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American Dirt • Jeanine Cummins

Tierra americana.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Lydia Quijano Pérez vive en Acapulco, México, donde regenta una librería. Tiene un hijo de ocho años, Luca, el amor de su vida, y un maravilloso esposo que es periodista. Y aunque la situación en Acapulco comienza a agrietarse debido a los cárteles de la droga, Lydia lleva una vida confortable.

Un día llega un hombre a la librería y compra cuatro libros, entre los que se encuentran dos de las obras favoritas de Lydia, que pensaba que nunca se iban a vender. Javier es erudito y encantador. Lo que Lydia no sabe es que es también el jefe del nuevo cártel que se ha apoderado de la ciudad. Cuando el esposo de Lydia publica un revelador artículo sobre Javier en el periódico local, la vida de Lydia y su familia cambiará para siempre.

Forzados a huir y convertidos en migrantes, Lydia y Luca pronto se encuentran a kilómetros de su cómoda existencia. Viajan en La Bestia, nombre con el que se conocen los trenes que se dirigen hacia Estados Unidos, el único lugar donde Javier no podrá encontrarlos. Cuando se unen a las innumerables personas que intentan llegar al norte, Lydia se da cuenta de que todos huyen de algo. Pero ¿hacia qué huyen exactamente?

Jeanine Cummins es autora de cuatro libros: una memoir, A Rip in Heaven, que se convirtió en un bestseller en Estados Unidos, y dos novelas.

American Dirt | Jeanine Cummins

#AdelantosEditoriales


Fragmento American Dirt de Jeanine Cummins

CAPÍTULO 1

Una de las primeras balas entra por la ventana abierta que está justo arriba del inodoro. Luca no se da cuenta enseguida de que se trata de una bala, y es mera suerte que no le atraviese la cabeza. Apenas percibe el leve sonido de su trayectoria al clavarse en la pared de azulejos a su espalda, pero la ráfaga de balas que le sigue es estridente: un clac-clac de estallidos continuos que retumban con la velocidad de un helicóptero. Se escuchan gritos que pronto se apagan, aniquilados por el tiroteo. Antes de que Luca tenga tiempo de abrocharse los pantalones, bajar la tapa y subirse en ella para mirar, antes de que pueda confirmar la fuente del terrible clamor, Mami abre la puerta del baño.

—Mijo, ven —dice tan bajito que Luca no la escucha.

Sus manos no actúan con delicadeza. Lo empuja hacia la ducha. Luca tropieza con el borde de azulejo y cae de manos. Mami se tira encima de él y Luca siente que sus dientes se entierran en los labios. Nota el sabor de la sangre. Una gota oscura dibuja un pequeño círculo rojo contra el azulejo verde claro del piso. Mami lo avienta hacia la esquina. La ducha no tiene puerta ni cortina. Ocupa un rincón en el baño de la abuela, y tiene una tercera pared de azulejos que mide cerca de un metro y medio de alto por un metro de ancho y que da forma a un cubículo. Con un poco de suerte, será lo suficientemente grande para ocultar a Luca y a su madre.

La espalda de Luca está encajada en la esquina; sus pequeños hombros tocan ambas paredes. Tiene las rodillas bajo el mentón y Mami se agazapa sobre él, protegiéndolo como si fuera el caparazón de una tortuga. La puerta del baño sigue abierta y eso preocupa a Luca, aunque no puede ver qué hay más allá del escudo creado por el cuerpo de su madre, detrás de la especie de barricada que es la ducha de la abuela. Quisiera escabullirse y empujar ligeramente la puerta con un dedo. Quisiera cerrarla por completo. No sabe que su madre la dejó abierta a propósito, que una puerta cerrada solo incita una inspección más exhaustiva.

Siguen escuchando el ruido de los disparos, acompañado de un olor a carbón y carne quemada. Papi está preparando carne asada y piernas de pollo, las favoritas de Luca. Le gustan un poco quemadas, para sentir el fuerte sabor de la piel crujiente. Su madre levanta la cabeza lo suficiente para mirarlo a los ojos y cubre sus oídos con ambas manos. Afuera los disparos merman. Cesan y vuelven en breves ráfagas, imitando, piensa Luca, el ritmo salvaje y errático de su corazón. En medio de todo el alboroto, aún puede escuchar la radio. Una voz femenina anuncia “¡Mejor FM Acapulco, 100.1!” y luego la Banda MS canta sobre la alegría de estar enamorado. Alguien le dispara a la radio y se escuchan risas. Voces de hombres. Dos o tres, pero Luca no está seguro. Luego siente pisadas fuertes de botas en el patio de la abuela.

—¿Lo ves? —dice una de las voces justo afuera de la ventana.

—Aquí.

—¿Y el niño?

—Mira, ahí hay un niño. ¿Es ese?

El primo de Luca, Adrián, trae puestos sus tacos y su playera de Hernández. Adrián puede golpear el balón de fútbol con la rodilla cuarenta y siete veces seguidas.

—No sé. Parece de su edad. Tómale una foto.

—¡Mira, pollo! —dice otra voz—. Se ve bueno. ¿Quieres?

La cabeza de Luca está bajo la barbilla de Mami, y su cuerpo, enredado firmemente a su alrededor.

—Olvida el pollo, pendejo. Revisa la casa.

Mami se agacha más, presionando a Lucas contra la pared de azulejos. Pega su cuerpo al de él y ambos escuchan el chirrido de la puerta trasera, seguido de un golpe. Luego escuchan los pasos en la cocina y el ruido intermitente de las balas dentro de la casa. Mami gira la cabeza y repara en el vívido contraste de la gota de sangre que derramó Luca en el piso, iluminada por un sesgo de luz. Luca siente cómo se detiene la respiración en el pecho de su madre. La casa está en silencio ahora. El pasillo frente al baño está alfombrado. Mami estira una de sus mangas para cubrirse la mano y Luca ve con terror cómo se aleja de él hacia la delatora mancha de sangre. Pasa la manga por encima, dejando solo un leve rastro, y regresa junto a Luca en el momento en que el hombre abre por completo la puerta del baño con la culata de su AK-47.

Deben ser tres hombres, porque Luca todavía escucha dos voces en el patio. Detrás de la pared de la ducha, el tercer hombre desabrocha su pantalón y orina en el inodoro de la abuela. Luca no respira. Mami no respira. Sus ojos están cerrados, sus cuerpos inmóviles; incluso la adrenalina está suspendida en la calcificada voluntad de su quietud. El hombre eructa, jala la cadena y se lava las manos. Se seca con la toalla buena de la abuela, la amarilla, la que solo pone cuando hay fiesta.

No se mueven después de que el hombre se va. Ni siquiera después de escuchar de nuevo el chirrido y el golpe de la puerta de la cocina. Se quedan así, hechos un amasijo de brazos, piernas, rodillas, mentones, párpados apretados y puños cerrados, incluso después de oír que el hombre ha regresado con sus compañeros, después de escucharlo anunciar que la casa está vacía y ahora sí va a comer pollo, porque no hay motivos para desperdiciar una buena comida cuando hay niños muriéndose de hambre en África. El hombre está tan cerca de la ventana que Luca puede escuchar los chasquidos de su boca al masticar el pollo. Luca se concentra en su respiración, en inhalar y exhalar sin hacer ruido. Se dice a sí mismo que se trata de apenas una pesadilla, un sueño terrible, como los que ha tenido antes. Siempre despierta con el corazón acelerado y siente cómo lo inunda el alivio. “Solo fue un sueño”, suele decirse.

Porque esos hombres son la versión moderna del Coco en el México urbano. Porque incluso los padres que no hablan de violencia frente a sus hijos, los que cambian la estación de radio cuando se escuchan noticias de un nuevo tiroteo y ocultan sus miedos más profundos, no pueden evitar que sus hijos hablen con otros niños. En los columpios, en el campo de fútbol, en el baño de la escuela, esas historias grotescas se acumulan y agrandan. Cualquier niño, ya sea rico, pobre o de clase media, ha visto cadáveres en las calles y homicidios casuales. Y, gracias a lo que se cuentan, sabe que hay una jerarquía de peligro y que algunas familias corren más riesgo que otras. A pesar de que Luca nunca notó en sus padres la menor evidencia de peligro, a pesar de que estos siempre se mostraron seguros ante él, Luca sabía... sabía que ese día iba a llegar. Pero eso no lo preparó para su llegada. Pasa mucho, mucho tiempo antes de que Mami retire la mano que mantiene apretada contra la nuca de Luca, antes de que se aleje lo suficiente para que él pueda ver cómo cambió el ángulo de la luz que entra por la ventana.

Hay cierta gracia divina en los instantes después del terror, antes de su confirmación. Cuando por fin mueve su cuerpo, Luca experimenta una breve, vacilante euforia por el hecho de estar vivo. Por un momento disfruta el áspero paso del aire a través de su pecho. Deja sus palmas estiradas para sentir el suelo frío bajo su piel. Mami se desploma contra la pared frente a él y se soba la mandíbula de manera que resalta su hoyuelo en la mejilla izquierda. Le parece extraño ver sus zapatos buenos, los que usa para ir a la iglesia, en la ducha. Luca se toca la herida del labio. La sangre ya se secó, pero se quita la postilla con los dientes y la herida se vuelve a abrir. Comprende que, si hubiera sido un sueño, la boca no le sabría a sangre.

Después de mucho tiempo, Mami se levanta.

—Quédate aquí —le dice en un susurro— . No te muevas hasta que regrese por ti. No hagas ruido. ¿Entiendes?

Luca se abalanza para agarrar su mano.

—Mami, no te vayas.

—Mijo, no me tardo, ¿sí? Quédate aquí. —Mami zafa los dedos de Luca de su mano—. No te muevas —le dice de nuevo—. Sé bueno.

Luca no tiene problema alguno con hacer lo que Mami le dice, no tanto porque sea un niño obediente como porque no quiere ver. Toda su familia está allá afuera, en el patio de la abuela. Es sábado, 7 de abril, y celebran los quince de su prima Yénifer. Ella lleva puesto un vestido largo de color blanco. Su papá y su mamá, el tío Alex y la tía Yemi, el hermano menor de Yénifer, Adrián, que ya cumplió nueve años y le gusta decir que es un año mayor que Luca, aunque solo se lleven cuatro meses, todos están ahí.

Antes de que Luca tuviera ganas de orinar, Adrián y él estaban pateando el balón con los demás primos y las mamás estaban sentadas en la mesa del patio, con sus palomas heladas sudando sobre las servilletas. La última vez que se reunieron en la casa de la abuela, Yénifer entró sin darse cuenta al baño cuando Luca estaba adentro, y eso lo había mortificado tanto que hoy le había pedido a Mami que lo acompañara y montara guardia en la puerta. A la abuela no le gustó; le dijo a Mami que estaba consintiéndolo, que un niño de su edad ya debía poder ir al baño solo, pero Luca es hijo único y se sale con la suya en cosas que otros niños no pueden.

Sea como sea, Luca está solo en el baño ahora, intentando no pensar, pero una idea lo invade de repente: esa conversación molesta entre Mami y la abuela quizá fuera la última que tendrían. Luca se había acercado a la mesa, retorciéndose, y le había dicho algo a su madre, susurrándole al oído. Al verlo, la abuela había negado con la cabeza y los había señalado acusadoramente con el dedo, mientras soltaba sus comentarios. Sonreía de una forma peculiar cuando criticaba algo. Pero Mami siempre estaba del lado de Luca. Había subido los ojos y se había levantado de la mesa, ignorando la desaprobación de su madre. ¿Cuándo fue eso...? ¿Hace diez minutos? ¿Dos horas? Luca se siente a la deriva, lejos de los límites temporales de siempre.

A través de la ventana, escucha los pasos inseguros de Mami, el sonido rasposo y lento de sus zapatos caminando sobre los restos de algo roto. Se escucha un jadeo que nunca se convierte en sollozo. Ahora los sonidos se aceleran mientras Mami cruza el patio con firmeza, presionando los números de su teléfono. Cuando habla, en su voz hay un estrés que Luca no ha escuchado antes, y esta brota aguda y tensa desde el fondo de su garganta.

—Necesitamos ayuda.

CAPÍTULO 2

Cuando Mami regresa para sacar a Luca de la regadera, está hecho un ovillo, meciéndose. Le dice que se levante, pero Luca sacude la cabeza y aprieta más los brazos y las piernas. Su cuerpo se agita, renuente, por el pánico. Mientras se quede ahí, en la regadera, con el rostro escondido entre los ángulos oscuros de sus codos, mientras no mire a Mami a la cara, puede seguir ignorando lo que sabe. Puede prolongar el momento y conservar esa esperanza irracional de que, tal vez, haya quedado intacto algún pedazo de su mundo de ayer.

Quizá hubiera sido mejor que mirara, que viera las nítidas manchas en el vestido blanco de Yénifer, los ojos de Adrián, abiertos hacia el cielo, el cabello canoso de la abuela, apelmazado con cosas que nunca deberían salirse del resguardo del cráneo. Quizá hubiera sido bueno que Luca mirara los restos tibios del que hasta hace poco era su padre, la espátula doblada bajo el peso de su cuerpo, su sangre todavía corriendo a lo largo del patio de cemento. Porque nada de eso, por muy espantoso que fuera, sería peor que las imágenes que conjuraría, con todo lujo de detalles, en su imaginación.

Cuando al fin logra que se levante, Mami saca a Luca por la puerta principal, lo que puede o no ser una buena idea. Si los sicarios volvieran, ¿qué sería peor, estar en la calle, a la vista de todos, o adentro, donde nadie los viera llegar? Una pregunta imposible de responder. En ese momento, nada es mejor ni peor. Cruzan caminando el jardín de la abuela y Mami abre la reja. Se sientan en el borde amarillo de la acera, con los pies sobre el pavimento. En el otro extremo de la calle hay sombra, pero donde ellos están, no, y el sol quema la frente de Luca. Después de unos minutos que parecen siglos, escuchan sirenas que se acercan. Mami, cuyo nombre es Lydia, se da cuenta de que le castañetean los dientes, pero no tiene frío. Sus axilas están empapadas y tiene erizada la piel de los brazos. Luca se inclina hacia adelante y hace una arcada. Vomita una masa de ensalada de papa de color rosa, por el ponche de frutas, que salpica contra el pavimento entre sus pies, pero ni su madre ni él se mueven. Ni siquiera parecen darse cuenta. Tampoco notan el reacomodo de cortinas y persianas en las ventanas aledañas, de los vecinos que se preparan para negar haber sido testigos de algo.

Lo que Luca sí observa son los muros que se extienden a lo largo de la calle de su abuela. Los ha visto miles de veces, pero hoy nota algo nuevo: cada casa tiene un pequeño jardín enfrente, como el de su abuela, oculto tras un muro, como el de su abuela, rematado con alambre de púas o de cuchillas, o con una reja con picos, como la de su abuela, y solo se puede entrar por una puerta que siempre permanece cerrada, como la de su abuela. Acapulco es una ciudad peligrosa. La gente toma precauciones, incluso en vecindarios buenos como ese, especialmente en vecindarios buenos como ese. Pero, ¿de qué sirven tales protecciones cuando llegan los hombres? Luca recarga su cabeza contra el hombro de su madre y ella lo abraza. No le pregunta si está bien porque, de ahora en adelante, esa pregunta tendrá el peso de un doloroso absurdo. Lydia intenta no considerar todas las palabras que ya no saldrán de su boca, el repentino y monstruoso vacío de las palabras que nunca dirá.

Cuando llega la policía, extienden la cinta amarilla de las escenas de crimen, cerrando la calle por ambos extremos y redirigiendo el tránsito, para hacer espacio para la macabra caravana de vehículos de emergencia. Hay muchos policías, todo un ejército, y se mueven alrededor de Luca y Lydia con una reverencia coreografiada. Cuando el inspector en jefe se acerca y empieza a hacer preguntas, Lydia duda un momento mientras piensa qué hacer con Luca. Es demasiado pequeño para escuchar todo lo que necesita decir. Debe dejarlo al cuidado de alguien durante algunos minutos, para poder responder directamente esas terribles preguntas. Lo habría enviado con su padre, o con su abuela, o con su tía Yemi. Pero todos están muertos, en el patio, sus cuerpos amontonados muy cerca uno de otro como fichas de dominó. Da lo mismo. La policía no fue a ayudar. Lydia empieza a sollozar. Luca se levanta y coloca la palma de su mano fría sobre la nuca de su mamá.

—Dele un minuto —dice, como si fuera un hombre. Cuando el inspector regresa, viene con una mujer, la forense,

que se dirige a Luca. Le pone una mano sobre el hombro y le pregunta si quiere sentarse un rato en su camioneta. Tiene escrito SEMEFO en un costado, y las puertas de atrás están abiertas. Mami asiente y Luca va con ella. Se sienta en el interior y deja los pies colgando sobre el parachoques trasero. Ella le ofrece una lata húmeda de refresco frío.

El cerebro de Lydia, suspendido temporalmente por la impresión, comienza a trabajar de nuevo, arrastrándose como en el fango. Sigue sentada en la acera, frente al inspector, que está de pie, interponiéndose entre ella y su hijo.

—¿Vio al que disparó? —pregunta.

—A los que dispararon, en plural. Creo que eran tres.

Le gustaría que el inspector se hiciera a un lado para no perder a Luca de vista. Solo está a unos cuantos pasos.

—¿Los vio?

—No, los escuchamos. Estábamos escondidos en la regadera. Uno entró y orinó mientras estábamos ahí. Tal vez pueda sacar huellas digitales de la llave. Se lavó las manos. ¿Puede creerlo? —Lydia da una palmada con fuerza, como intentando espantar el recuerdo—. Había por lo menos dos voces más afuera.

—¿Hicieron o dijeron algo que pudiera servir para identificarlos?

Lydia sacude la cabeza.

—Uno comió pollo.

El inspector escribe pollo en su cuaderno.

—Uno preguntó si él estaba aquí.

—¿Un blanco específico? ¿Dijeron quién era? ¿Un nombre? —No era necesario. Era mi esposo.

El inspector deja de escribir y la mira expectante.

—¿Y su marido es...?

—Sebastián Pérez Delgado.

—¿El periodista?

Lydia asiente y el inspector silba entre dientes.

—¿Está aquí?

Lydia asiente otra vez.

—En el patio. Con la espátula. El del letrero.

—Lo siento, señora. Su marido recibió muchas amenazas, ¿verdad?

—Sí, pero no últimamente.

—¿Y cuál era exactamente la naturaleza de las amenazas? —Le dijeron que dejara de escribir sobre los cárteles. —¿O?

—O matarían a toda su familia. —No hay sentimiento en su voz.

El inspector respira hondo y mira a Lydia con lo que podría ser compasión.

—¿Cuándo fue la última vez que lo amenazaron?

Lydia sacude la cabeza.

—No sé. Hace tiempo. Esto no tenía que pasar. No tenía que pasar.

El inspector aprieta los labios hasta formar una delgada línea y no dice nada.

—Me van a matar a mí también —dice Lydia, y al escuchar sus palabras comprende que es verdad.

El inspector no la contradice. A diferencia de varios de sus colegas —no sabe quiénes, pero da lo mismo— él no está en la nómina del cártel. No confía en nadie. De hecho, entre los más de veinte miembros de la policía y el personal médico que en ese momento deambulan por la casa y el patio de la abuela para señalar la ubicación de los casquillos, examinar pisadas, analizar manchas de sangre, tomar fotografías, buscar pulsos y hacer la señal de la cruz sobre los cadáveres de la familia de Lydia, hay siete que reciben dinero del cártel local con regularidad. El pago ilícito es tres veces mayor del que reciben del gobierno. De hecho, uno ya le envió un mensaje al jefe para informarle que Lydia y Luca sobrevivieron. Los demás no hacen nada porque es justamente para eso para lo que el cártel les paga, para llenar informes y actuar como si estuvieran al mando. Parte del personal tiene un conflicto moral al respecto; otros no. Ninguno tiene opción, de todas maneras, así que sus sentimientos son irrelevantes. El índice de crímenes sin resolver en México supera el noventa por ciento. La existencia disfrazada de la policía provee la ilusión necesaria para contrarrestar la impunidad real del cártel. Lydia lo sabe. Todos lo saben. Decide entonces que tiene que salir de ahí. Se levanta de la acera y le sorprende la fuerza que siente en las piernas. El inspector se hace a un lado para darle espacio.

—Van a volver cuando se den cuenta de que sobreviví. — Y es entonces que, como una punzada, recuerda la voz que preguntó en el patio por el niño y siente las rodillas como si fueran de agua—. Va a matar a mi hijo.

—¿Quién? —pregunta el inspector— . ¿Sabe específicamente quién hizo esto?

—¿Es una broma? —responde Lydia.

Solo hay un posible perpetrador para un baño de sangre de esa magnitud en Acapulco y todos saben quién es: Javier Crespo Fuentes, su amigo. ¿Para qué decir el nombre en voz alta? El inspector está fingiendo o la está probando. Él sigue escribiendo en su cuaderno. Escribe “¿La Lechuza?” y “¿Los Jardineros?”. Luego le enseña el cuaderno a Lydia.

—No puedo hacer esto ahora —lo aparta de su camino.

—Por favor, solo unas preguntas más.

—No. No más preguntas. Cero preguntas.

Hay dieciséis cuerpos en el patio, casi todas las personas que Lydia ama en el mundo, pero todavía no ha procesado esa información. Sabe que sucedió porque los escuchó morir y vio sus cuerpos. Tocó la mano de su madre, aún tibia, y sintió la ausencia de pulso cuando levantó la muñeca de su esposo. No obstante, su mente sigue intentando regresar, deshacerlo todo. Porque no puede ser cierto. Es demasiado espeluznante para ser cierto. El pánico es inminente, pero no llega.

—Luca, vámonos. —Le da la mano y Luca salta de la camioneta. Deja la lata de refresco, todavía llena, sobre el parachoques.

Caminan de la mano, calle abajo, hacia donde Sebastián estacionó el auto, cerca del final de la acera. El inspector los sigue, intentando hablar con ella. No acepta que la conversación termine. ¿Acaso no fue lo suficientemente clara? Se detiene de manera tan abrupta que el inspector casi choca contra ella. Se detiene en puntas de pie, para evitar la colisión. Lydia gira sobre sus talones.

—Necesito sus llaves —dice.

—¿Llaves?

—Las llaves del coche de mi esposo.

El inspector sigue hablando, pero Lydia lo hace a un lado de nuevo, jalando a Luca tras ella. Vuelve a cruzar la reja del jardín de la abuela y le dice a Luca que espere. Luego lo piensa mejor y lo lleva hacia el interior de la casa. Lo deja sentado en el sofá de pana dorada y le dice que no se mueva.

—¿Se puede quedar con él, por favor?

El inspector asiente.

Lydia se detiene un momento ante la puerta trasera y endereza los hombros antes de abrirla y salir. En la sombra del patio se percibe el dulce olor de limones y salsa quemada, y Lydia sabe que nunca volverá a comer carne asada. Algunos miembros de su familia ya han sido tapados, y hay pequeñas placas amarillas con letras negras y números por todo el patio. Las placas señalan los lugares donde hay evidencia que nunca será usada en un juicio. Las placas empeoran todo. Su presencia significa que es real. Lydia está consciente de sus pulmones en el interior de su cuerpo; se sienten desgarrados, en carne viva, cosa que nunca había experimentado antes. Camina hacia Sebastián, que no se ha movido y todavía tiene el brazo izquierdo doblado incómodamente bajo el cuerpo, y la espátula sobresaliendo por debajo de su cadera. La posición en que yace hace que Lydia recuerde cómo se ve su cuerpo, vívidamente animado, cuando lucha con Luca en la sala después de cenar. Gritan. Rugen. Golpean los muebles. En la cocina, enjuagando el jabón de los platos, Lydia sube los ojos. Ese alboroto se ha ido. La rigidez late ahora bajo la piel de Sebastián. Tiene ganas de hablar con él antes de que pierda su color. Quiere contarle lo que pasó, apresuradamente, desesperadamente. Una parte maníaca de sí misma todavía cree que, si le hace bien el cuento, podrá convencerlo de que no muera, de que lo necesita, de la inmensa necesidad que tiene Luca de él. Hay una especie de demencia paralizada en su garganta.

Alguien ha quitado el letrero de cartón que los asesinos dejaron sobre el pecho de Sebastián, sostenido con una simple piedra. Escrito con marcador verde, el letrero decía: “Toda mi familia está muerta por mi culpa”.

Lydia se agacha a los pies de su esposo, pero no quiere sentir su piel pálida y fría. Para probar, toca el talón de un zapato y cierra los ojos. Sebastián está casi intacto y ella lo agradece. Sabe que el letrero de cartón pudo haber estado anclado a su corazón con un machete. Sabe que la relativa prolijidad de su muerte es una grotesca gentileza. Lydia ha visto otras escenas de crímenes que parecen de pesadilla: cuerpos que ya no son cuerpos, que están hechos pedazos; cuerpos mutilados. Cuando el cártel mata, es para dar un ejemplo, una demostración grotesca y exagerada. Una mañana, cuando Lydia abría su tienda, vio calle abajo a un muchacho conocido, arrodillado e intentando abrir la reja vertical que protegía la zapatería de su padre con una llave que llevaba colgando del cuello con una agujeta. Tenía dieciséis años. Cuando el auto se acercó, no pudo correr porque la llave estaba enganchada en el candado. Los sicarios levantaron la reja y colgaron al muchacho por el cuello con la agujeta. Luego lo golpearon hasta que ya solo podía retorcerse. Lydia se metió a su tienda de prisa y cerró la puerta, así que no vio cuando le bajaron los pantalones y añadieron la decoración, pero se enteró después. Todos se enteraron. Los dueños de todas las tiendas del vecindario sabían que el padre del muchacho se había negado a pagar mordidas al cártel.

Así que, sí, Lydia agradece que dieciséis de sus seres queridos hubieran muerto rápidamente, con la celeridad clínica de las balas. Los oficiales en el patio desvían la mirada para no verla, y también se siente agradecida por eso. El fotógrafo forense deja su cámara en la mesa, junto a la bebida que todavía tiene marcado en el borde un poco del lápiz labial color trufa de Lydia. Los hielos ya se derritieron y queda un rastro de condensación en la servilleta que rodea su vaso. Sigue húmeda, y a Lydia le parece imposible que su vida se destroce en menos de lo que se evapora un aro de condensación en el ambiente. Está consciente de que un murmullo deferente recorre el patio. Se mueve hacia el costado de Sebastián, sin levantarse, gateando sobre sus manos y sus rodillas. Luego se detiene ante la mano extendida de su esposo, ante los pliegues y las líneas de los nudillos y las perfectas medias lunas de sus uñas. Los dedos no se mueven. Su argolla de matrimonio está inerte. Sus ojos están cerrados y Lydia se pregunta absurdamente si los cerró a propósito, para ella, como un acto final de ternura, para que al encontrarlo no tuviera que mirar su vacío. Lydia se cubre la boca con una mano para someter la sensación de que una parte esencial de sí podría escapar. Acuna sus dedos en la palma de la mano inerte y se permite recargarse suavemente sobre el pecho de Sebastián. Ya está frío. Sebastián está frío. Se ha ido y lo que queda es solo su figura familiar y querida, vacía de aliento.

Lydia coloca la mano sobre la quijada de Sebastián, sobre su barbilla. Cierra su propia boca con fuerza y coloca la palma de su mano contra el frío de la frente de él. La primera vez que lo vio, estaba inclinado sobre una libreta en una biblioteca de la Ciudad de México, pluma en mano. Le gustaron la inclinación de sus hombros, la carnosidad de su boca. Llevaba una playera morada de una banda que ella no conocía. Ahora comprende que no la emocionó su cuerpo, sino la manera en que Sebastián le daba vida. Los adoquines presionan contra las rodillas de Lydia mientras lo cubre de oraciones. Sus lágrimas son espasmódicas. La espatula doblada está en medio de un charco de sangre coagulada, y la parte plana todavía tiene restos de carne cruda. Lydia pelea contra las náuseas, mete la mano en un bolsillo del pantalón de su esposo y saca las llaves. ¿Cuántas veces, durante su vida juntos, ha metido la mano en su bolsillo? “No pienses, no pienses, no pienses”, se dice. Le cuesta trabajo sacarle la argolla de matrimonio. La piel flácida del nudillo de Sebastián se arruga alrededor de la argolla, así que tiene que girarla. Usa una mano para estirar el dedo y la otra para girar el anillo, y así logra zafar al fin la argolla, que ella misma le puso en la catedral de Nuestra Señora de la Soledad más de diez años atrás. La desliza por su pulgar, coloca ambas manos sobre el pecho de Sebastián y se impulsa para levantarse. Se aleja poco a poco, esperando que alguien la cuestione por los objetos que tomó. Casi quiere que alguien le diga que no puede llevárselos, que está manipulando evidencia o alguna estupidez parecida. Piensa qué satisfactorio sería, momentáneamente, tener un receptáculo donde descargar un poco de su ira. Pero nadie se atreve.

Lydia está de pie, con los hombros caídos. Su madre. Se dirige hacia ella. Su cuerpo es uno de los que está ligeramente cubierto con un plástico negro. Un policía le corta el paso.

—Señora, por favor —dice simplemente.

Lydia lo mira con rabia.

—Necesito un último momento con mi madre.

El oficial niega una vez con la cabeza; un movimiento casi imperceptible.

—Le aseguro —dice con voz suave—, esa no es su madre. Lydia parpadea, inmóvil, con las llaves del auto de su esposo

en la mano. Tiene razón. Podría pasar más tiempo en ese escenario de masacre, pero ¿para qué? Todos se han ido. No es lo que quiere recordar de ellos. Se aleja de los dieciséis cuerpos que yacen en el patio y atraviesa la puerta de la cocina, que suena con un chillido y un golpe. Afuera, los policías reanudan su labor.

Lydia abre el armario en la recámara de su madre y saca la única maleta de la abuela: un pequeño bolso de viaje rojo con correa. Lydia abre la cremallera y se da cuenta de que está llena de bolsos más pequeños. Es un bolso de bolsos. Lydia los tira sobre la cama. Luego abre el cajón de la mesa de noche de su madre y saca su rosario y un pequeño libro de oraciones, y los guarda en la maleta, junto con las llaves de Sebastián. Luego se inclina y mete la mano bajo el colchón. La mueve de un lado a otro hasta que sus dedos rozan un sobre de papel. Saca el fajo de billetes: casi quince mil pesos. Los mete en la maleta. Guarda los bolsos pequeños en el armario de su madre y se lleva la maleta al baño.

Abre el gabinete y toma lo que puede: un cepillo para el cabello, un cepillo de dientes, pasta dental, crema hidratante, un tubo de crema para los labios y unas pinzas para las cejas. Todo va a la maleta. Actúa sin pensar, sin considerar realmente qué objetos pueden ser de utilidad y cuáles no. Lo hace porque no sabe qué otra cosa puede hacer. Lydia y su madre calzan el mismo número, una pequeña bendición. Saca del armario el único par de zapatos cómodos que ve: unos tenis de lamé dorado, con cremallera en un costado, que la abuela usaba para trabajar en el jardín. Luego continúa saqueando en la cocina: un paquete de galletas, una lata de cacahuates, dos bolsas de papas fritas. Lo guarda todo, disimuladamente, en la maleta. La cartera de su madre cuelga de un gancho detrás de la puerta de la cocina, junto a otros dos ganchos que sostienen su delantal y su suéter favorito, color turqués. Lydia la revisa. Siente que está abriendo la boca de su madre; es demasiado personal. Se lleva todo el contenido y dobla la suave piel marrón, la mete en el bolsillo exterior de la maleta y cierra la cremallera.

Cuando Lydia regresa, el inspector está sentado en el sofá, junto a Luca, pero no hace preguntas. El cuaderno y el lápiz están en la mesa de centro.