Main logo

AMLO en la balanza • José Antonio Crespo

De la esperanza a la incertidumbre.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Hace dos años Andrés Manuel López Obrador estaba por ganar la presidencia de la República gracias a promesas que calaron hondo en 30 millones de votantes. Hoy, tras más de un año de gobierno, ¿qué ha cumplido y qué no? Exactamente, ¿cuáles son sus logros?, ¿en qué se ha desviado del proyecto que lo llevó al triunfo?

Con datos irrefutables, José Antonio Crespo reconstruye la historia del actual sexenio. Hace la radiografía de Morena, pinta las políticas más criticadas y las más aplaudidas, explica el neocentralismo, los retos de la aplanadora legislativa, las dudas de los mercados financieros y la rápida trasmutación de la gran esperanza en incertidumbre. a la vista de los datos, ¿qué futuro nos espera?

Fragmento del libro "AMLO en la balanza", de José Antonio Crespo. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

José Antonio Crespo. Es licenciado en relaciones internacionales por El Colegio de México, y maestro en sociología política y doctor en historia por la Universidad Iberoamericana (UIA). Ha sido profesor e investigador en la UAM, la UIA, el ITAM y el CIDE.

AMLO en la balanza | José Antonio Crespo

#AdelantosEditoriales

 

Fragmento AMLO en la balanza de José Antonio Crespo

INTRODUCCIÓN

Una nueva alternancia

Una de las ventajas de la democracia es que cuando un partido gobernante ha hartado a la ciudadanía por sus malos resultados es posible sustituirlo por la vía pacífica e institucional. Con los partidos monopólicos eso no es posible; si se les quiere remover del poder debe hacerse por la vía de la confrontación, minando la estabilidad política y quizá generando violencia. Ha ocurrido en varios regímenes de partido único. En México afortunadamente, pese a haber padecido una hegemonía partidista por décadas, ésta pudo modificarse gradualmente, preservándose la estabilidad (hasta ahora). Las elecciones ganaron cierto grado de equidad e imparcialidad. No al cien por ciento —lo que no existe en ninguna democracia— pero sí en comparación con lo que había hasta 1988. En 1997 el PRI perdió el control de las elecciones, dado que se dio autonomía plena al Instituto Federal Electoral (ife) respecto del gobierno. La alternancia pacífica pudo darse en el año 2000, pese a que muchos ciudadanos dudaban que el PRI fuera a soltar pacíficamente el poder (“Con balas llegamos y con balas nos quitarán”, decía Fidel Velázquez). Pero si la alternancia del año 2000 fue relevante por ser la primera de tipo pacífico de la historia de México, igualmente lo es, aunque en otro sentido, la de 2018. En el año 2000 Ernesto Zedillo entendió que el régimen y la estabilidad no soportarían otro triunfo forzado del PRI, y permitió la alternancia. Después de eso la izquierda mexicana consideró que, al menos en la contienda presidencial, el establishment (al que quedaba incorporado el PAN como partido gobernante) no aceptaría la posibilidad de transferir el poder hacia la izquierda. Sí pudo pasar con el PAN —decían— por su alineamiento a la derecha (es decir, el neoliberalismo), pero no para una opción izquierdista, nacionalista, revolucionaria, estatista, progresista o como se le quisiera llamar. Había razones históricas para que se generara dicha percepción. La última fractura en el PRI se había dado en 1952, con el general Henríquez Guzmán como candidato no oficial. En 1987 se registró una nueva fisura en el PRI (por haberse cambiado en ese sexenio el modelo económico) y Cuauhtémoc Cárdenas abandonó el partido para presentarse como candidato de una coalición de izquierda (Frente Democrático Nacional). Dado que obtuvo gran apoyo ciudadano, e incluso de grupos y corrientes del PRI, generó el mayor desafío electoral hasta entonces enfrentado por ese partido, ante lo cual el régimen reaccionó incurriendo en un magno fraude electoral con prácticas burdas que aún entonces era posible aplicar. Si bien los resultados oficiales dieron de nuevo un triunfo formal al PRI (pero con votación históricamente baja de 51%), la difusión de los fraudes impidió que dicha elección se considerara como limpia y legítima por la mayor parte de la sociedad. Quedó en la percepción colectiva que a la naciente izquierda (de expriistas con partidos emanados de la izquierda histórica) probablemente se le había arrebatado un triunfo. En 1994 repitió como candidato Cárdenas, ahora bajo una nueva formación surgida de la insurgencia electoral de 1988, el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Cárdenas quedó en tercer sitio, muy abajo del ganador. Aun así, tampoco reconoció el veredicto, si bien no logró una gran movilización poselectoral como la de 1988. En parte, porque el gran público reconoció en los hechos que Cárdenas difícilmente habría ganado en esa ocasión, como quizá sí lo hizo en 1988. No hubo señales ni pruebas de un gran fraude en 1994, y en todo caso quien ocupó el segundo lugar, el PAN, con Diego Fernández de Cevallos, pronto reconoció el triunfo del priista Ernesto Zedillo.

Más tarde el presidente Zedillo (1994-2000), a raíz de los altercados y riesgos sufridos durante los comicios en que resultó ganador, y siendo el candidato sustituto tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio, aceptó una auténtica apertura política, que para muchos resultaba inverosímil (todos los presidentes anteriores habían ofrecido democracia sin cumplirlo), pero ahora había motivos para tomar en serio su oferta. Probablemente percibió que si la estabilidad económica y política se puso en grave riesgo ese año, un nuevo triunfo del PRI en 2000, que no fuera claro sino dudoso, podría finalmente reventar la estabilidad política con graves consecuencias económicas (más profundas quizá que en 1994). Por lo cual, en 1996 Zedillo aceptó una nueva reforma electoral con el acuerdo de los partidos opositores ( PAN y PRD ), que daba al ife plena autonomía respecto del gobierno. Renunciar al control de la organización electoral implica que un resultado desfavorable al partido oficial no podrá ser revertido, por lo que es considerado por los teóricos de las transiciones democráticas como un paso clave de ese proceso. En 1997, al ponerse a prueba la nueva normatividad electoral, el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en la Cámara Baja, iniciando un periodo de “gobiernos divididos”, donde el Ejecutivo no cuenta con un respaldo mayoritario en el Legislativo. Pero también el gobierno de la capital —sujeto por primera vez desde 1928 a la decisión ciudadana— cayó en manos de la oposición, en concreto del PRD . En otras palabras, el PRI dejó de ser un partido hegemónico en esa fecha. Lo cual, por definición, abría la posibilidad real de que la presidencia pudiera pasar a otras manos distintas a las del viejo partido oficial.

A todo ello podía agregarse una tendencia electoral a la baja del PRI , donde todo apuntaba que su votación estaría por debajo de 39%, pues ésa fue la votación obtenida en 1997. La historia electoral señalaba que el PRI siempre obtenía en la elección presidencial una votación menor a la conseguida en la intermedia previa (salvo en 1976, por ser José López Portillo candidato único) . Esa proyección apuntaba entonces a que el PRI obtendría alrededor de 36% de la votación en 2000.

Bastaría con que parte de la izquierda (PRD) votara estratégicamente por el candidato panista, si se ubicaba en segundo lugar, para que se diera un triunfo opositor, que probablemente sería reconocido por el presidente Zedillo. Tal pronóstico pudo hacerse con fundamento tras los comicios intermedios de 1997. Pese a todo había dudas en el foxismo de que se reconocería un eventual triunfo de su candidato. Incluso se hablaba de un “Plan B”, que presuntamente consistiría en alterar las urnas y actas el día de la elección, en caso de que las tendencias no fueran favorables al PRI. El PAN aceptó convocar a movilizaciones de protesta en caso de que el PRI triunfara por menos de 3% de la votación (margen en que las irregularidades pueden ser determinantes en el resultado). Finalmente, Fox logró triunfar con 6 puntos porcentuales de ventaja frente al candidato priista, Francisco Labastida. Y Zedillo aceptó el resultado sin más (un escenario que sabía altamente probable, a partir de las encuestas de Los Pinos).

Tiempo después, tras la decepción generada por el gobierno de Vicente Fox (propia de todo proceso de democratización), al no cumplir mínimamente sus ofertas de terminar con la impunidad y combatir la corrupción, se abrió la oportunidad de dar un nuevo giro hacia la otra opción, formalmente considerada de izquierda, y que ofrecía un cambio de modelo económico-social (inspirado en el que había antes de 1982). El candidato natural, el entonces jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, venía con gran ventaja para pelear la presidencia en 2006. Sufrió el embate del gobierno de Fox al ser difundidos videos que exhibían a colaboradores cercanos en actos de corrupción. Y más adelante, en 2005, fue desaforado —con la anuencia del PAN y el PRI en el Congreso— para dejarlo fuera de la carrera presidencial. Lejos de lograrlo, dicha maniobra lo fortaleció, además de exhibir a Fox como un auténtico “traidor a la democracia”, pues si bien había bases jurídicas para el desafuero, la infracción era menor al castigo buscado. Por lo cual el desafuero se tomó mayoritariamente como el uso de la justicia para fines político-electorales. Algo que el PAN había criticado en el PRI, y ahora incurría en eso mismo.

Llegó AMLO al 2006 con gran ventaja sobre su rival más cercano, el panista Felipe Calderón, mas al sentirse ganador fue invadido por cierta autosuficiencia e incluso soberbia, que le hizo cometer varios errores de campaña (pelearse con el presidente, faltar a uno de los dos debates presidenciales, enfrentarse con el sector empresarial, rechazar posibles alianzas que le hubieran garantizado el triunfo, etcétera). Esos yerros le hicieron perder su ventaja, y todas las encuestas marcaron al final de la campaña un empate técnico (puntos más o menos) entre él y Felipe Calderón, del PAN. En tal circunstancia, era posible que un monto reducido de irregularidades pudiera modificar el resultado. Si como la regla de la democracia sostiene que “basta un voto para ganar o perder”, entonces su corolario es que en esas circunstancias “basta un voto incierto para no saber quién ganó, o dos votos fraudulentos para trastocar el resultado”. De modo que si por ejemplo se detecta 2% del voto originado por fraude, pero la distancia entre los punteros es de sólo 1%, procede la anulación (como sucede en múltiples casillas que caen en ese considerando). Si en cambio, ante ese mismo nivel de irregularidades probadas la distancia entre punteros fuese de 10% del voto, no sería práctico anular la elección, pues aun descontando ese 2% fraudulento o irregular el resultado no se modificaría. En otras palabras, a menor distancia entre punteros más probabilidad de que un pequeño monto de irregularidades pueda modificar un resultado. Y la distancia con que oficialmente ganó Felipe Calderón en ese año fue de .56% (alrededor de 244 000 votos) lo que implicaba que un reducido 1% de votos mal habidos a su favor podrían arrebatar un eventual triunfo de López Obrador. Es por tanto comprensible que AMLO exigiera un recuento de paquetes electorales, pues un mal conteo (incluso si no fuera doloso sino por error, según estipula la ley) podría haber arrojado un resultado distinto. La sospecha de fraude y parcialidad se incrementó cuando las autoridades electorales no hicieron todo lo posible por limpiar y transparentar el resultado, y así imprimirle la certeza que mandata la Constitución. Pese a que la ley permitía tanto al ife como al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (tepjf) abrir hasta 64% de los paquetes electorales (que eran los que registraban inconsistencias aritméticas en sus actas), sólo se abrió cerca de 15% del total de paquetes, quedando sin ser abiertos el resto de paquetes cuyas actas mostraban inconsistencias (49%). Lo cual provocó que en ellas quedaran registrados errores de cómputo cercanos a 600?000 votos, cifra superior a los 244?000 votos con que Felipe Calderón aventajaba oficialmente a López Obrador. La propia legislación mexicana marca eso como una situación de incertidumbre (que contraviene la certeza que la Constitución mandata para el proceso y el resultado electoral). Además, el tepjf señaló en su dictamen final que con la apertura realizada habían quedado clarificados los errores de cómputo, al menos al grado en que éstos no eran ya determinantes en el resultado (es decir, que eran menos que la distancia entre punteros). Afirmación que no se correspondía con lo registrado en las actas electorales, donde estaban plasmados errores de cómputo no depurados, superiores a la distancia entre Calderón y López Obrador. Había pues razones para que López Obrador cuestionara la fidelidad del resultado y la legitimidad de todo el proceso (y 50% de ciudadanos, según diversas encuestas, no dieron por válido el triunfo de Calderón, generando un gran déficit de legitimidad).

En 2012 volvió a competir López Obrador bajo las siglas de su partido, el PRD. En esa ocasión llegó con mucho menor fuerza que en 2006. Probablemente el conflicto poselectoral de ese año, el hecho de no haber reconocido el veredicto del Tribunal, y haberse autonombrado “presidente legítimo” en un acto público (con banda presidencial y todo), le alejó de sectores moderados del electorado que vieron en ello señales preocupantes en un posible jefe de Estado. Por lo cual, en ese proceso electoral arrancó en tercer sitio, pero la mala campaña de la candidata panista, Josefina Vázquez Mota, y los malos resultados del presidente Calderón le permitieron rápidamente ocupar el segundo sitio, y desde ahí cerrar la brecha con el candidato priista, Enrique Peña Nieto. La desconfianza aún persistente hacia López Obrador en muchos electores, más la expectativa de que el PRI podría poner orden en materia de seguridad (que a los gobiernos del PAN se les salió de las manos), permitió un nuevo retorno de ese partido al poder. Desde luego, hubo irregularidades en la elección a través de compra de votos y reparto de tarjetas, pero en esta ocasión la distancia entre punteros fue más clara: 7% (algo superior al margen con que ganó Fox, y cuyo triunfo no fue escatimado por nadie, pese al operativo de Amigos de Fox consistente en la triangulación ilícita de fondos). La distancia en votos entre Peña y López Obrador fue de aproximadamente tres millones y medio, ante lo cual AMLO alegó que se habían comprado cinco millones de votos (sin manera de comprobar puntualmente esa cantidad), una cifra arbitraria para que quedara claro que los votos mal habidos eran determinantes en el resultado. Así, si la distancia real hubiera sido de siete millones, pudo haber decretado López Obrador que los votos comprados eran 10 millones (es decir, siempre una cifra que implicara una alteración determinante en el resultado). Y así sucesivamente. No se trataba en todo caso de demostrar fehacientemente la acusación, sino que sus seguidores dieran por sentado que, una vez más, había triunfado su candidato y se le había arrebatado el triunfo. De tal forma que se reforzó la idea de que los grupos poderosos política y económicamente (la mafia del poder) y sus partidos, el PRI y el PAN (el PRIAN), jamás permitirían una alternancia hacia la izquierda de la gama política. Y así como muchos ciudadanos, incluidos panistas y foxistas, dudaban en 2000 que por fin el PRI aceptaría una derrota y entregaría el poder, los izquierdistas en general no creían que se pudiera reconocer una alternancia a favor suyo. Se daba por sentado que en caso de que AMLO lograra (una vez más) la victoria en 2018, se implementaría el operativo que hiciera falta para impedir esa nueva alternancia. Si acaso, podría repetirse un entendimiento implícito, pero eficaz, entre el PRI y el PAN para impedir un arribo de la izquierda (ahora encarnada en el nuevo partido de AMLO, Movimiento de Regeneración Nacional, Morena). Pese a las sospechas y desconfianza, se generaron las condiciones para un claro triunfo de López Obrador y para que un operativo de fraude eficaz, o la eventual colaboración entre PRI y PAN, no pudiera ser coronado por el éxito.

Más allá de las expectativas o temores que genera López Obrador, la alternancia constituye un elemento esencial de la democracia, al permitir la inclusión de grupos excluidos social o políticamente, y la apertura de una importante válvula de escape a la tensión acumulada, los enojos y agravios por el mal desempeño o abusos del gobierno en turno, o el modelo económico vigente. Al respecto señala Samuel Huntington:

Es corriente que la competición entre partidos se justifique en términos de democracia, gobierno responsable y régimen mayoritario. Pero también se la puede justificar en términos del valor de la estabilidad política. La competición partidaria de este tipo acentúa la posibilidad de que nuevas fuerzas sociales que desarrollen aspiraciones y conciencia políticas sean movilizadas en el sistema, en lugar de serlo contra él.

Paradójicamente, el hecho de que a López Obrador no sólo se le haya otorgado en las urnas la presidencia, sino también un poder dominante en distintos niveles del gobierno y Estado, podría derivar en la limitación o retroceso en las instancias y procesos propiamente democráticos en el ejercicio del poder, que con dificultad se han instaurado en las últimas tres décadas. Eso dependerá de cómo utilice López Obrador el enorme poder que ha sido depositado en sus manos. El propósito básico de este libro es analizar los escenarios que podrían surgir a partir de ese triunfo, y el estilo de gobernar de López Obrador.

I. LA ELECCIÓN DE 2018

Al menos desde 2017 se pudieron vislumbrar las condiciones que generarían un probable escenario de triunfo de López Obrador, y la inevitabilidad para el gobierno de reconocérselo, registrando así finalmente una nueva alternancia por el lado de la izquierda. En un libro publicado en 2017 (2018: ¿AMLO presidente?) se adelantaron las explicaciones de lo que se vislumbraba como un probable triunfo de López Obrador en la carrera presidencial. Entre dichas variables estaban las siguientes:

1. Hartazgo y enojo ciudadano

En 2017 se escribió:

El hartazgo hacia el PAN y el PRI es mayor hoy que en 2006, lo cual puede ser una ventaja adicional para López Obrador. De acuerdo a la encuesta GEA-ISA, 82% considera que el rumbo es equivocado en materia política y 79% en materia económica. Y 43% considera la situación política peor que el año pasado, y 36% peor en lo económico. 70% considera que el país atraviesa una crisis económica.Y pese a la publicidad del PAN al ofrecer un cambio, ya se vio qué tipo de cambio generó en sus doce años de gobierno (muy reducido). Ese hartazgo, aunado a la amplia corrupción de políticos y gobernantes de todos los partidos, tiende a traducirse en un revanchismo social y político. También se busca probar con una corriente que hasta ahora no ha logrado triunfar, pero con quien puede llevarla al poder (Morena, es decir, López Obrador) el enorme desgaste acumulado por el PRI y el PAN en estos últimos años dan a López Obrador la ventaja de ser la única alternativa distinta con opción de triunfo, misma que mucha gente ve con esperanza […] Por todo lo cual no sería raro que una mayoría no absoluta de votantes, pero que podría ser suficiente, se incline por el candidato antisistema con posibilidades reales de triunfo, que en nuestro caso hoy por hoy es López Obrador.

En efecto, así ocurrió. El 55% del voto efectivo fue para AMLO, y 45% para su coalición en el Congreso. El malestar con los partidos tradicionales alcanzó un grado extremo, más en el caso del PRI que del PAN. El blanquiazul en las encuestas de 2016 aparecía aún como posible competidor en empate técnico con Morena. Los dos gobiernos panistas dejaron mucho qué desear y por tanto cualquier oferta de cambio —combatir la corrupción, reducir la violencia o crecer económicamente— no era esencialmente creíble. Tiene razón Damián Zepeda, expresidente del PAN, al reconocer, tras su derrota: “Tenemos que hacernos cargo de que mucha gente nos ubicaba como un partido que ya había gobernado y que no hay todavía un cambio de fondo en el país”.

Respecto al PRI, en 2012 se le dio una nueva oportunidad como gobierno, probablemente esperando que la violencia e inseguridad desatada durante los gobiernos panistas (en particular el de Calderón) pudieran ser administradas nuevamente sin violencia, como lo habían hecho los gobiernos priistas durante décadas. Se apelaba a la experiencia del PRI frente a la novatez del PAN (ante la incertidumbre que aún generaba mayoritariamente López Obrador). Peña Nieto avanzó en las llamadas reformas estructurales que habían quedado congeladas en la agenda pública del neoliberalismo desde hacía décadas; esencialmente la reforma energética, de comunicaciones, educativa, fiscal. Dichas reformas —y el Pacto por México del que surgieron— fueron sistemáticamente satanizadas por López Obrador como una traición a México, y como parte del modelo que, en su perspectiva, había arruinado al país. Los resultados esperados de dichas reformas no podían ser palpables en el corto plazo (salvo la de comunicaciones), por lo cual pronto ese reformismo se le revirtió al gobierno. Y mientras tanto, surgió el caso de Ayotzinapa, en el que 43 normalistas fueron desaparecidos y asesinados por cárteles de Guerrero en connivencia con autoridades locales (del PRD, por cierto). El mal manejo informativo y de investigación que hizo el gobierno federal ayudó a que se le responsabilizara por ello (“Fue el Estado”), generando un elevadísimo costo político al presidente. Por otro lado, el PRI, al retornar al poder, parece haber creído que regresábamos a los años sesenta, cuando se podía abusar impunemente del poder e incurrir en gran corrupción sin pagar gran costo político y menos electoral. Olvidaron los cambios que se habían dado desde al menos 1988, pasando por la alternancia de 2000. Los escándalos de corrupción fueron surgiendo a la luz, incrementando la impopularidad presidencial y el enojo ciudadano. Las derrotas de los años 2015 y sobre todo 2016 al otrora partidazo anunciaban con claridad lo que el 2018 le deparaba. No lo supieron leer con claridad. Dice al respecto Luis Rubio:

El presidente Peña llegó con grandes planes y una enorme arrogancia a restaurar la presidencia imperial de los sesenta, pero entre todos esos proyectos no se encontraba el propósito de gobernar. Grandes reformas fueron aprobadas por el Congreso, pero la ciudadanía no vio mejoría en las cosas que más le importaban: seguridad, ingresos y empleos.

Lo que la población sí vio fue a un presidente distante, frívolo y siempre indispuesto a explicar y convencer, terminando como ejemplo de todo lo que la población desprecia: impunidad, corrupción y mal gobierno.

En contraste, Morena y en particular AMLO podían gozar de gran credibilidad en sus ofertas, por fantasiosas que fueran (como lo son muchas de ellas), en virtud de no haber gobernado a nivel nacional. En esto ayudaba significativamente el hecho de que Morena implicaba una nueva marca, y por ende no estaba desgastada como los partidos tradicionales (incluido al PRD, que AMLO ya había sentenciado como parte de la mafia cuando lo abandonó justo para formar Morena). En este sentido, escribió tras la elección Juan Villoro: “Morena llegaba a la contienda con el mayor mérito que puede tener una organización política mexicana: nunca ha gobernado. Hartos de la corrupción y la ineficacia del PRI y el PAN, los votantes buscaban un horizonte nuevo”. Justo por esa razón favoreció a AMLO lo que podría llamarse “la magia de las nuevas siglas”. Era el fenómeno que Carlos Castillo Peraza comparaba con “cruzar el río Ganges” para purificarse, y que aplicaba a los priistas que tras 1989 llegaban al PRD ya limpios y absueltos de toda mancha. El PRD se benefició por años de ese fenómeno por ostentarse bajo nuevas siglas, si bien con el tiempo fue cayendo en lo mismo que condenaba en los demás partidos, perdiendo poco a poco esa ventaja. Acusando al PRD de corrupción y claudicación de principios, las siglas de Morena surgirían como nuevo símbolo de pureza y congruencia, traicionadas por su partido matriz (como hizo el PRD con el PRI). Que el nuevo partido sea nutrido por muchos de quienes militaban en el PRD corrupto, además de por miembros del PRIAN —corresponsables del nefasto proyecto neoliberal y del Fobaproa, y del Pacto por México—, era lo de menos. Ahora pertenecían al partido que se presentaba como un referente moral de México (en palabras de AMLO, si no iba a ser un referente moral no valía la pena su fundación). Y la magia que las nuevas siglas ejercen en millones de ciudadanos que dan por sentado la pureza de ese partido se traduce en millones de votos que de otra forma no serían emitidos. Eso le generó la ventaja de que aquello que ofrecieran el PRI y el PAN durante la elección no gozaría de credibilidad; gobernaron ya y no cumplieron. Las promesas del nuevo partido en cambio, así fuesen inalcanzables, sonaban creíbles por el hecho de que ese partido jamás había gobernado, aunque muchos de sus cuadros y dirigentes sí lo hayan hecho desde distintos cargos, siendo corresponsables de la situación que después se condenaba.

De alguna manera, un fenómeno semejante ocurrió en Nuevo León en 2015 con Jaime Rodríguez (el Bronco) a la cabeza. Habiendo gobernado varias veces el PRI y el PAN, los electores no notaron un cambio notable entre ambos, y terminaron por hartarse de esa mancuerna. La izquierda no había tenido presencia en ese estado (como en prácticamente todo el norte del país), por lo que la opción de “desahogo y prueba” resultó ser un candidato independiente, con un discurso antisistema. El hecho de que el Bronco hubiera militado por más de tres décadas en el PRI, y que apenas hubiera renunciado poco antes a ese partido para competir por la vía independiente, no fue considerado por los electores como un handicap, o como motivo de sospecha y duda. Que hubiera sido cercano a Roberto Madrazo —el tristemente célebre gobernador de Tabasco y presidente del PRI tras la derrota de 2001, así como candidato perdedor en 2006— tampoco tenía mayor relevancia. Se trataba de una nueva marca, en este caso no partidista pero sí con la nueva figura de independiente. Era aparentemente la mejor opción para explorar si las cosas podían mejorar. En 2016 el hartazgo con la corrupción rampante en varios estados volvió a generar una ola de alternancias a nivel estatal. Pero no habiendo un nuevo partido consolidado en esos estados (Morena apenas había confirmado el registro en 2015, y AMLO no era candidato), los beneficiarios fueron de nuevo el principal partido opositor: el PAN en los estados gobernados hasta entonces por el PRI (como Tamaulipas, Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua), y el PRI ahí donde una coalición PAN-PRD había también decepcionado a los ciudadanos (como en Sinaloa y Oaxaca). Era previsible que ese descontento, hartazgo y protesta por la corrupción beneficiaría en la elección presidencial de 2018 a quien encabezara una nueva opción con nuevas siglas. Los resultados generales de la elección se muestran en el cuadro I.).

Desde luego, la imagen personal que López Obrador logró proyectar —de honestidad, congruencia, y compromiso social— fue una causa esencial para generar esa confianza que pudo transmitir al conjunto de su partido y sus candidatos (fueran quienes fueran y cualquiera que hubiera sido su pasado). Eso, en combinación con unas siglas novedosas que hacían aparecer al partido como fresco, genuino y limpio, tuvo mucho que ver no sólo en el abrumador triunfo de López Obrador.

2) Candidato blindado

En 2017 escribimos:

A diferencia de 2006 y 2012, los electores moderados y apartidistas parecen más dispuestos a soslayar y dar menos importancia a los errores, tropiezos y estridencias de López Obrador […] También podrían ser menos exigentes en la coherencia —o falta de ella— de las propuestas obradoristas (pues la mayoría no pone atención en los cómos, sino sólo en los qué’s, que sin duda son atractivos) […] Esos votantes no están seguros de lo que ocurrirá en un gobierno de López Obrador, pero ante lo que conocemos ya del PRI y del PAN, consideran conveniente asumir el riesgo del cambio, dando el beneficio de la duda. Consideran que el experimento puede salir bien o mal, pero que bien vale la pena intentarlo antes que quedarse empantanados en lo que tenemos hoy.

Así ocurrió. En virtud del hartazgo con el PRI y el PAN, López Obrador gozaba ahora de un blindaje personal que no tuvo en 2006 (cuando numerosos votantes moderados se alejaron ante un discurso estridente y errores concretos de campaña). Ahora se estuvo dispuesto a justificar y pasar por alto cualquier error, con tal de provocar la ansiada alternancia, ya fuese por la esperanza despertada en sus seguidores más duros o por el castigo que se deseaba propinar a los partidos tradicionales que desperdiciaron las oportunidades que en su momento les brindó el electorado. De dicho blindaje había ya muestras palpables incluso durante 2017:

Parece que la actitud de muchos electores potenciales, incluso los de corte moderado, es de mayor anuencia y tolerancia hacia los tropiezos y desplantes de AMLO precisamente porque las otras opciones aparecen agotadas a sus ojos. En una gira por Estados Unidos López Obrador responsabilizó (de manera cauta pero innegable) al Ejército de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, generando gran molestia en los mandos militares. Más tarde, en Chilpancingo, reiteró dicha acusación, al ofrecer una investigación verdadera en caso de llegar al poder: “Vamos a hablar con la verdad. Se tiene que decir quiénes fueron los responsables y aquí incluyo al Ejército Mexicano”. Muchos desafectos a López Obrador compararon el desliz con el “síndrome Chachalaca” de 2006, que en efecto inició un desplome de las intenciones de voto del tabasqueño en ese año. Por lo que esperaban que en las encuestas subsiguientes apareciera el candidato de Morena ya con menos ventaja de la que entonces mostraba (alrededor del 5%) […] muchas encuestas confirmaron la ventaja de AMLO, lo que sugería que ese incidente no había repercutido en su electorado potencial […] En esa medida las condiciones y probabilidades para López Obrador son mejores en este punto que en 2006 y 2012.

De hecho, se hablaba de que el 30% que favorecía a AMLO en las encuestas en 2017 era su techo, y que a partir de sus errores y estridencias empezaría a bajar de esa posición. No parecía ser el caso, pues todo indicaba que más bien ese “techo” en realidad era un piso, es decir, ya no perdería votos y en cambio quedaba abierto el horizonte para recibir nuevos votos. Desde luego, el votante duro de López Obrador es incapaz de admitir cualquier crítica que se le haga a su líder; o la niega como un infundio o la justifica plenamente con los argumentos que hagan falta. Pero el segmento que podría ser más sensible a los errores o excesos discursivos de AMLO es el de los apartidistas y moderados que consideraron votar por Morena. Había suficientes elementos para pensar que incluso ese segmento más volátil estaba mejor dispuesto que antes a pasar por alto los desvaríos o desplantes de López Obrador (al menos mientras no fuese algo grave), debido al enorme (y comprensible) hartazgo que experimentaban respecto del PRI y el PAN.

3) El que se mueve… sí sale

En 2017 escribimos:

Hacia el proceso de 2018, López Obrador no sólo lleva la ventaja de haber estado en campaña continua desde 2000, sino que formalmente también se adelantó a todos los partidos como candidato presidencial en el proceso de 2012. No habiendo por definición otra opción a la candidatura de López Obrador, nada impedía que se presentara como tal muy anticipadamente, a despecho de que los formalismos de su registro se llevaran a cabo mucho después. Pero además, en 2015 tuvo el tino de autonombrarse como presidente de su partido, cargo que no había ocupado desde su fundación. Así, bajo la cobertura de esa posición pudo tener acceso a los spots distribuidos por el INE que institucionalmente corresponden a su partido […] el candidato de Morena en esta ocasión ha aplicado muy bien la nueva regla electoral no escrita, según la cual “el que se mueve, sí sale”. Podría tener por eso mismo una mejor oportunidad de aparecer en la fotografía presidencial que quienes se presentan más tardíamente a la contienda.