Main logo

Algún día, hoy • Ángela Becerra

Premio de Novela Fernando Lara 2019

Por
Escrito en OPINIÓN el

Una gran historia de amor, llena de épica y exuberancia. Vuelve Ángela Becerra con una bellísima novela de sentimientos.

En una noche de tormenta y barro nace una niña bastarda a la que, creyéndola muerta, bautizan con el nombre de Betsabé. Nadie sabe que en su interior lleva la fuerza de la feminidad, así como la magia y la rebeldía que la harán superar todos los obstáculos. Creará un vínculo indisoluble con su hermana de leche, Capitolina, una pobre niña rica, y ninguno quedará indiferente a su mirada de fuego. Ni siquiera Emmanuel, el revolucionario francés salido del Montparnasse más artístico que, al conocerla, caerá enfermo de amor.

Algún día, hoy, basada en un hecho real acaecido en 1920 en Colombia, narra la historia de Betsabé Espinal, que con solo veintitrés años se convierte en la heroína de una de las primeras huelgas femeninas de la historia. Ángela Becerra construye un monumento a la amistad más pura envolviendo a sus protagonistas en un apasionado círculo de amor que tendrá un sorprendente final.

Fragmento del libro Algún día, hoy, de Ángela Becerra © 2019, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Ángela Becerra nació en Cali, Colombia, donde estudió Comunicación. En el año 2000, siendo vicepresidenta creativa de una de las agencias más relevantes de España, abandonó su exitosa carrera para dedicarse por entero a su gran pasión: la literatura.

Algún día, hoy | Ángela Becerra

#AdelantosEditoriales

_

Algún día, hoy

Ángela Becerra

Capítulo 11

Claude Le Bleu era un empresario francés, atildado y presuntuoso, que solía medir a todos con la vara del «mira cómo vistes y te diré quién eres».

Su metódica vida transcurría en un sofisticado magazín que tenía en la Galerie d’Orléans de París —en la Rue de Montpensier—, un imponente centro de comercio construido en hierro y cristaleras biseladas que representaban el vanguardismo del momento y el lujo industrial nacido de la expansión del comercio textil. Una especie de calle o ciudad en miniatura donde el arte estaba al servicio del mercader y del dios dinero. Aquel establecimiento heredado de su padre, el barón Le Bleu, resultó ser el lugar en el que volcó todo su entusiasmo.

Claude pertenecía al movimiento colectivo que llevaba la innovación como imagen de deseo y necesidad de distanciarse de lo anticuado. Seguidor tímido de la filosofía utópica concebida por Fournier —que se basaba en que cada individuo trabajaría de acuerdo con sus pasiones, sin que existiera el concepto abstracto de propiedad privada o común—, se sentía parte del falansterio. Pero de la autosuficiencia que se proclamaba como base de la transformación social, solo compartía las pasiones y las intrincadas colaboraciones con la psicología de los hombres y las analogías de las máquinas —passions mécanistes avec la passion cabaliste.

Como muchos aristócratas —tal vez por esnobismo—, le atraía el mundo revolucionario, pero no se sentía con fuerzas para hacerle frente y, muy a su pesar, decidió aislarse y convertirse en lo que su derrotado padre, antes de perder la memoria para siempre, había programado para él.

Se movía entre paños, sedas, algodones, terciopelos importados de India y China, y los brocados venecianos de efecto plateado que se elaboraban con polvo de aluminio.

La alta sociedad parisina y todos los que se preciaran de tener algo, como los flâneurs —aquellos paseantes, observadores de la vida que gastaban sus horas en un deambular sin rumbo—, eran sus suculentas víctimas. El tedio, que llevaba a los transeúntes a perderse, se convirtió en su gran aliado.

París estaba en un momento de la vida en el que la sociedad necesitaba del tener para reafirmar su existencia, y eso lo aprovechó. Lo mundano y espiritual convergían en esa burguesía que encontraba su apoteosis en el marco de los bulevares y en la adquisición de bienes absolutamente superfluos que les reafirmaban su desasosegado ser.

Había conocido a Conrado Mejía en La Sorbonne, y al cabo de varias visitas a tabernas —donde saboreaban la buena vida y la mala muerte, y compartían entre risas dudosos carmines, muslos, piernas y senos—, se convirtieron en grandes amigos.

Desde los tiempos de universidad, Conrado y Claude supieron que sus vidas estarían unidas por mucho tiempo. Juntos habían compartido soledades y confidencias de jóvenes. Aquellas historias que se quedan siempre guardadas en el cofre de los recuerdos cuando todos alcanzan la mayoría de edad, es decir, cuando la conciencia de lo absurdo acaba por convertirse en Suprema Verdad y los sueños se silencian en la nada del olvido.

Pertenecían a un grupo de seudorrevolucionarios, tímidos y cargados de remordimientos, que no acababan de rebelarse contra los convencionalismos.

Durante el tiempo en que fueron estudiantes, disfrutaron de las locuras que la Ciudad Luz les ofrecía. Se creían esnobs y se vanagloriaban de romper las reglas. De hacer de la novedad su valor más alto.

Se transformaron en amigos de grandes artistas y se consideraban parte de la frase: «Profundo es lo Desconocido para encontrar lo Nuevo».

Amaban a Rimbaud, a Baudelaire y a Haussmann, el hombre que para muchos era el inventor de ese nuevo París. Aquello los llevaba a excitantes y cansinas polémicas. Paseaban por el Quartier Rouge y no paraban de provocarse y fustigarse a sí mismos.

Una noche, anegado de licor y con sus ojos ensombrecidos de pesadumbres, Claude le confesó:

—Mon ami, estoy condenado a llevar una máscara de hombre cabal y ello me obliga a sentirme humano y a actuar como lo establece esta sociedad mediocre... ¿Sabes de lo que te hablo? Pero la vida que amo no está en ninguna parte. ¿Debo entender que no existe otra vida más que esta, tan pordiosera y fatua, amigo mío? ¿Qué será de nuestro futuro si este presente ya no nos dice nada?

Conrado, sabiendo que su amigo no estaba en su mejor momento, lo consoló:

—Todos hacemos de nuestra existencia una historia, Claude. Para que el mundo entero fluya y continúe debemos seguir el camino trazado de antemano por la vida, aunque nos repugne. No te martirices.

—Eres un inconsciente, no sé cómo te considero mi amigo diciendo tantas insensateces.

—¿Estás preparado para cambiar lo establecido? ¿Verdad que no? Pues calla y come.

—Adoro tu facilidad de resolverlo todo de manera tan frívola. Somos unos cobardes, eso es lo que somos, Conrado.

—O valientes, depende de cómo se mire. Cada uno tiene una historia por hacer... y esa ya está hecha desde antes de nacer, Claude. Es así.

—¡Bebe...! ¡Bebe, antes de que vayamos a un duelo! —Claude le vació sobre la boca los restos que quedaban de la botella de absenta.

—¡Estás borracho! —le dijo Conrado arrebatándosela antes de que cayera astillada contra el suelo.

—Aaah... ¡Insensato! No sé cómo puedo quererte. Debo estar loco. Deberíamos convertirnos en los más osados conspiradores para generar el cambio.

Conrado, que hasta que lo conoció había sido un abstemio declarado, a partir de ese momento comenzó a beber.

Cada noche, entre sorbo y sorbo, creaban largas y entreveradas disertaciones en las que cada uno se convertía en mago sabio, pontífice de futuros. Hablaban sobre la vida, la alquimia y los filósofos. Discusiones que acababan en vagabundeos, fiebres y temblores entre la eterna niebla de las madrugadas y ese frío parisino que se incrustaba en los huesos y les congelaba el alma.

Huían a Montmartre, un lugar mal visto por los sentenciadores de reglas y del «buen hacer», frecuentado por obreros y aristócratas valientes y libertinos. Y en L’Enfer, la excéntrica taberna del número 53 del Boulevard de Clichy, se hicieron camaradas de asesinos, mujeres araña y vampiros de una noche. Compartieron ataúd donde representaban su muerte y otras desquiciadas fechorías, y se mezclaban con artistas, filósofos y bohemios —pintores, prestidigitadores, mentirosos, equilibristas, prostitutas, poetas y locos— que vivían la vida a la manera en que jamás nadie imaginara. Entrada la noche, se sentían libres y dueños del mundo. La absenta era la reina de la oscuridad, y sus efectos, lo más glorioso del amanecer.

Al separarse, cuando Conrado acabó sus estudios de Letras y regresó a Medellín, años después de vivir tantos momentos —con la punzada interior de saberse huérfanos de esa hermandad creada—, cada uno supo que aquel vínculo permanecería por siempre. Se habían unido con un lazo indestructible de vivencias, secretos, lecturas, afinidades y fobias.

A lo largo del tiempo, a pesar de la separación física, continuaron la amistad y siguieron escribiéndose.

Poco tiempo después, Claude terminó casándose con una chica de Burdeos. Conrado le instigó para que la novia que eligiese tuviera un nombre que empezara por la letra C, pues estaba convencido de que ello sería sinónimo de éxito. Y resultó que, solo por un azar del destino, la mujer que eligió se llamaba Clotilde. Así que su amigo íntimo quedó más que satisfecho y la amistad continuó floreciendo.

Por eso, cuando Claude recibió la tarjeta de invitación a la boda de Conrado, lo único que sintió fue que con ese acto quedaba sellada para siempre su amistad.

Luego vinieron los pormenores del enlace.

Él fue quien lo puso en contacto directo con el diseñador que le haría el vestido de novia a Céfora, y con quienes le organizarían su viaje de novios, para que ambos vivieran unos días de ensueño en Europa.

Era tal el cariño que Claude le profesaba a su amigo colombiano que por él terminó embarcándose con su mujer en el transatlántico Le Roi de l’Océan, que los llevaría a ese país lejano. Un país donde desde hacía tiempo su nombre aparecía en un refinado y exclusivo establecimiento de la calle Colombia de Medellín.

Allí tenía un floreciente negocio, La Maison Bleu, de telas, encajes y géneros —enviados desde París e imposibles de encontrar en otro lugar de la gran Villa—, del que era socio Conrado Mejía, y donde la alta sociedad medellinense se surtía y las mujeres enloquecían de placer al encontrar un rincón parisino en pleno centro de la ciudad.

Tras treinta y cinco días de travesía y mala mar, de bailes y champagne, de mareos y vómitos, de risas y paseos por las cubiertas, una mañana entre un viento endemoniado y una granizada monumental atracaron en Cartagena de Indias.

Descendieron entre barrizales, papagayos, gritos y jaulas repletas de gallos borrachos y negros bullosos, y tomaron contacto con aquella ciudad anclada en otro tiempo, venida del insólito sueño de un dios mágico.

El Nuevo Mundo era quizás el más viejo que habían conocido. Ante tal exuberancia de colores e impresiones, Claude se sintió sobrecogido. Una fastuosa muralla, la más larga que había visto en toda su vida, rodeaba la ciudad, que a pesar de la depresión que vivía, se intuía vibrante y llena de vida e historias.

En la Boca del Puente se amontonaba una algarabía de mulatos de dientes blanquísimos, pájaros exóticos con picos rayados y plumajes multicolores, perros sin dueño y desorden con olor a almizcle y mortecina; a melaza y sudores jamás olidos. Aquello lo invadió y robó el alma. Y aunque su mujer no entendía nada y ese desorden le parecía incómodo y sucio porque sus ropas eran blancas —como correspondía a una mujer que vivía para ser el florero más bello de su casa—, él, por cuenta propia, decidió que lo viviría a fondo.

Fue allí donde se acentuaron sus diferencias. Todo lo que ella criticaba, a él le fascinaba.

Asistieron a la boda. Él, haciendo gala de su porte de dandi caduco, y ella, de refinada dama de la alta sociedad europea.

Entre frase y frase y absenta y absenta —traída por Claude—, los dos amigos pactaron que si un día podían influir en los hijos que estaban por venir, sus respectivas descendencias crearían un vínculo de sangre indisoluble.

Una vez celebrada la ceremonia y los festejos, y antes de que los novios emprendieran su anhelado viaje, las dos parejas se trasladaron juntas a Medellín, donde Claude visitó su tienda y se maravilló de la delicadeza y formalidad con la que su amigo la llevaba. El lugar estaba decorado siguiendo los dictados del Bon Marché de París, con artesonados que simulaban un salón de té francés —mesas con espejos donde las mujeres aprovechaban para retocarse el maquillaje y a las cinco reunirse para diluir el tiempo entre sus tazas— y maniquíes traídos desde la Ciudad Luz puestos sobre muebles de roble tallado que realzaban la calidad de los géneros. Además, el lugar contaba con un excelente sastre y un séquito de modistas y bordadoras educadas en la mejor academia de corte y confección que, gracias a los patrones importados de Francia, eran las más rápidas y a su vez las más meticulosas de la ciudad.

Después de quedar maravillados con la tienda, los matrimonios se dividieron. Mientras las mujeres se quedaban en Medellín haciendo alarde del nuevo estado marital de Céfora, los hombres aprovecharon para visitar sus alrededores.

Conrado y Claude, seguidos por una comitiva de criados —campesinos conocedores de todos los caminos—, tomaron el coche de caballos percherones y se dirigieron al suroeste de Antioquia, a Fredonia. Allí, en esa topografía desigual, de verdes rabiosos salpicados por puntos rojos y plataneras, se asentaba La Camándula, magnífica hacienda rebautizada por Conrado que fuera propiedad del padre de Céfora. En el camino, cada vez que Claude lo pedía, se detenían ante aquello que le sorprendía. Estuvieron frente a unas legendarias paredes verdes creadas por la naturaleza, de cuyas grietas emergía la vida convertida en cascadas de flores e hilos de humedad. Encontraron un salto de agua helada, se desnudaron sin miramientos y se sumergieron en él, henchidos de espíritu libertario y de olvidada juventud. En el fondo continuaban siendo unos peripatéticos, fieles seguidores de la escuela de Aristóteles, pensadores que daban vueltas a sus propios pensamientos tratando de cuestionarse la vida sin encontrar en dónde hallar su fin y su salida.

Bebían, reían y recordaban tiempos pasados, apurando las horas como si fueran el último elixir que les quedara por vivir.

—¿Eres feliz? —le preguntó Claude a Conrado mientras le pasaba la botella de Cardhu.

—¿Feliz...? —Sonrió—. Esa palabra tan apetitosa ya está fuera de mi léxico, querido amigo. Ahora me dedico a vivir.

—Entonces, repito la pregunta: ¿Vives feliz?

—Ayyy, Claude Le Bleu, sigues siendo el mismo iluso. En el fondo, yo continuaré fiel a aquel muchacho perdido que conociste en la universidad. Vivo imbuido en normas de las cuales, desgraciada o afortunadamente, nunca lo sabré, jamás lograré zafarme. Enfrentarse a esa realidad inventada, y por ende gloriosa, de la que hablábamos en nuestras noches bohemias, cada vez se me hace más lejano y difícil.

—Yo, en cambio o igualmente, depende de cómo se mire, me siento embalsamado.

—¿Tu vida con Clotilde no te llena?

—Somos el día y la noche. Quizá yo sea la noche, me es indiferente. A veces, llega a ser tan... no sé cómo explicarte,

¿Ridícula? ¡Sí, eso es! Sus histriónicas carcajadas frente a lo nimio. Su afición a las revistas de moda, su compulsión por los guantes... su vacuidad. Me he dado cuenta de que me gustan las mujeres inteligentes y osadas. Las que leen a Proust, Gide, Valéry... y a nuestro amado Rimbaud. Pero no existen o, si lo hacen, sobreviven en los submundos del viejo París, aquellos sitios que, desde que te fuiste, ya no sé encontrar.

—Vives del pasado, mi querido Claude. Lo vivido, vivido está. ¡Déjalo ir! Ahora toca la explosión de la madurez.

—No me hables de ello. Yo sigo sediento de idealismo profundo. Me pides una realidad demasiado superflua. Un realismo que, para mí, está fuera de mi tiempo.

—No nos pongamos trascendentes, amigo. Acabo de casarme y estoy ilusionado; no ensombrezcas mi momento.

—Ya caerás en la realidad... ya... Y cuando lo hagas, no me lo digas, no quiero enterarme. Tú, que dices ser el gran realista, en verdad eres un soñador de soñadores. Todavía crees en la felicidad. ¿Me hablas de idealismo a mí?

Claude acabó riendo de aquella loca manera que les traía tantos recuerdos.

Tras varios tragos del whisky escocés traído de Londres por

Conrado, y un silencio sepulcral que servía para enmarcar sus más íntimos pensamientos, decidieron levantarse y disfrutar de la mutua compañía.

Atravesaron ríos de minúsculas cascadas donde se podían escuchar las voces de la tierra y sumergirse en el pasado.

Delante de Claude, Conrado se vanaglorió de «su verdad». De todo lo conseguido en un momento en que la exportación del producto había caído en picado, y sus competidores santandereanos y cundinamarqueses estaban al borde de la ruina mientras su producción iba en aumento. A pesar de todo y gracias a esfuerzos titánicos, ÉL y solo ÉL —aprovechó para remarcarlo— había logrado expandir y continuar los cultivos de su difunto suegro: veinte mil hermosas hectáreas que albergaban un café apreciado por su suavidad, aroma y ese ligero toque cítrico. Incluso hasta consiguió que los cafetales del noroeste del país entraran en auge, y que tanto Estados Unidos como Alemania y Francia se convirtieran en grandes consumidores y en sus mejores aliados.

Cuando llegaron al lugar, se detuvieron frente a un solemne portal labrado a pura navaja en madera de cedro rojo. Sobre este los aguardaba un arco de medio punto del que colgaba una elaborada camándula, hecha con millares de granos de café por los propios jornaleros y las chapoleras; los mismos que se encargaban de recoger el producto y a quienes Conrado pagaba sus bultos míseramente, siendo las mujeres y los niños los más perjudicados.

Una vez traspasada la entrada, Claude no daba crédito a tanta riqueza visual. Extensas plantaciones de café se fundían con un paisaje de verdes infinitos y cielos repintados de azul en los que se paseaban orondas cientos de nubes empachadas de agua, que acariciaban las montañas dibujando sobre el firmamento formas que los amantes de la palabra convertían en poemas.

Un paisaje idílico que, después de la boda, ahora también pertenecía a Conrado Mejía.

Mientras tanto, Clotilde Le Bleu —a quien el mundo agrícola le repugnaba—, tomaba el té y se dejaba agasajar por Céfora y sus amigas.

Dada su procedencia francesa y sus refinados modales, Céfora Echavarría la paseaba orgullosa por la gran Villa. Mientras las mujeres de la ciudad la veían como un icono de moda y buen gusto, Clotilde, a su vez, disfrutaba de una alta sociedad muy dada al puritanismo con el que ella comulgaba, que hablaba en francés o en un inglés impecable. Se sentía muy cómoda y feliz, pues en ellas prevalecían también las normas de buena educación a la más refinada usanza londinense, que le recordaban sus años pasados en la St. Mary’s Ascot School.

En su recorrido por cafetales, platanares y palmeras, Claude Le Bleu se enamoró perdidamente de esas tierras; de su topografía y de sus ríos; de su fauna y su flora, tan diferentes a las europeas. Pero, por encima de todo, se enamoró de su gente.

Al finalizar aquel viaje, por problemas ajenos a él, Le Bleu no volvió a pisar esas tierras. Pero a lo largo del tiempo, nunca cortó la comunicación y amistad con su gran amigo.

Tras años de correspondencia recíproca, de mantener un afecto sincero marcado por la distancia del océano, una mañana Claude recibiría una carta de Conrado en la que le explicaría los pormenores de los últimos tiempos.

Su amigo, al que no veía desde hacía más de nueve años, ahora le participaba el nacimiento de una nueva hija —a la que había estado a punto de perder—, de nombre Capitolina.