en la historia de México, uno que incluye además a varios jóvenes y perfiles distintos a la política convencional. En cuanto a lo disruptivo y osado no cabe la menor duda. Lo ha sido para bien y para mal. En cuanto a la conformación de un gobierno paritario, ciertamente AMLO incluyó a muchas mujeres en altos niveles de responsabilidad, así como a perfiles ajenos a la política convencional, lo que de facto implicó el advenimiento de una nueva clase política. Aun así, la conformación de un gobierno de coalición, donde está representada una gran pluralidad de intereses, temas y causas distintas, no necesariamente se ha traducido en influencia política real. En realidad, la agenda que de verdad cuenta es la del presidente y sólo los temas que éste impulsa han adquirido relevancia y notoriedad política.

8. Su megalomanía. Al punto quizás de la obsesión, AMLO quiere pasar a la historia, convertirse en un estadista. Le preocupa demasiado su lugar en la historia como para darse el lujo de ser un presidente intrascendente. Mantengo también esta opinión. El gobierno de AMLO ha estado lleno de errores, pero difícilmente se puede decir que es intrascendente o que no es transformador. Claro, ningún líder es capaz de dirigir el curso de la historia. Al final, la realidad está hecha de sucesos fortuitos y la historia política se escribe, en todo caso, a partir de la manera en que los líderes responden a ellos. Se han hecho ya varias reflexiones sobre su respuesta a la crisis generada por el covid-19, su empeño en hacer de Pemex la palanca del desarrollo nacional, su actitud ante diversas instituciones estatales o su lucha por rescatar un Estado capturado por grupos de interés y reducir significativamente la corrupción. Es pronto para saberlo; en este libro se busca nutrir estas reflexiones.

Hoy estamos ante una presidencia disruptiva como pocas. Si las sociedades requieren de elementos que muevan sus cimientos de tanto en tanto, que pongan en duda sus certezas y destruyan viejos paradigmas, no cabe duda que la 4T representa una oportunidad única, indisociable de un cambio de percepción dentro de un amplio sector social que hoy tiene la sensación de que es más factible que antes modificar nuestra realidad, lo que de suyo constituye una fuerza movilizadora, que no sólo ofrece esperanzas, sino que también ha hecho de la política algo mucho más interesante y enriquecedor, una actividad en la que probablemente más ciudadanos quieran involucrarse, ya sea para apoyar a la 4T o para combatirla.

Vivimos hoy algo parecido a un cambio cultural, donde la corrupción y la impunidad han adquirido una sanción social sin precedentes, aunque eso no implica haberlas erradicado. Quizá no estemos frente a una ruptura tan radical como la que se anunció en tiempos electorales, pero sí transitamos por un proceso en el cual se ha comenzado a desmantelar ese Estado corrupto y capturado que se había organizado para extraer rentas con fines privados. Atrás podría quedar una forma de relación entre el Estado y la sociedad; una manera irresponsable y descuidada de gestionar el dinero público; una forma de ver y gestionar lo social; un régimen que creía en el valor de la técnica y el poder de los tecnócratas por encima de todo, incluso de la política; una visión que gobernaba desde el escritorio y pocas veces desde el territorio. Al mismo tiempo vemos una estrategia orientada a rescatar la autoridad del Estado frente a los poderes fácticos y a recuperar el papel rector de aquél en ciertos sectores de la economía como el energético.

Pocos podrían negar que la estética de lo público cambió decididamente con esta administración, al punto que se ha vuelto inaceptable que los funcionarios vivan con cargo al erario de la manera en que lo hacían. Y aunque el avión presidencial haya estado estacionado durante muchos meses, y quién sabe si se venda algún día, ese exceso que insultaba la pobreza de la mayor parte de los mexicanos es hoy una ofensa menos. Desaparecieron ese y otros símbolos de la presunción, de la fastuosidad y la frivolidad del poder. Hemos visto también un cambio en el perfil del político tradicional, con la presencia de jóvenes y mujeres en el gabinete; un estilo de gobernar mucho más cercano a la ciudadanía, con un presidente que busca acercarse mucho más a la gente de a pie, antes que a aquellos interlocutores que gozaron de un acceso privilegiado al poder, como los expertos, los intelectuales públicos o los autoproclamados “representantes de la sociedad civil”.

Con el ejercicio inédito de las mañaneras —a pesar de sus múltiples defectos, y con la creciente politización de un número cada vez mayor de temas públicos—, la política se ha vuelto cada vez más una cosa de todos, no sólo de los políticos o quienes se hacían llamar especialistas. El escrutinio que hoy existe sobre el poder político no solamente carece de precedentes, sino que además nos ha llevado a una deliberación pública mucho más intensa, una donde estamos discutiendo todo permanentemente (aunque no siempre lo hagamos de la forma más racional y más útil). En cierta medida, se ha recuperado parcialmente la dimensión de lo colectivo y lo comunitario. Hoy, además de hablar de “ciudadanía”, hemos recuperado una noción de “pueblo” que cayó en desuso y que es importante porque implica pensarnos como un todo con una identidad más cercana a los intereses de las mayorías.

En un artículo publicado al cumplirse dos años del gobierno de López Obrador, Blanca Heredia se preguntaba: “¿Era posible que un gobierno empeñado en minar los soportes de la desigualdad —por ejemplo, combatiendo la evasión fiscal con fuerza— no tuviera costos para los grupos que más nos hemos beneficiado de la desigualdad? No”. Y proseguía: “¿Había una mejor manera de enderezar un barco armado sobre la desigualdad? La mayoría de los analistas y comentaristas más influyentes piensa que sí y se dedica a reclamarle al presidente el que habiendo atinado tanto en el diagnóstico de nuestros problemas haya errado tan garrafalmente en su modo de enfrentarlos”. Yo no lo sé. La conclusión de aquel texto la comparto en todos sus términos: “López Obrador es un presidente incomodísimo, sí, pero, también es el presidente necesario porque está dispuesto a entrarle a desarticular o, al menos, debilitar nuestro viejo pacto oligárquico. Ese que dejaba a tantísimos fuera y amenazaba con dejarnos sin casa a todas y todos”.

Quienes en 2018 auguraban un desastre en el país si ganaba López Obrador y que no han dejado de ser, a lo largo de estos dos años, agoreros del desastre, quizá debieran ensayar una autocrítica. Esto no quiere decir que se hayan equivocado en todas sus críticas y que puedan haber acertado a algunas de sus predicciones, pero sí que debieran tratar de explicar, por ejemplo, cómo es que repetían tanto que de triunfar ese candidato generaría un desastre económico desde su primer año, endeudaría al país y quebraría al Estado al elevar indiscriminadamente el gasto, y se produciría una ruptura con el sector empresarial, cuando lo que hemos observado es disciplina fiscal, balance macroeconómico y niveles de inflación inferiores a los de Peña Nieto y, para bien o para mal, un presidente con relaciones bastante fluidas con el gran capital e incluso con los grandes oligopolios mediáticos. Debieran explicar también cómo es que pronosticaban un gobierno autocrático que habría de subordinar a todos los poderes, y hoy estamos lejos de convertirnos en esa Venezuela del Norte que vaticinaban.

A pesar del enorme reto que ha implicado para la 4T enfrentar la pandemia y de la manera en que la crisis sanitaria, económica y social generada por el covid-19 ha venido a alterarlo todo, hay algunos logros importantes de este gobierno, como la capacidad de rescatar áreas de autoridad del Estado que estaban secuestradas por grupos de interés que ninguno de los gobiernos de la transición supo o pudo enfrentar; las medidas de combate a la evasión y elusión fiscales; el incremento del salario mínimo y de recursos destinados a programas sociales; la reforma laboral y sindical, o el haber puesto sobre la mesa temas tan importantes como el outsourcing.

Obviamente, los problemas también se han multiplicado y acumulado. El gobierno tiene serias dificultades en la operación y por momentos subestima la eficiencia administrativa que es necesaria para dar resultados concretos a la sociedad. En algunos ámbitos hay una herencia maldita; en otros, el gobierno la ha agudizado. El gran talón de Aquiles es una economía en recesión, que ya se situaba al borde de ella antes del covid. No es sencillo revertir décadas de crecimiento mediocre, pero también es un hecho que este gobierno ha frenado la inversión pública, y los grandes proyectos de infraestructura no implican un aumento considerable en los montos de ésta. La violencia no ha logrado reducirse significativamente, y el gobierno, más allá de la creación de la Guardia Nacional, no parece haberse tomado suficientemente en serio la necesidad de contar con una estrategia sólida y consistente para combatir la inseguridad.

Sabíamos que López Obrador no simpatizaba con la tecnocracia, pero no contábamos con que despreciara también la técnica y las formas legales, como a veces parece. Algunas decisiones, propias del modo obradorista de gobernar, han sido tomadas a gran velocidad, sin diagnósticos —o ignorando los existentes— ni una planeación adecuada, lo cual ha sido problemático, aunque eso también signifique que hay un presidente que opera a partir de su propio olfato político y contacto directo con el pueblo. La idea, que ya se sentía hacia finales del primer año de gobierno, de que el sector público estaba implosionando y la austeridad republicana se traducía ya hasta en falta de medicinas en los hospitales —cierta o no— ha generado un impacto en la opinión pública y, de manera más importante, en la vida de miles de mexicanos que eventualmente podrían cobrarle factura a la administración. Por momentos, la política de austeridad extrema desconcierta porque su objetivo último no parece claro, como tampoco la razón de tanto sacrificio.

En este libro formulo estas y otras preguntas, y las trato de responder más allá de esa creencia —que se ha vuelto común entre algunos defensores y simpatizantes de la 4T— de que el presidente sabe por qué está haciendo las cosas de la forma en que las está haciendo, porque, “al final, AMLO siempre tiene razón”. Y es que en momentos en los cuales nadamos de espaldas y de noche, como señalaba antes, pareciera que debemos confiar ciegamente en la destreza del principal nadador, en su instinto y sentido de orientación. Porque hay que decirlo: se trata de un nadador peculiar que nos dice que lo sigamos, que confiemos en él por ser quien es, por su autoridad política y moral, aunque no siempre sea capaz de ofrecernos una evidencia sólida con datos creíbles que lo respalden. Un nadador, por cierto, al que “le permitimos” o “le perdonamos” lo que no permitiríamos ni perdonaríamos a otro, porque evaluamos su figura con otros estándares y otra métrica.

Tomar distancia de eso que he llamado “el obradorismo religioso” —común entre ciertos jóvenes militantes y simpatizantes, así como “influencers orgánicos”— es necesario porque el pensamiento de izquierda nació de la crítica y sólo puede existir a través de ella. A menudo, sin embargo, ciertas izquierdas creen que criticar —y autocriticarse— las debilita y aporta “armas a sus enemigos”. Desde esa lógica, cualquier forma de disenso tiende a ser castigada, cualquiera que se salga del guion o exprese un punto de vista diferente puede ser visto con sospecha y debe ser alejado o apartado. Ese tipo de pensamiento —que en el fondo muestra debilidad, más que fortaleza— impide que exista debate interno y termina por plantear la construcción de una hegemonía basada en la lógica de aplastar; de vencer antes que de convencer.

El debate público ha estado secuestrado por dos formas de posicionamiento, ambas reduccionistas, frente al complejo fenómeno social y político de la 4T. De un lado está la condena automática y casi unánime a todo lo que venga de López Obrador y su movimiento. Sabemos cuál es su motivación porque en ello el presidente no se equivoca: el conservadurismo; muchas veces también la pejefobia a la que antes me referí. Son los defensores del statu quo, quienes desean que todo siga igual, los que en mayor medida condenan y condenarán siempre a López Obrador y su gobierno, hagan lo que hagan. En la vereda opuesta se sitúa muchas veces una postura dogmática que ha adoptado una parte importante de los militantes y simpatizantes del presidente López Obrador y su gobierno: la de quien acepta prácticamente todo y justifica hasta lo insostenible, la del obradorismo religioso.

Pienso que hay otra manera de simpatizar con la llamada 4T: la simpatía crítica. La que abreva del escepticismo. La que puede concidir en líneas generales con un proceso de transformación, sin que eso implique dejar de señalar sus falencias, contradicciones y riesgos. La que puede distinguir elementos positivos y reconocer avances, sin tener que silenciar las debilidades e insuficiencias. Asumir una postura semejante no implica situarse en la república de Corea del Centro, ese lugar de la indefinición política y el oportunismo que no es capaz de jugársela por una posición y pretende ubicarse en una falsa e imposible neutralidad ante una encrucijada histórica.

Nietzsche decía que los grandes espíritus son escépticos; Diderot, que es tan arriesgado creerlo todo como no creer nada; Fernando Gamboa, que el escepticismo significa “no creer en todo lo que brilla pareciéndose al oro”, para ser capaces de reflexionar sin ataduras; Unamuno, que el escepticismo es lo opuesto al dogmatismo. Escéptico, decía este último, no quiere decir el que duda sino “el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado”. Sin duda el escepticismo es un buen consejero cuando se trata de aproximarnos a los fenómenos políticos, cualesquiera que éstos sean. No se trata de abrazar la postura del escéptico radical, la del nihilista, sino la del que indaga, inquiere, cuestiona, examina y sopesa, en lugar de ser esclavo de sus creencias o repetidor de consignas. Entiendo que un proceso político que descansa en un elemento fuerte de movilización social requiere de mentes convencidas, a veces incluso movidas por algo cercano a la fe. No juzgo a quienes se aproximan al obradorismo de esa forma porque también cumplen una función. Creo, sin embargo, que como analistas debemos situarnos en otro lugar.

El germen de este libro surgió de los artículos periodísticos y las columnas de opinión que publiqué entre finales de 2017 y principios de 2021 en medios como El Universal , El Heraldo, Este País y La Política Online, que fueron ampliamente revisados y modificados en la forma y muchas veces también en el fondo, agregando contenido inédito a partir de mis propias investigaciones, análisis y trabajo periodístico, así como de una serie de referencias a ensayos sobre el gobierno de López Obrador publicados por otros autores. Al buscar responder a preguntas distintas en cada tema, el lector no encontrará necesariamente un hilo conductor en todos los capítulos de esta obra. La misma se compone de tres partes. En la primera trato de entender el obradorismo como movimiento social y político, y como gobierno; en la segunda examino las políticas más importantes de esta administración, y en la tercera reviso algunos de los temores que han existido frente a este gobierno y algunos de sus actores más importantes.

La primera parte se compone de tres capítulos. En el primero reviso las razones que posibilitaron el triunfo de López Obrador en 2018, analizo la naturaleza de la alianza con la que concurrió en las elecciones y la conformación de la coalición gobernante. Se busca aquí entender qué es el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) como partido político y como movimiento, en qué condiciones se creó y qué contradicciones ha enfrentado para consolidarse como el partido de la llamada Cuarta Transformación. En el segundo capítulo ofrezco elementos para responder a la pregunta de si estamos ante un gobierno de izquierda, para lo cual primero discuto qué es la izquierda, qué tipo de izquierdas hay y en cuál encaja el obradorismo. A partir de allí se revisan a detalle las distintas políticas del gobierno de AMLO y se identifican las que pueden considerarse parte de esa forma de pensamiento. El siguiente capítulo aborda la narrativa de la 4T y examina dos etiquetas distintas bajo las cuales ha sido criticada desde distintos sectores: la de neoliberal y la de populista. Lo primero es una tentativa de responder si el gobierno de López Obrador ha sido capaz de trascender el neoliberalismo y en qué medida se observan elementos de continuidad y cambio frente al llamado Consenso de Washington. En cuanto a lo segundo, se busca caracterizar al obradorismo dentro del populismo de izquierdas, aunque se plantea que, a diferencia de otros populismos de América Latina, estamos ante uno de baja intensidad.

La segunda parte intenta hacer un balance de algunas de las políticas más importantes de este gobierno. En el capítulo 4 caracterizo lo que llamo el modo obradorista de gobernar a partir de un intento por rescatar la autoridad del Estado mexicano y hacer una crítica a la lógica tecnocrática y el fetichismo de las formas legales. Analizo también de forma crítica el ejercicio de las mañaneras. El capítulo 5 cuestiona la tan repetida idea de que con este gobierno México avanza hacia el autoritarismo y señalo las razones por las cuales pienso que nuestra democracia no está en peligro.

En el capítulo 6 hago una revisión de las diversas políticas e instrumentos a través de los cuales se ha buscado enfrentar la corrupción. Reviso también la política tributaria de la actual administración y planteo que, si bien este presidente ha sido renuente a emprender la tan necesaria reforma fiscal, las diversas medidas para combatir la evasión y la elusión, junto a la voluntad para cobrar los adeudos de los grandes contribuyentes, ha representado una suerte de reforma fiscal de facto. El capítulo 7 es un recuento de las medidas de austeridad promovidas por la 4T; recuerdo las diferencias entre la austeridad neoliberal y la austeridad republicana y destaco la importancia de las primeras decisiones adoptadas, para luego expresar una preocupación ante una política que parece haber dejado de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo. El capítulo 8 es un análisis sobre la política social, donde se enfatiza el intento por modificar el paradigma a partir de un enfoque de derechos con algunos objetivos de alcanzar la universalidad. Explico aquí la narrativa de bienestar y reviso los programas sociales más importantes.

En el capítulo 9 me concentro en la reforma sindical y laboral y los incrementos al salario mínimo, donde están algunos de los éxitos más importantes del gobierno, así como la propuesta de regular el outsourcing . En el capítulo 10 hablo de la crisis de inseguridad como una de las grandes asignaturas de esta administración; analizo brevemente el problema de la militarización de la seguridad pública y brindo algunas posibles explicaciones por las cuales el presidente puede haber decidido involucrar a las Fuerzas Armadas en un amplio número de tareas de corte civil. Esta segunda parte termina con un capítulo dedicado a analizar la alta popularidad de López Obrador a través de distintas variables sociodemográficas como la edad, el nivel socioeconómico, la escolaridad y el sexo.

La tercera y última parte se compone de cinco capítulos en los cuales se abordan temas que han sido especialmente polémicos. El capítulo 12 analiza la lógica de la polarización para trascender la idea de que ésta es necesariamente negativa. En el capítulo 13 reviso una dimensión importante de la lucha contra la corrupción: aquella que tiene que ver con limitar el poder de diversos grupos de interés para recuperar la autoridad estatal y la primacía de lo público, como parte de la tan anunciada separación del poder económico del poder político. En el capítulo 14 analizo dos tipos de contrapesos a la autoridad presidencial que, frente a un gobierno con mayoría en el Legislativo, adquieren una importancia fundamental: el Poder Judicial y los organismos constitucionales autónomos. El capítulo 15 examina la relación con los medios de comunicación en dos vías: desde el trato que el gobierno les ha dado a éstos hasta el que los medios le han dado al gobierno. También revisó de forma crítica el rol que ha tenido la comentocracia en nuestro país y su actitud frente al gobierno de López Obrador. En el capítulo 16 reviso el papel de AMLO, su gobierno y su partido ante la sociedad civil; argumento que, si bien es falso que este presidente sea su enemigo, la relación con la sociedad organizada no ha estado a la altura de la propia historia del líder de la Cuarta Transformación, quien ha desaprovechado el potencial de un importante aliado.

Finalmente, el epílogo analiza brevemente el manejo de la pandemia, tanto en lo sanitario como en la respuesta económica y política a la misma, para luego reflexionar sobre el reto mayúsculo que plantea para el programa político de la 4T.

Agradezco a Mauricio Prado Jaimes, mi asistente de investigación en la elaboración de este libro; a Paula Sofía Vázquez, quien leyó el manuscrito completo y ofreció valiosos comentarios; a Gustavo Gordillo y a José Manzano, así como a mi editor en Océano, Pablo Martínez Lozada. También les agradezco a los miembros de Democracia Deliberada, con quienes a lo largo de estos años he intercambiado puntos de vista cotidianamente y quienes han contribuido a formar muchas de mis opiniones, y en especial a los medios con los cuales he colaborado, y en los que surgió una parte muy importante de las reflexiones de este libro: los diarios El Universal y El Heraldo de México, la revista Este País y el portal La Política Online.

Ciudad de México, abril de 2021